lunes, 27 de mayo de 2013

UN CURA, UN GUARDIA, UNOS MINISTROS, de Arturo Pérez Reverte - 27/5/13

En un solo día he vivido tres situaciones aparentemente inconexas entre sí, pero cuya consideración hace pensar que tal vez no lo sean tanto.
Me refiero a lo de inconexas.
Una de ellas se produjo en misa, pero tranquilícense: no es que me haya caído del caballo y visto la luz. Al menos, de momento.
Se trata de la misa que, en el convento de las Trinitarias de Madrid, la Real Academia Española celebra cada año, por tradición secular, en memoria del buen don Miguel de Cervantes y los académicos fallecidos ese año.
Tocaba éste, con mucha tristeza por nuestra parte, recordar a Antonio Mingote y a José Luis Sampedro, y allí fuimos los compañeros, conscientes de las paradojas de la vida: una misa por el bondadoso y escéptico Mingote y, caso todavía más insólito, por el republicanísimo y ateo Sampedro.
Pero la vida tiene esas piruetas y algunas otras.
Una, por ejemplo, fue el Evangelio leído por un sacerdote durante el oficio, en una versión puesta al día que nos hizo mirarnos unos a otros con estupor.
Se trataba de la parábola de los siervos y las minas, o talentos; y el páter, en un patético intento por actualizar la cosa, y sin reparar mucho en la resabiada audiencia que ese día tenía en plan feligrés, no habló de talentos o minas - el evangelista Lucas utiliza el término griego mina, cien dracmas áticas o denarios, que no era mucho dinero - sino de millones, nada menos.
El señor repartió a sus siervos tantos millones, dijo.
O leyó.
«Muy oportuno y actual…», se choteó por lo bajini Luis Mateo Díez, que estaba cerca de mí.
«Y luego se extrañan de perder clientela…», apuntó con frialdad científica José Manuel Sánchez Ron.
La otra situación se dio más tarde, en los complicados semáforos de la plaza de Colón; cuando, en un momento de confuso tráfico y embotellamiento, pasé deliberadamente un semáforo en rojo, despacio, para facilitar el paso a los que venían detrás y situarme en el semáforo siguiente, tres metros más allá y a la izquierda.
La maniobra fue advertida por un policía municipal que, exasperado, intentaba organizar lo imposible.
Yo llevaba la ventanilla abierta, así que cuando pasé a su lado pude escuchar con toda claridad su:
«¿Qué pasa? ¿No has visto el semáforo, o qué?», dicho con unos malos modos y un desabrimiento inadmisibles en agentes de la autoridad municipal; quienes, hasta para multar por la más descarada infracción, deberían dirigirse siempre a cualquier ciudadano tocándose la visera, con el debido respeto y con personal decoro.
Añado a esto que el agente de mi semáforo, sin duda porque estaba pasando mal rato con el tráfico, llevaba la ropa en desorden, el cuello despechugado, la gorra echada para atrás y necesitaba un afeitado urgente.
Así que, decidido a pagar las multas que hicieran falta, pero no a tolerar groserías, detuve el coche y respondí:
«Tiene usted razón, pero ¿por qué me tutea?».
Pasó al usted en el acto, tuvo los reflejos de responder:
«No oigo lo que me dice, señor», y me ordenó que siguiera adelante y no me quedara allí.
Por la noche, al llegar a casa, puse un rato la tele y me vi frente a la tercera situación: un par de ministros retorciendo de manera abyecta la lengua española, de la que parecían ignorar los más elementales recursos - ministros del Gobierno de España, insisto -, para enumerar, sin que se les notara mucho lo siniestro, nuevos expolios, exacciones y vilezas.
Para justificar una vez más su incompetencia, sus medias verdades, sus promesas incumplidas, los embustes encadenados con que disimulan su parálisis unos gobernantes enrocados en los privilegios de su puerca casta, sin el menor ánimo de renovación o cambio real; una dictadura fiscal gobernada por una pantalla de plasma, cuya única baza para mantenerse en el poder es la que le regala, sin mérito y por la cara, la inexistencia de una oposición eficaz o al menos respetable; la mediocre estupidez de una clase política que en su mayor parte, sin distinción de siglas, es egoísta, inculta, grosera.
Pero ojo. Todo eso lo es en sintonía con el ambiente general de esta España en la que trincan y medran.
Con lo que pide la peña en este lugar indecoroso donde los policías tutean en los semáforos, los políticos ignoran la sintaxis, y los curas torpes, olvidando que sin distancia no hay mito que sobreviva, convierten los talentos en millones y las arcas de la parábola en bancos con cajero automático.
Y en manos de unos y otros, en este infame compadreo que no pretende igualdad de oportunidades para que todos lleguen a donde merezcan llegar, sino rebajarlo todo al triste nivel de los más zafios y tarugos, nos vamos despacio, inexorablemente, a la mismísima mierda.

viernes, 24 de mayo de 2013

UNA HISTORIA DE ESPAÑA II, de Arturo Pérez Reverte - 20/5/13

Como íbamos diciendo, griegos y fenicios se asomaron a las costas de Hispania, echaron un vistazo al personal del interior - si nos vemos ahora, imagínennos entonces en Villailergete del Arévaco, con nuestras boinas, garrotas, falcatas y demás - y dijeron: pues va a ser que no, gracias, nos quedamos aquí en la playa, turisteando con las minas y las factorías comerciales, y lo de dentro que lo colonice mi prima, si tiene huevos.
Y los huevos, o parte, los tuvieron unos fulanos que, en efecto, eran primos de los fenicios - «Venid, que lo tenéis fácil», dijeron éstos aguantándose la risa- y se llamaban cartagineses porque vivían a dos pasos, en Cartago, hoy Túnez o por allí.
Y bueno.
Llegaron los cartagineses muy sobrados a fundar ciudades: Ibiza, Cartagena y Barcelona -esta última lo fue por Amílcar Barça, creador también del equipo de fútbol que lleva su apellido y de la famosa frase Cartago is not Roma -
Hubo, de entrada, un poquito de bronca con algunos caudillos celtíberos (socios del Madrid según Estrabón, lo que puede explicarlo todo) llamados Istolacio, Indortes y Orisón, entre otros, que fueron debidamente masacrados y crucificados; entre otras cosas, porque allí cada uno iba a su aire, o se aliaba con los cartagineses el tiempo necesario para reventar a la tribu vecina, y luego si te he visto no me acuerdo (me parece que eso es Polibio quien lo dice).
Así que los de Cartago destruyeron unas cuantas ciudades: Belchite -que se llamaba Hélice- y Sagunto, que era próspera que te rilas.
La pega estuvo en que Sagunto, antigua colonia griega, también era aliada de los romanos: unos pavos que por aquel entonces (siglo III antes de Cristo, echen cuentas) empezaban a montárselo de gallitos en el Mediterráneo.
Y claro.
Se lió una pajarraca notable, con guerra y tal.
Encima, para agravar la cosa, el nieto de Amílcar, que se llamaba Aníbal y era tuerto, no podía ver a Roma ni por el ojo sano, o sea, ni en fotos, porque de pequeño lo habían obligado a zamparse Quo Vadis en la tele cada Semana Santa, y acabó, la criatura, jurando odio eterno a los romanos.
Así que tras desparramar Sagunto, reunió un ejército que daba miedo verlo, con númidas, elefantes y crueles catapultas que arrojaban películas de Pajares y Esteso. Además, bajo el lema Vente con Aníbal, Pepe, alistó a 30.000 mercenarios celtíberos, cruzó los Alpes - ésa fue la primera mano de obra española cualificada que salió al extranjero - y se paseó por Italia dando estiba a diestro y siniestro.
El punto chulo de la cosa es que, gracias al tuerto, nuestros honderos baleares, jinetes y acuchilladores varios, precursores de los tercios de Flandes y de la selección española, participaron en todas las sobas que Aníbal dio a los de Roma en su propia casa, que fueron unas cuantas: Tesino, Trebia, Trasimeno y la final de copa en Cannas, la más vistosa de todas, donde palmaron 50.000 enemigos, romano más, romano menos.
La faena fue que luego, en vez de seguir todo derecho hasta Roma por la vía Apia y rematar la faena, Aníbal y sus huestes, hispanos incluidos, se quedaron por allí dedicados al vicio, la molicie, las romanas caprichosas, las costumbres licenciosas y otras rimas procelosas.
Y mientras ellos se tiraban a la bartola, o a la Bartola, según, un general enemigo llamado Escipión desembarcó astutamente en España a la hora de la siesta, pillándolos por la retaguardia.
Luego conquistó Cartagena y acabó poniéndole al tuerto los pavos a la sombra; hasta que éste, retirado al norte de África, fue derrotado en la batalla de Zama, donde se suicidó para no caer en manos enemigas, por vergüenza torera, ahorrándose así salir en el telediario con los carpetanos, los cántabros y los mastienos que antes lo aplaudían como locos cuando ganaba batallas, amontonados ahora ante el juzgado - actitudes ambas típicamente celtíberas - llamándolo cobarde y chorizo.
El caso es que Cartago quedó hecho una piltrafa, y Roma se calzó Hispania entera.
Sin saber, claro, dónde se metía.
Porque si la Galia, con toda su vitola irreductible de Astérix, Obélix y demás, Julio César la conquistó en nueve años, para España los romanos necesitaron doscientos.
Calculen la risa.
Y el arte.
Pero es normal.
Aquí nunca hubo patria, sino jefes (lo dice Plutarco en la biografía de Sertorio).
Uno en cada puto pueblo: Indíbil, Mandonio, Viriato.
Y claro.
A semejante peña había que ir dándole matarile uno por uno.
Y eso, incluso para gente organizada como los romanos, lleva su tiempo.

UNA HISTORIA DE ESPAÑA I, de Arturo Pérez Reverte - 6/5/13

Erase una vez una piel de toro con forma de España -llamada Ishapan: tierra de buenos conejos :-), les juro que la palabra significaba eso-, habitada por un centenar de tribus, cada una de las cuales tenía su lengua, e iba a su rollo.
Es más: procuraban destriparse a la menor ocasión, y sólo se unían entre sí para reventar al vecino que (a) era más débil, (b) destacaba por tener las mejores cosechas o ganados, o (c) tenía las mujeres más guapas, los hombres más apuestos y las chozas más lujosas.
Fueras cántabro, astur, bastetano, mastieno, ilergete o lo que se terciara, que te fueran bien las cosas era suficiente para que se juntaran unas cuantas tribus y te pasaran por la piedra, o por el bronce, o por el hierro, según la época prehistórica que tocara.
Envidia y mala leche al cincuenta por ciento (véanse carbono 14 y pruebas genéticas de ADN).
El caso es que así, en plan general, toda esa pandilla de hijos de puta, tan prolífica a largo plazo, podía clasificarse en dos grandes grupos étnicos: iberos y celtas.
Los primeros eran bajitos, morenos, y tenían más suerte con el sol, las minas, la agricultura, las playas, el turismo fenicio y griego, y otros factores económicos interesantes (véanse folletos de viajes de la época).
Los celtas, por su parte, eran rubios, ligeramente más bestias y a menudo más pobres, cosa que resolvían haciendo incursiones en las tierras del sur, más que nada para estrechar lazos con las íberas; que aunque menos exuberantes que las rubias de arriba, tenían su puntito meridional y su morbo cañí (véase Dama de Elche).
Los íberos, claro, solían tomarlo a mal, y a menudo devolvían la visita.
Así que cuando no estaban descuartizándose en su propia casa, íberos y celtas se la liaban parda unos a otros, sin complejos ni complejas.
Facilitaba mucho el método una espada genuinamente aborigen llamada falcata: prodigio de herramienta forjada en hierro (véase Diodoro de Sicilia, que la califica de magnífica), que cortaba como hoja de afeitar y que, cual era de esperar en manos adecuadas, deparó a íberos, celtas y resto de la peña, apasionantes terapias de grupo y bonitos experimentos colectivos de cirugía en vivo y en directo.
Ayudaba mucho que, como entonces la península estaba tan llena de bosques que una ardilla podía recorrerla saltando de árbol en árbol, todas aquellas ruidosas incursiones, destripamientos con falcata y demás actos sociales podían hacerse a la sombra, y eso facilitaba las cosas.
Y las ganas.
Animaba mucho, vamos.
De cualquier modo, hay que reconocer que en el arte de picar carne propia o ajena, tanto íberos como celtas, y luego esos celtíberos resultado de tantas incursiones románticas piel de toro arriba o piel de toro abajo, eran auténticos virtuosos.
Feroces y valientes hasta el disparate (véanse el No-do de entonces y los telediarios de Teleturdetania), la vida propia o ajena les importaba literalmente un carajo; morían matando cuando los derrotaban y cantando cuando los crucificaban, se suicidaban en masa cuando palmaba el jefe de la tribu o perdía su equipo de fútbol, y las señoras eran de armas tomar.
O sea. Si eras enemigo y caías vivo en sus manos, más te valía no caer.
Y si además aquellas angelicales criaturas de ambos sexos acababan de trasegar unas litronas de caelia - cerveza de la época, como la San Miguel o la Cruzcampo, pero en basto -, ya ni te cuento.
Imaginen los botellones que liaban mis primos.
Y primas.
Que en lo religioso, por cierto, a falta todavía de monseñores que pastoreasen sus almas prohibiéndoles la coyunda, el preservativo y el aborto, y a falta también del bañador de Falete y de Sálvame para babear en grupo, rendían culto a los ríos -de ahí procede el refrán celtíbero de perdidos, al río-, las montañas, los bosques, la luna y otros etcéteras.
Y éste era, siglo arriba o siglo abajo, el panorama de la tierra de conejos cuando, sobre unos 800 años antes de que el Espíritu Santo en forma de paloma visitara a la Virgen María, unos marinos y mercaderes con cara de pirata llamados fenicios, llegaron por el Mediterráneo trayendo dos cosas que en España tendrían desigual prestigio y fortuna: el dinero -la que más- y el alfabeto - la que menos -.
También fueron los fenicios quienes inventaron la burbuja inmobiliaria adquiriendo propiedades en la costa, adelantándose a los jubilados anglosajones y a los simpáticos mafiosos rusos que bailan los pajaritos en Benidorm.
Pero de los fenicios, de los griegos y de otra gente parecida, hablaremos en un próximo capítulo.
O no.

SOPHÍA LOREN, JOHN LE CARRÉ, MORTADELO, de Arturo Pérez Reverte - 29/4/13

Hace sol, es primavera y la cuesta Moyano está espléndida.
Transcurre uno de esos días azules y luminosos de Madrid, que son paisaje perfecto para las casetas con sus tenderetes afuera, los compradores que curiosean, los montones de libros viejos y de segunda mano esperando que alguien los rescate del olvido, para devolverles la libertad y la vida.
Camino despacio, con ojos atentos y cautela de cazador. Pese a que miro más que toco, tengo ya los dedos polvorientos de muchos libros, las gafas para leer de cerca siempre a mano, a fin de comprobar un autor, un título, una fecha de edición.
De mi hombro izquierdo cuelga la mochila donde llevo el botín de la jornada: una primera edición de las Memorias de César González Ruano, el Epistolario de Luisa de Carvajal y Mendoza, un libro sobre Gracián y la novela de David Divine, publicada en la antigua colección policíaca de la editorial Plaza, en que se basó la película homónima “La sirena y el delfín”; aquella buena historia de arqueólogos buceadores en Grecia, con Alan Ladd y Clifton Webb, que a todos los niños varones de mi generación dejó estupefactos al ver salir del agua, en las primeras secuencias, a Sophia Loren con la blusa gloriosamente mojada.
Lo de la estupefacción incluye, por cierto, a Javier Marías; que en materia de señoras de cine, e incluso sin cine de por medio, suele ser muy poco británico.
Contemplo con melancolía una de mis novelas, puesta allí a la venta. Es una quinta edición de “La carta esférica”, ajada por el uso; y verla me hace pensar, de nuevo, que una librería de viejo es, entre otras cosas interesantes, una buena cura de humildad para cualquiera.

A alguien no le gustó tu libro, o una vez leído lo regaló a quien no llegó a apreciarlo como él; o tal vez las vueltas y revueltas de la vida, traslados, necesidades, fallecimientos, dieron con ese ejemplar, entre otros restos de naufragios, en el lugar donde ahora está.
El precio es lo que más llama tu atención: seis euros, la tercera o cuarta parte de lo que cuesta en librerías.
Junto a él hay otros - eso alivia un poco tu amor propio lastimado - todavía más baratos: tres euros, con oferta de dos por cinco euros.
Y no son malos títulos.
Con un vistazo rápido localizas cosas de John le Carré, una Regenta, el Gran Hotel de Vicky Baum, El Gatopardo y la estupenda novela náutico-aventurera “El cazador de barcos”. Echando cuentas, compruebas que por lo que cuestan un par de desayunos en una cafetería de Madrid, puedes irte de aquí con tres o cuatro buenos libros en el zurrón.
O con más.
Para que luego diga la peña que no lee porque los libros son caros. Que por eso prefiere babear ante la tele, pendiente del bañador de Falete.
Sin embargo, pese al día magnífico y los precios razonables, pocos frecuentan este lugar privilegiado.
Por eso alegra la mañana que unos profesores de primaria - dos mujeres y un hombre, maestros que lo reconcilian a uno con la profesión más hermosa y útil del mundo - pastoreen por el lugar a una veintena de críos de seis o siete años.
Van en doble fila, niños y niñas, cogidos de la mano.
Supongo que vienen del Prado o del Reina Sofía, y que el autobús de vuelta al colegio aguarda junto a la verja del Retiro. Pero, en vez de pasar de largo calle arriba, los maestros se detienen a explicar a los niños qué lugar es éste, qué son libros de viejo, y cómo allí se pueden comprar obras muy baratas.
Historias interesantes, apunta una maestra.
Cosas que seguramente no encontraréis en casa ni en la tele.
Me quedo en las inmediaciones, atento a lo que dicen.
La mayor parte de los pequeños cabroncetes miran distraídos a todos lados, se impacientan.
Otros atienden muy serios.
Acabada la explicación, los profesores conducen al grupo calle arriba, vigilando que no haya rezagados.
La última caseta está especializada en historietas y cómics, y tiene expuestos álbumes de Tintín, de Astérix, de Mortadelo y Filemón.
El grupo de niños se aleja con sus profes, pero dos de ellos se quedan atrás, atraídos por ese último puesto.
Uno es rubio y otro mulato, o magrebí.
Me paro junto a ellos, observándolos.
Miran lo expuesto sin atreverse a tocarlo, pese a la sonrisa benévola del librero.
En ese momento, al ver que se han quedado atrás, el maestro viene hacia ellos.
Creo que va a reprenderlos, pero me equivoco.
Se queda a poca distancia, paciente, sin meterles prisa.
Tras un instante su mirada se encuentra con la mía y la del librero, y sonreímos los tres como intercambiando un signo masónico de solidaridad y esperanza.
Y en ese momento, como si acabara de intuir lo que ocurre entre los tres adultos, el niño rubio pasa el brazo, en ademán de camaradería, sobre los hombros de su compañero.

viernes, 3 de mayo de 2013

RECORDANDO KRASNY BOR, de Arturo Pérez Reverte - 22/4/13

Mi abuelo paterno, que era uno de esos republicanos de antes, cultos, viajados y con biblioteca, escéptico como todo hombre sabio, solía repetir una frase que yo, de pequeño, no alcanzaba a penetrar del todo: 
«Los españoles sólo servimos para salir en los cuadros de Goya».
No fue sino más tarde, cuando leí libros, viajé y me familiaricé con cuadros como los del 2 de Mayo en Madrid o el Duelo a garrotazos, cuando comprendí a qué se refería mi abuelo, y por qué, entre todos los pintores españoles, utilizaba a Goya como clave lúcida.
Como amarga referencia.Hace unas semanas hice un experimento.
Se cumplían 70 años de la batalla de Krasny Bor, cerca de Leningrado, donde 5.000 españoles de la División Azul encajaron el ataque de dos divisiones soviéticas integradas por 44.000 hombres y 100 carros de combate: una compañía aniquilada, varias diezmadas, oficiales pidiendo fuego artillero sobre su propia posición por estar inundados de rusos. Abandonados a su suerte, durante todo el día pelearon como fieras, a la desesperada.
Casi la mitad murieron o desaparecieron, pero frenaron a los rusos, les hicieron 10.000 bajas y obtuvieron de Hitler este comentario: 
«Extraordinariamente duros para las privaciones y ferozmente indisciplinados».
Y, bueno.
Tales son los hechos y así los conté en la red social Twitter, donde recalo algunos domingos, añadiendo que entre los divisionarios no todos eran voluntarios falangistas, pues también había ex combatientes republicanos y gente que se alistó por hambre, o para ayudar a algún familiar encarcelado o en desgracia.
Añadí que la causa que defendían era infame, pero eso no alteraba el hecho básico: eran compatriotas, estaban en el infierno y pelearon con bravura admirable.
«Quienes nos gobiernan deberían prestar atención a esas cosas -escribí-. La Historia ha probado mil veces que no hay nada más peligroso que un español acorralado».
Lo interesante vino luego: tres mil opiniones de tuiteros.
Yo había mencionado un hecho histórico, destacando un coraje y una tenacidad independientes de tiempos o ideologías.
Algo que ocurrió y que está -debería estar- en los libros de Historia por las mismas razones que la toma de Tenochtilán, el saco de Roma o la liberación de París por los republicanos españoles de la Nueve.
Y sin embargo, no pueden imaginar la que se lió en Twitter: los insultos y descalificaciones entre quienes discutían. Algunos me incluyeron, claro.
Eso fue lo más revelador: ultraderechistas acusándome de rojo por haber calificado de infame la causa que la División Azul defendía en Rusia, y ultraizquierdistas acusándome de facha por hablar de la División Azul en vez de sepultarla en el negro olvido.
Y entre unos y otros, docenas de tuiteros tirándose los trastos a la cabeza con argumentos ideológicos, orillando el hecho principal: el episodio histórico, su épica objetiva y su interesante consideración.
La Historia, en fin, que no es buena ni mala, sino llave para comprender el pasado y el presente.
Y a veces, para prever el futuro.
Así que una vez más recordé las palabras de mi abuelo.
Pensé en Goya.
En ese cable suelto que los españoles llevamos sumergido en bilis en algún lugar del corazón.
En ese rencor cainita, desaforado, siempre dispuesto a simplificar el mundo en un estúpido nosotros y ellos.
En esa necesidad nuestra, no de vencer y convencer, sino de vencer y exterminar al vencido. Borrar hasta su huella.
Fusilar al que levanta las manos, en vez de ofrecerle un pitillo y mirarlo a los ojos.
Prueben a elogiar en público el valor de moros y cristianos en Las Navas, o el de republicanos y nacionales en El Ebro. Saltarán voces criticando la igualdad de trato, la falta de etiqueta diferencial, la ecuanimidad ante el valor y el sacrificio, como si éstos tuvieran que depender de ideologías para ser admirables.
Nadie puede ser admirable si no pertenece a mi bando, es la lectura final.
Esto repugna y entristece, porque no es de ahora.
Pese a lo que afirman los tontos, no lo inventó Franco, ni la República: viajemos a la Dictadura, a las guerras carlistas, a Fernando VII, a la Inquisición.
En pocos lugares de Europa hubo tanta saña y tanta vileza.
Mientras en otros países -también en eso envidio a Inglaterra- la inteligencia o el valor del adversario son a menudo motivo de admiración y respeto, en España no hacen sino aumentar la envidia; la ira de quien, una vez dueño de la trinchera, remata la faena con toda clase de vejaciones introductorias al tiro en la nuca.
Tiro que, por otra parte, aplica con más entusiasmo quien nunca corrió riesgos antes.
Quien más lejos anduvo, durante el combate, del verdadero campo de batalla.

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