martes, 31 de julio de 2012

LOS DOS COCHES DE LA MINISTRA, de Arturo Pérez Reverte - 30.5.11


Pues eso.
Que son las once y media de la mañana y voy dando un paseo por el centro de Madrid. Acabo de calzarme un vermut con pincho de tortilla en la barra del Schotis, en la Cava Baja, justo enfrente de la Taberna del Capitán Alatriste, y ahora camino despacio, mirando librerías y escaparates, aprovechando que hoy me tocaba bajar a Madrid porque tengo Academia, y no me pego las habituales ocho horas de madrugar y darle a la tecla que me calzo cada día. Porque, según para qué cosas, no hay más irritante esclavitud laboral que ser tu propio jefe. Contigo mismo resulta imposible escaquearse.
O casi.
El caso es que voy dando una vuelta tranquila por el viejo Madrid, que en mañanas soleadas como ésta suele estar para comérselo, mientras pienso que hay capitales europeas más limpias -cualquiera de ellas, me temo-, más elegantes, monumentales y cultas; pero muy pocas, o ninguna, tienen el hormigueo de vida natural que bulle en ésta, el carácter peculiar que imprimen los miles de bares, terrazas y restaurantes, la animación de sus calles, el mestizaje magnífico de razas y acentos diversos.
Hasta los turistas, que en otras ciudades europeas son núcleos humanos móviles que no se integran en el paisaje urbano, en Madrid se imbrican en el gentío general con toda naturalidad, formando parte de él; como si aquí se borrasen recelos y líneas divisorias y en las calles de esta ciudad se volviesen, por el hecho de pisarlas, tan madrileños como el que más.
En esta especie de legión extranjera cuya identidad se basa, precisamente, en la ausencia de identidad; o tal vez en la suma indiscriminada, bastarda y fascinante, de infinitas identidades.
Voy pensando en eso, como digo, esperando que sea la hora del segundo vermut, esta vez con patatas a lo pobre como tapa, en el bar Andaluz de la Plaza Mayor, cuando, al pasar ante una tienda donde está el dueño en la puerta -nos saludamos desde hace años-, éste señala hacia dos coches negros detenidos enfrente, en torno a los que hay siete u ocho pavos con traje oscuro y pinganillo en la oreja.
«Tiene narices -me espeta-. Llevo aquí desde las nueve de la mañana, como cada día, en esta tienda que no he cerrado todavía porque hay ocho familias que desde hace treinta años dependen de que siga abierta, y ahí los tiene usted. Las once y media, y esperando a que baje la ministra
Me paro a mirar, sorprendido.
Nunca había coincidido con esos dos coches en esta calle.
No sabía, comento, que viviese ahí una ilustre rectora de nuestras vidas y costumbres.
Pero el dueño de la tienda me informa de que sí, desde hace tiempo. Antes ya de ser ministra o de lo que sea ahora.
«Y oiga -añade con amargura-. Cada día la veo salir de su casa desde mi tienda, y raro es cuando lo hace antes de las diez o las once de la mañana. Pero lo mejor es el tinglado que se monta cada vez: los dos coches oficiales, los chóferes, los escoltas y todo el barullo. Hay que joderse, ¿no? Cualquiera diría que están esperando a Barack Obama
Buscando aliviarle la pesadumbre, respondo que es lógico.
Que un ministro arrastra su inevitable parafernalia, y que vea el lado positivo: lo ejemplar de que la pava, pese al cargo oficial, los coches y los guardaespaldas con pinganillo, siga viviendo en un barrio céntrico y castizo como éste.
Sin renunciar, añado con retranca, a sus esencias naturales.
Pero el tendero se chotea.
«¿Naturales? -responde-. ¿Se imagina usted a una ministra yendo a las rebajas del Corte Inglés?... Además, no diga que no es para encabronarse. Todos con el agua al cuello, sobreviviendo como podemos mientras se cierra una tienda tras otra, y esa señora moviliza dos coches oficiales y a seis tíos cada mañana para ir al curro, como hoy, pasadas las once y media. Eche cuentas: multiplíquelo por el número de ministros y sume los altos cargos que quiera. El circo y el derroche que cada día nos restriegan por las narices
«Igual éstos que los que vendrán luego -pronostico lúgubre, para darle ánimos-. Y con las mismas ganas de coche
Luego me despido y sigo unos metros calle abajo, hasta una librería que está muy cerca.
Y mientras compruebo cómo disminuye cada día la pila de ejemplares de Los enamoramientos de Javier Marías en la mesa de novedades, comento lo de la vecina ministra.
No sabía, le comento al librero, que ese notable ornato de la política nacional vivía por aquí.
Y el librero, al que también conozco hace años, encoge los hombros y responde:
«Eso dicen, pero no la he visto nunca. No ha puesto los pies en la librería en la puta vida».

ASÍ HABRÍA SIDO AQUÍ...!!!, de Arturo Pérez Reverte - 23.5.11


Despacho oval de la Moncloa. Reunión de urgencia.
Están presentes el presidente del Gobierno -Zapatero, Rajoy, el que le toque-, la ministra o ministro del ramo, los asesores y un par de generales habituales del telediario.
Enfrente, una pantalla de imágenes por satélite y otra de Google Earth para que los presentes sepan, al menos, por dónde van los tiros.
También hay línea directa de audio con el equipo operativo que en este momento hace rappel de un helicóptero Blackhawk Down en la casa de Osama ben Laden.
La emoción es casi tanta como en una final Madrid-Barça.
El presidente se come las uñas y la ministra o ministro van continuamente al servicio.
O al revés. Se masca la tragedia.
Suena el audio.
Hay comunicación con el CPA -Comando Paritario de Ataque- compuesto por los soldados y soldadas españoles y españolas Atahualpa Chiapas, Mamadú Bongo, Vanesa Pérez y Fátima Mansur, que van armados y armadas con fusiles HK G36E con visores holográficos, infrarrojos y otra parafernalia.
Los fusiles son consecuencia de una discusión previa sobre si es éticamente aceptable que un soldado lleve armas en una democracia ejemplar como la española.
Como no daba tiempo a consultarlo con el Tribunal Constitucional, se decidió votar.
El ministro o ministra de Defensa y sus espadones de plantilla votaron en contra. «No se vaya a escapar un tiro -apuntó un general, el encargado de llevar el botijo- y la liemos parda.»
Pese a tan prudente opinión, el resultado fue que el comando fuese armado, por cuatro votos contra tres.
Empieza la acción.
Suena el audio. «Estamos en la puerta -informa la legionaria Vanesa, jefa del comando- y solicitamos permiso para entrar
Rajoy, Zapatero o el que sea, miran a sus asesores.
La tensión puede cortarse con un cuchillo.
La señora de la limpieza -se llama Menchu y es ecuatoriana- que en ese momento barre el despacho, le guiña un ojo al presidente y levanta el dedo pulgar.
«Permiso concedido», dice el presidente con voz ronca.
El general Romerales, que es del Opus Dei, se santigua furtivo.
El titular o titulara de Defensa lo apuñala con la vista.
«Ya está el gafe dando por saco», murmura alguien por lo bajini.
Más audio.
«Estamos frente al objetivo», informa la lejía Vanesa.
«Descríbalo», ordena el presidente.
«Pijama, barba, legañas. Lo normal, porque estaba durmiendo», es la respuesta.
«¿Algún otro objetivo a la vista
Carraspea el audio y suena la voz de Vanesa:
«Hay también una mujer en camisón, y se la ve cabreada. Solicito instrucciones».
Los del gabinete de crisis cuchichean en voz baja. Al fin asienten, y el presidente se acerca al micro.
«Procedan con exquisito respeto a la ley de Igualdad y Fraternidad», ordena.
Un breve silencio al otro lado de la línea. Luego se oye a la jefa del comando:
«Me lo expliquen», solicita.
«Actúen sin menoscabo de la dignidad e integridad física de los objetivos», aclara el ministro o ministra.
«Lo veo difícil -es la respuesta- porque tras arañar al soldado Bongo, la presunta señora Laden le está mordiendo un huevo al soldado Chiapas después de quitarle el Hacheká y metérselo por el ojete. Los gritos que escuchan ustedes son del compañero Chiapas
De nuevo hacen corro los del gabinete, cuchicheando.
«Intímenla a que deponga su actitud -ordena el presidente-. Pero que la intime la soldado Fátima para que no haya violencia de género ni de génera
Respuesta:
«La intimamos, pero pasa mucho de nosotros y nosotras».
«Bueno, vale -responde el presidente tras pensarlo un poco-. Olviden a la señora Laden y céntrense en el objetivo principal. Intímenlo a él
Acto seguido, durante unos angustiosos segundos, se escucha la voz de la soldado Fátima hablando en morube, seguida por la voz de Ben Laden.
«¿Qué le han dicho?», inquiere tenso el presidente.
«Que se rinda o...», responde la legionaria Vanesa.
«¿O qué?», pregunta el presidente, y Vanesa responde:
«Eso es precisamente lo que ha contestado él: ¿O qué?».
Transcurren unos segundos de indecisión.
«Solicito -dice Vanesa- permiso para afearle al objetivo su conducta
Esta vez, el presidente no cuchichea con los asesores.
«Aféesela», decide enérgico.
«Demasiado tarde -informa la jefa del comando-. Se ha ido...»
«¿Cómo que se ha ido?...»
«Pues eso. Que ha cogido la puerta y se ha ido. Con su mujer detrás. Lo que oyen ustedes es al soldado Chiapas, que tiene un huevo menos
«Aborten, aborten», ordena el presidente.
Y por su pinganillo, antes de cortarse la comunicación, los del comando oyen protestar airado al general Romerales.
El del Opus.
Por el aborto.

LA BOTELLA DE VRANAC, de Arturo Pérez Reverte - 9.5.11


No conservo muchos recuerdos materiales de los veintiún años que estuve como reportero dicharachero en Barrio Sésamo: el casco de un soldado serbio muerto en Vukovar, el de un iraquí que palmó en Kuwait, el mío de kevlar de Bosnia, un Kalashnikov inutilizado, un par de casquillos vacíos, algún fragmento de metralla especialmente saltarina y un cartel de madera donde pone Peligro minas, de cuando el Sáhara.
Y junto a eso, situado en un rincón oscuro de casa por donde nunca pasan las visitas, hay una botella de vino vacía. La botella de Vranac.
Descubrí ese vino en el hotel Esplanade de Zagreb durante la guerra de Croacia, merced a Paco Eguiagaray, maestro de maestros. Paco, que ya cría malvas como tantos buenos colegas de entonces -parece mentira cuántos se fueron ya-, era un gran señor del periodismo y de la vida. Baste decir que en Viena, para demostrar que ya había currado con él y por tanto era de confianza, un taxista se presentó así: «Yo trabajar con don Francisco. Champán, chicas, facturas. No problema».
El caso, como digo, es que los regresos del frente croata con Márquez, la intérprete Jadranka, la productora Maite Lizundia y otros colegas de entonces, solíamos remojarlos con ese estupendo tinto de Montenegro, embotellado junto al lago Skadar.
Nos quedó la costumbre, por así decirlo; y durante los tres años siguientes, mientras duró la guerra de los Balcanes, el Vranac -Crnogorsko Vrhunsko Crno Vino- se convirtió en nuestro vino de cabecera.
Todavía hoy, cuando recuerdo aquellos regresos al hotel, agotados, llenos de polvo y mierda, cargados con el equipo y con la cabeza llena de imágenes que ansiábamos olvidar, los asocio con una ducha caliente, una buena comida y el sabor de aquel excelente vino en la boca.
Durante el largo asedio de Sarajevo, los reporteros nos alojábamos en el hotel Holiday Inn, muy agujereado por la artillería serbia. Allí el Vranac siguió siendo grata costumbre, con el inconveniente de que estábamos cercados, Montenegro quedaba en el bando enemigo, y las provisiones de ese vino mermaban día a día.
Si algo aprendí pronto en mi antiguo oficio es que los subalternos mandan más que los jefes.
Así que toda la vida procuré -todavía lo hago- establecer relaciones de amistad, no con los figurones que posan en las fotos, sino con quienes de verdad resuelven tus problemas: camareros veteranos, secretarias, proxenetas, putas bien informadas, conserjes, porteros de hotel, suboficiales, policías, traficantes, taxistas espabilados, jefes de talleres, telefonistas y gente así. Tan útiles y complejas relaciones no se improvisan, claro; se establecen con tiempo, sentido común, cortesía, y algo personal que no está en los libros ni se logra con dinero: una naturalidad de trato, resumible en el gesto amistoso de ponerle al otro una mano en el hombro -en realidad las propinas son sólo un pretexto-, en ademán equivalente a decir: hoy por mí, mañana por ti, y en todo caso te la debo.
Amigo mío.
Mustafá, el maître del restaurante del Holiday Inn de Sarajevo, era de ésos. Compartíamos cigarrillos, humor negro, lengua francesa e interés por las piernas de una guapa camarera subordinada suya. Acabamos siendo íntimos, y recuerdo que ni siquiera los aparatosos sobornos de los productores gringos de la CNN, que compraban con dólares cuanto se movía, lograron interponerse. Nuestro equipo -se turnaban de cámaras Márquez, Miguel de la Fuente y Paco Custodio- siempre fue su ojito derecho. El Vranac resultaba solicitadísimo por la escasez; pero Mustafá, fiel a las reglas no escritas, mantuvo mi suministro hasta el final. Bromeábamos sobre las últimas botellas, y él decía que era mejor que me las calzara yo que los serbios cuando tomaran la ciudad. Por fin, un día, me llamó aparte y me entregó un paquete. «Es la última botella de Vranac de Sarajevo -dijo-, y no se la beberá el invasor.»
No me la bebí. La guardé como un tesoro, a pesar de los sobresaltos de la guerra, y regresé a Madrid con ella en mi mochila. Un día, hace cuatro o cinco años, Márquez vino a casa y nos pusimos a hablar de aquello; de Miguel Gil, de Julio Fuentes y de los otros compañeros que ya no beben vino ni beben nada. Así que fui al armario, la descorché, y brindando por sus fantasmas entrañables cayó entera, al fin.
Pero no tiré la botella.
La guardo todavía, como dije, en ese rincón oscuro de mi casa que nadie ve.
Y ahora, mientras cuento su historia, la tengo puesta delante, sobre la mesa.
En su etiqueta, escrito a bolígrafo con letras desvaídas por el tiempo, aún puedo leer:
«Vin de l´invasseur pour Arturo. Saraievo 92»

CARTA DE ERNESTO CHÉ GUEVARA A ERNESTO SÁBATO - 1969


Ernesto Sábato intenta equiparar la Revolución Cubana con la llamada "Revolución Libertadora".

El Che responde de esta manera.

12 de Abril de 1960.
Sr. Ernesto Sábato. Santos Lugares, Argentina.

Estimado compatriota:
Hace ya quizás unos quince años, cuando conocí a un hijo suyo, que ya debe estar cerca de los veinte, y a su mujer, por aquel lugar creo que llamado "Cabalando", en Carlos Paz, y después, cuando leí su libro “Uno y el universo”, que me fascinó, no pensaba que fuera Ud. -poseedor de lo que para mi era lo más sagrado del mundo, el título de escritor- quien me pidiera, con el andar del tiempo, una definición, una tarea de reencuentro, como Ud. llama, en base de una autoridad abonada por algunos hechos y muchos fenómenos subjetivos.

Fijaba estos relatos preliminares solamente para recordarle que pertenezco, a pesar de todo, a la tierra donde nací, y que aún soy capaz de sentir profundamente todas sus alegrías, todas sus desesperanzas y también sus decepciones.

Sería difícil explicarle por qué "esto" no es Revolución Libertadora; quizás tendría que decirle que le vi las comillas a las palabras que Ud. denuncia en los mismos días de iniciarse, y yo identifiqué aquella palabra con lo mismo que había acontecido en una Guatemala que acaba de abandonar, vencido y casi decepcionado. Y como yo, éramos todos los que tuvimos participación primera en esta aventura extraña, y los que fuimos profundizando nuestro sentido revolucionario en contacto con las masas campesinas, en una honda interrelación, durante dos años de luchas crueles y de trabajos realmente grandes.

No podíamos ser "libertadora" porque no éramos parte de un ejército plutocrático, sino éramos un nuevo ejército popular, levantado en armas para destruir al viejo; y no podíamos ser "libertadora" porque nuestra bandera de combate no era una vaca sino, en todo caso, un alambre de cerca latifundiaria destrozado por un tractor, como es hoy la insignia de nuestro INRA. No podíamos ser "libertadora" porque nuestras sirvienticas lloraron de alegría el día que Batista se fue y entramos en La Habana, y hoy continúan dando datos de todas las manifestaciones y todas las ingenuas conspiraciones de la gente "Country Club", que es la misma gente "Country Club" que Ud. conociera allá, y que fueran a veces sus compañeros de odio contra el peronismo.

Aquí la forma de sumisión de la intelectualidad tomó un aspecto mucho menos sutil que en la Argentina. Aquí la intelectualidad era esclava a secas, no disfrazada de indiferente, como allá, y mucho menos disfrazada de inteligente; era una esclavitud sencilla puesta al servicio de una causa de oprobio, sin complicaciones; vociferaban, simplemente. Pero todo esto es nada más que literatura. Remitirlo a Ud., como lo hiciera Ud. conmigo, a un libro sobre la ideología cubana, es remitirlo a un plazo de un año adelante; hoy puedo mostrar apenas, como un intento de teorización de esta Revolución, primer intento serio, quizás, pero sumamente práctico, como son todas nuestras cosas de empíricos inveterados, este libro sobre la Guerra de Guerrillas.

Es casi como un exponente pueril de que sé colocar una palabra detrás de otra; no tiene la pretensión de explicar las grandes cosas que a Ud. Inquietan, y quizás tampoco pudiera explicarlas ese segundo libro que pienso publicar, si las circunstancias nacionales e internacionales no me obligan nuevamente a empuñar un fusil (tarea que desdeño como gobernante, pero que me entusiasma como hombre gozoso de la aventura). Anticipándole aquello que puede venir o no (el libro), puedo decirle, tratando de sintetizar, que esta Revolución es la más genuina creación de la improvisación.

En la Sierra Maestra, un dirigente comunista que nos visitara, admirado de tanta improvisación y de cómo se ajustaban todos los resortes que funcionaban por su cuenta a una organización central, decía que era el caos más perfectamente organizado del universo. Y esta Revolución es así porque caminó mucho más rápido que su ideología anterior.

Al fin y al cabo Fidel Castro era un aspirante a diputado por un partido burgués, tan burgués y tan respetable como podía ser el partido radical en la Argentina; que seguía las huellas de un líder desaparecido, Eduardo Chivás, de unas características que pudiéramos hallar parecidas a las del mismo Irigoyen; y nosotros, que lo seguíamos, éramos un grupo de hombres con poca preparación política, solamente una carga de buena voluntad y una ingénita honradez. Así vinimos gritando: "en el año 56 seremos héroes o mártires". Un poco antes habíamos gritado o, mejor dicho, había gritado Fidel: "vergüenza contra dinero". Sintetizábamos en frases simples nuestra actitud simple también.

La guerra nos revolucionó. No hay experiencia más profunda para un revolucionario que el acto de la guerra; no el hecho aislado de matar, ni el de portar un fusil, o el de establecer una lucha de tal o cual tipo: es el total del hecho guerrero, el saber que hombre armado vale como unidad combatiente, y vale igual que cualquier hombre armado, y puede ya no temerle a otros hombres armados.

Ir explicando nosotros, los dirigentes, a los campesinos indefensos cómo podían tomar un fusil, y demostrarle a esos soldados que un campesino armado valía tanto como el mejor de ellos, e ir aprendiendo cómo la fuerza de uno no vale nada si no está rodeada de la fuerza de todos; e ir aprendiendo, asimismo, cómo las consignas revolucionarias tienen que responder a palpitantes anhelos del pueblo; e ir aprendiendo a conocer del pueblo sus anhelos más hondos y convertirlos en banderas de agitación política.

Eso lo fuimos haciendo todos nosotros, y comprendimos que el ansia del campesino por la tierra era el más fuerte estímulo de la lucha que se podría encontrar en Cuba. Fidel entendió muchas cosas más; se desarrolló como el extraordinario conductor de hombres que es hoy, y como el gigantesco poder aglutinante de nuestro pueblo. Porque Fidel, por sobre todas las cosas, es el aglutinante por excelencia, el conductor indiscutido que suprime todas las divergencias y destruye con su desaprobación. Utilizado muchas veces, desafiado otras, por dinero o ambición, es temido siempre por sus adversarios.

Así nació esta Revolución, así se fueron creando sus consignas, y así se fue poco a poco, teorizando sobre hechos, para crear una ideología que venía a la zaga de los acontecimientos. Cuando nosotros lanzamos nuestra Ley de Reforma Agraria en la Sierra Maestra, ya hacia tiempo se habían hecho repartos de tierra en el mismo lugar. Después de comprender en la práctica una serie de factores, expusimos nuestra primera tímida ley, que no se aventuraba con lo más fundamental, como era la supresión de los latifundistas.

Nosotros no fuimos demasiado malos para la prensa continental por dos causas: la primera, porque Fidel Castro es un extraordinario político que no mostró sus intenciones más allá de ciertos límites, y supo conquistarse la admiración de reporteros de grandes empresas que simpatizaban con él, y utilizan el camino fácil en la crónica de tipo sensacional; la otra, simplemente porque los norteamericanos que son los grandes constructores de tests y de raseros para medirlo todo, aplicaron uno de sus raseros, sacaron su puntuación y lo encasillaron.

Según sus hojas de testificación donde decía: "nacionalizaremos los servicios públicos", debía leerse: "evitaremos que eso suceda si recibimos un razonable apoyo"; donde decía: "liquidaremos el latifundio" debía leerse: "utilizaremos el latifundio como una buena base para sacar dinero para nuestra campaña política, o para nuestro bolsillo personal", y así sucesivamente.

Nunca les pasó por la cabeza que lo que Fidel Castro y nuestro Movimiento dijeran tan ingenua y drásticamente, fuera la verdad de lo que pensábamos hacer; constituimos para ellos la gran estafa de este medio siglo, dijimos la verdad aparentando tergiversarla. Eisenhower dice que traicionamos nuestros principios: es parte de la verdad. Traicionamos la imagen que ellos se hicieron de nosotros: como en el cuento del pastorcito mentiroso, pero al revés, tampoco se nos creyó.

Así estamos ahora hablando un lenguaje que es también nuevo, porque seguimos caminando mucho más rápido que lo que podemos pensar y estructurar nuestro pensamiento, estamos en un movimiento continúo y la teoría va caminando muy lentamente; tan lentamente, que después de escribir en los poquísimos este manual que aquí le envío, encontré que para Cuba no sirve casi; para nuestro país, en cambio, puede servir; solamente que hay que usarlo con inteligencia, sin apresuramiento ni embelecos. Por eso tengo miedo de tratar de describir la ideología del movimiento; cuando fuera a publicarla, todo el mundo pensaría que es una obra escrita muchos años antes.

Mientras se van agudizando las situaciones externas y la tensión internacional aumenta, nuestra Revolución, por necesidad de subsistencia, debe agudizarse y, cada vez que se agudiza la Revolución aumenta la tensión, y debe agudizarse una vez más ésta; es un círculo vicioso que parece indicado a ir estrechándose y estrechándose cada vez más hasta romperse; veremos entonces cómo salimos del atolladero. Lo que sí puedo asegurarle es que este pueblo es fuerte, porque ha luchado y ha vencido, y sabe el valor de la victoria; conoce el sabor de las balas y de las bombas, y también el sabor de la opresión.

Sabrá luchar con una entereza ejemplar. Al mismo tiempo le aseguro que en aquel momento, a pesar de que ahora hago algún tímido intento en tal sentido, habremos teorizado muy poco, y los acontecimientos deberemos resolverlos con la agilidad que la vida guerrillera nos ha dado. Sé que ese día su arma de intelectual honrado disparará hacia donde está el enemigo, nuestro enemigo, y que podemos tenerlo allá, presente y luchando con nosotros.

Esta carta ha sido un poco larga y no está exenta de esa pequeña cantidad de pose que a la gente tan sencilla como nosotros le impone, sin embargo, el tratar de demostrar ante un pensador, que somos también eso que no somos: pensadores.
De todas maneras, estoy a su disposición.

Cordialmente, Ernesto Che Guevara.

Fuente: Centro de Estudios Che Guevara. 

UNA SORPRESA, de Evaristo Carriego


Hoy recibí tu carta. La he leído con asombro,
pues dices que regresas,
y aún de la sorpresa no he salido...
¡Hace tanto que vivo sin sorpresas!

«Que por fin vas a verme..., que tan larga
fue la separación...» Te lo aconsejo,
no vengas, sufrirías una amarga
desilusión: me encontrarías viejo.

Y como un viejo, ahora, me he llamado
a quietud, y a excepción -¡siempre e! pasado!
de uno que otro recuerdo que en la frente
me pone alguna arruga de tristeza,
no me puedo quejar: tranquilamente
fumo mi pipa y bebo mi cerveza.

TU SECRETO, de Evaristo Carriego

De todo te olvidas! Anoche dejaste
aquí, sobre el piano que ya jamás tocas,
un poco de tu alma de muchacha enferma:
un libro, vedado, de tiernas memorias.

Íntimas memorias. Yo lo abrí, al descuido,
y supe, sonriendo, tu pena más honda,
el dulce secreto que no diré a nadie:
a nadie interesa saber que me nombras.

...Ven, llévate el libro, distraída, llena
de luz y de ensueño. Romántica loca...
¡Dejar tus amores ahí, sobre el piano!...
De todo te olvidas, ¡cabeza de novia!

HAS VUELTO, de Evaristo Carriego


Has vuelto, organillo. En la acera
hay risas. Has vuelto llorón y cansado
como antes.
El ciego te espera
las más de las noches sentado
a la puerta. Calla y escucha. Borrosas
memorias de cosas lejanas
evoca en silencio, de cosas
de cuando sus ojos tenían mañanas,
de cuando era joven... la novia... ¡quién sabe

Alegrías, penas,
vividas en horas distantes. ¡Qué suave
se le pone el rostro cada vez que suenas
algún aire antiguo! ¡Recuerda y suspiro!
Has vuelto, organillo. La gente
modesta te mira
pasar, melancólicamente.

Pianito que cruzas la calle cansado
moliendo el eterno
familiar motivo que el año pasado
gemía a la luna de invierno:
con tu voz gangosa dirás en la esquina
la canción ingenua, la de siempre, acaso
esa preferida de nuestra vecina
la costurerita que dio aquel mal paso.

Y luego de un valse te irás como una
tristeza que cruza la calle desierta,
y habrá quien se quede mirando la luna
desde alguna puerta.
¡Adiós, alma nuestra! parece
que dicen las gentes en cuanto te alejas.
¡Pianito del dulce motivo que mece
memorias queridas y viejas!

Anoche, después que te fuiste,
cuando todo el barrio volvía al sosiego
-qué triste-
lloraban los ojos del ciego.

LOS EJES DE MI CARRETA, de Atahualpa Yupanqui

Porque no engraso los ejes
me llaman abandonao,
si a mí me gusta que suenen,
pa' qué los quiero engrasaos.

Es demasiado aburrido
seguir y seguir la huella,
andar y andar los caminos
sin nada que me entretenga.

No necesito silencio,
yo no tengo en qué pensar,
tenía, pero hace tiempo,
ahora ya no tengo más.

Los ejes de mi carreta,
nunca los voy a engrasar

MI PADRINO TENÍA CALOR, de Adrián Abonizio


Nadie podría sacarme de la cabeza que antes, cuando uno era chico hacía menos calor. Aducen algunos que al ser pibe, uno no comprende las altas temperaturas porque está inmune a ellas.
La adultez trae el calor como un castigo.
Recuerdo la sala de la casona de mi padrino, la sala de confección, el techo alto, negro y las aspas batientes y silenciosas de un ventilador generoso que inundaba de viento todo el antro.
El cosía las solapas, con alfileres en la boca a la vez que hablaba: un verdadero prodigio, y detrás, con las alas abiertas inmortalizadas en una mala disección, un flamenco que con su pico negro admonitorio parecía, aún en la sequedad de la muerte, estar reclamándole el por qué de su derrumbe a manos de una escopeta en la alta noche de los bañados.
En su lecho final, mi padrino me susurraba que le diera "cristiana sepultura" al pajarraco, porque él no creería "verlo en el cielo; porque yo, ahijado, me voy derecho al Infierno".
Allí, en esa otra sala del Hospital 9 de julio sí que hacía calor en serio, o ya me había vuelto adulto: los ventanales con una cortinita de rafia eran masacrados por el sol, y flotaba en el aire un tufo a prisión, a limones agrios, vendajes con ungüentos.
Era mediodía: busqué al enfermero y le comenté la canícula de fuego.
Ay, querido, no se puede hacer nada con esta obra social, ni ventiladores tienen, y se fue en un giro de mariposa.
Fui hasta mi casa a dos cuadras y traje el mío: un Atma de mesa, giratorio como una tromba.
Cuando llegué, la cama de mi padrino estaba tendida.
Una gorda de uniforme azul la estaba acomodando.
Le pregunté por él, temiendo lo peor.
Fijate en administración, algo pasó, no se murió quedate tranquilo, pero algo pasó.
Se había fugado quejándose del calor, vestido con un ambo blanco de médico y en ojotas.
Afuera, la lava del aire disolvía los cuerpos que circulaban a la sombra de las paredes de las casonas como fantasmas sudados.
Miré hacia ambas esquinas y tuve un pálpito: fui hasta el parque Urquiza donde lo encontré. Estaba entrando por el callejón que llevaba al puerto libre de Bolivia.
Le grité, se dio vuelta, jorobado y distante pero continuó avanzando.
Iba al río, a su río compadre, donde alguien lo estaba llamando.
Cuando ingresé por la puertita semioculta, estaba a la sombra de unos paraísos, sentado, descalzo y en cueros, con el ambo doblado con respeto sobre su falda.
Lucía unos calzoncillos marrones con dibujitos de anclas que yo le había mandado a la clínica.
El calor parecía no poder entrar a ese círculo de sombras de hojas, como si un redondel mágico nos protegiera.
Vos sí que te cuidás de este calor, tosió señalando el ventiladorcito que aún tenía en la mano.
Nos reímos, encendimos dos fasos.
Le pregunté si quería alguna cosa, agua, una toalla, algo. Un vaso de cerveza La Negrita, y quedarme con tu viejo acá, pescando con línea.
Su dedo sarmentoso señalaba los confines del puerto, los fierros oxidados, el gran Paraná.
Me volvió a comentar la noche que extrajo con bichero aquel surubí ancestral de 57 kilos, mientras empezaba una tormenta fabulosa arriba que hizo que volviéramos en la chatita con el cadáver del bicho y sus aletas ventrales asomando a los costados bajo la lluvia, los relámpagos violáceos, las ramas que caían cerca, y la risa potente de mi padrino porque había vencido a las calamidades del río, y extraído el más gigante entre gigantes.
Tenía una boca así, entrabas completo en esa época, me señaló.
La barba de tres días, con pelusitas duras de canas le daba una imagen de santoral, semidesnudo, como con un taparrabos. Aún le colgaba del brazo el tubo del suero.
A ver, Varela, permitime, y le saqué la aguja suavemente. Me miró.
Sos mejor que tu viejo, che Costeleta, aunque como pescador sos un salame.
Miro a la distancia donde los arbolitos, algunos lanchones, el agua ondulando en la incandescencia.
Pero sos, como sea, pescador y guitarrero.
No hubo dramatismo ni nada patético.
Repito, fue una postal sin flores, erguido y dando la última pitada cuando me despidió.
Ya sé. Me vas a decir que no me vas abandonar y todas esas pavadas, pero ahora andate, che Costeleta. Dame la mano y andate que tengo que hacer, ¿eh? Decile a tu viejo que se cuide, que no haga como yo, y que ya lo voy a visitar cuando esté dormido. Ahora anda, andate que me sé cuidar solo.
Me dio la mano áspera, y como desde que tenía uso de la memoria, me dio un suave coscorrón en la cabeza.
Al otro día me dieron la noticia.
Pasé por su casa y puse en el bolso el flamenco disecado que enterré por Vera Mújica al fondo, antes de ir a verlo a la sala mortuoria.
Había aire acondicionado y un olor a jazmines que mi papá había cortado de la planta del patio para él.
¿Sabés que Varela pescó un "mostro" una noche en el puerto?
Vos eras muy chiquito para acordarte, ¡que te vas acordar!

LOS LIBROS DE LA BUENA MEMORIA, de Luis Alberto Spinetta

El vino entibia sueños al jadear,
desde su boca de verdeado dulzor
Y entre los Libros de la buena memoria
se queda oyendo, como un ciego frente al mar.

Mi voz le llegará, mi boca también.
Tal vez le confiaré que eras el vestigio del futuro.

Rojas y verdes luces del amor
prestidigitan bajo un halo de rush.
Qué sombra extraña te ocultó de mi guiño,
que nunca oíste la hojarasca crepitar?

Pues yo te escribiré, yo te haré llorar.
Mi boca besará toda la ternura de tu acuario.

Más si la luna enrojeciera en sed,
o las impalas recorrieran tu estante.
No volverías a triunfar en tu alma..?
Yo sé que harías largos viajes por llegar.

Parado estoy aquí, esperándote.
Todo se oscureció. Ya no sé si el mar descansará...

Habrá crecido un tallo en el nogal.
La luz habrá tiznado gente sin fe.
Esta botella se ha vaciado tan bien,
que ni los sueños se cobijan del rumor.

Licor no vuelvas ya, deja de reír.
No es necesario más: ya se ven los tigres en la lluvia.

LAS MANOS DE MI MADRE, de Peteco Carabajal


Las manos de mi madre son como pájaros en el aire,
historias de cocina entre sus alas heridas de hambre.
Las manos de mi madre saben qué ocurre por las mañanas,
cuando amasa la vida, horno de barro, pan de esperanza.

Las manos de mi madre llegan al patio desde temprano
todo se vuelve fiesta cuando ellas vuelan junto a otros pájaros,
junto a los pájaros que aman la vida, y la construyen con el trabajo
arde la leña, harina y barro, lo cotidiano se vuelve mágico.

Las manos de mi madre me representan un cielo abierto
y un recuerdo añorado, trapos calientes en los inviernos.

DIOS Y EL DIABLO EN EL TALLER, de Adrián Abonizio


Dios y el diablo van susurrando cosas a mi espalda,
la virgen en camisón se pasea, y del lado de la fábrica
suena un motor.
Sus bicicletas húmedas descansan en el pasillo,
el invierno vino colorado pero esta vez no hay vino,
para los dos.

Son dos desocupados más, lo justo se hizo moda
y el verso casi un verso de verdad, y el trabajo una zona que no está

Aburridos jugadores con los naipes marcados siempre en el siete,
la radio que habla sola y que trasmite el empate de Ferro y de Platense
cero a cero.
Se prohibe hablar del mundo en esas salas,
Dios y el Diablo van remendando madrugadas,
y no entiendo nada.

La virgen como mujer, los engaña, los consuela,
y les dice que a la vuelta siempre hay que pagar
Muchachos, hay que comer, salgan para el taller.

El diablo que se aburre, que hace sebo, que va al baño y fuma un caño
Dios, buen operario, cuida el puesto y entre dientes silba un tango
que habla de él.

"Vamos donde hay sol..!"
El Diablo que conoce mil lugares donde hay minas y algo como amor.

Dios dice "Hay que aguantar..!".
A mí con la hora extra ya me alcanza para hacerme un viaje a pie a Lujan.
Y cerca de las seis el pito que resuena en el tinglado entristece mucho más.

LOS QUE NO SALEN EN LA FOTO, de Arturo Pérez Reverte


También están ellos.
Y ellas, como diría algún ministro imbécil.
Los que no fueron a buscar nuevos campos de batalla para sus empresas. La pobre y maltrecha infantería que no es fiel sino a sí misma; y eso sólo cuando puede.
Los mercenarios en busca de un amo que les dé de comer, sea quien sea: cualquiera que asegure dos mil euros al mes y un futuro a corto o medio plazo.
Los que no se van con ademán heroico sino por la puerta pequeña, discretamente, dejando atrás a padres, madres y novios que los echan de menos.
Alejándose para mucho tiempo de la gente querida, a la que, muy de vez en cuando, visitan en vacaciones cada vez más cortas, sabiendo que no podrán estar con ellos cuando vayan al hospital, o mueran; y a los que, si alguien avisa con tiempo, quizá lleguen a acompañar en su entierro.
Aunque también puede ocurrir que haya suerte, y los padres, o el perro que acompañó su vida durante diez o doce años, esperen a morirse cuando están en casa, de vacaciones.
Se llaman María, Noemí, Héctor, Manolo.
Tienen cerca de cuarenta años, se fueron de España hace tres o cuatro, y no salen en los dominicales de los diarios: en esos patéticos reportajes dedicados a convencernos de lo orgullosos que debemos sentirnos de que el mundo esté salpicado de jóvenes españoles que se buscan la vida fuera.
A su edad no son tan fotogénicos.
No lucen posando con bata de laboratorio en Oslo, con gorro de cocinero en Berlín, con camiseta de baloncesto en Nueva York.
Ni siquiera valen para la foto en EPS o XLSemanal de camarero guapo y veinteañero que friega platos, sólo de momento, en un local de moda de Londres o Nueva York; entre otras cosas porque ni son veinteañeros ni guapos, y cuando friegan platos o sirven mesas, a su edad, puede ser para toda la vida.
Son seres vencidos sin segunda oportunidad, que saben lo seguirán siendo, sin remisión.
Sin otro anhelo que no ir a peor. No ir a menos.
Por ahí afuera andan, a miles.
Su generación ni siquiera es la de los aeropuertos, el ordenador portátil y el hotel barato, a la caza de mercados aunque sean modestos.
La suya es la del billete de ida, de las hipotecas imposibles de pagar.
La generación engañada por el espejismo y la irresponsabilidad de quienes pudieron hacer un país culto, trabajador y decente, y no lo hicieron.
De quienes, respaldados en las urnas por ilusiones y sueños de futuro, tenían la obligación de encauzar esto y no supieron, o les importó una mierda; y ahora siguen ahí, impasibles, cobrando el sueldo del partido, trincando los favores hechos a compadres.
Sin que nadie les diga fue por tu culpa, cabrón.
Sin que nadie, al cruzárselos cuando salen del restaurante de lujo o de dar conferencias, con esa cara de cerdos que les han puesto los años, la pasta, el estatus y el coche con chófer que nunca perdieron, les parta la cara.
Sus víctimas se fueron, eso es todo.
Sin hacer ruido, como digo.
Fueron cuarenta en clase del instituto y doscientos en el aula de la facultad, y todo para conseguir un título universitario que a nadie importa un carajo.
Que nadie les dijo que no sacaran.
Los sentenciaron a la cola del paro y les preguntaron mil veces, cuando eran mujeres, si estaban embarazadas o tenían hijos, en grotescos simulacros de entrevistas de trabajo.
Por su edad les habría correspondido agachar la cabeza, aceptar mil euros al mes, cerrar la boca, poner el culo -o el coño- y desangrarse con la hipoteca del piso y las letras del coche, como todo cristo.
Tragar y sobrevivir once meses soñando con el duodécimo de vacaciones baratas en Cancún. Se trataba de eso, o de tener el coraje, la desesperación, de organizarse con sus iguales para incendiar esta España de mierda.
Para conseguir, al menos, que los culpables tuviesen miedo o lo pagasen caro.
Pero eso resulta más fácil escribirlo que hacerlo; así que optaron por lo razonable: largarse de aquí.
Alejarse, sacudiendo de los zapatos el polvo de este paraje ingrato, envidioso y miserable, históricamente enfermo.
De esta ruin madrastra y sus turbios, desvergonzados, impunes secuaces.
Por eso están fuera, y no volverán si pueden evitarlo.
Hicieron lo más difícil, que fue saltar al vacío, echarse el macuto al hombro, internarse en territorio hostil, desconocido. Se buscaron la vida lo mejor que supieron, y así sobreviven, comen caliente, rehacen como pueden sus maltrechas vidas.
Ni siquiera pretenden ya reconciliarse con esta triste España que los echó a patadas.
Si van a morirse lejos, tan solos como viven, por ellos puede pudrirse esta mala perra.

COMO DOS EXTRAÑOS, de José María Contursi y Pedro Laurenz


Me acobardó la soledad
y el miedo enorme de morir lejos de ti.
¡Qué ganas tuve de llorar,
sintiendo junto a mí, la burla de la realidad!

Y el corazón me suplicó
que te buscara y que le diera tu querer.
Me lo pedía el corazón,
y entonces te busqué, creyéndote, mi salvación.

Y ahora que estoy frente a tí,
parecemos, ya ves, dos extraños.
Lección que por fin aprendí,
cómo cambian las cosas los años..!
Angustia de saber muerta ya,
la ilusión y la fe.
Perdón si me ves lagrimear,
los recuerdos me han hecho mal.

Palideció la luz del sol
al escucharte fríamente conversar.
Fue tan distinto nuestro amor,
y duele comprobar que todo, todo terminó.

¡Qué gran error volverte a ver
para llevarme destrozado el corazón!
Son mil fantasmas al volver,
burlándose de mí, las horas de ese muerto ayer...

ESE MONUMENTO DE PAPEL. de Arturo Pérez Reverte - 4.4.11


Pues resulta que voy a la librería de Antonio Méndez, en la calle Mayor, y le digo:
"oye, compañero, ¿tienes la Biblia nueva que acaba de sacar la Conferencia Episcopal?"
Y Antonio, que es amigo hace veinte años, me mira de reojo y dice:
"te veo chungo, maestro, una Biblia a tus años. De qué vas, Tomás. ¿Has visto la luz, o qué?"
Y yo le respondo que:
"menos choteo, chaval, o la compro en el Corte Inglés. Grandes superficies, que se dice ahora. Y además quiero dos, una para regalar..."
"Pues la tengo que pedir porque no la tengo", redunda Antonio.
Y yo le digo:
"debería darte vergüenza. Un librero sin Biblia nueva en el escaparate. Ya sé que no vas a misa ni yo tampoco, y que monseñor Rouco y sus mariachis te caen, como a mí, igual que una patada en el duodeno. Pero no estamos hablando de opio del pueblo, ni de tocapelotas nietos de Trento, ni de estragos históricos y sociales, sino de cultura, chaval, que para ser librero no te enteras. De uno de los caudales de sabiduría que nos hizo lo que somos, cóscate, Viejo y Nuevo Testamento, cultura judeocristana que, combinada con el Islam mediterráneo, Grecia, Roma y toda la parafernalia, hizo lo que llamamos Europa y de rebote Occidente: sitio que lo mismo también te suena, Antoñete; aunque a esa vieja Europa, en tiempos referente moral del mundo, cuna de derechos humanos y crisol de cultura, ya no la reconozca ni la madre que la parió... Dicho en lenguaje de librero, para entendernos, te hablo del mayor bestseller de la Historia, necesario para quien pretenda estar al tanto de lo que es y lo que hace. Para tenerlo tan a mano como a Cervantes, Shakespeare y Montaigne: cuatro patas de la mesa donde algunos apoyamos los codos cuando estamos cansados. No sé si me explico..."
Concluida la guasa entre Antonio y yo, una semana después tengo al fin esa nueva Biblia en casa; y, aparte el pequeño inconveniente de maldecir en arameo el tacto áspero de su encuadernación en tela bajo las guardas -la tela en los libros siempre me dio dentera-, disfruto con sus páginas de papel sutil y agradable al tacto, la limpia tipografía y el peso reconfortante del volumen en las manos. Es un hermoso ejemplar con la nueva traducción canónica de los textos sagrados al castellano, que será utilizada en todos los actos litúrgicos y catequéticos, o como se diga, de la Iglesia Católica de aquí.
El canon, para entendernos, de la Biblia oficial en lengua de Cervantes.
Esto lo convierte en libro de extraordinaria importancia; pues, aparte la lectura íntima que haga cada cual, su texto, leído en misa y utilizado a partir de ahora en las actividades relacionadas con el asunto, influirá directamente, en la lengua que hablan y escriben varios millones de católicos de habla hispana.
Que se dice pronto.
Pero ésa, la de la peña practicante, sólo es una parte. Al fin y al cabo, la Biblia es también, y sobre todo, un magnífico caudal de diversión, reflexión y conocimiento. Un monumento indispensable para comprender sobre qué cañamazo se tejió lo que algunos cabrones reaccionarios y gruñones como el arriba firmante todavía llamamos, con una mezcla de melancolía y de guasa escéptica, cultura occidental; dicho sea sin ánimo -o con ánimo, qué puñetas- de ofender.
En ese contexto, la Biblia es una fuente extraordinaria de relatos, aventuras, batallas, traiciones, amores, emociones y simbolismos; materia de la que hace tres mil años viene nutriéndose el mundo civilizado y que inspiró a los más grandes filósofos y artistas de todas las épocas; literatura, música, pintura y cine incluidos.
Nadie que busque lucidez e inteligencia, que quiera interpretar el mundo donde vive y morirá, puede pasar por alto la lectura, al menos una vez en la vida, del libro más famoso e influyente -para lo bueno y lo malo- de todos los tiempos.
El Antiguo y el Nuevo Testamento, para unos historia sacra y revelación divina, y para otros llave maestra de cultura e ilustración, son imprescindibles para comprender cómo llegamos aquí, lo que fuimos y lo que somos.
Compadezco a quien no tenga un Quijote y una Biblia en casa, aunque sólo sea para decorar un mueble y leer cuatro líneas de vez en cuando.
Y quien sí sea lector, que calcule. Sólo la Biblia, releída una y otra vez, bastaría para colmar una vida entera.
Y ojo: insisto en que no se trata de religión, sino de cultura.
La de verdad; no esa papilla desnatada, presuntamente educativa, impuesta por quienes legislan desde su cateta mediocridad.
Oponer prejuicios a la Biblia es como oponerlos a una catedral: no hace falta creer en Dios para visitarla y admirar su belleza.
Para sentir lo majestuoso de la memoria que atesoran sus viejas piedras..

SÓLO ARCO IRIS, de Santiago Feliú


El cuerpo tiembla y la sonrisa queda muda,
trepando en arco iris mi timidez y mi pasión,
Me vibran frases sin sonidos:
estoy tendido ante tu piel, ante ti.

Suenan las campanas del adiós
y me colma de ansias tu pelo en despedida,
manantial de soles perfumados por la juventud,
hunde más tu boca en esta luna vacía.

Y déjame en capullos tu beso enamorado,
que no duela tu pelo en despedida.
Desátame las bridas, encaja tus pupilas
en medio de mi timidez y mi pasión.

Manantial de soles perfumados por la juventud,
hunde más tu boca en esta luna vacía.

AMIGO DIBUJO, de Santiago Feliú


Quiere jugar en mis brazos,
tan loco, a pedazos me dibuja un sol.
Quiere pintarme en la vida
juguetes y vueltas, hacerme caracol.

Quiero poder descubrirte,
montar tu velero, saber dónde vas.
Luego arrancarte la prisa,
prenderla en un sueño y echarla a volar.

Quiero encontrarme en todas tus maldades,
saber del arco iris que tejes para amar.
Luego escondernos encima de una estrella,
cantarnos los secretos, hacerte cuento o qué sé yo.

Quiero tenerte en mis manos
para musicarte la vida.

JI JI JI, de Carlos Solari (Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota)


En este film velado en blanca noche,
el hijo tenaz de tu enemigo.
El muy verdugo cena, distinguido,
una noche de cristal que se hace añicos.

No lo soñé, se enderezó y brindó a tu suerte.
No lo soñé, y se ofreció mejor que nunca
¡No mires por favor! y no prendas la luz...
la imagen te desfiguró.

Este film da una imagen exquisita:
esos chicos son como bombas pequeñitas,
el peor camino a la cueva del perico,
para tipos que no duermen por la noche.

No lo soñé, ibas corriendo a la deriva.
No lo soñé, los ojos ciegos bien abiertos.
¡No mires por favor! y no prendas la luz..,
la imagen te desfiguró.

El montaje final es muy curioso,
es en verdad realmente entretenido
Vas en la oscura multitud desprevenido,
tiranizando a quienes te han querido.

No lo soñé, se enderezó y brindó a tu suerte.
No lo soñé, y se ofreció mejor que nunca.
No lo soñé, ibas corriendo a la deriva.
No lo soñé, los ojos ciegos bien abiertos.
¡No mires por favor!, y no prendas la luz..,
la imagen te desfiguró.

DEL PASADO EFÍMERO, de Antonio Machado


Este hombre del casino provinciano
que vio a Carancha recibir un día,
tiene mustia la tez, el pelo cano,
ojos velados por melancolía;
bajo el bigote gris, labios de hastío,
y una triste expresión, que no es tristeza,
sino algo más y menos: el vacío
del mundo en la oquedad de su cabeza.

Aún luce de corinto terciopelo
chaqueta y pantalón abotinado,
y un cordobés color de caramelo,
pulido y torneado.

Tres veces heredó; tres ha perdido
al monte su caudal; dos ha enviudado.
Sólo se anima ante el azar prohibido,
sobre el verde tapete reclinado,
o al evocar la tarde de un torero,
la suerte de un tahúr, o si alguien cuenta
la hazaña de un gallardo bandolero,
o la proeza de un matón, sangrienta.

Bosteza de política banales
dicterios al gobierno reaccionario,
y augura que vendrán los liberales,
cual torna la cigüeña al campanario.
Un poco labrador, del cielo aguarda
y al cielo teme; alguna vez suspira,
pensando en su olivar, y al cielo mira
con ojo inquieto, si la lluvia tarda.

Lo demás, taciturno, hipocondríaco,
prisionero en la Arcadia del presente,
le aburre; sólo el humo del tabaco
simula algunas sombras en su frente.

Este hombre no es de ayer ni es de mañana,
sino de nunca; de la cepa hispana.
No es el fruto maduro ni podrido,
es una fruta vana,
de aquella España que pasó, y no ha sido.
Ésa que hoy tiene la cabeza cana...

PEQUEÑA, de Homero Expósito


Donde el río se queda y la luna se va, donde nadie ha llegado ni puede llegar,
donde juegan conmigo los versos en flor,
tengo un nido de plumas y un canto de amor.
Tú, que tienes los ojos mojados de luz
y empapadas las manos de tanta inquietud,
con las alas de tu fantasía
me has vuelto a los días de mi juventud...
Pequeña, te digo pequeña
te llamo pequeña con toda mi voz.
Mi sueño que tanto te sueña
te espera, pequeña, con esta canción.
La luna, ¡qué sabe la luna
la dulce fortuna de amar como yo!
Mi sueño que tanto te sueña
te espera, pequeña de mi corazón.
Hace mucho que espero, y hará mucho más,
porque tanto te quiero que habrás de llegar,
no es posible que tenga la luna y la flor
y no tenga conmigo tus besos de amor.
Donde el río se queda y la luna se va
donde nadie ha llegado ni puede llegar
con las alas de tu fantasía
serás la alegría de mi soledad.

AFICHES, de Homero Expósito


Cruel en el cartel, la propaganda manda cruel, en el cartel,
y en el fetiche de un afiche de papel
se vende la ilusión, se rifa el corazón...
Y apareces tú vendiendo el último jirón de juventud,
cargándome otra vez la cruz.
¡Cruel en el cartel, te ríes, corazón!
¡Dan ganas de balearse en un rincón!
Ya da la noche a la cancel su piel de ojera...
Ya moja el aire su pincel, y hace con él la primavera...
¿Pero qué? si están tus cosas, pero tú no estás,
porque eres algo para todos, ya, como un desnudo de vidriera...
¡Luché a tu lado, para ti, por Dios, y te perdí!
Yo te di un hogar...
¡Siempre fui pobre, pero yo te di un hogar!
Se me gastaron las sonrisas de luchar,
luchando para ti, sangrando para ti...
Luego la verdad, que es restregarse con arena el paladar,
y ahogarse sin poder gritar.
Yo te di un hogar... -¡fue culpa del amor!-
¡Dan ganas de balearse en un rincón!

LOS DÍAS DE LA MUERTE, de Martín Caparrós


Kirchner muerto es un actor de primer orden en la política argentina.
Aquí, hay muertos que viven más que muchos vivos.
En la Argentina no hay político más poderoso que la muerte –y vuelve y vuelve y no nos suelta. Desde 1983 no hubo movimiento social que funcionara sin el respaldo de sus muertos: el reclamo por las víctimas, el peso de los mártires, es un sustrato ineludible.
El gobierno de los Kirchner lo hizo como pocos: basó su mito y su legitimación en el recuerdo de los muertos a manos de los dictadores asesinos, y pretendió que su obra era la concreción de aquellos ideales –aunque no tuviese, en general, mucho que ver con ellos.
Pero ahora a esos muertos pasados –y un poco incontrolables– viene a agregarse el Gran Muerto presente: él mismo, el jefe que empieza a ser un mito.
Estamos en plena construcción, y los primeros rasgos ya se esbozan. Néstor Kirchner fue “un apasionado de la política”, que “murió en su ley” –como los héroes– porque no quiso dejarla ni siquiera cuando su cuerpo ya no le respondía.
Sería, en ese sentido, un mártir de su propia causa, aún cuando la política que le quitaba la salud consistiera en arreglos con intendentes cuasimafiosos, con empresarios cuasiprebendarios, con viejos matones sindicales devenidos en líderes cuasirrevolucionarios por el imperio del discurso.
El mito en construcción también supone que Kirchner “devolvió a la política su lugar en nuestra sociedad”, y consiguió que los “jóvenes volvieran a la militancia”.
Es cierto que los jóvenes jefes militantes suelen ser altos funcionarios del gobierno, o sus empresas –que lo aprovechan para fletar un avión para ir a ver un partido de fútbol–, pero eso no quita que, en principio, es mejor que haya más jóvenes que se interesen por lo que pasa en el país.
Pero –saludos, señor Gullo– la militancia no es buena o mala en sí: depende de para qué, con qué objetivo se milita.
Lo mismo que le pasa a la política.

Yo creo –seguramente me equivoco– que el mérito principal de la gestión de Kirchner está en haber dejado atrás el neoliberalismo más brutal –hundido tras la crisis de 2001– y empezado a reconstruir el Estado deshecho, para devolverle su lugar de mediador en los conflictos sociales.
Y que sin duda la política ha vuelto, pero la suya nunca fue muy clara: consiste, a menudo, en discursos lanzados contra ”el monopolio”, mientras se autorizan monopolios tan estrepitosos como el de Telefónica, discursos que exaltan la economía nacional, mientras las grandes empresas multinacionales mineras y petroleras se la siguen llevando con pala mecánica, discursos sobre la libertad mediática mientras usan los medios públicos para agredir y calumniar, discursos contra el FMI mientras le pagan miles de millones, discursos que reivindican los derechos humanos de los setentas mientras siguen cayendo pibes a balazos policiales y parapoliciales que quedan impunes.
Más en general: discursos que hablan de la redistribución de la riqueza en un país, casi tan desigual, como lo era hace cinco o seis años, tan injusto como lo era entonces, que edificó un superávit generoso a base de no gastar en remedios para sus hospitales.
Confieso mi perplejidad: a menudo me pregunto para qué les sirve decir cosas tan alejadas de su práctica como inversores privados, como gestores públicos.
Y no termino de entenderlo.
Pero sí creo saber que el Gran Muerto va a ser un refuerzo inestimable –ya empieza a serlo– para ese discurso.
El mito, en estos días, lo quiere equiparar con otros mitos clásicos: Duarte, Perón, Guevara. Figuras que se pueden usar para fines tan variados; es, al fin y al cabo, nuestra especialidad. Los argentinos no somos demasiado buenos produciendo casi nada, salvo dibujos para la camiseta universal.
Hay países mucho más cultos, mucho más decisivos, que no pusieron ni una sola cara en los pechos del mundo.
Y la Argentina, tan poquita y lejana, ha contribuido con Duarte, Guevara, Maradona.
Néstor Kirchner no va a llegar a esas alturas pero será, a partir de ya mismo, un bien utilizado y disputado.
Ya lo hemos visto, estos días en que vivimos en la muerte. Su viuda, con todo derecho, se apoyará en su sombra, surgirán kirchneristas auténticos que dirán que los otros kirchneristas traicionan su memoria, su cara será una bandera, su nombre una consigna o un torneo de fútbol, su historia se irá limpiando de las pequeñas impurezas: nada lava más limpio que la muerte y Néstor Kirchner alcanzará, por fin, la inmaculez que lo eludió en su vida.
Y se volverá un instrumento político central –o quizás no: ésa es su próxima batalla, y de su resultado dependen muchas cosas, formas de nuestras vidas, este país que está volviendo de su muerte

PORQUÉ DETESTO A LA MADRE TERESA DE CALCUTA, de Martín Caparrós


Algo me molestó desde el principio.
Llegué al moritorio de la madre Teresa de Calcuta, en Calcuta, sin mayores prejuicios, dispuesto a ver cómo era eso, pero algo me molestó.
Primero fue, supongo, un cartel que decía “Hoy me voy al cielo” y, al lado, en un pizarrón, las cifras del día: “Pacientes: hombres: 49, mujeres: 41. Ingresados: 4. Muertos: 2″.
En el pizarrón no existía el rubro “Egresos”.
En el moritorio de la madre Teresa, su primer emprendimiento, la base de todo su desarrollo posterior, no hay espacio para curaciones.
La señorita Agnes Gonxha Bojaxhiu, también llamada Madre Teresa de Calcuta, consiguió en sus últimos veinticinco años una fama y un apoyo internacional extraordinarios.
Le llovieron medallas, donaciones, premios, subvenciones, todo tipo de dinero para que ayudara a los pobres del mundo.
La señorita Bojaxhiu nunca hizo públicas las cuentas de su orden pero se sabe, porque ella se jactó de eso muchas veces, que fundó, con ese dinero, alrededor de quinientos conventos en cien países.
Pero no fundó una clínica en Calcuta.
Hay un par de ideas fuertes detrás de todo eso. Sobre todo, la idea de que la vida —ellos dirían “esta vida”, como si hubiera muchas— es un camino hacia otra, mejor, más cerca del Señor: si no fuera así, a nadie se le ocurriría dedicarse a que esa gente muriera mejor y, quizás, en cambio, pensarían en mejorar sus vidas.
Y la idea de que el sufrimiento de los pobres es un don de Dios: “Hay algo muy bello en ver a los pobres aceptar su suerte, sufrirla como la pasión de Jesucristo —dijo la madre Teresa—. El mundo gana con su sufrimiento”.
Por eso, quizás, la religiosa les pedía a los afectados por el famoso desastre ecológico de la fábrica Union Carbide, en el Bhopal indio, que “olvidaran y perdonaran” en vez de reclamar indemnizaciones.
Por eso, quizás, la religiosa fue a Haití en 1981 para recibir la Legión de Honor de manos de Baby Doc Duvalier —que le donó bastante plata— y explicar que el tirano “amaba a los pobres y era adorado por ellos”.
Por eso, quizás, la religiosa fue a Tirana a poner una corona de flores en el monumento de Enver Hoxha, el líder estalinista del país más represivo y pobre de Europa.
Pero quizá no fue por eso que salió a defender a Charles Keating.
Keating era un buen amigo de los Reagan —que recibió a la religiosa más de una vez— y uno de los mayores estafadores de la historia financiera norteamericana: el fulano que se robó, por medio de una serie de maniobras bancarias, 252 millones de dólares de pequeños ahorristas.
Keating le había donado a la religiosa 1.250.000 dólares y le solía prestar su avión privado. Cuando lo juzgaron, la religiosa mandó una carta pidiendo la clemencia del tribunal para “un hombre que ha hecho mucho por los pobres”.
Fue enternecedor.
Pero cuando el fiscal le pidió que devolviera la plata que Keating le había dado —robada a los pequeños ahorristas—, la religiosa no se dignó contestar nada.
En el moritorio de Calcuta, la sala de los hombres tiene quince metros de largo por diez de ancho. Las paredes están pintadas de blanco y hay carteles con rezos, vírgenes en estantes, crucifijos y una foto de la señorita también llamada madre con el papa Wojtyla. “Hagamos que la iglesia esté presente en el mundo de hoy”, dice la leyenda.
En la sala hay dos tarimas de material con mosaicos baratos, que ocupan los dos lados largos: sobre cada tarima, quince catres; en el suelo, entre ambas, otros veinte.
Los catres tienen colchonetas celestes, de plástico celeste, y una almohada de tela azul oscuro; no tienen sábanas.
Sobre cada catre, un cuerpo flaco espera que le llegue la muerte.
El moritorio de la madre Teresa está al lado del templo de Khali y sirve para morirse más tranquilo, dentro de lo que cabe.
La madre Teresa lo fundó en 1951, cuando un comerciante musulmán le vendió el caserón por muy poco dinero porque la admiraba y dijo que tenía que devolverle a dios un poco de lo que dios le había dado. Desde entonces, los voluntarios recogen en la calle moribundos y los traen a los catres celestes, los limpian y los disponen para una muerte arregladita.
Los de las tarimas están un poco mejor y puede que alguno se salve.
Me dice Mike, un inglés de 30 con colita, tipo bastante freakie, que se empeña en hablarme en mal francés.
Los de abajo son los que no van a durar; cuanto más cerca de la puerta, peor están.
En la sala se oyen lamentos, pero tampoco tantos.
Un chico —quizás sea un chico, quizás tenga 13 ó 35— casi sin carne sobre los huesos y una bruta herida en la cabeza grita Babu, Babu.
Richard, grande como dos roperos, rubio, media americana, maneras de cura párroco en Milwaukee, comprensivo pero severo, le da unos golpecitos en la espalda.
Después le lleva un vaso de lata con agua a un viejo que está al lado de la puerta.
El viejo está inmóvil y la cabeza le cuelga por detrás del catre. Richard se la acomoda y el viejo repta con esfuerzo para que le cuelgue otra vez.
Este está muy mal. Entró ayer y lo llevamos al hospital pero no lo aceptaron.
—¿Por qué?
Por dinero...
—¿Los hospitales no son públicos?
En los hospitales públicos te dan cama para dentro de cuatro meses. No sirve para nada. Nosotros tenemos una cuota de camas en un hospital privado cristiano, pero ahora las tenemos todas ocupadas, así que cuando fuimos nos dijeron que no. Acá no estamos en América; acá hay gente que se muere porque no hay cómo atenderla...
Richard me cuenta sobre uno que entró hace un mes con una fractura en la pierna: no lo pudieron atender y se murió de la infección.
Y está dispuesto a seguir con más casos. Parece que acá no es tan raro que alguien se muera antes de los últimos esfuerzos.
No podemos curarlos. No somos médicos. Tenemos un médico que viene dos veces por semana, pero tampoco tenemos equipos ni ciertos remedios. Lo que hacemos es confortarlos, cuidarlos, darles afecto, ofrecerles que se mueran dignamente.
Hay algo que me suena raro en todo esto.
Richard le acaricia la cabeza al que insiste en colgarla; más allá, Mike le sostiene la mano a uno con un vendaje que le atraviesa el pecho. Los acompañan: no tienen un idioma común así que no pueden hablarse, o quizás no ganarían nada con hablarse.
Richard va a buscar una sábana para tapar al viejo de cabeza colgante. Hace solo 35 grados y el viejo tiene frío.
En Chicago, Richard estudia Medicina, pero ahora dice que no sabe si va a poder volver a soportar aquello. Y dice que tampoco podría soportar esto todo el tiempo, pero que no soportaría ser doctor y no atender a estos tipos. A veces llega un punto en que soportar es muy difícil. Richard es un Clark Kent buenazo con mentón imponente y es muy católico, familia de irlandeses, y dice que dios le va a decir qué hacer.
—O sea que no hay ninguna posibilidad de que lo atienda un médico.
—No.
-¿Y entonces?
—Y entonces se va a morir hoy o mañana.
Richard lo dice como quien dice: llueve. O incluso: quizás llueva.
Debe ser difícil pronunciarlo así.
La señorita Agnes Gonxha Bojaxhiu, también llamada Madre Teresa de Calcuta, nunca se privó de dar sus opiniones.
En Irlanda, por ejemplo, en 1995, un referéndum sobre el divorcio encendía pasiones. Irlanda era el último país de Europa sin divorcio, y los márgenes se anunciaban estrechos. Entonces la religiosa —que no tenía nada que ver con Irlanda— participó de la campaña pidiendo el voto en contra. Los divorcistas ganaron con el 50,3 por ciento.
Pocos meses después, su nueva amiga, lady Diana Spencer, se divorció, y una periodista le preguntó qué opinaba. La señorita no tenía problemas: “Está bien que ese matrimonio se haya terminado, porque nadie era realmente feliz”, dijo.
La señorita sabía aprovechar el halo de santidad que la rodeaba: los santos pueden decir lo que quieran, donde y cuando quieran. Todo está justificado por el halo.
Y ella usaba esa bula para llevar adelante su campaña mayor: la lucha contra el aborto y la contracepción. Lo dijo muy claro en Estocolmo, 1979, mientras recibía el Premio Nobel de la Paz: “El aborto es la principal amenaza para la paz mundial”.
Y, para no dejar dudas:
La contracepción y el aborto son moralmente equivalentes”.
En septiembre de 1996, el Congreso norteamericano le dio el título de ciudadana honoraria. Era la quinta persona en la historia que la conseguía.
Dos años antes había organizado, en ese mismo recinto, una “plegaria nacional” ante Clinton, Gore y compañía. Ese día, su discurso fue belicoso:
Los pobres pueden no tener nada para comer, pueden no tener una casa donde vivir, pero igual pueden ser grandes personas cuando son espiritualmente ricos. Y el aborto, que sigue muchas veces a la contracepción, lleva a la gente a ser espiritualmente pobre, y esa es la peor pobreza, la más difícil de vencer”, decía la religiosa, y cientos de congresistas, muchos de los cuales no estaban en contra de la contracepción y el aborto, la aplaudían embelesados.
En su Calcuta, en la India, en muchos otros países, la superpoblación es causa principal del hambre y la miseria, y sus autoridades toman todo tipo de medidas para limitarla.
Yo creo que el mayor destructor de la paz hoy en día es el aborto, porque es una guerra contra el niño, un asesinato del niño inocente. Y si aceptamos que una madre puede asesinar a su propio hijo, ¿cómo podemos decirles a otras gentes que no se maten entre ellos? Nosotros no podemos resolver todos los problemas del mundo, pero no le traigamos el peor problema de todos, que es destruir el amor. Y eso es lo que pasa cuando le decimos a la gente que practique la contracepción y el aborto”.
Las jerarquías católicas lo dicen siempre, pero dicho por ella es mucho más eficaz.
Aquella tarde, el cardenal James Hickley, arzobispo de Washington, lo explicó clarito:
“Su grito de amor y su defensa de la vida nonata no son frases vacías, porque ella sirve a los que sufren, a los hambrientos y los sedientos…”.
Para eso, entre otras cosas, servía la religiosa.
Por eso, entre otras cosas, su proceso de beatificación vaticana fue el más rápido de la historia de una institución que no suele apresurarse —que puede tardar, por ejemplo, cuatro siglos en pedir perdón por apretar a Galileo Galilei o asesinar a Giordano Bruno y tantos otros.
Así que ahora la señorita Agnes Gonxha Bojaxhiu —lo que quede de ella— debe estar en el paraíso de los beatos, un poquito más abajo del paraíso de los santos, con apenas menos felicidad eterna, y menos olor a incienso y mirra, y menos intimidad con su Señor pero bastante, pese a todo.
La señorita fue una militante muy eficaz de una causa muy antigua: la del conservadurismo católico. Y fue, en el mejor de los casos, una versión mediática y actual del viejo modelo de la dama de caridad: aquella que se dedica a moderar los males causados por un orden que nunca cuestiona o que, en realidad, refuerza.
Gracias a esos medios, al aparato de difusión de Roma, la señorita quedó instituida como gran encarnación actual del viejo mito de la bondad absoluta.
Todos —los países, los grupos de amigos, los equipos de voleibol, los grupos de tareas— necesitan tener un Bueno: un modelo, un ser impoluto, alguien que les muestre que no todo está perdido todavía.
Hay Buenos de muchas clases: puede ser un cura compasivo, un salvador de ballenas, un anciano ex cualquier cosa, un perro, un médico abnegado, un pederasta con buena verba en púlpito: en algo hay que creer.
El Bueno es indispensable, una condición de la existencia.
Y el mundo se las arregla para ir buscando Buenos, entronizarlos, exprimirlos todo lo posible. Así que, pese a que algunos intentamos contar un poco de su historia, nadie lo escucha: es mejor y más cómodo seguir pensando que la señorita era más buena que Lassie.
La señorita Agnes Gonxha Bojaxhiu, también llamada Teresa de Calcuta, consiguió ser la Buena Universal. Y consiguió, incluso, lo más difícil que puede conseguir una persona, un personaje: entrar en el lenguaje como síntesis o símbolo de algo.
Decimos un Quijote cuando queremos hablar de un héroe destartaladamente franco; decimos un Craso cuando tratamos de definir a alguien riquísimo; decimos —desde hace unos años empezamos a decir— una madre Teresa cuando queremos significar que alguien es realmente bueno.
Y así ha quedado registrada en nuestra cultura la señorita también llamada madre, amiga de tiranos y estafadores, militante de lo más reaccionario, facilitadora de la muerte.

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