viernes, 21 de diciembre de 2012

EL SÍNDROME DEL CORONEL TAPIOCA, de Arturo Pérez Reverte - 10/1/10

Hace treinta y dos años desaparecí en la frontera entre Sudán y Etiopía.
En realidad fueron mi redactor jefe, Paco Cercadillo, y mis compañeros del diario Pueblo los que me dieron como tal, pues yo sabía perfectamente dónde estaba: con la guerrilla eritrea.Alguien contó que había habido un combate sangriento en Tessenei y que me habían picado el billete.
Así que encargaron a Vicente Talón, entonces corresponsal en El Cairo, que fuese a buscar mi fiambre y a escribir la necrológica.
No hizo falta, porque aparecí en Jartum, hecho cisco pero con seis rollos fotográficos en la mochila; y el redactor jefe, tras darme la bronca, publicó una de esas fotos en primera: dos guerrilleros posando como cazadores, un pie sobre la cabeza del etíope al que acababan de cargarse.
Lo interesante de aquello no es el episodio, sino cómo transcurrió mi búsqueda. La naturalidad profesional con que mis compañeros encararon el asunto.
Conservo los télex cruzados entre Madrid y El Cairo, y en todos se asume mi desaparición como algo normal: un percance propio del oficio de reportero y del lugar peligroso donde me tocaba currar.
En las tres semanas que fui presunto cadáver, nadie se echó las manos a la cabeza, ni fue a dar la brasa al Ministerio de Asuntos Exteriores, ni salió en la tele reclamando la intervención del Gobierno, ni pidió que fuera la Legión a rescatar mis cachos.
Ni compañeros, ni parientes.
Ni siquiera se publicó la noticia.
Mi situación, la que fuese, era propia del oficio y de la vida.
Asunto de mi periódico y mío.
Nadie me había obligado a ir allí.
Mucho ha cambiado el paisaje. Ahora, cuando a un reportero, turista o voluntario de algo se le hunde la canoa, lo secuestran, le arreglan los papeles o se lo zampan los cocodrilos, enseguida salen la familia, los amigos y los colegas en el telediario, asegurando que Fulano o Mengana no iban a eso y pidiendo que intervengan las autoridades de aquí y de allá -de sirios y troyanos, oí decir el otro día…-.
Eso tiene su puntito, la verdad.
Nadie viaja a sitios raros para que lo hagan filetes o lo pongan cara a la Meca, pero allí es más fácil que salga tu número.
Ahora y siempre.
Si vas, sabes a dónde vas. Salvo que seas idiota.
Pero en los últimos tiempos se olvida esa regla básica.
Hemos adquirido un hábito peligroso: creer que el mundo es lo que dicen los folletos de viajes; que uno puede moverse seguro por él, que tiene derecho a ello, y que Gobiernos e instituciones deben garantizárselo, o resolver la peripecia cuando el coronel Tapioca se rompe los cuernos.
Que suele ocurrir.
Esa irreal percepción del viaje, las emociones y la aventura, alcanza extremos ridículos.
Si un turista se ahoga en el golfo de Tonkín porque el junco que alquiló por cinco dólares tenía carcoma, a la familia le falta tiempo para pedir responsabilidades a las autoridades de allí 
- imagínense cómo se agobian éstas…! - y exigir, de paso, que el Gobierno español mande una fragata de la Armada a rescatar el cadáver.
Todo eso, claro, mientras en el mismo sitio se hunde, cada quince días, un ferry con mil quinientos chinos a bordo.
Que busquen a mi Paco en la Amazonia, dicen los deudos…!
O que nos indemnicen los watusi…!
Lo mismo pasa con voluntarios, cooperantes y turistas solidarios o sin solidarizar, que a menudo circulan alegremente, pisando todos los charcos, por lugares donde la gente se frota los derechos humanos en la punta del cimbel y una vida vale menos que un paquete de Marlboro.
Donde llamas presunto asesino a alguien y tapas la cara de un menor en una foto, y la gente que mata adúlteras a pedradas o frecuenta a prostitutas de doce años se rula de risa.
Donde quien maneja el machete no es el indígena simpático que sale en el National Geographic, ni el pobrecillo de la patera, ni te reciben con bonitas danzas tribales.
Donde lo que hay es hambre, fusiles AK-47 oxidados pero que disparan, y televisión por satélite que cría una enorme mala leche al mostrar el escaparate inalcanzable del estúpido Occidente. 
Atizando el rencor, justificadísimo, de quienes antes eran más ingenuos y ahora tienen la certeza desesperada de saberse lejos de todo esto.
Y claro.
Cuando el pavo de la cámara de vídeo y la sonrisa bobalicona se deja caer por allí, a veces lo destripan, lo secuestran o le rompen el ojete.
Lo normal de toda la vida, pero ahora con teléfono móvil e Internet.
Y aquí la gente, indignada, dice qué falta de consideración y qué salvajes.
Encima que mi Vanessa iba a ayudar, a conocer su cultura y a dejar divisas.
Y sin comprender nada, invocando allí nuestro código occidental de absurdos derechos a la propiedad privada, la libertad y la vida, exigimos responsabilidades a Bin Laden y gestiones diplomáticas a Moratinos.
Olvidando que el mundo es un lugar peligroso, lleno de hijos de puta casuales o deliberados.
Donde, además, las guerras matan, los aviones se caen, los barcos se hunden, los volcanes revientan, los leones comen carne, y cada Titanic, por barato e insumergible que lo venda la agencia de viajes, tiene su iceberg particular esperando en la proa.

lunes, 17 de diciembre de 2012

ABRAHAM ? SANSÓN ? DALILA ?, de Arturo Pérez Reverte - 17/12/12

Me lo comentó el otro día una profesora que trabaja en un colegio laico, mixto, de excelente nivel y prestigio. 
Con vitola culta y liberal. 
De los veintitantos niños de ocho a nueve años que tiene en su clase, sólo dos cursan Religión como asignatura optativa.
Y en el resto del cole, más menos.
Casi todos los padres eligen para sus hijos algo llamado Alternativa.
Eso me picó la curiosidad.
Lo mismo me da para insultar a alguien el próximo domingo, me dije. Que en los últimos artículos me he amariconado mucho.
Así que esta semana hice algunas preguntas y obtuve, como veía venir, apasionantes respuestas.
Y conclusiones.
La principal, básicamente, es que lo mismo con el Pepé, con el Pesoe o con la madre que nos parió, esto va a seguir siendo una puñetera bazofia para analfabetos.
Porque seamos justos. Ni siquiera podemos echar la culpa a los planes infames de educación que unos y otros nos llevan asestando desde hace tiempo. 
Los primeros responsables, los culpables son los mismos papis. O sea. No sé si me explico.
Somos nosotros.
Imagino que a estas alturas de la página y sus titulares algún simple habrá pensado: vaya carca, el amigo Reverte, pidiendo el catecismo para los niños.
Pero no estoy hablando de eso.
Cuando lamento que los padres elijan para sus niños Alternativa en lugar de Religión, no añoro doctrina cristiana ni encaje de bolillos teológico. A mi juicio, la asignatura de Religión debería ser un espacio donde a un niño se le dotara de los mecanismos culturales adecuados para comprender el peso y papel de las religiones en el mundo: Islam, budismo, etcétera.
Lo que se trajina. Lo que hay. Y también, naturalmente, el Cristianismo y el peso indudable que la Iglesia Católica, para bien y para mal, ha tenido en veinte siglos de civilización y cultura europea. En las bases de lo que algunos aún llamamos Occidente.
Lo mismo que la cultura clásica, el Renacimiento o la Ilustración: somos Homero, Platón y la Enciclopedia tanto como los Evangelios y la Biblia.
A ver de qué manera van a poder interpretar las claves de esa cultura europea, disfrutarla y aprovecharla, chicos a los que se limita la posibilidad de conocer sus raíces elementales.
Su sedimento de siglos.
Por poner un ejemplo fácil: de qué le sirve a un joven visitar el museo del Prado si desconoce los mitos y personajes que figuran en la mayor parte de los cuadros.
Hagan una prueba. Yo la hice, y todavía me tiemblan las manos.
Pregunten a una docena de chicos de quince años, formados en esa ESO nefasta que nos legaron los infames Maravall y Solana, con la complicidad posterior de tanto idiota y/o cobarde responsable de Educación -que cada uno se adjudique el adjetivo adecuado- y el remate de los analfabetos que legislan desde Bruselas, cómo se tomaba la vida Job, qué lamentaba Jeremías, qué es multiplicar panes y peces o qué efecto produjeron las trompetas de Jericó.
Aunque tampoco crean ustedes que lo de Religión es para tirar cohetes. Que eso garantiza nada. En este mundo descafeinado y edulcorado que ofrecemos a las criaturas, algunos consideran que ya han cumplido con ponerle el Moisés de Disney a los niños.
Los más osados van por ahí, figúrense, por ese registro de perfil bajo: pajaritos y flores en el Edén, Ruth y Booz bailando entre espigas de trigo, José perdonando a los hijoputas de sus hermanos.
Cosas así.
A ver qué profesor tiene huevos, con los papás y los políticos y la sociedad de ahora, a contarles a los niños que Judith degolló a Holofernes tras echarle un polvo, que Noé no habría pasado un control de alcoholemia, que Abraham quiso dar matarile a su nene, o que Sansón, ciego por culpa de un malvado putón verbenero -me sorprende que las ultrafeminatas radicales no hayan exigido todavía borrar tal episodio de la Biblia-, se suicidó llevándose por delante a toda la peña de filisteos y filisteas. Que ésa es otra.Pero bueno. Ni siquiera Disney, oigan.
En lugar de aprender esas y otras cosas apasionantes o divertidas en clase de Religión, los niños van en masa a la de Alternativa, a tocarse las pelotillas -o su correspondiente, las niñas- haciendo manualidades y chorradas. 
Perdiendo el tiempo de forma miserable.
Eso sí: disfraces y fiestas de primavera, de verano, de otoño, de invierno, Halloween y cuanta estupidez se ponga a tiro, no se pierden ni una.
Hasta el pavo de Acción de Gracias empiezan a comer en algunos colegios -que hay que ser gilipollas- aunque los enanos no tengan ni idea de qué agradecer, ni a quién.
Por lo demás, sobre la asignatura de Alternativa puedo citar un ejemplo cercano, certificado: el curso pasado, a una sobrina mía -este año sus padres, agnósticos y de izquierdas, la han apuntado a Religión- le enseñaron a jugar al bingo...

viernes, 14 de diciembre de 2012

EL ASILO DE PETRINJA, de Arturo Pérez Reverte - 10/12/12

Ayer telefoneé a Márquez.
Lo hago de vez en cuando, aunque no con demasiada frecuencia.
Como él.
Son conversaciones breves, casi secas. De pocas palabras y en nuestro viejo tono habitual: cómo estás, capullo, cacho cabrón, etcétera.
Te llamo cuando vaya a Madrid, o hazlo tú cuando pases por Valencia. Todo eso.
Lo de siempre.
A veces nos vemos, comemos juntos -siempre trae en la muñeca el Rolex que le regalé con los derechos de autor de Territorio comanche-.
Y tomamos algo entre viejos rituales: más silencios que palabras.
A veces gotean nombres de amigos muertos mezclados con nombres de amigos vivos: Julio Fuentes, Miguel Gil, los otros que no llegaron a viejos.
Y los que siguen ahí, envejeciendo unos peor que otros, o todos mal.
Los que seguimos.
Ni Márquez ni yo somos de contarnos batallitas.
Hablamos de su crío, al que llamó Arturo. De cómo lo lleva por las mañanas al colegio o pasean juntos frente al mar. De la vida tranquila dedicada a él desde que se jubiló de la tele, de la Betacam, de los hoteles con agujeros, de las carreteras inciertas, de las calles alfombradas con cristales rotos.
De quedarse luego una hora en cuclillas en su habitación en Zagreb, Sarajevo, Bagdad, Beirut, la cámara en el suelo, la espalda contra la pared, las botas manchadas de sangre seca, fumando cigarrillos mientras se le borraban despacio de la retina las imágenes grabadas ese día.
Cuando me cruzo con alguno de los otros viejos colegas y me pregunta por Márquez, si se resignó a vivir como la gente normal, siempre digo lo mismo: «Se habría pegado un tiro, supongo. ¿Qué otra cosa podía hacer él?... Ese puñetero crío le salvó la vida».
Ayer estuvimos hablando por teléfono, como digo. Y no recuerdo bien por qué surgió el nombre de Petrinja.
El asilo, dije.
Ya sabes. Acabaremos todos como los del asilo de Petrinja.
Hubo un silencio. «Te acuerdas, ¿no?», pregunté.
«Cómo no me voy a acordar», gruñó con su voz de carraca vieja.
Eso fue todo.
Luego colgué, y con el teléfono en la mano me quedé pensando. Recordando.
Estoy seguro de que también él se quedó igual.
Desde hace veintiún años, ese nombre nos acompaña como una sombra negra.
Como un aviso.
Hay muchos otros nombres y sombras, por supuesto. Incluso más dramáticos. O sangrientos.
Pero ése siempre fue especial. Y a medida que envejecemos, lo es más.
El 14 de septiembre de 1991, Márquez y yo caminábamos por las calles desiertas de Petrinja, en Croacia. La ciudad había sido evacuada ante el avance de las tropas serbias.
Teníamos hambre, y un rato antes habíamos saqueado los estantes de un supermercado: chocolate, pan duro y latas de conservas.
Al lado había una tienda de ropa con el escaparate roto, y Márquez cogió de allí una corbata de pajarita y se la puso en el cuello sucio de la camisa, bajo su barba de tres días.
Íbamos así, explorando aquello, en la dirección en la que sonaban los tiros, procurando no recortarnos en puertas ni ventanas, atentos a los francotiradores.
Pegados a los edificios porque de vez en cuando caía algo cerca.
Y en ésas, al pasar ante un inmueble grande, oímos un ruido dentro.
Como un gemido.
Entramos a curiosear, encendimos las linternas, y en el sótano encontramos a una docena de personas tumbadas en camillas y en el suelo.
Era el asilo de ancianos; y los cuidadores, al huir de los serbios, habían abandonado allí a los inválidos.
Los pobres viejos llevaban tres días sin agua ni comida, entre el zumbido de las moscas y el hedor de sus propios excrementos.
Un par de ellos estaban muertos; y el resto, cerca de estarlo.
Gemían y lloraban aterrorizados, y cuando sonaba alguna bomba cerca chillaban enloquecidos de terror.
Suplicándonos.
Nada podíamos hacer por ellos, así que encendimos el flash y los grabamos a todos para el telediario de las nueve, para que el siempre sonriente Javier Solana, fino negociador comunitario, pudiera salir luego diciendo en Bruselas que todo estaba controlado en los Balcanes, que en el fondo los serbios eran buenos chicos y que las negociaciones de paz iban de puta madre.
Trabajamos así durante diez minutos, sin hablar ni mirarnos el uno al otro.
Luego dejamos en las camillas toda la comida y el agua que teníamos y nos largamos de allí sin hacer comentarios.
Antes de salir a la calle vimos otro muerto: una bomba había arrancado la pared, y frente al agujero estaba un cadáver sentado en una silla y cubierto de polvo gris. Nos detuvimos a grabarlo -era un abuelete como los otros, y la bomba lo había matado cuando se ataba los zapatos para escapar- y discutimos un poco porque yo le dije a Márquez que le grabara la cara y él dijo que prefería grabarlo de espaldas.
«Que te den por saco», zanjó.
Ésas fueron las únicas palabras que Márquez y yo pronunciamos en el asilo de Petrinja.

jueves, 13 de diciembre de 2012

AQUÉLLA HISPANIA CAÑÍ, de Arturo Pérez Reverte - 3/12/12

Imposible no sonreír, al principio, y que luego se te vaya helando la sonrisa.
Estás una tarde de lluvia dándole un repaso a la Historia Romana de Apiano; y cuando te metes en el libro Sobre Iberia, empiezas, como digo, sonriendo al leer aquello de «a la que algunos llaman ahora Hispania en vez de Iberia», y piensas que no iría mal a ciertos oportunistas y analfabetos, los que sostienen que la palabra España es concepto discutido y discutible, leer al amigo Apiano y enterarse de que los romanos ya nos llamaban así en el siglo II, cuando los emperadores Trajano y Adriano; que, para más recochineo, nacieron en esa Hispania que ahora dicen que nunca existió.
Y si algo queda claro leyendo a Apiano o a cualquiera de sus colegas, es que España ya era entonces cualquier cosa menos discutible.
No sólo por razones geográficas y administrativas, sino por la peña que la poblaba: nuestros paisanos de entonces, que tanto recuerdan a los de ahora.
Sus maneras familiares e inequívocas, a poco que te fijes.
Si algo hemos sido aquí toda la vida es indiscutidos de pata negra.
Indiscutibles hasta el disparate.
Y es que lees y te tronchas. Con risa más bien desesperada, claro. Horrorizándote al mismo tiempo.
Sobre Iberia abunda en ejemplos.
Ese romano que llega muy sobrado con la toga, las legiones y los planos del acueducto bajo el brazo y pregunta: oigan, ¿con quién hay que hablar aquí?
Pero no se aclara mucho, así que pacta con la tribu de los moragos -vamos a inventar nombres-, que son los primeros que se topa.
Pero resulta que los moragos son vecinos de los berrendos, que odian a los moragos porque les pisan los sembrados y sus mujeres son más guapas. Así que los berrendos se niegan a pactar con Roma, más que nada por joder a los moragos.
Mientras tanto, los castucios, cuyas minas de plata son codiciadas por todos, se llevan mal con los berrendos y los moragos. Y en vez de unirse los tres y darle de hostias al cónsul Flavio Vitorio y a sus legionarios, cada uno va a su aire, con lo que al final allí no manda nadie y todo es un carajal.
Así que el tal Vitorio se cabrea; y como no hay modo de ponerlos de acuerdo, pasa a cuchillo a los castucios y a los berrendos, de momento, y vende a sus mujeres y niños como esclavos, para gran gozo de los moragos; que a su vez, secretamente, negocian con los cartagineses por si acaso.
Pero resulta que de la anterior matanza escaparon unos cuantos, que se echan al monte mandados por un jefe llamado Turulato. Y el tal Turulato se dedica a sabotear acueductos y cosas así, de manera que destituyen en Roma a Flavio Vitorio y mandan al nuevo cónsul Marco Luchino, que pacta con Turulato. Entonces los moragos, mosqueados por el éxito de Turulato, se sublevan contra Roma y resisten en la ciudad de Cojoncia, donde antes que rendirse se suicidan todos heroicamente.
El compadre Luchino se las promete felices y sigue con el acueducto, pero hete aquí que otro pueblo de allende el Betis, los lepencios, se subleva porque ese año no llueve y culpa de eso a Roma.
El cónsul Luchino, que va conociendo el percal, convoca a los lepencios para negociar, prometiéndoles todo, y cuando están juntos los degüella a mansalva y vende como esclavos, etcétera.
A ver si acabamos el acueducto de una puta vez, dice.
Pero de la matanza escapan varios lepencios con sus familias, así que vuelta a empezar.
Y cuando a éstos rebeldes los acorralan en la ciudad de Ayamontesia y se suicidan todos y parece que al fin la cosa funciona, Turulato, que se aburre de pactar y quiere un estatuto asimétrico para Lusitania, se subleva otra vez.
Y al agotado Luchino le da un ataque de nervios horroroso y lo sustituye el cónsul Voreno Claro, que soborna a los fieles capitanes de Turulato; y éstos le dan a su jefe setenta y ocho puñaladas mientras asiste a una corrida de toros en Rondis. Después, el cónsul Claro, que cada vez lo tiene más claro, convoca a los fieles capitanes que se cargaron a Turulato, los pasa a cuchillo y a sus familias las vende, etcétera.
Pero en ésas se le sublevan los quelonios, tribu de aquende el Miño.
Así que el cónsul los extermina, se suicidan, los vende y tal.
Y justo cuando acaba, se amotinan los malagones, en la otra punta de Hispania.
Y al cónsul Claro lo sustituyen por el cónsul Cayo Siniestro.
Y entonces…
¿Discutida y discutible? Venga ya.
España es tan añeja y auténtica como esta cita de Sobre Iberia referida a un rebelde hispano vencido por Pompeyo y enviado a Roma como esclavo con su gente: «La arrogancia de estos bandidos era tan grande, que ninguno soportó la esclavitud, sino que unos se dieron muerte a sí mismos, otros mataron a sus compradores y otros perforaron las naves durante la travesía».
Y es que llevamos dos mil años siendo los mismos. O casi.
Con el acueducto sin terminar…

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