viernes, 21 de diciembre de 2012

EL SÍNDROME DEL CORONEL TAPIOCA, de Arturo Pérez Reverte - 10/1/10

Hace treinta y dos años desaparecí en la frontera entre Sudán y Etiopía.
En realidad fueron mi redactor jefe, Paco Cercadillo, y mis compañeros del diario Pueblo los que me dieron como tal, pues yo sabía perfectamente dónde estaba: con la guerrilla eritrea.Alguien contó que había habido un combate sangriento en Tessenei y que me habían picado el billete.
Así que encargaron a Vicente Talón, entonces corresponsal en El Cairo, que fuese a buscar mi fiambre y a escribir la necrológica.
No hizo falta, porque aparecí en Jartum, hecho cisco pero con seis rollos fotográficos en la mochila; y el redactor jefe, tras darme la bronca, publicó una de esas fotos en primera: dos guerrilleros posando como cazadores, un pie sobre la cabeza del etíope al que acababan de cargarse.
Lo interesante de aquello no es el episodio, sino cómo transcurrió mi búsqueda. La naturalidad profesional con que mis compañeros encararon el asunto.
Conservo los télex cruzados entre Madrid y El Cairo, y en todos se asume mi desaparición como algo normal: un percance propio del oficio de reportero y del lugar peligroso donde me tocaba currar.
En las tres semanas que fui presunto cadáver, nadie se echó las manos a la cabeza, ni fue a dar la brasa al Ministerio de Asuntos Exteriores, ni salió en la tele reclamando la intervención del Gobierno, ni pidió que fuera la Legión a rescatar mis cachos.
Ni compañeros, ni parientes.
Ni siquiera se publicó la noticia.
Mi situación, la que fuese, era propia del oficio y de la vida.
Asunto de mi periódico y mío.
Nadie me había obligado a ir allí.
Mucho ha cambiado el paisaje. Ahora, cuando a un reportero, turista o voluntario de algo se le hunde la canoa, lo secuestran, le arreglan los papeles o se lo zampan los cocodrilos, enseguida salen la familia, los amigos y los colegas en el telediario, asegurando que Fulano o Mengana no iban a eso y pidiendo que intervengan las autoridades de aquí y de allá -de sirios y troyanos, oí decir el otro día…-.
Eso tiene su puntito, la verdad.
Nadie viaja a sitios raros para que lo hagan filetes o lo pongan cara a la Meca, pero allí es más fácil que salga tu número.
Ahora y siempre.
Si vas, sabes a dónde vas. Salvo que seas idiota.
Pero en los últimos tiempos se olvida esa regla básica.
Hemos adquirido un hábito peligroso: creer que el mundo es lo que dicen los folletos de viajes; que uno puede moverse seguro por él, que tiene derecho a ello, y que Gobiernos e instituciones deben garantizárselo, o resolver la peripecia cuando el coronel Tapioca se rompe los cuernos.
Que suele ocurrir.
Esa irreal percepción del viaje, las emociones y la aventura, alcanza extremos ridículos.
Si un turista se ahoga en el golfo de Tonkín porque el junco que alquiló por cinco dólares tenía carcoma, a la familia le falta tiempo para pedir responsabilidades a las autoridades de allí 
- imagínense cómo se agobian éstas…! - y exigir, de paso, que el Gobierno español mande una fragata de la Armada a rescatar el cadáver.
Todo eso, claro, mientras en el mismo sitio se hunde, cada quince días, un ferry con mil quinientos chinos a bordo.
Que busquen a mi Paco en la Amazonia, dicen los deudos…!
O que nos indemnicen los watusi…!
Lo mismo pasa con voluntarios, cooperantes y turistas solidarios o sin solidarizar, que a menudo circulan alegremente, pisando todos los charcos, por lugares donde la gente se frota los derechos humanos en la punta del cimbel y una vida vale menos que un paquete de Marlboro.
Donde llamas presunto asesino a alguien y tapas la cara de un menor en una foto, y la gente que mata adúlteras a pedradas o frecuenta a prostitutas de doce años se rula de risa.
Donde quien maneja el machete no es el indígena simpático que sale en el National Geographic, ni el pobrecillo de la patera, ni te reciben con bonitas danzas tribales.
Donde lo que hay es hambre, fusiles AK-47 oxidados pero que disparan, y televisión por satélite que cría una enorme mala leche al mostrar el escaparate inalcanzable del estúpido Occidente. 
Atizando el rencor, justificadísimo, de quienes antes eran más ingenuos y ahora tienen la certeza desesperada de saberse lejos de todo esto.
Y claro.
Cuando el pavo de la cámara de vídeo y la sonrisa bobalicona se deja caer por allí, a veces lo destripan, lo secuestran o le rompen el ojete.
Lo normal de toda la vida, pero ahora con teléfono móvil e Internet.
Y aquí la gente, indignada, dice qué falta de consideración y qué salvajes.
Encima que mi Vanessa iba a ayudar, a conocer su cultura y a dejar divisas.
Y sin comprender nada, invocando allí nuestro código occidental de absurdos derechos a la propiedad privada, la libertad y la vida, exigimos responsabilidades a Bin Laden y gestiones diplomáticas a Moratinos.
Olvidando que el mundo es un lugar peligroso, lleno de hijos de puta casuales o deliberados.
Donde, además, las guerras matan, los aviones se caen, los barcos se hunden, los volcanes revientan, los leones comen carne, y cada Titanic, por barato e insumergible que lo venda la agencia de viajes, tiene su iceberg particular esperando en la proa.

lunes, 17 de diciembre de 2012

ABRAHAM ? SANSÓN ? DALILA ?, de Arturo Pérez Reverte - 17/12/12

Me lo comentó el otro día una profesora que trabaja en un colegio laico, mixto, de excelente nivel y prestigio. 
Con vitola culta y liberal. 
De los veintitantos niños de ocho a nueve años que tiene en su clase, sólo dos cursan Religión como asignatura optativa.
Y en el resto del cole, más menos.
Casi todos los padres eligen para sus hijos algo llamado Alternativa.
Eso me picó la curiosidad.
Lo mismo me da para insultar a alguien el próximo domingo, me dije. Que en los últimos artículos me he amariconado mucho.
Así que esta semana hice algunas preguntas y obtuve, como veía venir, apasionantes respuestas.
Y conclusiones.
La principal, básicamente, es que lo mismo con el Pepé, con el Pesoe o con la madre que nos parió, esto va a seguir siendo una puñetera bazofia para analfabetos.
Porque seamos justos. Ni siquiera podemos echar la culpa a los planes infames de educación que unos y otros nos llevan asestando desde hace tiempo. 
Los primeros responsables, los culpables son los mismos papis. O sea. No sé si me explico.
Somos nosotros.
Imagino que a estas alturas de la página y sus titulares algún simple habrá pensado: vaya carca, el amigo Reverte, pidiendo el catecismo para los niños.
Pero no estoy hablando de eso.
Cuando lamento que los padres elijan para sus niños Alternativa en lugar de Religión, no añoro doctrina cristiana ni encaje de bolillos teológico. A mi juicio, la asignatura de Religión debería ser un espacio donde a un niño se le dotara de los mecanismos culturales adecuados para comprender el peso y papel de las religiones en el mundo: Islam, budismo, etcétera.
Lo que se trajina. Lo que hay. Y también, naturalmente, el Cristianismo y el peso indudable que la Iglesia Católica, para bien y para mal, ha tenido en veinte siglos de civilización y cultura europea. En las bases de lo que algunos aún llamamos Occidente.
Lo mismo que la cultura clásica, el Renacimiento o la Ilustración: somos Homero, Platón y la Enciclopedia tanto como los Evangelios y la Biblia.
A ver de qué manera van a poder interpretar las claves de esa cultura europea, disfrutarla y aprovecharla, chicos a los que se limita la posibilidad de conocer sus raíces elementales.
Su sedimento de siglos.
Por poner un ejemplo fácil: de qué le sirve a un joven visitar el museo del Prado si desconoce los mitos y personajes que figuran en la mayor parte de los cuadros.
Hagan una prueba. Yo la hice, y todavía me tiemblan las manos.
Pregunten a una docena de chicos de quince años, formados en esa ESO nefasta que nos legaron los infames Maravall y Solana, con la complicidad posterior de tanto idiota y/o cobarde responsable de Educación -que cada uno se adjudique el adjetivo adecuado- y el remate de los analfabetos que legislan desde Bruselas, cómo se tomaba la vida Job, qué lamentaba Jeremías, qué es multiplicar panes y peces o qué efecto produjeron las trompetas de Jericó.
Aunque tampoco crean ustedes que lo de Religión es para tirar cohetes. Que eso garantiza nada. En este mundo descafeinado y edulcorado que ofrecemos a las criaturas, algunos consideran que ya han cumplido con ponerle el Moisés de Disney a los niños.
Los más osados van por ahí, figúrense, por ese registro de perfil bajo: pajaritos y flores en el Edén, Ruth y Booz bailando entre espigas de trigo, José perdonando a los hijoputas de sus hermanos.
Cosas así.
A ver qué profesor tiene huevos, con los papás y los políticos y la sociedad de ahora, a contarles a los niños que Judith degolló a Holofernes tras echarle un polvo, que Noé no habría pasado un control de alcoholemia, que Abraham quiso dar matarile a su nene, o que Sansón, ciego por culpa de un malvado putón verbenero -me sorprende que las ultrafeminatas radicales no hayan exigido todavía borrar tal episodio de la Biblia-, se suicidó llevándose por delante a toda la peña de filisteos y filisteas. Que ésa es otra.Pero bueno. Ni siquiera Disney, oigan.
En lugar de aprender esas y otras cosas apasionantes o divertidas en clase de Religión, los niños van en masa a la de Alternativa, a tocarse las pelotillas -o su correspondiente, las niñas- haciendo manualidades y chorradas. 
Perdiendo el tiempo de forma miserable.
Eso sí: disfraces y fiestas de primavera, de verano, de otoño, de invierno, Halloween y cuanta estupidez se ponga a tiro, no se pierden ni una.
Hasta el pavo de Acción de Gracias empiezan a comer en algunos colegios -que hay que ser gilipollas- aunque los enanos no tengan ni idea de qué agradecer, ni a quién.
Por lo demás, sobre la asignatura de Alternativa puedo citar un ejemplo cercano, certificado: el curso pasado, a una sobrina mía -este año sus padres, agnósticos y de izquierdas, la han apuntado a Religión- le enseñaron a jugar al bingo...

viernes, 14 de diciembre de 2012

EL ASILO DE PETRINJA, de Arturo Pérez Reverte - 10/12/12

Ayer telefoneé a Márquez.
Lo hago de vez en cuando, aunque no con demasiada frecuencia.
Como él.
Son conversaciones breves, casi secas. De pocas palabras y en nuestro viejo tono habitual: cómo estás, capullo, cacho cabrón, etcétera.
Te llamo cuando vaya a Madrid, o hazlo tú cuando pases por Valencia. Todo eso.
Lo de siempre.
A veces nos vemos, comemos juntos -siempre trae en la muñeca el Rolex que le regalé con los derechos de autor de Territorio comanche-.
Y tomamos algo entre viejos rituales: más silencios que palabras.
A veces gotean nombres de amigos muertos mezclados con nombres de amigos vivos: Julio Fuentes, Miguel Gil, los otros que no llegaron a viejos.
Y los que siguen ahí, envejeciendo unos peor que otros, o todos mal.
Los que seguimos.
Ni Márquez ni yo somos de contarnos batallitas.
Hablamos de su crío, al que llamó Arturo. De cómo lo lleva por las mañanas al colegio o pasean juntos frente al mar. De la vida tranquila dedicada a él desde que se jubiló de la tele, de la Betacam, de los hoteles con agujeros, de las carreteras inciertas, de las calles alfombradas con cristales rotos.
De quedarse luego una hora en cuclillas en su habitación en Zagreb, Sarajevo, Bagdad, Beirut, la cámara en el suelo, la espalda contra la pared, las botas manchadas de sangre seca, fumando cigarrillos mientras se le borraban despacio de la retina las imágenes grabadas ese día.
Cuando me cruzo con alguno de los otros viejos colegas y me pregunta por Márquez, si se resignó a vivir como la gente normal, siempre digo lo mismo: «Se habría pegado un tiro, supongo. ¿Qué otra cosa podía hacer él?... Ese puñetero crío le salvó la vida».
Ayer estuvimos hablando por teléfono, como digo. Y no recuerdo bien por qué surgió el nombre de Petrinja.
El asilo, dije.
Ya sabes. Acabaremos todos como los del asilo de Petrinja.
Hubo un silencio. «Te acuerdas, ¿no?», pregunté.
«Cómo no me voy a acordar», gruñó con su voz de carraca vieja.
Eso fue todo.
Luego colgué, y con el teléfono en la mano me quedé pensando. Recordando.
Estoy seguro de que también él se quedó igual.
Desde hace veintiún años, ese nombre nos acompaña como una sombra negra.
Como un aviso.
Hay muchos otros nombres y sombras, por supuesto. Incluso más dramáticos. O sangrientos.
Pero ése siempre fue especial. Y a medida que envejecemos, lo es más.
El 14 de septiembre de 1991, Márquez y yo caminábamos por las calles desiertas de Petrinja, en Croacia. La ciudad había sido evacuada ante el avance de las tropas serbias.
Teníamos hambre, y un rato antes habíamos saqueado los estantes de un supermercado: chocolate, pan duro y latas de conservas.
Al lado había una tienda de ropa con el escaparate roto, y Márquez cogió de allí una corbata de pajarita y se la puso en el cuello sucio de la camisa, bajo su barba de tres días.
Íbamos así, explorando aquello, en la dirección en la que sonaban los tiros, procurando no recortarnos en puertas ni ventanas, atentos a los francotiradores.
Pegados a los edificios porque de vez en cuando caía algo cerca.
Y en ésas, al pasar ante un inmueble grande, oímos un ruido dentro.
Como un gemido.
Entramos a curiosear, encendimos las linternas, y en el sótano encontramos a una docena de personas tumbadas en camillas y en el suelo.
Era el asilo de ancianos; y los cuidadores, al huir de los serbios, habían abandonado allí a los inválidos.
Los pobres viejos llevaban tres días sin agua ni comida, entre el zumbido de las moscas y el hedor de sus propios excrementos.
Un par de ellos estaban muertos; y el resto, cerca de estarlo.
Gemían y lloraban aterrorizados, y cuando sonaba alguna bomba cerca chillaban enloquecidos de terror.
Suplicándonos.
Nada podíamos hacer por ellos, así que encendimos el flash y los grabamos a todos para el telediario de las nueve, para que el siempre sonriente Javier Solana, fino negociador comunitario, pudiera salir luego diciendo en Bruselas que todo estaba controlado en los Balcanes, que en el fondo los serbios eran buenos chicos y que las negociaciones de paz iban de puta madre.
Trabajamos así durante diez minutos, sin hablar ni mirarnos el uno al otro.
Luego dejamos en las camillas toda la comida y el agua que teníamos y nos largamos de allí sin hacer comentarios.
Antes de salir a la calle vimos otro muerto: una bomba había arrancado la pared, y frente al agujero estaba un cadáver sentado en una silla y cubierto de polvo gris. Nos detuvimos a grabarlo -era un abuelete como los otros, y la bomba lo había matado cuando se ataba los zapatos para escapar- y discutimos un poco porque yo le dije a Márquez que le grabara la cara y él dijo que prefería grabarlo de espaldas.
«Que te den por saco», zanjó.
Ésas fueron las únicas palabras que Márquez y yo pronunciamos en el asilo de Petrinja.

jueves, 13 de diciembre de 2012

AQUÉLLA HISPANIA CAÑÍ, de Arturo Pérez Reverte - 3/12/12

Imposible no sonreír, al principio, y que luego se te vaya helando la sonrisa.
Estás una tarde de lluvia dándole un repaso a la Historia Romana de Apiano; y cuando te metes en el libro Sobre Iberia, empiezas, como digo, sonriendo al leer aquello de «a la que algunos llaman ahora Hispania en vez de Iberia», y piensas que no iría mal a ciertos oportunistas y analfabetos, los que sostienen que la palabra España es concepto discutido y discutible, leer al amigo Apiano y enterarse de que los romanos ya nos llamaban así en el siglo II, cuando los emperadores Trajano y Adriano; que, para más recochineo, nacieron en esa Hispania que ahora dicen que nunca existió.
Y si algo queda claro leyendo a Apiano o a cualquiera de sus colegas, es que España ya era entonces cualquier cosa menos discutible.
No sólo por razones geográficas y administrativas, sino por la peña que la poblaba: nuestros paisanos de entonces, que tanto recuerdan a los de ahora.
Sus maneras familiares e inequívocas, a poco que te fijes.
Si algo hemos sido aquí toda la vida es indiscutidos de pata negra.
Indiscutibles hasta el disparate.
Y es que lees y te tronchas. Con risa más bien desesperada, claro. Horrorizándote al mismo tiempo.
Sobre Iberia abunda en ejemplos.
Ese romano que llega muy sobrado con la toga, las legiones y los planos del acueducto bajo el brazo y pregunta: oigan, ¿con quién hay que hablar aquí?
Pero no se aclara mucho, así que pacta con la tribu de los moragos -vamos a inventar nombres-, que son los primeros que se topa.
Pero resulta que los moragos son vecinos de los berrendos, que odian a los moragos porque les pisan los sembrados y sus mujeres son más guapas. Así que los berrendos se niegan a pactar con Roma, más que nada por joder a los moragos.
Mientras tanto, los castucios, cuyas minas de plata son codiciadas por todos, se llevan mal con los berrendos y los moragos. Y en vez de unirse los tres y darle de hostias al cónsul Flavio Vitorio y a sus legionarios, cada uno va a su aire, con lo que al final allí no manda nadie y todo es un carajal.
Así que el tal Vitorio se cabrea; y como no hay modo de ponerlos de acuerdo, pasa a cuchillo a los castucios y a los berrendos, de momento, y vende a sus mujeres y niños como esclavos, para gran gozo de los moragos; que a su vez, secretamente, negocian con los cartagineses por si acaso.
Pero resulta que de la anterior matanza escaparon unos cuantos, que se echan al monte mandados por un jefe llamado Turulato. Y el tal Turulato se dedica a sabotear acueductos y cosas así, de manera que destituyen en Roma a Flavio Vitorio y mandan al nuevo cónsul Marco Luchino, que pacta con Turulato. Entonces los moragos, mosqueados por el éxito de Turulato, se sublevan contra Roma y resisten en la ciudad de Cojoncia, donde antes que rendirse se suicidan todos heroicamente.
El compadre Luchino se las promete felices y sigue con el acueducto, pero hete aquí que otro pueblo de allende el Betis, los lepencios, se subleva porque ese año no llueve y culpa de eso a Roma.
El cónsul Luchino, que va conociendo el percal, convoca a los lepencios para negociar, prometiéndoles todo, y cuando están juntos los degüella a mansalva y vende como esclavos, etcétera.
A ver si acabamos el acueducto de una puta vez, dice.
Pero de la matanza escapan varios lepencios con sus familias, así que vuelta a empezar.
Y cuando a éstos rebeldes los acorralan en la ciudad de Ayamontesia y se suicidan todos y parece que al fin la cosa funciona, Turulato, que se aburre de pactar y quiere un estatuto asimétrico para Lusitania, se subleva otra vez.
Y al agotado Luchino le da un ataque de nervios horroroso y lo sustituye el cónsul Voreno Claro, que soborna a los fieles capitanes de Turulato; y éstos le dan a su jefe setenta y ocho puñaladas mientras asiste a una corrida de toros en Rondis. Después, el cónsul Claro, que cada vez lo tiene más claro, convoca a los fieles capitanes que se cargaron a Turulato, los pasa a cuchillo y a sus familias las vende, etcétera.
Pero en ésas se le sublevan los quelonios, tribu de aquende el Miño.
Así que el cónsul los extermina, se suicidan, los vende y tal.
Y justo cuando acaba, se amotinan los malagones, en la otra punta de Hispania.
Y al cónsul Claro lo sustituyen por el cónsul Cayo Siniestro.
Y entonces…
¿Discutida y discutible? Venga ya.
España es tan añeja y auténtica como esta cita de Sobre Iberia referida a un rebelde hispano vencido por Pompeyo y enviado a Roma como esclavo con su gente: «La arrogancia de estos bandidos era tan grande, que ninguno soportó la esclavitud, sino que unos se dieron muerte a sí mismos, otros mataron a sus compradores y otros perforaron las naves durante la travesía».
Y es que llevamos dos mil años siendo los mismos. O casi.
Con el acueducto sin terminar…

martes, 20 de noviembre de 2012

LA TUMBA OLVIDADA, de Arturo Pérez Reverte - 19.11.12

Hay un proyecto, apoyado por la Real Academia Española, para localizar los restos de Miguel de Cervantes en el subsuelo del convento de las Trinitarias, en Madrid.
El convento está en el corazón del barrio de las Letras, cerca de la casa en la que vivió Lope de Vega y del lugar donde estuvo la que habitaron Góngora y Quevedo -éste, tan español como el que más, compró la vivienda del poeta cordobés para darse el gusto de echarlo a la calle-.
Respecto a Cervantes, la cosa estriba en que el autor del Quijote, que murió viejo y pobre, recibió sepultura en un sitio que el tiempo transformó en fosa común, y sus huesos están en algún lugar de ahí abajo, revueltos con otros sin nombre y sin historia.
La idea de quienes impulsan el asunto es utilizar las modernas técnicas de rastreo basadas en el georradar para, combinadas con los adecuados estudios forenses, determinar cuáles de los huesos que se localicen corresponderían a un varón de setenta años que en su juventud hubiera recibido, como fue el caso de Cervantes en Lepanto, lesiones que le dejaron huellas en el pecho y estropeado el brazo izquierdo: heridas y manquedad recibidas peleando a bordo de la galera Marquesa, en aquella batalla que, en palabras -justificadamente orgullosas- del propio interesado, fue "la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros".
El proyecto es caro, naturalmente.
Los expertos lo estiman en unos 100.000 euros; así que Cervantes y sus huesos sin identificar seguirán durmiendo tranquilos su modorra de siglos, porque dudo que en estos tiempos difíciles de austeridad y recortes alguien invierta un céntimo en removerlos.
Esto no es Inglaterra con su Shakespeare, ni Francia con su Montaigne, ni Alemania con su Goethe.
Para tales cosas, ni siquiera somos Italia -que ya nos gustaría, a algunos- con su patriotismo cultural y su dilatado panteón de mármol y gloria.
En España, o como se llame esta descojonación de Espronceda en la que habitamos, la cultura, la memoria y la vergüenza torera siempre fueron los primeros rehenes a ejecutar por parte de los golfos, los fanáticos, los idiotas y los indiferentes.
Las prioridades -léase clase política y su propio estado del bienestar- son las prioridades.
Aparte el hecho de que rescatar a estas alturas del putiferio los restos del hombre que fijó el canon del castellano, también llamado español -Franco firmaba sus sentencias de muerte en esa lengua opresora y fascista-, sería considerado un acto de provocación intolerable y una agresión a las sensibilidades y lenguas periféricas; tan nobles, o incluso más, todas ellas. Desde cualquier punto de vista, por tanto, éstos no son tiempos simpáticos para gastar dinero removiendo huesos; y mucho menos con las incertidumbres de una búsqueda que tiene altas probabilidades de fracaso.
Sin embargo, la idea de encontrar y honrar los restos de Cervantes sigue siendo hermosa.
Y la Academia, entre cuyos fines se cuenta "mantener vivo el recuerdo de quienes, en España o en América, han cultivado con gloria nuestra lengua", seguirá atenta a ello, por si algún día un mecenazgo adecuado, un ministerio de Cultura quijotesco -y nunca sería tan adecuado el adjetivo-, una universidad extranjera o un inesperado golpe de suerte permitiesen emprender los trabajos.
Algún día. Quizá. Tal vez. Puede ser. Quién sabe.
De todas formas, cuando lo pienso un poco, concluyo que tal vez sea mejor así.
El autor de la novela más grande e inmortal, el escritor modernísimo que marcó para siempre la literatura universal, el soldado que nos enseñó a hablar y a escribir una lengua bellísima y eficaz que comparten casi 500 millones de seres humanos, fue toda su vida víctima de la ingratitud, la calumnia, la mala suerte y la envidia, vivió de fracaso en fracaso, murió anciano, pobre y casi ignorado por sus compatriotas, y recibió sepultura en la humilde fosa común de un convento de Madrid.
Había nacido en España, y eso lo resume todo.
Así que, bien mirado, no hay para don Miguel de Cervantes túmulo más simbólico e inequívocamente español que ese viejo convento de ladrillo perdido en el centro de Madrid -hasta la calle, ironía póstuma, se llama Lope de Vega-, bajo cuyos muros, revueltos con otros huesos, duermen los suyos nobilísimos en el polvo de los siglos.
Y los pocos que conocen y recuerdan, los escasos transeúntes que pasan junto a las Trinitarias y se detienen un momento para apoyar una mano en el muro de ladrillo mientras dedican una sonrisa triste y agradecida a la memoria del autor del Quijote, saben que, para un hombre como él, en patria tan miserable e ingrata como la suya, no es posible imaginar monumento funerario más perfecto que ése.

martes, 30 de octubre de 2012

MIEDO, de Eduardo Galeano

Los que trabajan tienen miedo de perder el trabajo.
Los que no trabajan tienen miedo de no encontrar nunca trabajo.
Quien no tiene miedo al hambre, tiene miedo a la comida.
Los automovilistas tienen miedo de caminar, y los peatones tienen miedo de ser atropellados.
La democracia tiene miedo de recordar, y el lenguaje tiene miedo de decir.
Los civiles tienen miedo a los militares, y los militares tienen miedo a la falta de armas, y las armas tienen miedo a la falta de guerras.
Es el tiempo del miedo.

Miedo de la mujer a la violencia del hombre, y miedo del hombre a la mujer sin miedo.
Miedo a los ladrones, miedo a la policía.
Miedo a la puerta sin cerradura, al tiempo sin relojes, al niño sin televisión, miedo a la noche sin pastillas para dormir, y miedo al día sin pastillas para despertar.
Miedo a la multitud, miedo a la soledad, miedo a lo que fue y a lo que puede ser, miedo de morir, miedo de vivir.

lunes, 29 de octubre de 2012

EL FRANCOTIRADOR PRECOZ, de Arturo Pérez Reverte - 29/10/12

Aquel amigo de mi padre no mató a muchos. Ocho o diez, a lo sumo.
Hombres.
También creía haberle disparado a una mujer, por error; pero eso nunca pudo confirmarlo. Eran otros tiempos, me decía.
Años lejanos de guerra civil, juventud, tiempos artesanos.
Nada de visores nocturnos, intensificadores de luz, infrarrojos y otras sutilezas de ahora.
Una manta en el suelo para no helarte.
Un Máuser y paciencia. Mucha paciencia.
El Máuser era un Coruña 35 -aún pueden verse en museos- al que le había limado la rebaba del gatillo, o algo así, e iba suave como la seda.
Bastaba una presión leve, y bang.
Cazaba seres humanos. Vidas. No había nada en su casa que recordase aquello: ni condecoraciones, ni fotografías, ni armas de ninguna clase.
Tardé años en saber en qué bando estuvo; perdedores y ganadores, daba lo mismo. Tampoco yo tenía claro eso de los bandos, y sigo sin tenerlo.
Todo había sido cuestión de azar, técnica, condiciones personales. Estar aquí o allá en el momento adecuado.
Hay quien es bueno para el violonchelo, o el cálculo, o el sexo. Él era bueno para aquello: tenía buen pulso, era paciente y tenaz. Por eso le dieron un fusil y le asignaron un tejado, una ventana, una tronera. Tenía diecisiete años.
Después, muchos años más tarde, a veces, me sentaba a su lado y él me contaba.
Yo estaba aquí, el objetivo allá. Dibujaba distancias imaginarias en el aire, o sobre una hoja de papel. Trayectorias. Frutas sobre la mesa. Olor a tabaco negro.
He visto asesinar manzanas, naranjas, peras, pasas, nueces, piñones, vasos de vino.
Bang, bang.
O tal vez debería escribir asesinar a. Asesinar a manzanas y nueces, etcétera.
Cada una de aquellas manzanas y nueces tenía derecho a preposición gramatical.
El vino sobre el mantel, además, me hacía pensar en la sangre.
Y vas a volver loco al niño, decía su mujer. Cómo se te ocurre. Dios mío. Cómo se te ocurre contarle esas cosas.
Luego se iba, y entre el humo de tabaco negro flotaba un silencio cómplice. 
Gracias a él aprendí a caminar, a moverme siempre como si hubiese un fusil apuntándome y yo me recortase en el círculo de un visor.
Y sigo haciéndolo.
Cuando era pequeño jugaba a lados buenos y lados malos, camino del colegio. Asomado a la ventana, elegía víctimas imaginarias. Dispara, cambia de posición, dispara de nuevo. Sin ruido, sin alardes. Así tardan más en localizarte, o no lo hacen nunca.
Otras veces me ponía en lugar del objetivo para estudiar su comportamiento. Subía y bajaba la acera, me detenía en las esquinas. Aprendí pronto una obviedad utilísima.
Un arma tiene dos extremos: uno bueno y uno malo.
La culata es el bueno, y el cañón es el malo.
Si estás en ese extremo, o crees estarlo -es bueno creerlo siempre-, no te pares nunca. Muévete. Es más difícil acertarle a un blanco móvil que a un blanco fijo.
Una vez quise probar.
Doce años. Carabina Gamo, perdigones. Me movía por un campo de batalla imaginario, y el pájaro estaba posado en una rama desnuda del cerezo, sobre un fondo gris casi bélico.
Cielo de nubes bajas. Sucias -cuando al fin conocí una guerra, la confirmé como una inmensa nube baja, sucia y gris-.
Me acerqué despacio, arrastrándome, entre los helechos.
La paciencia era básica, le había oído decir mil veces.
Tanto como el pulso, la concentración y la capacidad de pasar horas y días y semanas operando en absoluta soledad.
Yo estaba resuelto a ser paciente. Me detuve y apunté, tomando mi tiempo. Da igual que se vayan, sabía. Y confirmé luego.
Si esperas, siempre terminan pasando una y otra vez ante la mira. Hasta los mismos. Vaya si pasan. Y aquel no se fue.
Retuve el aire al oprimir el gatillo con suavidad, y sentí en el hombro el pequeño retroceso del arma. Tump, hizo.
El pájaro -un gorrión- emitió un quejido corto y seco.
No sé si los gorriones se quejan. Tal vez sólo pió, o como se diga lo que hacen los pájaros cuando les meten un perdigón en el buche.
O creí oírlo piar.
Luego cayó como una piedra, vertical, cloc, al suelo.
Quizá si no se hubiera quejado, o piado, habría sido diferente.
Para mí. Para el resto de mi vida.
Pero el gemido, o lo que fuera, me paralizó, inmóvil, la carabina pegada a la cara, un ojo todavía entornado y el otro abierto tras el punto de mira.
No me acerqué a cobrar la pieza. Me quedé allí quieto, mirando el pequeño ovillo de plumas grises sobre la hierba.
Pensando.
Luego retrocedí entre los helechos y me fui en silencio.
No volví a matar.
Ni un animal, ni un pez. Nunca.
Deliberadamente, al menos -lo no deliberado es otra cosa-.
Y quizá el título llame a engaño. Decepcione.
Pero ésta no es la historia de un psicópata, sino la de un remordimiento. 

viernes, 26 de octubre de 2012

ENXIENPLO DE LA PROPIEDAT QUE' L DINERO HA, de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita

Mucho faz' el dinero, mucho es de amar: 
al torpe faze bueno e ome de prestar,
faze correr al coxo e al mudo fablar,
el que non tiene manos, dyneros quier' tomar.


Sea un ome nesçio e rudo labrador,
los dyneros le fazen fidalgo e sabydor,
quanto más algo tiene, tanto es de más valor;
el que non ha dineros, non es de sy señor.


Sy tovyeres dyneros, avrás consolaçión,
plazer e alegría e del papa ración,
comprarás parayso, ganarás salvaçión:
do son muchos dineros, es mucha bendiçión.


Yo vy allá en Roma, do es la santidat,
que todos al dinero fazianl' omilidat,
grand onrra le fazían con grand solenidat:
todos a él se omillan como a la magestat.


Ffazíe muchos priores, obispos e abbades,
arçobispos, dotores, patriarcas, potestades,
e muchos clérigos nesçios dávales denidades.

Ffacie verdat mentiras e mentiras verdades.

Ffazíe muchos clérigos e muchos ordenados,
muchos monges e mongas, rreligiosos sagrados:
el dinero les dava por byen esaminados;
a los pobres dezían que non eran letrados.


Dava muchos juyzios, mucha mala sentencia:
con malos abogados era su mantenençia,
en tener malos pleitos e fer mal' abenencia;
en cabo por dineros avya penitençia.


El dinero quebranta las cadenas dañosas,
tyra çepos e grillos, presiones peligrosas;
al que non da dineros, échanle las esposas:
por todo el mundo faze cosas maravillosas.


Vy fazer maravillas a do él mucho usava:
muchos meresçían muerte, que la vida les dava;
otros eran syn culpa, que luego los matava:
muchas almas perdía; muchas almas salvava.


Faze perder al pobre su casa e su vyña;
sus muebles e rayces todo lo desalyña,
por todo el mundo cunde su sarna e su tyña,
do el dinero juzga, ally el ojo guiña.


Él faze cavalleros de neçios aldeanos,
condes e ricos omes de algunos vyllanos;
con el dinero andan todos omes loçanos,
quantos son en el mundo, le besan oy las manos.


Vy tener al dinero las mayores moradas,
altas e muy costosas, fermosas e pyntadas,
castillos, heredades, villas entorreadas:
al dinero servían e suyas eran conpradas.


Comía munchos manjares de diversas naturas,
vistía nobles paños, doradas vestiduras,
traya joyas preçiosas en vyçios e folguras,
guarnimientos estraños, nobles cavalgaduras.


Yo vi a muchos monges en sus predicaçiones
denostar al dinero e a sus temptaçiones;
en cabo, por dyneros otorgan los perdones,
asuelven los ayunos e fazen oraçiones.


Peroque lo denuestan los monges por las plaças,
guárdanlo en convento en vasos e en taças:
con el dinero cunplen sus menguas e sus raças:
más condedijos tiene que tordos nin picaças.


Monges, clérigos e frayres, que aman a Dios servir,
sy varruntan que el rrico está para moryr,
quando oyen sus dineros, que comyençan rreteñir,
quál dellos lo levará, comyençan a reñir.


Como quier que los faryres non toman los dineros,
bien les dan de la çeja do son sus parçioneros;
luego los toman prestos sus omes despenseros:
pues que se dizen pobres, ¿qué quieren thessoreros?  


Ally están esperando quál avrá el rrico tuero:
non es muerto e ya dizen pater noster, ¡mal agüero!
Como los cuervos al asno, quando le tiran el cuero:
"cras nos lo levaremos, ca nuestro es por fuero".


Toda muger del mundo e dueña de alteza
págese del dinero e de mucha riqueza:
yo nunca vy fermosa que qisyese pobreza:
do son muchos dineros, y es mucha nobleza.


El dinero es alcalle e juez mucho loado,
éste es consejero e sotil abogado,
Aguaçil e meryno, byen ardit, esforçado:
de todos los ofiçios es muy apoderado.


En suma te lo digo, tómalo tú mejor:
el dinero, del mundo es grand rrebolvedor,
señor faze del syervo e del siervo señor,
toda cosa del siglo se faze por su amor.

QUÉ ES EL ÉXITO, de Autor Anónimo

El éxito no tiene que ver con lo que mucha gente se imagina.
No se debe a los títulos nobles y académicos que tienes, ni a la sangre heredada o a la escuela donde estudiaste.
No se debe a las dimensiones de tu casa o de cuántos carros quepan en tu garaje.
No se trata de si eres jefe o subordinado; o si eres miembro prominente de clubes sociales. No tiene que ver con el poder que ejerces o si eres un buen administrador o hablas bonito.
No es la tecnología que empleas.
No se debe a la ropa que usas, ni a los grabados que mandas bordar en tu ropa, o si después de tu nombre pones las siglas deslumbrantes que definen tu estatus social.
No se trata de si eres emprendedor, hablas varios idiomas, si eres atractivo, joven o viejo.
El éxito se debe a cuánta gente te sonríe, a cuánta gente amas y cuántos admiran tu sinceridad y la sencillez de tu espíritu.
Se refiere a cuánta gente ayudas, a cuánta evitas dañar y si guardas o no rencor en tu corazón.
De si tus logros no hieren a tus semejantes.
Es sobre si usaste tu cabeza tanto como tu corazón, si fuiste egoísta o generoso, si amaste a la naturaleza y a los niños y te preocupaste de los ancianos.Es acerca de tu bondad, tu deseo de servir, tu capacidad de escuchar y tu valor sobre la conducta.
No es acerca de cuántos te siguen, sino de cuántos realmente te aman.
Se trata del equilibrio de la justicia que conduce al bien tener y al bien estar. 
Se trata de tu conciencia tranquila, tu dignidad invicta y tu deseo de ser más, no de tener más.

lunes, 15 de octubre de 2012

LA AVENTURA DEL CONOCIMIENTOY EL APRENDIZAJE - Reflecciones de Alejandro Dolina

La velocidad nos ayuda a apurar los tragos amargos.
Pero esto no significa que siempre debamos ser veloces.
En los buenos momentos de la vida, más bien conviene demorarse.
Tal parece que para vivir sabiamente hay que tener más de una velocidad.
Premura en lo que molesta, lentitud en lo que es placentero.
Entre las cosas que parecen acelerarse figura -inexplicablemente- la adquisición de conocimientos
En los últimos años han aparecido en nuestro medio numerosos institutos y establecimientos que enseñan cosas con toda rapidez::
"....haga el bachillerato en 6 meses, vuélvase perito mercantil en 3 semanas, avívese de golpe en 5 días, alcance el doctorado en 10 minutos....."
Quizá se supriman algunos... detalles.
¿Qué detalles? Desconfío.
Yo he pasado 7 años de mi vida en la escuela primaria, 5 en el colegio secundario y 4 en la universidad.
Y a pesar de que he malgastado algunas horas tirando tinteros al aire, fumando en el baño o haciendo rimas chuscas, no creo que ningún genio recorra en un ratito el camino que a mí me llevó decenios... ¿Por qué florecen estos apurones educativos?
Quizá por el ansia de recompensa inmediata que tiene la gente.
A nadie le gusta esperar. Todos quieren cosechar, aún sin haber sembrado. Es una lamentable característica que viene acompañando a los hombres desde hace milenios.
A causa de este sentimiento algunos se hacen chorros. Otros abandonan la ingeniería para levantar quiniela. Otros se resisten a leer las historietas que continúan en el próximo número. Por esta misma ansiedad es que tienen éxito las novelas cortas, los teleteatros unitarios, los copetines al paso, las "señoritas livianas", los concursos de cantores, los libros condensados, las máquinas de tejer, las licuadoras y en general, todo aquello que ahorre la espera y nos permita recibir mucho entregando poco.
Todos nosotros habremos conocido un número prodigioso de sujetos que quisieran ser ingenieros, pero no soportan las funciones trigonométricas.
O que se mueren por tocar la guitarra, pero no están dispuestos a perder un segundo en el solfeo.
O que le hubiera encantado leer a Dostoievsky, pero les parecen muy extensos sus libros.
Lo que en realidad quieren estos sujetos es disfrutar de los beneficios de cada una de esas actividades, sin pagar nada a cambio.
Quieren el prestigio y la guita que ganan los ingenieros, sin pasar por las fatigas del estudio. Quieren sorprender a sus amigos tocando "Desde el Alma" sin conocer la escala de si menor. Quieren darse aires de conocedores de literatura rusa sin haber abierto jamás un libro.
Tales actitudes no deben ser alentadas, me parece.
Y sin embargo eso es precisamente lo que hacen los anuncios de los cursos acelerados de cualquier cosa.
Emprenda una carrera corta. Triunfe rápidamente.
Gane mucho "vento" sin esfuerzo ninguno.
No me gusta.
No me gusta que se fomente el deseo de obtener mucho entregando poco.
Y menos me gusta que se deje caer la idea de que el conocimiento es algo tedioso y poco deseable.
¡No señores: aprender es hermoso y lleva la vida entera! El que verdaderamente tiene vocación de guitarrista jamás preguntará en cuanto tiempo alcanzará a acompañar la Zamba de Vargas.
"Nunca termina uno de aprender" reza un viejo y amable lugar común.
Y es cierto, caballeros, es cierto.

Los cursos que no se dictan.
Aquí conviene puntualizar algunas excepciones.
No todas las disciplinas son de aprendizaje grato, y en alguna de ellas valdría la pena una aceleración.
Hay cosas que deberían aprenderse en un instante.
El olvido, sin ir más lejos.
He conocido señores que han penado durante largos años tratando de olvidar a damas de poca monta (es un decir).
Y he visto a muchos doctos varones darse a la bebida por culpa de señoritas que no valían ni el precio del primer Campari.
Para esta gente sería bueno dictar cursos de olvido. "Olvide hoy, pague mañana". Así terminaríamos con tanta canalla inolvidable que anda dando vueltas por el alma de la buena gente.
Otro curso muy indicado sería el de humildad.
Habitualmente se necesitan largas décadas de desengaños, frustraciones y fracasos para que un señor soberbio entienda que no es tan pícaro como él supone.
Todos -el soberbio y sus víctimas- podrían ahorrarse centenares de episodios insoportables con un buen sistema de humillación instantánea.
Hay -además- cursos acelerados que tienen una efectividad probada a lo largo de los siglos. Tal es el caso de los "sistemas para enseñar lo que es bueno", "a respetar, quién es uno", etc.
Todos estos cursos comienzan con la frase "Yo te voy a enseñar" y terminan con un castañazo. Son rápidos, efectivos y terminantes.

Elogio de la ignorancia.
Las carreras cortas y los cursillos que hemos venido denostando a lo largo de este opúsculo tienen su utilidad, no lo niego.
Todos sabemos que hay muchos que han perdido el tren de la ilustración y no por negligencia.
Todos tienen derecho a recuperar el tiempo perdido.
Y la ignorancia es demasiado castigo para quienes tenían que laburar mientras uno estudiaba.
Pero los otros, los buscadores de éxito fácil y rápido, no merecen la preocupación de nadie.
Todo tiene su costo y el que no quiere afrontarlo es un garronero de la vida.
De manera que aquel que no se sienta con ánimo de vivir la maravillosa aventura de aprender, es mejor que no aprenda.
Yo propongo a todos los amantes sinceros del conocimiento el establecimiento de cursos prolongadísimos, con anuncios en todos los periódicos y en las estaciones del subterráneo.

"Aprenda a tocar la flauta en 100 años".
"Aprenda a vivir durante toda la vida".
"Aprenda. No le prometemos nada, ni el éxito, ni la felicidad, ni el dinero. Ni siquiera la sabiduría. Tan solo los deliciosos sobresaltos del aprendizaje".

ALEJANDRO DOLINA

miércoles, 10 de octubre de 2012

HUGO CHÁVEZ ES UN DEMONIO, de Eduardo Galeano.

Por qué..?
Porque alfabetizó a 2 millones de venezolanos que no sabían leer ni escribir, aunque vivían en un país que tiene la riqueza natural más importante del mundo, que es el petróleo.
Yo viví en ese país algunos años y conocí muy bien lo que era.
La llaman la “Venezuela saudita” por el petróleo.
Tenían 2 millones de niños que no podían ir a las escuelas porque no tenían documentos.
Ahí llegó un gobierno, ese gobierno diabólico, demoníaco, que hace cosas elementales, como decir “Los niños deben ser aceptados en las escuelas, con o sin documentos”.
Y ahí se cayó el mundo..!
Eso es una prueba de que Chávez es un malvado malvadísimo.
Ya que tiene esa riqueza, y gracias a que por la guerra de Irak el petróleo se cotiza muy alto, él quiere aprovechar eso con fines solidarios.
Quiere ayudar a los países sudamericanos, principalmente Cuba.
Cuba manda médicos, él paga con petróleo.
Pero esos médicos también fueron fuente de escándalos. Están diciendo que los médicos venezolanos estaban furiosos por la presencia de esos intrusos trabajando en esos barrios pobres.
En la época en que yo vivía allá como corresponsal de Prensa Latina, nunca vi un médico.
Ahora sí hay médicos.
La presencia de los médicos cubanos es otra evidencia de que Chávez está en la Tierra de visita, porque pertenece al infierno.
Entonces, cuando se leen las noticias, se debe traducir todo.
El demonismo tiene ese origen, para justificar la máquina diabólica de la muerte.

lunes, 8 de octubre de 2012

DECLINACIÓN, poema de Pedro Aznar a la muerte de su Madre

Sí, esta es la forma en que yo
aprendí a soportar el dolor.
Es mi ritual, mi oración,
mi homenaje, mi refugio.
Grito hecho palabra, hecha música, hecha grito.
Velas e incienso en cada rincón de la casa.
Cenizas como tiempo derrumbado.
Fuego efímero. La vida.

Reconocer tu cuerpo.
Quién soy yo para reconocer tu cuerpo?
En la planilla firmo: hijo.
Qué es hijo? Qué, tu cuerpo inhabitado?
Dónde estás, mujer que fue de mí
lo que de todos es: primer llamado,
Primer y último refugio ante el miedo de la noche,
de la incertidumbre, de la nada?

Una rosa, más que apenas una rosa:
señal de la belleza,
encarnación de lo eterno,
aquí y ahora.
Rosa que echó espinas
para que la vida duela menos.
Estoica rosa de los vientos
señalando direcciones, sin ir.

Agua de rosas
manando en el servicio,
que aceptaste como natural designio
de mujer de tu generación.
Lo diste todo
y nada reclamaste,
roja rosa, rozagante,
batallando cada día bajo lluvia o sol.

Lo diste todo.
Por él, 
y por nosotros,
que te debemos los días y las noches
Esta noche de adiós,
me hace preguntar cuánto de vos quedaba en pie,
en la neblina espesa
que a veces te envolvía.

Te protegiste, acaso, en un nuevo laberinto de espinas,
para que estos años
sin él,
no te dejaran de golpe frente a todo?
Me quedé con ganas de decirnos más,
pero imagino que siempre debe ser así.
Me tocan ahora a mí los años sin ancla,
la orfandad que vos tuviste que vivir desde tan chica.

Rosa,
primera palabra que aprendí en latín,
declinándose en calles de infancia,
manito con pan que roba gusto a magia al borde de la olla.

Hombre de palabras que no encuentra hoy ninguna
que lo salve del dolor.

HONRAR LA VIDA, de Eladia Blazquez

No...! Permanecer y transcurrir, no es perdurar,
no es existir, ni honrar la vida!
Hay tantas maneras de no ser,
tanta conciencia sin saber, adormecida...

Merecer la vida, no es callar y consentir
tantas injusticias repetidas...
Es una virtud, es dignidad y es la actitud
de identidad más definida!

Eso de durar y transcurrir,
no nos da derecho a presumir,
porque no es lo mismo que vivir:
Honrar la vida..!

No...! Permanecer y transcurrir,
no siempre quiere sugerir honrar la vida!
Hay tanta pequeña vanidad,
en nuestra tonta humanidad, enceguecida.

Merecer la vida es erguirse vertical,
más allá del mal, de las caídas...
Es igual que darle a la verdad,
y a nuestra propia libertad, la bienvenida!

Eso de durar y transcurrir
no nos da derecho a presumir
porque no es lo mismo que vivir:
Honrar la vida..!

lunes, 1 de octubre de 2012

CAPITANES VALIENTES, O NO... de Arturo Pérez Reverte - 26.1.12

La noche del 14 de abril de 1912, 99 años y nueve meses antes de que el Costa Concordia se abriese el casco en un escollo de la isla toscana del Giglio, el Titanic se hundió en el Atlántico Norte llevándose a 1.503 personas. El abandono del barco fue desastroso.
El capitán Edward Smithque pese a 34 años de experiencia profesional se comportó más como torpe gerente de un hotel de lujo que como marino, tardó 25 minutos en lanzar el primer SOS. Además, retrasó la orden de abandonar el barco, disimulando esta de modo que la mayor parte de los pasajeros no advirtió el peligro hasta que fue demasiado tarde.
Después, la falta de botes salvavidas, el mar bajo cero y los 25 minutos perdidos en la llegada del primer barco que acudió en su auxilio, remataron la tragedia.Cuatro semanas más tarde, en un artículo memorable publicado en The English Rewiew, Joseph Conrad confrontaba el final del Titanic con el hundimiento, reciente en aquellas fechas,  del Douro: un barco más pequeño pero con proporción similar de pasajeros.
El Titanic se había hundido despacio, entre el desconcierto y la incompetencia de capitán y tripulantes, mientras que en el Douro, que se fue a pique en pocos minutos, la dotación completa de capitán a mayordomo, menos el oficial al mando de los botes salvavidas y dos marineros para gobernar cada uno, se hundió con el barco, sin rechistar, después de poner a salvo a todo el pasaje. Pero es que el Douro, concluía Conrad, era un barco de verdad, tripulado por marinos profesionales y bien mandados que no perdieron la humanidad ni la sangre fría. No un monstruoso hotel flotante lanzado a 21 nudos de velocidad por un mar con icebergs, atendido por seis centenares de pobres diablos entre mozos, doncellas, músicos, animadores, cocineros y camareros.
Escrito hace un siglo, el comentario conradiano podría aplicarse casi de modo literal al desastre del Costa Concordia. Pese al tiempo y los avances técnicos que median entre uno y otro barco, muchas son las lecciones no aprendidas, las arrogancias culpables y las incompetencias evidentes para cualquier marino, aunque no siempre para los armadores e ingenieros navales: desmesura en los grandes cruceros, escasa preparación de tripulaciones, fe ciega y suicida en la tecnología, o competencia profesional de los capitanes y oficiales al mando.

En este último aspecto, ciertos detalles en el comportamiento del capitán del Costa Concordia, Francesco Schettino, quizá merezcan considerarse.
Todo capitán de barco tiene dos deberes inexcusables: gobernar su nave con seguridad y destreza y, en caso de incidente o naufragio, procurar el salvamento de pasaje, tripulación, carga y, a ser posible, del barco mismo.
Esa es la razón de que, en otros tiempos, un capitán pundonoroso se hundiese a veces con el barco, pues su presencia a bordo era garantía de que todo se había procurado hasta el último instante.
Y así, a un capitán capaz de gobernar bien un barco y asegurar en caso de incidente o tragedia la mayor parte posible de vidas y bienes, se le considera, hoy como ayer, un marino competente.
En la varada del Costa Concordia, en mi opinión, el concepto de incompetencia se ha manejado con cierta ligereza.

No creo que el capitán Schettino fuese un incompetente.
Treinta años de experiencia y una óptima calificación profesional lo llevaron al puente del crucero. Hacía una ruta conocida, y la maniobra de acercarse a tierra es común en esa clase de viajes. Además, una vez producida la vía de agua casi en la aleta de babor - lo que significaría que ya estaban metiendo a estribor para evitar el peligro -, la maniobra de largar anclas a fin de que, con las máquinas anegadas y fuera de servicio, el barco bornease 180º con su último impulso para acercar el costado a tierra y no hundirse en aguas profundas, parece impecablemente marinera y propia de buenos reflejos.
El exceso de confianza, una mirada superficial a los instrumentos, pulsar dos veces una tecla en lugar de hacerlo tres, pudieron bastar, a 16 nudos y en tan poca sonda, con una mole de 17 pisos y 114.500 toneladas, para que del error al desastre transcurriesen pocos segundos. Ningún marino veterano puede afirmar que jamás cometió un error de navegación o maniobra; aunque este no tuviera consecuencias, o estas no sean las mismas en aguas libres de peligros que en un paso estrecho, en la noche, la niebla o el mal tiempo, con una piedra o una restinga cerca; o, como en el caso del Costa Concordia, a solo un cable de la costa.
En los casos mencionados, incluso aplicando al capitán de una nave todo el rigor legal que merezca su error, es posible comprender la tragedia del marino.

Simpatizar con él pese a su desgracia.
Pero lo que sitúa a cualquier capitán lejos de cualquier simpatía posible es su incompetencia o cobardía a la hora de afrontar las consecuencias del error o la mala suerte.
Una desgracia puede ser azar, pero no encararla con dignidad es vileza.
Si un capitán está para algo, es sobre todo para cuando las cosas van mal a bordo.
Ahí un marino es, o no es.
Y Francesco Schettino demostró que no lo era.
Escapar a su deber y su conciencia fue una cobardía inexcusable, que en tiempos menos políticamente correctos, frente a un tribunal naval de los de antes, lo habría llevado a la soga de una horca.
Tengo una impresión personal sobre eso. Con el auge de las comunicaciones fáciles vía Internet y telefonía móvil, la responsabilidad de un marino se diluye en aspectos ajenos al mar y sus problemas inmediatos. El oficial del Costa Concordia que fue a comprobar cuánta agua entraba en la sala de máquinas informó repetidas veces al puente, y no obtuvo respuesta porque el capitán estaba ocupado con el teléfono.

De hecho, buena parte de los 45 minutos transcurridos entre el momento de la varada (21.58), las mentiras a la autoridad marítima de Livorno (22.10) y la confesión final de que había una vía de agua (22.43), así como el cuarto de hora siguiente, hasta que sonaron las siete pitadas cortas y una larga para abandonar el buque (22.58), Schettino los pasó hablando por teléfono con el director marítimo de Costa Crociere.
Dicho de otra forma: en vez de ocuparse del salvamento de pasajeros y tripulantes, el capitán del Costa Concordia estuvo con el móvil pegado a la oreja, pidiendo instrucciones a su empresa.
Mi conclusión es que el capitán Schettino no ejercía el mando de su barco aquella noche. Cuando llamó a su armador dejó de ser un capitán y se convirtió en un pobre hombre que pedía instrucciones.

Y es que las modernas comunicaciones hacen ya imposible la iniciativa de quienes están sobre el terreno, incluso en cuestiones de urgencia.
Ni siquiera un militar que tenga en el punto de mira a un talibán que le dispara, o a un pirata somalí con rehenes, se atreverá a apretar el gatillo hasta que no reciba el visto bueno de un ministro de Defensa que está en un despacho a miles de kilómetros.
El capitán Schettino era patéticamente consciente aquella noche de que el tiempo de los marinos que tomaban decisiones y asumían la responsabilidad se extinguió hace mucho, y de que las cosas no dependían de él sino de innumerables cautelas empresariales: cuidado con no alarmar al pasaje, ojo con la reacción de las aseguradoras, con el departamento de relaciones públicas, con el director o el consejero ilocalizables esa noche. Mientras tanto, seguía entrando agua, y lo que en hombres de otro temple habría sido un "váyanse al diablo, voy a ocuparme de mi barco", en el caso del capitán sumiso, propio de estos tiempos hipercomunicados y protocolarizados, no fue sino indecisión y vileza.
Además de porque era un cobarde, Schettino abandonó su barco porque ya no era suyo. Porque, en realidad, no lo había sido nunca.
Sé que puede hacerse una objeción comparativa a esta hipótesis, y que precisamente es de índole histórica: el capitán del Titanic también se comportó con extrema incompetencia en el abandono de la nave, y su pasividad tuvo relación directa con la muerte de millar y medio de pasajeros; sin embargo, Edward Smith no tenía teléfono móvil.

En 1912 solo había telegrafía de punto-raya en los barcos.
Eso permitiría suponer que, en ese caso, las decisiones erróneas sí fueron suyas.
Quizá lo fueran, desde luego; nada es simple en el mar ni en la tierra.
Pero no por falta de comunicación directa con sus armadores de la White Star.
La noche del iceberg y la tragedia, a bordo del Titanic viajaba el presidente de la compañía naviera.
Que estuvo en el puente y sobrevivió ocupando un lugar libre en los botes...

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