martes, 28 de agosto de 2012

ROPA DE NIÑA, de Arturo Pérez Reverte – 27/8/2012

Me envía la fotografía mi amigo Jorge Ginés, que la hizo el otro día en una calle de Gijón.
Y al primer vistazo, la imagen no tiene nada de particular: en el Muro, frente a la playa, una señora está sentada en un poyete junto a una maleta abierta y un tenderete improvisado en el suelo, vendiendo cosas.
Jorge iba caminando con su cámara en la bolsa, advirtió la escena e hizo la foto casi sin detenerse. Clic. Reflejos automáticos de buen fotógrafo.
De buen cazador de imágenes, de vida, de condición humana.
Luego siguió camino, reflexionando sobre la imagen. Analizando despacio lo que había fotografiado. Dándose cuenta.
Y es lo que me ocurre a mí en este momento. Tengo la foto delante, impresa. Y el comentario de Jorge:
«Vi en ella a mi abuela, a mi madre, a la madre de cualquier amigo».
Yo también.
Así que maldita sea su estampa.
Maldito sea Jorge, que de ese modo, sin que yo se lo pida - buenas dosis llevo ya en el cuerpo, con sesenta tacos de almanaque y exactamente mil artículos escritos en esta página - me inyecta tristeza y me hace compartir su desolación.
Que me implica y remueve, con su puñetera foto, más de lo que en los últimos meses ha conseguido la retórica injustificable de los incompetentes, la torpeza de los estúpidos, la demagogia de los oportunistas, la contumacia de los canallas.
Con sólo una cámara, unos minutos de su tiempo y el acto responsable de darla a conocer.
El acto de buen fotógrafo y de ciudadano decente; de los que todavía - y me pregunto cuánto tiempo durarán esas cosas - se agita sincero y se pregunta cómo ayudar.
Cómo no sentirse indiferente, al menos, ante la desgracia ajena.
Sabiendo, como escribió aquel fulano inglés que hacía versos, que ningún ser humano es una isla; y que cuando las campanas doblan por alguien, lo hacen por todos.
Por unos más que por otros, es cierto. Pero siempre por todos.

Claro que podría ser su madre. O la mía.
En realidad, la mujer a la que Jorge fotografió es la madre, la abuela de cualquiera.
De usted mismo.
Tiene un aire digno, resignado y triste. Va bien vestida, su pelo es gris, viste pantalones y chaquetón, y con las manos cruzadas entre las rodillas espera, con aspecto de no albergar excesivas esperanzas, a que algún transeúnte compre algo de lo que vende.
Y lo que vende es, precisamente, lo que a Jorge, y a mí que miro la foto, nos pone un nudo en la garganta: ropa de niña pequeña.
De la maleta, la señora ha sacado una docena de prendas que ha expuesto sobre el poyete.
Es ropa infantil muy bonita, de colores vivos, que a todas luces pertenece a la misma persona: un vestido marinero, otro de florecitas, faldas y blusas de tallas correspondientes a una niña de entre cuatro y seis o siete años. Hay armonía entre las prendas; salta a la vista que no se trata de ropa amontonada de cualquier manera, sino de un guardarropa infantil completo, ordenado.
Con calidad y buen gusto.
De ésos que los padres conservan para otros hijos, o las abuelas para otros nietos. O que permanecen guardados en un armario con el simple objeto de recordar la carne tibia, la risa, la vocecita, el olor a calor y fiebre del cuerpecillo dormido.
Delante de toda esa ropa, alineados al pie de las prendas expuestas, están los juguetes.
Y eso quizás es lo peor. Lo más amargo de mirar.
Algunos de ustedes me leen desde hace veinte años y saben que no soy un fulano con biografía de lágrimas fáciles; pero esos juguetes junto a la ropa de niña pequeña me han obligado a respirar un par de veces, hondo, y aclararme los ojos antes de apartar la vista de la foto y seguir dándole a la tecla.
Casi todos son peluches, evidentemente de la misma niña que poseyó los vestidos: un conejito, un perro, una muñeca, un osito, un pato de plástico.
Por su aspecto deben de tener unos veinte años.
Parecen en buen estado, usados pero casi nuevos.
No es difícil imaginar que en otro tiempo animaron una habitación infantil, una cama, una jovencísima vida.
Que después, una abuela o una madre los guardaron con la ropa de su propietaria, que ahora tendrá veintitantos años.
Y que, si dejamos tristemente libre la imaginación, quizá la niña que durmió abrazada a esos peluches esté hoy buscándose la vida en países de lenguas y climas extraños, con la maleta llena de melancolía y sueños olvidados. Lejos - no sé si felizmente o no - de esta España tan a menudo infame, que parece abonada en permanencia a la indignidad, la esclavitud, la incultura y la vileza.
Y en ausencia de aquella niña en cierto modo muerta para siempre, esa madre o abuela, quizá con un marido u otros hijos en paro, sin recursos ni futuro, se ha visto obligada a vaciar el armario de la infancia y los recuerdos, el santuario de la hija o de la nieta, para meterlo todo en una maleta y salir a la calle a ofrecer, a quien quiera comprarlos, esos pobres jirones de su vida.

lunes, 20 de agosto de 2012

DISFRAZANDO A LAS CRIATURAS, de Arturo Pérez Reverte - 20.8.12

Fecha del sainete: junio.
Lugar: escuela infantil con cabroncetes de 3 a 6 años.
Personajes: miembros de la antes APA (Asociación de Padres de Alumnos) y ahora AMPAA (Asociación de Madres y Padres de Alumnas y Alumnos).
País -lo han adivinado-: España.
Motivo: fiesta de fin de curso de los malditos enanos.
Para crear ambiente, precisemos que un estudio del psicopedagogo del centro determinó retirar la prohibición a los alumnos -alumnos y alumnas, puntualizaba-, común a la mayor parte de los colegios españoles, de utilizar el teléfono móvil en los pasillos y el patio del recreo.
«La imposibilidad de utilizar el móvil -decía el delicioso texto pericial-genera una ansiedad en el alumnado que disminuye su atención y rendimiento en clase y puede dar lugar a disfunciones psicológicas».
Con lo cual imagínense el recreo. Los pasillos. El cuadro, o sea.
El colegio entero parece un locutorio telefónico.
Eso sí: ni una sola disfunción a la vista.
Pero volvamos al asunto.
Una vez situados en la clase de colegio de que se trata -lo llamaremos CEIP Buenaventura Durruti para no forzar la imaginación-, lo siguiente será fácil de comprender.
Los papis y mamis, reunidos para tratar el asunto de la fiesta de fin de curso, debaten el tema.
Por supuesto, el centro aconseja elaborar los disfraces infantiles con materiales respetuosos hacia el medio ambiente: reciclaje, reutilización de objetos, etcétera.
Y este año, tras considerar varias posibilidades, alguien propone el tema Piratas, siempre atractivo para los niños y de sencilla ejecución, en principio.
Después de animado debate previo -hay quien apunta, muy serio, que los piratas son individuos de ética discutible y no transmiten valores-, los padres y madres del alumnado y la alumnada deciden refugiarse en lo clásico.
Los niños irán de piratas, y punto.
Sombreros de cartón, parches en el ojo de materiales reciclables, calaveras y tibias de papel ecológico.
Entonces alguien formula la pregunta crucial:
«¿Y las armas?».
Y se hace un silencio.
La discusión que sigue tras el silencio -ha durado cinco segundos de reloj- es estupenda.
Tengo la trascripción literal, pero la soslayo por larga.
Resumiré consignando que una madre sugiere comprar espaditas de plástico en el chino de la esquina, pero otras se oponen.
«No, que luego se pegan con ellas», dice una.
«Hagámoslas entonces de cartón -responde otra-, en plan atrezzo».
Pero surgen discrepancias.
«Me niego a que los niños vayan armados», dice alguien.
Un padre allí presente propone recortar pistolas de cartulina y que las lleven en la faja, pero otro se manifiesta en contra de cualquier arma de fuego, real o figurada.
«De todas formas -interviene una madre-, un pirata sin espada no es un pirata».
Otro silencio perplejo.
Al fin, un padre sugiere que en vez de espadas los niños lleven catalejos. Podrían hacerse con tubos de papel higiénico, propone.
«Entonces los niños irán disfrazados de marinos, no de piratas», apunta alguien.
«O de astrónomos», tercia otro padre, guasón, al que dos o tres miran mal y alguien llama fascista por lo bajini.
Sigue la murga.
«Por definición, un pirata debe llevar un arma», razona una madre. «Es que son piratas buenos», opone otra.
Eso suscita un vivo debate ético sobre la piratería.
«Si son buenos, no pueden ser piratas», dice alguien.
«Un pirata siempre es malo», añade otro.
«Igual lo de piratas buenos con los niños no cuela», opina un tercero.
«Hay peores formas de hacer el mal -expone después una madre-. Dejemos de aplicar clichés maniqueos y asociar la figura del pirata con la violencia».
«Pues ya me dirás cómo hacen entonces los abordajes», le responden.
Otra madre comenta que es posible que algún alumno tenga parientes faenando en el Índico y sepa lo que son piratas de verdad, con lo que el trauma psicopedagógico puede ser fuerte.
Mejor no remover eso, opina.
«Pero es que hay piratas y piratas, y los del Índico son somalíes hambrientos», justifica una tercera mamá.
«Entonces, disfracemos a los niños de negros, pero sin armas», sugiere un padre que ha llegado tarde y no se entera bien de qué va la discusión.
«Africano de color, quiero decir», añade cuando todos lo miran con el ceño fruncido.
«Sí, claro. Vendiendo relojes y gafas de sol», propone el que antes fue llamado fascista.
Alguien da unos golpes en la mesa y dice:
«¿Os dais cuenta de en qué jardín nos estamos metiendo?».
Lo del jardín alumbra una idea brillante.
Los enanos, se aprueba al fin por unanimidad, irán disfrazados de bucólico paisaje campestre: las niñas de árboles y los niños de flores, con pétalos recortados de papel de colores y un hueco en el centro para asomar la cara.
Todos pacíficos, solidarios, ecológicos, reciclables, sostenibles.
O sea.
Monísimos..! 

jueves, 16 de agosto de 2012

PALABRAS PARA JULIA, de José Agustín Goytisolo

Tú no puedes volver atrás
porque la vida ya te empuja
como un aullido interminable.
Hija mía es mejor vivir
con la alegría de los hombres
que llorar ante el muro ciego.

Te sentirás acorralada
te sentirás perdida o sola
tal vez querrás no haber nacido.
Yo sé muy bien que te dirán
que la vida no tiene objeto
que es un asunto desgraciado.

Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso.

La vida es bella, ya verás
como a pesar de los pesares
tendrás amigos, tendrás amor.
Un hombre solo, una mujer
así tomados, de uno en uno
son como polvo, no son nada.

Pero yo cuando te hablo a ti
cuando te escribo estas palabras
pienso también en otra gente.
Tu destino está en los demás
tu futuro es tu propia vida
tu dignidad es la de todos.

Otros esperan que resistas
que les ayude tu alegría
tu canción entre sus canciones.

Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti
como ahora pienso.

Nunca te entregues ni te apartes
junto al camino, nunca digas
no puedo más y aquí me quedo.
La vida es bella, tú verás
como a pesar de los pesares
tendrás amor, tendrás amigos.

Por lo demás no hay elección
y este mundo tal como es
será todo tu patrimonio.
Perdóname no sé decirte
nada más pero tú comprende
que yo aún estoy en el camino.

Y siempre siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso.

LOS DOS REYES Y LOS DOS LABERINTOS, de Jorge Luis Borges

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos, y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil, que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían.
Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres.
Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde.
Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta.
Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día.
Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey.
Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto.
Cabalgaron tres días, y le dijo: 
"Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso."
Luego, le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed.
La gloria sea con aquel que no muere.

miércoles, 15 de agosto de 2012

POLÍTICOS OPOSITANDO: AHÍ LOS QUIERO VER. De Arturo Pérez Reverte - 13/8/12

Lo sugería el ex embajador Paco Vázquez hace unos días, de guasa.
Aunque tiene razón: debería ser obligatorio.
Como a registrador de la propiedad, pero con temario más amplio.
Y quien no llegue, a tomar por saco. Búscate la vida, chaval. O chavala. Recogiendo melones, fregando suelos o podando setos, como la gente que no tiene más remedio; y que, sin embargo, a menudo está mejor preparada.
Ignoro si de ese modo iba a resolverse algo, pero introduciría algo de justicia en el putiferio.
Sentido común dentro del esperpento nacional.
Porque oigan: en España deben hacerse oposiciones para médico de la Seguridad Social, arquitecto municipal, inspector de Hacienda, abogado del Estado, fiscal, juez, o cualquier puesto público. Hasta un profesor de instituto o catedrático de universidad deben hacerlas. Quien pretenda currar en los sectores de la sociedad dedicados a la función pública, debe enfrentarse a unas oposiciones que a veces son de una dureza terrible, en situaciones de extrema competencia y con años de estudio, preparándose.
Y sin embargo, el aspecto más decisivo en nuestras vidas, la actividad política que determina el presente y condiciona el futuro, puede caer en manos de cualquiera.
A veces, quizás, de individuos excepcionalmente preparados; pero también, y eso ya resulta menos excepcional, de cualquier analfabestia incompetente, varón o hembra, incapaz de articular sujeto, verbo y predicado, cuyo único mérito, o aval, es compartir ideología o intereses -a menudo una y otros van íntimamente relacionados- con un partido político concreto.
Porque echen cuentas, señoras y caballeros.
Si no todos los médicos que salen de la facultad superan las pruebas de residente, ni todos los abogados las de juez, por ejemplo; si para conducir un coche hace falta superar un examen teórico, otro práctico y tests psicotécnicos; si tenemos la constancia experimental de que no todos valemos para todo, ni siquiera cuando se trata de gente preparada y con estudios, calculen, entonces, el control de calidad, las Iteuves posteriores y la psicotecnia que pasaría buena parte de las decenas de miles de políticos españoles en activo o en pasivo, algunos de los cuales -conozco a un concejal de cultura en esa situación exacta- no tienen ni acabado el bachillerato.
Consideren los que habrían llegado ahí, donde están, medran y trincan, de exigírseles estudios, preparación, controles éticos y formación adecuada.
De aplicárseles de un modo práctico, objetivo, antes de ocupar puestos de tanta importancia, tan bien pagados y con tantos privilegios, la idea de los antiguos filósofos griegos de que toda comunidad pública debe ser gobernada por los mejores.
Y de establecerse si lo son. O si no lo son.
Eso, naturalmente, incluye a algunos de nuestros sindicalistas, ornatos del telediario. Cuando oigo expresarse a los más conspicuos, o los veo pasear la pancarta queriendo ponerse al frente de ciudadanos honrados que no sé cómo los toleran, con sus antecedentes, pienso que todo aspirante a líder sindical debería probar antes su conocimiento histórico de la lucha de clases y su capacidad oratoria para convencer al trabajador de que es necesario dedicar parte del sueldo -y no de subvenciones estatales embolsadas por la cara- a mantener una institución sindical imprescindible para la sociedad, cuyo único fin es defenderlo de las agresiones de empresarios y políticos.
Y si, por reparto de pastel, ese mismo sindicalista puede acabar en el consejo de administración de una caja de ahorros -que tiene pelotas la cosa-, tampoco estaría de más que se le examinara antes de las cuatro reglas: sumar, restar, multiplicar y dividir. Como mínimo.
Así que, oigan.
Puestos a suponer gente pública idónea, España decente, mundos felices donde comer perdices, permítanme imaginar una actividad política regida por el sentido común.
O sea: militantes de partidos colaborando, faltaría más, en cuanto haga falta.
Según su ideología, interés y conciencia; allá cada cual.
Sin embargo, cualquiera que aspirase a figurar en una lista elegible por los ciudadanos, tendría que hacer antes unas oposiciones en las que se le examinase de cultura general como trámite previo.
Y luego, según las especializaciones a las que aspirase -ministro de Trabajo, presidente de Gobierno y tonterías así-, de economía, derecho, política internacional, historia de España y ética, por ejemplo; aunque temo que aprobar ética muchos lo tendrían peliagudo.
Y por supuesto, idiomas: inglés, un poco de francés, alemán.
A no pocos de ahora -muchos impresentables de ambos sexos lo demuestran en cuanto abren la boca en el Parlamento- ni siquiera se les exige hablar bien el castellano.

domingo, 12 de agosto de 2012

PREFIEREN NO MIRAR, de Arturo Pérez Reverte - 2/7/12

Hieren su sensibilidad. O sea, molestan a los lectores.
Los desconsiderados redactores que metieron en los periódicos de papel o digitales unas fotos de niños escabechados en la última matanza de la guerra civil siria, no tuvieron en cuenta que enseñar cadáveres es de mal gusto. Incurrieron en el voyeurismo sórdido.
Y claro, numerosos ciudadanos irritados se han dirigido a los medios correspondientes, afeándoles la conducta.
Niños degollados y sangre. Qué espanto. Qué inapropiado.
 Me han causado ustedes un problema de tipo emocional de aquí te espero.
Hacen de la muerte un espectáculo, de la tragedia un morbo.
Mostrar carnaza es propio de periódicos y revistas de baja categoría.
Una falta de respeto para lectores y víctimas.
Etcétera.Tiene gracia. Aunque sea puñetera gracia.
Esas quejas de lectores sensibles coinciden exactamente con lo que una individua sectaria, desabrida y biliosa, hoy ideóloga ética en la telebasura y entonces directora de Informativos de TVE, nos decía a principios de los 90 cuando mandábamos cada día carne fresca, recién descuartizada, desde los Balcanes.
Los combates de Vukovar. Los degollados de Petrinja. Los morterazos del mercado de Sarajevo. La bomba de Dobrinja. El hospital Kosevo, con la gente llegando reventada por la metralla y la morgue llena hasta la puerta, donde el suelo rojo hacía chof, chof, cuando lo pisabas.
Imágenes de la matanza cotidiana, grabadas, jugándose la vida bajo las mismas bombas que mataban a esa gente, por Márquez, por Miguel de la Fuente, por Paco Custodio. Por mis compañeros y amigos.
Profesionales que estaban allí para mostrar lo que ocurría, la atrocidad y la barbarie; no para plantearse problemas éticos sobre la sensibilidad de los espectadores.
Pero la jefa - tener esa jefa era una desgracia como otra cualquiera - se ponía como una fiera. No mandéis esas imágenes, que son muy fuertes. Malvados. Si grabáis mucho niño muerto, os los quitaremos de la crónica antes de emitirla en el telediario.
Por suerte, entre ella y nosotros estaba Miguel Ángel Sacaluga, el subdirector, que metía lo que le enviábamos y nos cubría las espaldas - nunca se lo agradeceré lo suficiente - porque estaba tan cabreado como nosotros de tanto paño caliente, tanta diplomacia y tanta mierda: Javier Solana, el negociador simpático, morreándose con los verdugos y repitiendo, con mucho plural de por medio, que todo iba a solucionarse de un momento a otro.
Así, día tras día, mes tras mes, año tras año.
Y mientras la cobarde Europa por él representada miraba hacia otro lado, en Sarajevo faltaba tierra para enterrar a la gente, y hasta los campos de fútbol había que convertirlos en cementerios.
Por eso me da tanta risa torcida cuando al correo del lector de tal o cual periódico acude la peña con quejas.
Si aquella foto debió publicarse entera o cortada, en primera o en páginas interiores. Si a la niña de catorce años violada y degollada deberían haberle tapado ustedes la cara para cumplir con las leyes de protección a la tierna infancia. Si la imagen de esa mujer destripada no lleva pie de foto con crítica explícita a la violencia machista. Si difundir la imagen de treinta cuerpos amontonados junto a una pared acribillada de impactos de bala supone una falta de respeto al dolor de sus familias.
Y es que no se han enterado de nada, rediós.
Esos menguados olvidan que la función de las imágenes de guerra atroces es precisamente ésa. Sacudir, atormentar, herir la sensibilidad del lector, del espectador, lo más que se pueda. Decirle: mira, gilipollas, esto es real.
Así muere la gente cuando la matan.
Y para que te enteres: en Siria y en todas las Sirias repartidas por el puerco mundo, son precisamente los familiares de esas víctimas los que desean que se fotografíen y graben las matanzas. Son ellos quienes se juegan la piel para llevar a los periodistas hasta allí, y de ese modo hacer al mundo testigo de un horror que, de otra manera, quedaría oculto y con frecuencia impune.
Dudo que ningún editorial de periódico, ninguna tertulia televisiva, logre hacer con sus argumentos que alguien odie tanto a los nazis como la brutal visión de las imágenes de Auschwitz o Dachau, a la hora de comer.
Por ejemplo.
Pero es que la cuestión real no es ésa.
Lo que ocurre es que esta sociedad anestesiada, egoísta, que a pesar de la que está cayendo fuera y dentro sigue sin querer enterarse de en qué peligroso mundo vive, está empeñada en que nadie le altere el pulso.
En que no la despierten de su imbécil sueño suicida.
Lo que pide, o exige, es vivir cómodamente sentada en el sofá, zapeando entre anuncios con gente que baila y sonríe, Sálvame y el puto fútbol.

jueves, 2 de agosto de 2012

ADIÓS, MANOLO, de Arturo Pérez Reverte - 28/5/12

De compras.
Me atiende una señora con acento eslavo, de un metro ochenta de estatura a ojo de buen cubero, con el pelo rubio y los ojos claros.
De ésas que dan miedo. O casi.
Hechos los trámites, llama a dos empleados, y éstos se ocupan del resto de la operación.
Uno es un rumano eficiente que se ocupa de mí con diligencia, y hablando un español casi perfecto, me advierte: «Cuidado con esta pieza, que es muy jodida y se suelta».
Lo de muy jodida lo ha dicho con el desparpajo y la naturalidad de quien le tiene tomado el punto a la pieza que se suelta y al habla de Cervantes. Integrado total.
El otro empleado es un joven azteca, o maya, o lo que sea. Uno de allí, con un magnífico pelo negro, la piel cobriza y unos ojos oscuros e inteligentes. También son ojos orgullosos.
Hace un momento, mientras brujuleaba por la tienda, tuve ocasión de presenciar una escena de ese mismo joven con un cliente ligeramente estúpido, y de advertir la mirada que le dirigió el indio cuando al otro se le fue un poco la mano en el trato.
Si te llego a pillar en Tenochtitlán aquella noche -decía elocuente esa mirada- me hago un llavero con tus pelotas. Incluso si te encuentro un sábado por la noche, de copas, igual me lo hago.
Huevón.
El caso es que salgo de la tienda satisfecho, porque además de eficientes son gente amable, que sabe lo que importa un cliente en estos tiempos.
En la puerta me paro a dejar pasar a tres niños que vienen del cole con mochilas a la espalda, hablando de sus cosas. Deben de andar por los ocho o diez años.
Dos son chinos totales, y uno de ellos lleva una felpa -detesto discúlpenme, la sucia palabra sudadera- del Real Madrid y les está diciendo a los otros algo que acaba con la frase «os lo juro, tíos».
Me lo quedo mirando con media sonrisa en la boca y la otra media en la tienda de la que acabo de salir, y me digo: ahí los tienes, chaval. En los últimos veinte minutos has visto a seis personas, y sólo los padres de dos nacieron aquí. Y acaba de pasar un chino de Lavapiés, hincha del Madrid, con un acento castizo que te vas de vareta.
Ésta es la España que hay, concluyo. Y la que viene. La que va siendo.
Y a lo mejor por ahí nos salvamos, al final. O se salvan nuestros descendientes.
Cuando pasen los tiempos de la purga, de la penitencia por lo que fuimos y aún somos, y nuestra mala simiente ancestral se diluya por fin en la genética, y otra generación de españoles diferentes nos borre del mapa.Camino detrás de los tres críos, observándolos mientras pienso en todo eso. En que dentro de unos años, sus nietos se mezclarán con los de la bolchevique rubia de la tienda, del americano de ojos orgullosos e inteligentes, del rumano que sabe que las piezas son jodidas y se sueltan.
Y de esos fascinantes cruces de caminos del azar y la vida, saldrán españoles nuevos: jóvenes gloriosamente mestizos, con la mirada orgullosa del indio en unos ojos rasgados y asiáticos que tengan el color claro de la ucraniana de la tienda y la inteligencia del rumano de eficaz parla cervantina, aliñados tal vez con el valor desesperado del africano que se jugó la vida a bordo de una patera.
Españoles felizmente distintos, nuevos, mezclados entre sí, que rompan nuestra estúpida inercia para generar, como ocurre en los buenos mestizajes, hombres y mujeres más atractivos, imaginativos e inteligentes.
Sobre todo, cada vez más lejos de los fantasmas y odios viscerales que emponzoñan este lóbrego patio de vecinos llamado España.
Gente distinta, a cuya sangre mezclada y renovada importen un carajo las secuelas no resueltas de las guerras carlistas, la guerra del Segador, los mártires de la Cruzada, los fusilados del franquismo, el fuero de los Monegros, el Estatut de Úbeda y toda nuestra larga enfermedad histórica.
Nuestra puerca estirpe de insolidaridad, vileza y mala leche. 
Nacerán así españoles nuevos, prácticos, que se rían en la cara de los sinvergüenzas que ofrecen euros a cincuenta céntimos, esqueletos de armario, errehaches y endogamias catetas.
Que se vayan a la cama juntos, se preñen unos a otros y nos preñen a todos tantas veces como haga falta, hasta que lo importante, lo necesario, se dibujen con nitidez en la retina de nuestra estirpe.
Hasta que nazca, al fin, un español que busque el futuro en vez de la manera de hacerle la puñeta al vecino, o vengar a su abuelo.
Puestos a ser analfabetos -eso ya parece irremediable-, seamos al menos analfabetos guapos, con ojos verdes, ritmo africano y latino en las venas, andares de mulata hermosa, aplomo de eslavos tenaces, coraje de sangre moruna.
Y al tradicional Manolo moreno, bajito, limitado, fanático de las fiestas de su pueblo, de la efigie del santo patrón y de la última y puta guerra civil, que le vayan dando.    

miércoles, 1 de agosto de 2012

ITALIANOS E ITALIANOS, de Arturo Pérez Reverte – 20/2/12

Me encontraba en Italia cuando el Costa Concordia naufragó en la isla del Giglio.
Y una mañana, comprando películas de Totó y Alberto Sordi en la Feltrinelli para regalar a los amigos I due colonnelli, Guardie e ladri, Il vedovo, Una vita difficile observé que el chico que atendía el punto de información estaba conectado a Internet y escuchaba el diálogo telefónico mantenido en la noche del viernes 13 de enero entre el capitán Francesco Schettino, que acababa de abandonar barco, pasaje y tripulantes a su suerte, y el comandante de la Guardia Costera de Livorno, Gregorio De Falco. 
«¿Quiere irse a su casa porque está oscuro, Schettino? -sonaba recia la voz del oficial-.
¡Vuelva a bordo, carajo!».

Me acerqué, interesado, y escuché también.

Estuvimos un rato los dos en silencio, mirándonos de vez en cuando, en las pausas entre las instrucciones que De Falco daba al otro con serenidad y firmeza, y los balbuceos desconcertados del pingajo humano que era Schettino.
A veces, tras advertir que yo no era italiano, el joven empleado de la librería me dirigía ojeadas incómodas cuando los balbuceos del capitán del Costa Concordia eran especialmente patéticos; como si el chico se avergonzara de que yo escuchase aquello.
Quizás por eso, en un momento en que la voz del oficial de la Guardia Costera sonó especialmente firme «¡Le estoy dando una orden, comandante!», el chico me miró de nuevo, y como si hablase consigo mismo, aunque dirigiéndose a mí, murmuró con un toque admirativo:
«Ha le palle».
Ése sí tiene cojones, en traducción libre. Referido a De Falco.

Me gustó el detalle. Que le importase mi opinión, quiero decir. La de un extranjero al que suponía ajeno a las cosas de Italia y los italianos. Que se avergonzara ante mí de la vileza del cobarde; y que, a cambio, se enorgulleciera de la firmeza y la calma del que sabía cumplir con su deber.
Son las dos Italias, insinuaba el encogimiento de hombros con que remató la situación.
Dos mentalidades y actitudes ante la vida. La esperpéntica y la otra: la que, pese a todo, sigue siendo admirable y decente.
Y no es extraño que a menudo aparezcan juntas, en contraste elocuente de lo que es esta tierra vieja, cínica y sin embargo, con frecuencia, espléndida.
Como espejo de lo mejor y lo peor.
De lo que a los italianos nos han hecho, de lo que fuimos y somos. 

Me fui de la librería pensando en aquello. En una expresión que, incapaz de mejor definición, aplico siempre a cierto espíritu que es fácil encontrar en todo italiano sin distinción de clase social, educación o ideología: patriotismo cultural. Entiendo por eso cierta fatiga tolerante, sentimiento de quien mil veces fue invadido, engañado, puesto en almoneda; pero que conserva, a veces sin darse cuenta, un vago e instintivo orgullo por las tumbas de los antepasados, las viejas piedras que aún se tienen en pie, la memoria de cuando sus ancestros aún creían, luchaban, soñaban y dominaban el mundo.

La facultad de identificar todavía a los honrados y a los héroes, dedicando un «ha le palle» a esa Italia decente que ni siquiera la mala suerte, la estupidez, la codicia, la grosería, la corrupción, los pésimos gobiernos, lograron borrar del todo; y que sigue ahí, asombrosa y evidente para quien haga el esfuerzo de fijarse, en el lado luminoso, enternecedor, de esas dos caras de las que son encarnación perfecta el buen comandante De Falco y el mísero capitán Schettino.
Tan despreciable a causa de hombres como el segundo; tan noble por hombres como el primero.

A menudo envidio a los italianos.

Quisiera para España su sentido del humor sabio y tranquilo, su fatalismo inteligente, su naturalidad para conciliar cosas que nosotros, enrocados en vileza y mala leche, creemos inconciliables.
Algunos de mis amigos italianos estuvieron situados ideológicamente en la izquierda dura, radical, de los círculos intelectuales del Milán de los años setenta. Los veo, bebemos vino, comemos pasta y hablamos de los viejos tiempos y de los nuevos.
Peinan canas y perdieron la fe en casi todo, como mi querida Laura Grimaldi, última gatoparda comunista.
Pero he visto brillar sus ojos cuando la Italia noble y admirable sale en la conversación.
Recuerdo a Paolo Soracci, cinismo y extrema inteligencia personificados, hablando con fervor de los buceadores italianos que durante la guerra atacaban navíos ingleses en Gibraltar. O a Marco Tropea, que además de mi amigo es mi editor, emocionándose al contar cómo un rehén de los talibán afganos, durante su ejecución grabada en vídeo, se arrancó la capucha y gritó:
«Mirad cómo muere un italiano», un segundo antes de ser degollado.

En España, comenté yo, lo habríamos llamado fascista.

PORQUÉ CANTAMOS...???, de Mario Benedetti

Si cada hora vino con su muerte. 
Si el tiempo era una cueva de ladrones.
Los aires ya no eran buenos aires.
La vida nada más que un blanco móvil.
Usted, preguntará por qué cantamos.

Si los nuestros quedaron sin abrazo.
La patria casi muerta de tristeza.
Y el corazón del hombre se hizo añicos
antes de que explotara la vergüenza
Usted, preguntará por qué cantamos.

Cantamos porque el río está sonando
y cuando el río suena, suena el río .
Cantamos porque el cruel no tiene nombre
y en cambio tiene nombre su destino.
Cantamos porque el niño y porque todos
y porque algún futuro y porque el pueblo.
Cantamos porque los sobrevivientes
y nuestros muertos quieren que cantemos.

Si fuimos lejos como un horizonte.
Si aquí quedaron árboles y cielo.
Si cada noche siempre era una ausencia
y cada despertar un desencuentro.
Usted preguntará por qué cantamos.

Cantamos porque llueve sobre el surco
y somos militantes de la vida.
Y porque no podemos ni queremos
dejar que la canción se haga ceniza.
Cantamos porque el grito no es bastante. 

Y no es bastante el llanto ni la bronca.
Cantamos porque creemos en la gente
y porque venceremos la derrota.
Cantamos porque el sol nos reconoce
y porque el campo huele a primavera
y porque en este tallo, en aquel fruto,
cada pregunta tiene su respuesta

SOBRE LIBROS, CAÑAS Y TAPAS, DE Arturo Pérez Reverte - 23.1.12

Unos cazan conejos o venados, y otros cazamos libros.
Transcurre una de esas mañanas frías y soleadas de Madrid, cuando las casetas de la cuesta Moyano se alinean en una luz cegadora con sus mostradores y tenderetes llenos de libros de lance.
Entre esos naufragios de librerías, pecios de bibliotecas, restos flotantes de vidas y mundos desaparecidos, me muevo atento y sigiloso como un francotirador adiestrado por viejos hábitos.
Dispuesto, como estipulan las reglas, a actuar sin piedad frente a otros eventuales cazadores, madrugándoles la pieza codiciada. Llevo así hora y media, mirando, tocando, husmeando como un depredador pertinaz, del mismo modo que mi teckel Sherlock lo haría, si su amo le permitiera hacerlo, tras el rastro de un codiciado jabalí.
Con el pálpito en el corazón y el hormigueo en los dedos sucios de buscar y rebuscar que siente todo psicópata de los libros en lugares como éste.
Ávido por cazar hasta sin hambre.
De colmar el zurrón aunque vaya bien repleto.
Saciado al fin, o casi, cargo con un botín que justifica el paseo: una biografía de Nelson, el
Napoleón de Ludwig -lo habré regalado cinco o seis veces-, el Viaje del Parnaso en edición crítica de Rodríguez Marín, la biografía de Engels de Tristam Hunt, tres novelas de Ágatha Christie y una de Eric Ambler. Entre los ocho libros, el desembolso total no llega a los setenta euros.
Sabiendo mirar con paciencia y atento a las ediciones de bolsillo, puede comprarse aquí una docena de libros por quince o veinte mortadelos. Eso incluye policíacos o de aventuras y grandes obras de la literatura universal. De Beau Geste o Adiós muñeca a La línea de sombra o Crimen y castigo.
Absolutamente todo.
Sin embargo, en este paraíso de libros y felicidad lectora que es la cuesta Moyano, hay cuatro gatos.
Menos de treinta personas se mueven por las casetas y los tenderetes.
Y eso, en día casi festivo como hoy; en que, con crisis como sin ella, bares y terrazas están llenos.
Como de costumbre, la charla con algunos amigos libreros ha sido un rosario de lágrimas y pesares. No se vende un carajo, es frase que lo resume todo.
Cada vez viene menos gente, y esto se muere. Y fíjate, añaden, que no hay lugar donde se concentre una oferta cultural tan extraordinaria y barata como ésta.
Escuchándolos, recuerdo con amargura una discusión que mantuve hace días en Twitter con algún cantamañanas que argumentaba, en defensa de la piratería salvaje y del todo gratis para todos -confundiendo cultura de fácil acceso con cultura impunemente saqueada-, que los libros son caros y eso justifica trincarlos de Internet por la patilla.
Lugares como la cuesta Moyano, las librerías de viejo o las ferias que los libreros de lance organizan con gran esfuerzo en diversos lugares de España, desmienten esa simpleza.
Y si es cierto que la novedad editorial alcanza en ocasiones precios indecentes, a quien desea tener un buen libro en las manos le basta darse una vuelta por lugares como éste con diez euros en el bolsillo. O con menos. El precio de una caña y una tapa.
Raro sería que no se fuese con tres o cuatro libros. O más.
Quien no compra un libro es porque no quiere, o porque no lee. No porque todos los libros sean caros. Así que déjenme de milongas y cuentos chinos.
Aunque, para cuento chino, el de las autoridades municipales con la cuesta Moyano.
Durante años, el ex alcalde Ruiz Gallardón desoyó el ruego de los libreros de que, para darle vida a aquello, instalase en el paseo algún chiringuito con terraza, que es lo único que atrae a la peña.
Si vienen a tomar copas, argumentaban, algún libro verán, porque estaremos enfrente.
El alcalde, naturalmente, se pasó la sugerencia por el forro del bastón municipal, argumentando competencias, permisos y ordenanzas que, por otra parte, nadie opone a la proliferación de bares y terrazas que llenan el centro de la ciudad. Y mucho temo que la nueva alcaldesa haga lo mismo, pues los libros no importan ni a los alcaldes.
De todas formas, previne a los amigos de Moyano, cuidado con las ideas, que tienen doble filo.
Un concejal avispado puede echar cuentas, concluyendo que el negocio sería mandar a los libreros a tomar por saco y montar en cada caseta un chiringuito de tapas, dándole la concesión a la empresa de algún compadre.
De libros, ni rastro; pero la verja del Retiro se pondría de bote en bote, con todo Madrid, turistas incluidos, dándose codazos con una copa en la mano: terrazas llenas, ambientazo, promoción en los telediarios, y muchos puestos de trabajo para camareros, que es la única profesión nacional en auge.
Ni crisis, ni leches. La cuesta Moyano, ahora sí, de plena moda.
Y viva España...!

EL TÉMPANO, de Juan Carlos Baglietto

A veces cuando pienso que todo está perdido,
voy hacia alguna de las formas de la muerte.
Me pego un tiro con una palabra
que alguna vez me fue tan transparente.

En la ternura del agua que corre,
me refugio en la llegada de unos trenes.
Sales de los mares, curvas de los puertos,
con mujeres descalzas en el verde.

Voy hacia el fuego como la mariposa,
y no hay rima que rime con vivir.
No te pares, no te mates,
sólo es una forma más de demorarse.

En las tardes tranquilas, cuando extraño todo,
siento que todo no es lo que perdí.
Una rosa de fe y aún a costa de perder
se pierde pero se gana.

La lucha es de igual a igual
contra uno mismo, y eso es ganar.
No te pares, no te mates,
sólo es una forma más de demorarse.

Recuerdo la quietud de la tierra, la quietud estaba adentro.
Se cree más en los milagros a la hora del entierro.
Este hombre trabajó, ¿quién escribirá su historia?
La cal reseca, la viuda que sueña, los amigos que siguen igual...

La gloria en zapatillas, el florero vacío.
¿Quién sabe si se puso a pensar: "para qué vivo?"...

Vivo para no perder!!

UN MARINO DECENTE, de Arturo Pérez Reverte - 9.1.12

Hace tiempo que no tecleo en plan abuelito Cebolleta, contando alguna peripecia histórica.
Así que refrescaré una que, en realidad, es epílogo de otra que ya referí hace tres años - Un gudari de Cartagena - sobre el combate del pesquero armado republicano Nabarra con el crucero nacional Canarias durante la Guerra Civil.
La acción tuvo lugar cerca del cabo Machichaco, y como señalé en su momento, es mi episodio favorito de la historia naval española del siglo XX. Lo que voy a contarles quizá contribuya a aclarar por qué.
El 5 de marzo de 1937, durante una acción contra un pequeño convoy republicano, las 13.000 toneladas y las cuatro torres dobles del Canarias, capaces de disparar proyectiles de 113 kilos, se enfrentaron a un humilde bacaladero de la Euzkadiko Gudontzidia - ikurriña en la proa y bandera española con franja morada a popa- armado con sólo dos cañones de 101.6 milímetros.
El combate fue brutal y sangriento: durante una hora, maniobrando con tenacidad suicida entre una fuerte marejada, el comandante del Nabarra, Enrique Moreno Plaza, un murciano al que la Enciclopedia Auñamendi llama «marino vasco nacido en la Unión» - confirmando, como dice mi amigo el marino y escritor Luis Jar, que los vascos nacen donde les da la gana -, y los cuarenta y ocho hombres de la dotación, lograron arrimarse lo bastante al crucero enemigo para sostener un combate que sus propios adversarios, en el parte oficial, calificarían de "eficaz y admirable".
Y al fin, en llamas, sin arriar bandera, el pequeño Nabarra se hundió con treinta hombres a bordo - imposible compararlos con los miserables que hoy se llaman a sí mismos gudaris -, incluido el comandante.
Con ellos murió también el cocinero, Pedro Elguezábal, que mientras se iban a pique, animado por una botella de coñac, enseñaba al Canarias un cuchillo desde la borda gritando: "Venid si tenéis huevos, cabrones...!!".
Ésa es la historia que conté hace tres años, aunque en folio y medio no me cabía el epílogo.
Uno de esos adversarios que calificaron de eficaz y admirable la hazaña del humilde Nabarra fue el tercer comandante del Canarias, Manuel Calderón.
Y ese marino de la escuadra nacional demostró, con su comportamiento tras el combate, una admiración por la valentía del enemigo derrotado, una compasión y una calidad humana que situaron en el mismo plano de grandeza moral, quizá por única vez en la sucia historia de nuestra Guerra Civil, a vencedores y vencidos; sobre todo en lo que se refiere al aspecto naval del conflicto, donde la saña de unos y otros desbordó la infamia, con asesinatos masivos de oficiales en la zona republicana y con una despiadada aplicación de la pena de muerte por parte de los tribunales franquistas a los marinos, mercantes o de guerra, capturados al bando enemigo.
Ése fue el caso de los diecinueve supervivientes del Nabarra, que fueron condenados a muerte tras su desembarco y prisión.
Y si no se cumplió la sentencia fue gracias a los esfuerzos del comandante del Canarias, capitán de navío Moreno, y sobre todo al tesón de su tercero, el capitán de corbeta Calderón, que removió cielo y tierra para salvar la vida de los vencidos. Calderón llegó al extremo de pedir una entrevista con el general Franco, en la que argumentó: "Esos hombres son unos héroes, y los héroes merecen vivir".
Tanto insistió una y otra vez en alabar el valor de aquellos diecinueve marinos, que para quitárselo de encima Franco acabó concediendo el indulto y la liberación inmediata de todos ellos. "Sáquelos de la cárcel - fueron sus palabras exactas -. Y luego invítelos a comer chipirones. Pero pague usted de su bolsillo".
Hubo algo más que chipirones.
Porque Manuel Calderón siguió velando el resto de su vida por los supervivientes del Nabarra. Buscó trabajo a unos, recomendó a otros y protegió a todos para que no sufrieran represalias.
Al marinero Lahoz le avaló un crédito bancario, al segundo oficial Olaveaga lo ayudó a obtener el título de capitán de la marina mercante, y cuando supo que al telegrafista Cahué le negaban trabajo en Baracaldo por sus antecedentes políticos, se presentó allí de uniforme, convocó al alcalde y al comandante de la Guardia Civil, y dijo que al día siguiente quería ver a Cahué trabajando.
Fue Manuel Calderón, en suma, un marino decente y un hombre de honor.
Con más gente como él, la suerte de la infeliz España habría sido entonces, y aún ahora, más afortunada de lo que fue y de lo que es.
La prueba de que los hombres del Nabarra le profesaron idéntica lealtad y aprecio es que cuando Calderón, soltero y sin hijos, murió en 1979 en una residencia de ancianos, sus antiguos enemigos en el combate de cabo Machichaco lo habían hecho padrino de treinta y dos hijos y nietos.

DESARMA Y SANGRA, de Charly García

Tu tiempo es un vidrio, tu amor un fakir,
mi cuerpo una aguja, tu mente un tapiz.
Si las sanguijuelas no pueden herirte,
no existe una escuela que enseñe a vivir.
El angel vigía descubre al ladrón,
le corta las manos, le quita la voz,
la gente se esconde o apenas existe,
se olvida del hombre, se olvida de Dios.
Miro alrededor, heridas que vienen,
sospechas que van y aquí estoy,
pensando en el alma que piensa
y por pensar no es alma, desarma y sangra...

OTRA VEZ UNA LEY ANTITERRORISTA, de Alejandro Alagia - 22.12.11

Lo que se creía que no volvería a pasar, ocurrió. Sabemos que la pulsión de todo poder punitivo es llevarse siempre algo a la boca.
Confiamos equivocadamente que los juicios por crímenes de masa cometidos por la última dictadura contra una parte de la población definida como enemiga terrorista, era suficiente para no repetir el error de inventar amenazas absolutas.
Por eso cuando se trata de violencia que habilita una ley, el principio que ha de seguirse es la cautela.
Pero los diputados del pueblo han servido un banquete para satisfacción de la ilusión punitiva.
Leemos el lenguaje de castigo del nuevo art. 41 que se quiere en el Código Penal:

“finalidad de aterrorizar a la población, o de obligar a las autoridades públicas nacionales o gobiernos extranjeros, o agentes de una organización internacional, a realizar un acto o abstenerse de hacerlo”.

La pena máxima se aumenta al doble si con el peligrosómetro normativo el juez detecta en cualquier delito una disposición subjetiva como la que la ley describe.
La ley no aumenta las penas únicamente cuando la población se aterroriza, o a una autoridad se le impide hacer o no hacer algo.
Lo que produce escalofrío es el mayor castigo por meras disposiciones internas que el juez observa como síntomas de un potencial enemigo.
Puro derecho penal de ánimo y de peligro.
Una variante normativa del viejo peligrosismo racista.
Sólo una minoría de fundamentalistas del castigo tiene a esta doctrina por verdadera.
Nunca antes el Congreso, desde la recuperación de la democracia, delegó tanto poder punitivo en favor de fuerzas de seguridad y jueces.
No hay nada más equivocado que consolarse con la imagen de banqueros o poderosos perseguidos o presos.
Es desconocer la naturaleza selectiva del poder punitivo.
Esta grave habilitación de más trato cruel la sufrirán grupos vulnerables de la población, sin que se afecte en lo más mínimo el lavado de dinero o la financiación del terrorismo.
Los miles de procesos abiertos en todo el país que criminalizan la protesta, prueban que los jueces no reconocen fácilmente como límite al poder punitivo, el contenido de derechos sociales y políticos constitucionales, o del derecho internacional de los derechos humanos.
Ningún organismo internacional ha podido definir conceptualmente al terrorismo.
Tampoco los sociólogos y criminólogos pueden.
Los juristas menos.
La voracidad punitiva no lo logró con el delincuente subversivo, el demonio o las brujas.
Quizá podríamos ofrecerle algo para que se lleve a la boca, lo que la mayoría reconoce como terrorismo: los delitos de lesa humanidad y genocidio.


* Profesor titular de Derecho Penal, UBA.

1984, de Eduardo Galeano - 1984

El Departamento de Estado de los Estados Unidos decide suprimir la palabra asesinato en sus informes sobre violación de derechos humanos en América Latina y en otras regiones.
En lugar de asesinato, ha de decirse: ilegal o arbitraria privación de vida.
Hace tiempo que la CIA evita la palabra asesinar en sus manuales de terrorismo práctico.
Cuando la CIA mata o manda matar a un enemigo, no lo asesina: lo neutraliza.
El Departamento de Estado llama fuerzas de paz a las fuerzas de guerra que los Estados Unidos suelen desembarcar al sur de sus fronteras; y llama luchadores de la libertad a quienes luchan por la restauración de sus negocios en Nicaragua.

DESAFIANDO, de Eduardo Galeano - 1983

Penachos de humo brotan de las bocas de los volcanes y de las bocas de los fusiles.
Los campesinos van a la guerra en burro, con un papagayo al hombro.
Dios era pintor primitivo cuando imaginó esta tierra de hablar suavecito.
Los Estados Unidos, que entrenan y pagan a los contras, la condenan a morir y a matar.
Desde Honduras la atacan los somocistas; desde Costa Rica, Edén Pastora la traiciona.
Y en eso viene el Papa de Roma.
El Papa maldice a los sacerdotes que aman a Nicaragua más que al alto cuello, y manda a callar, de mala manera, a quienes le piden que rece por las almas de los patriotas asesinados.
Tras pelearse con la católica multitud reunida en la plaza, se marcha, furioso, de esta tierra endemoniada.

ABRACADABRA, de Eduardo Galeano - Marzo de 2006

"Aquí no hay desaparecidos" fue, durante treinta años, la versión oficial en el Uruguay. Ahora empiezan a aparecer. Muertos en la tortura, enterrados en los cuarteles.
En el sepelio del primero de ellos, que el 14 de marzo congregó a una multitud en las calles de Montevideo, habló Eduardo Galeano.

Cada 14 de marzo, las uruguayas y los uruguayos que fueron presas y presos de la dictadura celebran el Día del Liberado.
Es algo más que una coincidencia.
Los desaparecidos que están empezando a aparecer, Ubagesner Chaves, Fernando Miranda, nos llaman a luchar por la liberación de la memoria, que sigue presa.
Nuestro país quiere dejar de ser un santuario de la impunidad, impunidad de los asesinos, impunidad de los ladrones, impunidad de los mentirosos, y en esa dirección estamos dando, por fin, después de tantos años, los primeros pasos.
Este no es un fin de camino. Es un inicio.
Mucho costó, pero estamos empezando el duro y necesario recorrido de la liberación de la memoria en un país que parecía condenado a pena de amnesia perpetua.
Todos los que aquí estamos compartimos la esperanza de que más temprano que tarde habrá memoria y habrá justicia, porque la historia enseña que la memoria puede sobrevivir porfiadamente a todas sus prisiones y enseña que la justicia puede ser más fuerte que el miedo, cuando la gente la ayuda.
Dignidad de la memoria, memoria de la dignidad.
En el desigual combate contra el miedo, en ese combate que cada uno libra cada día, ¿qué sería de nosotros sin la memoria de la dignidad?
El mundo está sufriendo un alarmante desprestigio de la dignidad.
Los indignos, que son los que en el mundo mandan, dicen que los indignados somos prehistóricos, nostalgiosos, románticos, negadores de la realidad.
Todos los días, en todas partes, escuchamos el elogio del oportunismo y la identificación del realismo con el cinismo, el realismo que obliga al codazo y prohíbe el abrazo, el realismo del vale todo y del arreglate como puedas y si no podés, jodete.
El realismo, también, del fatalismo.
El más jodido de los muchos fantasmas que acechan, hoy por hoy, a nuestro gobierno progresista, aquí en el Uruguay, y a otros nuevos gobiernos progresistas de América latina. El fatalismo, perversa herencia colonial, que nos obliga a creer que la realidad puede ser repetida, pero no puede ser cambiada, que lo que fue es y será, que mañana no es más que otro nombre de hoy.
Pero, ¿acaso no fueron reales, acaso no son reales, las mujeres y los hombres que han luchado y luchan por cambiar la realidad, los que han creído y creen que la realidad no exige obediencia?
¿No son reales Ubagesner Chaves y Fernando Miranda y todos los que están llegando, desde el fondo de la tierra y del tiempo, a dar testimonio de otra realidad posible?
Y todas y todos los que con ellos creyeron y quisieron, ¿no fueron, no siguen siendo reales?
¿Fueron irreales los verdugos, irreales las víctimas, irreales los sacrificios de tanta gente en este país que la dictadura convirtió en la mayor cámara de torturas del mundo?
La realidad es un desafío.
No estamos condenados a elegir entre lo mismo y lo mismo.
La realidad es real porque nos invita a cambiarla y no porque nos obliga a aceptarla. Ella abre espacios de libertad y no necesariamente nos encierra en las jaulas de la fatalidad.
Bien decía el poeta que un gallo solo no teje la mañana. No estuvo solo en la vida, y en la muerte no está solo, este criollo Ubagesner, de nombre tan raro, que hoy es un símbolo de nuestra tierra y nuestra gente.
Este militante obrero encarna el sacrificio de muchas compañeras y de muchos compañeros que creyeron en nuestro país y en nuestra gente, y que por creer se jugaron la vida.
Hemos venido a decirles que valió la pena.
Hemos venido a decirles que no se murieron por morir nomás.
Aquí estamos hoy, reunidos, para decirles qué razón tienen los tangos en eso de que la vida es un ratito, pero hay vidas que duran asombrosamente mucho, porque duran en los demás, en los que vienen.
Tarde o temprano nosotros, caminantes, seremos caminados, caminados por los pasos de después, así como nuestros pasos caminan, ahora, sobre las huellas que otros pasos dejaron.
Ahora que los dueños del mundo nos están obligando a arrepentirnos de toda pasión, ahora que tan de moda se ha puesto la vida frígida y mezquina, no viene nada mal recordar aquella palabrita que todos aprendimos en los cuentos de la infancia, abracadabra, la palabra mágica que abría todas las puertas, y recordar que abracadabra significa, en hebreo antiguo: "Envía tu fuego hasta el final".
Esta jornada, más que sepelio, es una celebración.
Estamos celebrando la memoria viva de Ubagesner y de todas y de todos las mujeres y los hombres generosos que en este país enviaron su fuego hasta el final, los que nos siguen ayudando a no perder el rumbo, y a no aceptar lo inaceptable, y a no resignarnos nunca, y a nunca bajarnos del caballito lindo de la dignidad.
Porque en las horas más difíciles, en aquellos tiempos enemigos, en los años de mugre y miedo de la dictadura militar, ellos supieron vivir para darse y se dieron enteros, se dieron sin pedir nada a cambio, como si viviendo cantaran aquella antigua copla andaluza que decía, y dice todavía, por siempre dice:
Tengo las manos vacías, pero las manos son mías...!!

LA CELESTE, QUE ESTUVO EN LOS CIELOS, de Eduardo Galeano - Julio de 2007

Hace más de medio siglo que el Uruguay fue campeón del mundo, en el inmenso estadio Maracaná.
Desde entonces, traicionados por la realidad, buscamos consuelo en la memoria.
Si aprendiéramos de ella, todo bien, pero no: nos refugiamos en la nostalgia cuando sentimos que nos abandona la esperanza, porque la esperanza exige audacia y la nostalgia no exige nada.
El Bebe Cóppola, de profesión peluquero, era también el director técnico del club de fútbol del pueblo de Nico Pérez.
Esta era la orientación ideológica que daba a sus jugadores:
“La pelota al suelo, los punteros bien abiertos y buena suerte muchachos…!”
El Bebe Cóppola no tuvo nada que ver con Maracaná.
Pero fue como si lo estuvieran escuchando: así de simple, así de bien, jugaron aquellos uruguayos la final de 1950.
Más de medio siglo después, todo al revés: jugamos al pelotazo y que Dios se apiade; nuestros punteros, los wings, los alados, ya no vuelan y parecen más bien sonámbulos que deambulan por el centro de la cancha; nuestro fútbol es cerrado, avaro, pesado; y la buena suerte no nos acompaña. Mucho no la ayudamos, la verdad sea dicha, aunque nos sobran ideólogos dispuestos a proporcionar inteligentísimas explicaciones a cada uno de nuestros desastres.
En aquella final de Maracaná, Uruguay cometió la mitad de las faltas que cometió Brasil.
Pero más de medio siglo después, abundan los uruguayos que dentro y fuera de la cancha confunden el coraje con las patadas, y creen que la garra charrúa es otro nombre del crimen. En los partidos internacionales, nunca faltan los inflamados locutores y los hinchas rugientes que antes gritaban: métale, métale, y ahora mandan: mátelo, mátelo. Y hasta hay expertos comentaristas que elogian lo que llaman la falta bien hecha, que es el asesinato cometido cuando el árbitro está de espaldas, y la patada de ablande, que es la que se propina cuando el partido recién empieza y el árbitro no se anima a echar a nadie.
Hemos llegado a creer que no hay nada más uruguayo que jugar al borde de la tarjeta roja. Y si el árbitro la muestra, y quedamos con diez jugadores, ésta es la prueba de que el rival juega con doce: el juez nos ha robado, una vez más, el partido.
Y entonces la autocompasión, pobrecito paisito, se nos llena de diminutivos.
A partir de Maracaná, en realidad, hemos ido de mal en peor.
Quizás algo tenga que ver la decadencia del fútbol con la crisis de la educación pública.
Nuestros años dorados han quedado muy atrás: en la década del veinte fuimos dos veces campeones olímpicos, en 1930 ganamos el primer campeonato mundial y 1950 fue nuestro canto del cisne. Aquellos milagros parecían inexplicables, en un país con menos gente que un barrio de Ciudad de México, San Pablo o Buenos Aires.
Pero desde principios de siglo nuestra educación pública, laica y gratuita había sembrado campos de deporte en todo el país, para educar el cuerpo sin divorciarlo de la cabeza y sin distinguir pobres de ricos.
Un drama de identidad.
Triste anda quien no se reconoce en la sombra que proyecta.
Y entre las causas de nuestra desdicha futbolera, que es la gran desdicha nacional, hay que mencionar también la venta de gente.
Exportamos mano de obra y también pie de obra.
Los uruguayos, habitantes de un país deshabitado, estamos desparramados por el mundo. Nuestros jugadores también. Tenemos 248 futbolistas profesionales en 39 países.
El fútbol es un deporte asociado, una creación colectiva, y no resulta nada fácil armar una selección nacional con jugadores que se conocen en el avión.

De fútbol somos.
El lenguaje cotidiano lo revela:
• quien no hace caso, no da pelota
• quien elude su responsabilidad o desvía la atención, tira la pelota afuera
• para enfrentar una crisis, hay que parar la pelota o ponerse la pelota bajo el brazo
• quien hace algo bien, mete un gol, y si lo hace muy bien, un golazo
• quien da una respuesta justa, pone la pelota cortita y al pie
• quien comete deslealtades, ensucia el partido, embarra la cancha, pega de atrás
• quien se equivoca por poquito, pega en el palo
• una buena respuesta es una buena atajada
• quien se descoloca en cualquier situación queda fuera de juego
• quien se equivoca feo se hace un gol en contra
• los niños muy niños están empezando el partido
• los viejos muy viejos están jugando los descuentos
• cuando la mujer echa de casa al marido infiel, le saca tarjeta roja

Los uruguayos, pueblo futbolizado, creemos que la patria se acabó en Maracaná. En el fondo, sospecho, el problema está en que todavía creemos en esta gran mentira impuesta como verdad universal, esta infame ley de nuestro tiempo que nos obliga a ganar para demostrar que tenemos el derecho de existir.
Pero nuestra mayor victoria en el Mundial de 1950 ocurrió después del partido que nos coronó en Maracaná.
Nuestro triunfo más alto encarnó en el gesto de Obdulio Varela, el capitán celeste, el caudillo del equipo.
Al fin del partido, él huyó del hotel y del festejo.
Y se fue a caminar y pasó la noche bebiendo en los bares de Río, callado la boca, de bar en bar, abrazado a los vencidos.

DOCTOR GALARZA, de Eduardo Galeano

Hace muchos años, yo era un pibe, trabajé en un banco como cadete.
Me mandaban a las sucursales más lejanas.
Una vez llegué a Cerro Chato, que como su nombre lo indica, no tiene ningún cerro, ni alto ni bajo, ni chato.
Allí, la principal referencia era la casa del Doctor Galarza.
Todo quedaba a dos cuadras, a la vuelta, hacia la derecha o hacia la izquierda de la casa del Doctor Galarza.
Y pregunté si Galarza era abogado o médico.
Ninguna de las dos cosas, me dijeron los lugareños.
El viejo Galarza, el padre de este tipo, quería tener un hijo con diploma. Cuando el niño nació y su padre vio que no era digno de confianza, le puso de nombre Doctor.
Doctor de nombre y Galarza de apellido...

OKUPANDO A GÓNGORA, de Arturo Pérez Reverte - 28.11.11

Varias veces les he hablado en esta página del barrio de las letras de Madrid, donde hace tres siglos se cruzaban cada mañana, camino de comprar el pan, los periódicos o lo que se comprase entonces, Quevedo, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Góngora y el buen don Miguel de Cervantes, entre otros. Cada cual, como españoles de fina casta que eran, con sus fobias, envidias, desprecios y descalificaciones mutuas a punto de nieve
También comenté en alguna ocasión que si un barrio con semejante pedigrí hubiera estado en Londres o París, todo el lugar sería hoy un inmenso museo al aire libre cuajado de bibliotecas, placas conmemorativas, monumentos y autobuses con turistas.
Pero donde está es en Madrid, a ver si me entienden.
Capital de España, o de lo que sea este puticlub de carretera.
Así que pueden imaginar la diferencia...
Una de esas diferencias ocurrió hace unos días.
Y lo más simpático no es la anécdota, sino su desarrollo y posterior tratamiento mediático.
Un grupo de okupas se había instalado, mediante el procedimiento tradicional de patada a la puerta y de aquí no me saca ni Kristo bendito, en una casa de la calle Huertas en la que vivió Góngora después de que su enemigo mortal Francisco de Quevedo comprase su anterior vivienda, a fin de darse el gustazo de echarlo a la calle.
La casa - ya hemos precisado que hablamos de Madrid - estaba hecha una piltrafa, decrépita y llena de escombros. Así que los okupas se instalaron tan ricamente con su parafernalia habitual, también llamada ajuar perroflauta de toda la vida. Con la seguridad, por otra parte, que a cualquier okupa bien informado le da saber con certeza absoluta que en España, líder mundial en libertades y derechos del hombre y la mujer, si te metes por el morro en una casa ajena, es seguro que entre el hecho, la demanda del propietario, la decisión judicial y la ejecución de la sentencia de desalojo, si llega a producirse, y dependiendo de que el juez sea compañero de carrera o colega de universidad del abogado de una parte o de la otra, pueden transcurrir veinte años. O más.
El caso es que esos inquilinos por la kara estaban instalados en la antaño gongorina y ahora ruinosa morada, gozando de pleno derecho las innumerables facilidades que la Justicia española en general y el Ayuntamiento de Madrid en particular prestan a esta suerte de bonitas iniciativas populares.
Pero siempre hay un pelo en la sopa.
En ésas, algún propietario desesperado, impaciente, y si rascamos un poco seguro que fascista, racista, machista, violento, homófobo y misógino -etiquetas que en España suelen atribuirse en bloque a cualquiera que no se baje los calzones y ofrezca el ojete sin rechistar - debió decidir que aquella situación la solucionaba él a título personal, por el artículo catorce. Así que cuatro individuos fornidos tiraron la puerta, cogieron a los okupas en brazos y los sacaron a la calle.
Acto reprobable, éste, que acogiéndome a la retórica al uso me apresuro a calificar - conste en acta para que no haya dudas sobre mi punto de vista ético - de terrorismo urbano.
Incluso de genocidio perroflauta.
De mi opinión debieron ser también los desalojados; pues en seguida pidieron apoyo a través de las redes sociales, y al poco se congregaron tres docenas de presuntos representantes del 15 - M exigiendo reparación aún más indignados si cabe; pues la policía, que acabó presentándose, no actuó contra los malvados desalojadores ni devolvió las cosas al statu quo ante. Como si no estuviera clarísimo y consagrado por el uso hispano que, entre patada a la puerta de un okupa y patada a la puerta de un propietario, el segundo es quien actúa al margen de la ley, y el primero es la verdadera víctima del asunto. Por favor. A estas alturas...
Por cierto: escalofriante testimonio sobre la demencial pesadilla sufrida por los desalojados - algunos periodistas parecían compartir su asombro y justa indignación - fue el de una joven que afirmó, aún nerviosa del soponcio, que lo había pasado muy mal al verse sacada así a la calle, de sopetón, y que lo que había hecho el propietario de la casa era una infamia social de las que no tenían nombre, ni apellidos.
Tras cuyo pertinente telediario, supongo, el Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid enviaron con suma urgencia un equipo de psicólogos y psicólogas para aliviarle el trauma.
Eso me lleva a sugerir sin reservas que en las próximas okupaciones, tanto si son en las casas ruinosas de Góngora, Quevedo o Cervantes como en la del Payaso Fofó - que también tiene calles en España, y posiblemente en mayor número y con la placa más grande -, la policía abandone esa vergonzosa pasividad que me atrevo a calificar de filonazi y proteja de propietarios y otros energúmenos a quienes debe proteger.
Que para eso cobra, la muy perra.

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