lunes, 30 de diciembre de 2013

CHORRA, (Tango 1982) Letra y música de Enrique Santos Discépolo

Por ser bueno, me pusiste a la miseria,
me dejaste en la palmera, me afanaste hasta el color.
En seis meses me comiste el mercadito,
la casiya de la feria, la ganchera, el mostrador...
¡Chorra!... Me robaste hasta el amor...
Ahura, tanto me asusta una mina,
que si en la calle me afila me pongo al lao del botón.
¡Lo que más bronca me da, es haber sido tan gil!

Si hace un mes me desayuno con lo qu' he sabido ayer,
no er'a mí que me cachaban tus rebusques de mujer...
Hoy me entero que tu mama "noble viuda de un guerrero",
¡es la chorra de más fama que ha pisao la treinta y tres!
Y he sabido que el "guerrero" que murió lleno de honor,
ni murió ni fue guerrero como m'engrupiste vos.
¡Está en cana prontuariado como agente 'e la camorra,
profesor de cachiporra, malandrín y estafador!

Entre todos me pelaron con la cero,
tu silueta fue el anzuelo donde yo me fui a ensartar.
Se tragaron vos, "la viuda" y "el guerrero"
lo que me costó diez años de paciencia y de yugar...
¡Chorros! Vos, tu vieja y tu papá,
¡Guarda! Cuidensé porque anda suelta,
si los cacha los da vuelta, no les da tiempo a rajar.
¡Lo que más bronca me da, es haber estao tan gil!

YIRA YIRA, (Tango 1930) Letra y música de Enrique Santos Discépolo

Cuando la suerte qu' es grela,
fayando y fayando te largue parao;
cuando estés bien en la vía,
sin rumbo, desesperao;
cuando no tengas ni fe, ni yerba de ayer
secándose al sol;
cuando rajés los tamangos buscando ese mango
que te haga morfar...
la indiferencia del mundo -que es sordo y es mudo-
recién sentirás.

Verás que todo el mentira, verás que nada es amor,
que al mundo nada le importa...
¡Yira!... ¡Yira!...
Aunque te quiebre la vida, aunque te muerda un dolor,
no esperes nunca una ayuda, ni una mano, ni un favor.

Cuando estén secas las pilas de todos los timbres
que vos apretás,
buscando un pecho fraterno
para morir abrazao...
Cuando te dejen tirao después de cinchar
lo mismo que a mí.
Cuando manyés que a tu lado se prueban la ropa
que vas a dejar...
Te acordarás de este otario que un día, cansado,
¡se puso a ladrar!

CAFETÍN DE BUENOS AIRES, (Tango 1948) Letra de Enrique Santos Discépolo - Música de Mariano Mores

De chiquilín te miraba de afuera
como a esas cosas que nunca se alcanzan...
La ñata contra el vidrio, en un azul de frío,
que sólo fue después viviendo igual al mío...
Como una escuela de todas las cosas,
ya de muchacho me diste entre asombros:
el cigarrillo, la fe en mis sueños
y una esperanza de amor.

Cómo olvidarte en esta queja, cafetín de Buenos Aires,
si sos lo único en la vida que se pareció a mi vieja...
En tu mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas,
yo aprendí filosofía... dados... timba...
y la poesía cruel de no pensar más en mí.

Me diste en oro un puñado de amigos,
que son los mismos que alientan mis horas:
(José, el de la quimera, Marcial, que aún cree y espera,
y el flaco Abel que se nos fue pero aún me guía....)
Sobre tus mesas que nunca preguntan
lloré una tarde el primer desengaño,
nací a las penas, bebí mis años
y me entregué sin luchar.

CAMBALACHE, Letra y música de Enrique Santos Discépolo (Tango, 1934)

Que el mundo fue y será una porquería ya lo sé...
(¡En el quinientos seis y en el dos mil también!).
Que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos,
contentos y amargaos, valores y dublé...
Pero que el siglo veinte es un despliegue
de maldá insolente, ya no hay quien lo niegue.
Vivimos revolcaos en un merengue
y en un mismo lodo todos manoseaos...
¡Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor!...
¡Ignorante, sabio o chorro, generoso o estafador!
¡Todo es igual! ¡Nada es mejor!
¡Lo mismo un burro que un gran profesor!
No hay aplazaos ni escalafón, los inmorales nos han igualao.

Si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición,
¡da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos,
caradura o polizón!...

¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón!
¡Cualquiera es un señor! ¡Cualquiera es un ladrón!
Mezclao con Stavisky va Don Bosco y "La Mignón",
Don Chicho y Napoleón, Carnera y San Martín...
Igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches
se ha mezclao la vida, y herida por un sable sin remaches
ves llorar la Biblia contra un calefón...

¡Siglo veinte, cambalache problemático y febril!...
El que no llora no mama y el que no afana es un gil!
¡Dale nomás! ¡Dale que va! 
¡Que allá en el horno nos vamo a encontrar!

¡No pienses más, sentate a un lao,
que a nadie importa si naciste honrao!
Es lo mismo el que labura noche y día como un buey,
que el que vive de los otros, que el que mata, 
que el que cura o está fuera de la ley...

UNA HISTORIA DE ESPAÑA XVI, de Arturo Pérez Reverte - 30/12/13

Eran jóvenes, guapos y listos.
Me refiero a Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los llamados Reyes Católicos. Los de la tele.
Sobre todo, listos.
Ella era de las que muerden con la boquita cerrada.
Lo había demostrado en la guerra contra los partidarios de su sobrina Juana la Beltraneja - apoyada por el rey de Portugal -, a la que repetidas veces le jugó la del chino.
Él, trayendo en la maleta el fino encaje de bolillos que en el Mediterráneo occidental hacía ya imparable la expansión política, económica y comercial catalano-aragonesa.
La alianza de esos dos jovenzuelos, que nos salieron de armas tomar, tiene, naturalmente, puntitos románticos; pero lo que fue, sobre todo, es un matrimonio de conveniencia: una gigantesca operación política que, aunque no fuera tan ambicioso el propósito final, en pocas décadas iba a acabar situando a España como primera potencia mundial, gracias a diversos factores que coincidieron en el espacio y el tiempo: inteligencia, valor, pragmatismo, tenacidad y mucha suerte; aunque lo de la suerte, con el paso de los años, terminara volviéndose - de tanta como fue - contra el teórico beneficiado. O sea, contra los españoles de a pie; que, a la larga, de beneficio obtuvimos poco y pagamos, como solemos, los gastos de la verbena.
Sin embargo, en aquel final del siglo XV todo era posible. Todo estaba aún por estrenar (como la Guardia Civil, por ejemplo, que tiene su origen remoto en las cuadrillas de la Santa Hermandad, creada entonces para combatir el bandolerismo rural; o la Gramática de la lengua castellana de Antonio de Nebrija, que fue la primera que se hizo en el mundo sobre una lengua vulgar, de uso popular, y a la que aguardaba un espléndido futuro).
El caso, volviendo a nuestros jovencitos monarcas, es que, simplificando un poco, podríamos decir que el de Isabel y Fernando fue un matrimonio con separación de bienes.
Tú a Boston y yo a California. Ella seguía siendo dueña de Castilla; y él, de Aragón.
Los otros bienes, los gananciales, llegaron a partir de ahí, abundantes y en cascada, con un reinado que iba a acabar la Reconquista mediante la toma de Granada, a ensanchar los horizontes de la Humanidad con el descubrimiento de América, y a asentarnos, consecuencia de todo aquello, como potencia hegemónica indiscutible en los destinos del mundo durante un siglo y medio. Que tiene tela.
Con lo cual resultó que España, ya entendida como nación - con sus zurcidos, sus errores y sus goteras que llegan hasta hoy, incluida la apropiación ideológica y fraudulenta de esa interesante etapa por el franquismo -, fue el primer Estado moderno que se creó en Europa, casi un siglo por delante de los otros.
Una Europa a la que no tardarían los peligrosos españoles en tener bien agarrada por los huevos (permítanme la delicada perífrasis), y cuyos estados se formaron, en buena parte, para defenderse de ellos. Pero eso vino más tarde.
Al principio, Isabel y Fernando se dedicaron a romperle el espinazo a los nobles que iban a su rollo, demoliéndoles castillos y dándoles leña hasta en el deneí.
En Castilla la cosa funcionó, y aquellos zampabollos y mangantes mal acostumbrados quedaron obedientes y tranquilos como malvas.
En el reino de Aragón la cosa fue distinta, pues los privilegios medievales, fueros y toda esa murga tenían mucho arraigo; aparte que el reino era un complicado tira y afloja entre aragoneses, catalanes, mallorquines y valencianos.
Todo eso dejó enquistados insolidaridades y problemas de los que todavía hoy, quinientos años después de ser España, pagamos bien caro el pato.
En cualquier caso, lo que surgió de aquello no fue todavía un estado centralista en el sentido moderno, sino un equilibrio de poderes territoriales casi federal, mantenido por los Reyes Católicos con mucho sentido común y certeza del mutuo interés en que las cosas funcionaran.
Lo del Estado unitario vino después, cuando los Trastámara - la familia de la que procedían Isabel y Fernando, que eran primos - fueron relevados en el trono español por los Habsburgo, y ésos nos metieron en el jardín del centralismo imposible, las guerras europeas, el derroche de la plata americana y el no hay arroz para tanto pollo.
En cualquier caso, durante los 125 años que incluirían el fascinante siglo XVI que estaba en puertas, transcurridos desde los Reyes Católicos a Felipe II, iba a cuajar lo que para bien y para mal hoy conocemos como España.
De ese período provienen buena parte de nuestras luces y sombras: nuestras glorias y nuestras miserias.
Sin conocer lo mucho y decisivo que en esos años cruciales ocurrió, es imposible comprender, y comprendernos. [Continuará].

jueves, 26 de diciembre de 2013

TRANSFERENCIA, de Hamlet Lima Quintana

Después de todo, la muerte es una gran farsante.
La muerte miente cuando anuncia que se robará la vida,
como si se pudiera cortar la primavera.
Porque al final de cuentas,
la muerte sólo puede robarnos el tiempo,
las oportunidades de sonreír,
de comer una manzana,
de decir un discurso,
de pisar el suelo que se ama,
de encender el amor de cada día.
De dar la mano, de tocar la guitarra,
de transmitir esperanza.
Sólo nos cambia los espacios.
Los lugares donde extender el cuerpo,
bailar bajo la luna o cruzar a nado un río.
Habitar una cama, llegar a otra vereda,
sentarse en una rama,
descolgarse cantando de todas las ventanas.
Eso puede hacer la muerte.
¿Pero robar la vida?... Robar la vida no puede.
No puede concretar esa farsa... porque la vida...
la vida es una antorcha que va de mano en mano,
de hombre a hombre, de semilla en semilla,
una transferencia que no tiene regreso,
un infinito viaje hacia el futuro,
como una luz que aparta
irremediablemente las tinieblas.

lunes, 23 de diciembre de 2013

LA SOLEDAD, de Pablo Milanés

La soledad es un pájaro
grande, multicolor,
que ya no tiene alas
para volar,
y cada nuevo intento
da más dolor.
La soledad anida
en la garganta para esperar
el grito que se arranca
con su cantar,
cuando llega el silencio
del desamor.

La soledad a veces
tiene ganas de acompañar
el rostro que recuerda mal
aquel amor,
que nunca fue
para soñar.

La soledad inventa
la más bella aparición
remueve los rincones del corazón
para quedarse sola,
la soledad, con su niñez,
su mocedad…
Con su vejez, para llorar:
Para morir en soledad...

EL GUERRERO URBANO, de Arturo Pérez Reverte - 23/12/13

Esta noche ceno con tres amigos, para agradecerles un par de cosas: Jeosm, Rise y Lose. Hay deudas que uno no logra pagar en su vida, aunque lo intente, y la que tengo con ellos no podré liquidarla nunca.
Pero hago lo que puedo: las reglas son las reglas.
Una de esas maneras es juntarnos de vez en cuando, tomarnos unos vinos - menos Lose, que no prueba el alcohol - y luego irnos a cenar y reír un rato.
Yo suelo estar callado, porque los que tienen cosas interesantes que contar son ellos. Así que me limito a ponerlo fácil, hacer preguntas y escuchar.
Lose acaba de hacerse su chapa - su metro - número 511, y esta noche es la estrella. Él se lleva el homenaje.
Pero es que, además, Lose es un interesante personaje.
Con decir que sus colegas lo definen de guasa como «un enfermo», está dicho todo. O casi.
Tiene treinta años y es menudo, bajito, pero su aparente fragilidad engaña un huevo.
Cuando se arranca y te cuenta, crece cuatro palmos.
Lose es un guerrero urbano duro, de acero inoxidable.
Siempre bromeamos sobre los macarras de pastel y chulitos de discoteca; que no tienen media hostia, pero con los que las nenas se licuefactan, o se licuan, o como se diga.
Qué sabrán ellas, le comento.
Para leer biografías en la cara hay que tener unos años y ser lista, y ni todas tienen los años suficientes ni todas lo son.
Tendrían que verte avanzar en la noche, saltar tapias, meterte a oscuras por respiraderos, reptar bajo sensores electrónicos, colarte por la cara en trenes camino de Ámsterdam, o de Berlín, con cuatro euros en el bolsillo - llevas en el paro desde que el cabo Finisterre era soldado raso -, dispuesto a hacerte aquel metro o aquel tren de cercanías que viste en Internet o del que te hablan los amigos. Dormir en cajeros automáticos o bajo cartones, pasando frío, hambre y miseria, bajo la lluvia, al acecho como un cazador paciente.
Robar unos alicates en una ferretería de Budapest, tú que no hablas ni inglés, para cortar la alambrada que te separa de las vías del tren con el que sueñas.
Para vivir cinco minutos de gloria.
Para volar treinta segundos sobre Tokio.
Hablamos largo y estrecho mientras despachamos anchoas y fideos al horno. Él y los colegas se abren a mí con lealtad, y me enorgullece que lo hagan.
Saben, porque lo hemos hablado, que no apruebo el asunto. El vandalismo que ensucia, afea y destruye.
Pero también saben que respeto la parte respetable: los códigos, el compañerismo, la retorcida épica de sus incursiones nocturnas - misiones, las llaman -.
De su deporte de riesgo, como dice uno de ellos.
No apruebo, pero intento comprender. Y Lose es uno de los elementos claves para eso. Para penetrar lo que tienen en la cabeza.
Un sujeto valioso.
Con sus puntas de entrañable sociópata, desde que a los diez o doce años se puso delante de una pared virgen y mártir:
«¿Artista? Yo no he sido artista en mi puta vida».
Lo he visto planificar con los amigos, ejecutar, contarlo.
Y, pese a la mili que llevo a cuestas, me quedo fascinado. Mirándolo. Escuchándolo.
Así, comprendo el respeto con el que lo tratan sus colegas.
Mi propio contradictorio y desconcertado asombro.
Entiendo por qué Lose, con su metro sesenta y su engañosa sonrisa tímida, es el rey de Madrid y de allí donde se mete.
Un héroe oscuro de nuestro desquiciado tiempo.
Se ríe mientras nos cuenta. Así es él. Con esa mezcla de candidez y audacia que lo hace tan singular.
Hace una semana justa, a estas mismas horas, estaba corriendo con los vigilantes detrás, a ciegas en la noche, arriesgándose a romperse el alma.
Iba con unos colegas, pero cuando les dieron el marrón todos los jurados se fueron derechos a él. «Como soy el más bajito, siempre se tiran a por mí. Al más fácil», comenta resignado. Estoico.
Alguna vez, aunque es incapaz de hacerle daño a una mosca, Lose se lleva un nunchako de artes marciales, y cuando se le echan encima los jurados, lo saca y hace molinetes poniendo cara de loco, zas, zas, zas, para que se queden lejos y le dé tiempo de salir corriendo.
Pero no siempre funciona. Anoche lo ligaron y pretendían que se comiera lo suyo y lo que no era suyo.
Pero él, naturalmente, sólo pasaba por allí, y el pasamontañas lo llevaba por el frío.
Y en mitad de la conversación, en plena calle, con tres policías dándole una bofetada de vez en cuando, nos tomas el pelo o qué, a su madre - que le cocina macarrones, su plato favorito - se le ocurre llamarlo por teléfono.
«Oye, hijo, que ese Pérez-Reverte acaba de hablar de ti en la radio».

Y Lose, con los tres maderos alrededor, los mira y responde: «Ahora no puedo atenderte, mama, que estoy ocupao». 

miércoles, 18 de diciembre de 2013

CANCIONES DE TALENTOSOS

* Fito Páez, a los 17 años, hace esta canción en homenaje a un amigo que muere muy joven.

Muchas veces me pregunto: 

qué estamos haciendo acá?
Dejo de pensar y veo que, al final,
siempre estarás, siempre estarás en mi.

He llegado a no escucharte
tocar fondo,
tanta inmensidad, perdidos de verdad aquí;
y es que siempre estarás, siempre estarás en mi.

Una voz, como un sentimiento, una canción;
algo más que me ayude a despertar,
a seguir, a no bajar la guardia, siempre a seguir,
no esperés, no te enseñaré a vivir.

Movimiento, las cosas
tienen movimiento;
la oportunidad de estar en libertad,
es que siempre estarás, siempre estarás en mi;

Como un soplo, como una lluvia,
como un rayo de luna,
oxigenarás mi vida hasta estallar...
y es que siempre estarás, siempre estarás en mi.


* Luis Alberto Spinetta a los 17 años, también cantó a un amigo fallecido de este modo.

Para saber como es la soledad,
tendrás que ver que a tu lado no está.
Que nunca a ti, te dejaba pensar
en dónde estaba el bien,
en dónde la maldad.

La soledad es un amigo que no está,
es su palabra que no ha de llegar igual.
Ves que sus sueños son luces en torno a ti.
Tu te das cuenta que él ya nunca ha de morir,
nunca ha de morir.
Al observar como muere la flor,
tu verás que también muere la paz.
Es que esa paz revivirá en su voz,
la flor te la dará para cantarla igual.


* Ricardo Mollo y Diego Arnedo, le cantan a un amigo del barrio quien también murió después de estar mucho tiempo afectado por la locura.

Va Pepe Lui por la estación Eduardo Vi
va Pepe Lui con bocho de radio grabador
la suspensión que el pelo pide al caminar
resortes de un andar clavado en los setenta.

Dos de cristal en la bolsa
más rápido que un rayo
un mundo en miniaturas, revistas de rock,
pero de rock nacional.
Rey del ping-pong
pero más rey es del pom-pom
el sapo ahí en su latita de Nesquik
un artesano hasta en su modo de mirar.
Aquel mueble de su vieja,
cajones de los misterios,
melodías de Pescado siempre sonarán.
en lo del flaco Pepe Lui.



*El mismo Fito Páez, viviendo en casa de García, piensa que así como están las cosas, Charly se va a morir. Y le escribe:

Si estás entre volver y no volver,
si ya metiste demasiado en tu nariz,
si estás como cegado de poder,
tirate un cable a tierra.
Y si tu corazón ya no va más,
si ya no existe conexión con los demás,
si estás igual que un barco en alta mar,
tirate un cable a tierra.
Y yo estoy acercándome hasta vos
bajo la luna, bajo la luna,
las cosas son así, tengo el teléfono del freak
que está deseoso de volarte la cabeza.
En un par de minutos sale el sol,
si ya no hay nada que anestesie tu dolor,
si no llegás, si no alcanzás a verme,
tirate un cable a tierra.

No creas que perdió sentido todo,
no dificultes la llegada del amor,
no hables de más, escucha el corazón
ese es el cable a tierra.

lunes, 16 de diciembre de 2013

UNA HISTORIA DE ESPAÑA XV, de Arturo Pérez Reverte - 15/12/13

A los incautos que creen que los últimos siglos de la reconquista fueron de esfuerzo común frente al musulmán hay que decirles que verdes las han segado.
Se hubiera acabado antes, de unificar objetivos; pero no fue así.
Con los reinos cristianos más o menos consolidados y rentables a esas alturas, y la mayor parte de los moros de España convertidos al tocino o confinados en morerías (en juderías, los hebreos), la cosa consistió ya más bien en una carrera de obstáculos de reyes, nobles y obispos para ver quién se quedaba con más parte del pastel.
Que iba siendo sabroso.
Como consecuencia, las palabras guerra y civil, puestas juntas en los libros de Historia, te saltan a la cara en cada página.
Todo cristo tuvo la suya: Castilla, Aragón, Navarra.
Pagaron los de siempre: la carne de lanza y horca, los siervos desgraciados utilizados por unos y otros para las batallas o para pagar impuestos, mientras individuos de la puerca catadura moral, por ejemplo, del condestable Álvaro de Luna, conspiraban, manipulaban a reyes y príncipes y se hacían más ricos que el tío Gilito.
El tal condestable, que era el retrato vivo del perfecto hijo de puta español con mando en plaza, acabó degollado en el cadalso - a veces uno casi lamenta que se hayan perdido ciertas higiénicas costumbres de antaño -; pero sólo era uno más, entre tantos (y ahí siguen).
De cualquier modo, puestos a hablar de esos malos de película que aquella época dio a punta de pala, el primer nombre que viene a la memoria es el de Pedro I, conocido por Pedro el Cruel: uno de los más infames - y de ésos hemos tenido unos cuantos - reyes y gobernantes que en España parió madre.
Este fulano metió a Castilla en una guerra civil en la que no faltaron ni brigadas internacionales, pues intervinieron tropas inglesas a su favor, nada menos que bajo el mando del legendario Príncipe Negro, mientras que soldados franchutes de la Francia, mandados por el no menos notorio Beltrán Duguesclin, apoyaban a su hermanastro y adversario Enrique de Trastámara.
La cosa acabó cuando Enrique le tendió un cuatro (como dicen en México) a Pedro en Montiel, lo cosió personalmente a puñaladas, chas, chas, chas, y a otra cosa, mariposa.
Unos años después, y en lo que se refiere a Portugal - del que hablamos poco, pero estaba ahí -, el hijo de ese mismo Enrique II, Juan I de Castilla, casado con una princesa portuguesa heredera del trono, estuvo a punto de dar el campanazo ibérico y unir ambos reinos; pero los portugueses, que iban a su propio rollo, y eran muy dueños de ir, eligieron a otro.
Entonces, Juan I, que tenía muy mal perder, los atacó en plan gallito con un ejército invasor; aunque le salió el tiro por la culata, pues los abuelos de Pessoa y Saramago le dieron las suyas y las del pulpo en la batalla de Aljubarrota.
Por esas fechas, al otro lado de la península, el reino de Aragón se convertía en un negocio cada vez más próspero y en una potencia llena de futuro: a Aragón, Cataluña, Valencia y Mallorca se fueron uniendo el Rosellón, Sicilia y Nápoles, con una expansión militar y comercial que abarcaba prácticamente todo el Mediterráneo occidental: los peces con las famosas barras de Aragón en la cola. Pero el virus de la guerra civil también pegaba fuerte allí, y durante diez largos años aragoneses y catalanes se estuvieron acuchillando por lo de siempre: nobles y alta burguesía - dicho de otro modo, la aristocracia política eterna -, diciéndose yo quiero de rey a éste, que me hace ganar más pasta, y tú quieres a ése.
Mientras tanto, el reino de Navarra (que incluía lo que hoy llamamos País Vasco) también disfrutaba de su propia guerra civil con el asunto del príncipe de Viana y su hermana doña Blanca, que al fin palmaron envenenados, con detalles entrañables que dejan chiquita la serie Juego de tronos.
Navarra anduvo entre Pinto y Valdemoro, o sea, entre España y Francia, dinastía por aquí y dinastía por allá, hasta que en 1512 Fernando de Aragón la incorporó por las bravas, militarmente, a la corona española.
A diferencia de los portugueses en Aljubarrota, los navarros perdieron la guerra y su independencia, aunque al menos salvaron los fueros - todos los estados europeos y del mundo se formaron con aplicación del mismo artículo catorce: si ganas eres independiente; si pierdes, toca joderse -.

Eso ocurrió hace cinco siglos justos, y significa por tanto que los vascos y navarros son españoles desde hace sólo veinte años menos que, por ejemplo, los granadinos; también, por cierto, incorporados manu militari al reino de España, y que, como veremos en el siguiente capítulo, si es que lo escribo, lo son desde 1492.

martes, 3 de diciembre de 2013

CAPITANES VALIENTES, O NO, de Arturo Pérez Reverte - 26/1/12

La noche del 14 de abril de 1912, 99 años y nueve meses antes de que el Costa Concordia se abriese el casco en un escollo de la isla toscana del Giglio, el Titanic se hundió en el Atlántico Norte llevándose a 1.503 personas.
El abandono del barco fue desastroso.
El 
capitán Edward Smith, que pese a 34 años de experiencia profesional se comportó más como torpe gerente de un hotel de lujo que como marino, tardó 25 minutos en lanzar el primer SOS. Además, retrasó la orden de abandonar el barco, disimulando esta de modo que la mayor parte de los pasajeros no advirtió el peligro hasta que fue demasiado tarde.
Después, la falta de botes salvavidas, el mar bajo cero y los 25 minutos perdidos en la llegada del primer barco que acudió en su auxilio, remataron la tragedia.
Cuatro semanas más tarde, en un artículo memorable publicado en 
The English Rewiew, Joseph Conrad confrontaba el final del Titanic con el hundimiento, reciente en aquellas fechas, del Douro: un barco más pequeño pero con proporción similar de pasajeros.
El Titanic se había hundido despacio, entre el desconcierto y la incompetencia de capitán y tripulantes, mientras que en el Douro, que se fue a pique en pocos minutos, la dotación completa de capitán a mayordomo, menos el oficial al mando de los botes salvavidas y dos marineros para gobernar cada uno, se hundió con el barco, sin rechistar, después de poner a salvo a todo el pasaje.
Pero es que el Douro, concluía Conrad, era un barco de verdad, tripulado por marinos profesionales y bien mandados que no perdieron la humanidad ni la sangre fría.
No un monstruoso hotel flotante lanzado a 21 nudos de velocidad por un mar con icebergs, atendido por seis centenares de pobres diablos entre mozos, doncellas, músicos, animadores, cocineros y camareros.
Escrito hace un siglo, el comentario conradiano podría aplicarse casi de modo literal al desastre del Costa Concordia.
Pese al tiempo y los avances técnicos que median entre uno y otro barco, muchas son las lecciones no aprendidas, las arrogancias culpables y las incompetencias evidentes para cualquier marino, aunque no siempre para los armadores e ingenieros navales: desmesura en los grandes cruceros, escasa preparación de tripulaciones, fe ciega y suicida en la tecnología, o competencia profesional de los capitanes y oficiales al mando.
En este último aspecto, ciertos detalles en el comportamiento del capitán del Costa Concordia, Francesco Schettino, quizá merezcan considerarse.
Todo capitán de barco tiene dos deberes inexcusables: gobernar su nave con seguridad y destreza y, en caso de incidente o naufragio, procurar el salvamento de pasaje, tripulación, carga y, a ser posible, del barco mismo.
Esa es la razón de que, en otros tiempos, un capitán pundonoroso se hundiese a veces con el barco, pues su presencia a bordo era garantía de que todo se había procurado hasta el último instante.
Y así, a un capitán capaz de gobernar bien un barco y asegurar en caso de incidente o tragedia la mayor parte posible de vidas y bienes, se le considera, hoy como ayer, un marino competente.
En la varada del Costa Concordia, en mi opinión, el concepto de incompetencia se ha manejado con cierta ligereza.
No creo que el capitán Schettino fuese un incompetente.
Treinta años de experiencia y una óptima calificación profesional lo llevaron al puente del crucero.
Hacía una ruta conocida, y la maniobra de acercarse a tierra es común en esa clase de viajes.
Además, una vez producida la vía de agua casi en la aleta de babor - lo que significaría que ya estaban metiendo a estribor para evitar el peligro -, la maniobra de largar anclas a fin de que, con las máquinas anegadas y fuera de servicio, el barco bornease 180º con su último impulso para acercar el costado a tierra y no hundirse en aguas profundas, parece impecablemente marinera y propia de buenos reflejos.
El exceso de confianza, una mirada superficial a los instrumentos, pulsar dos veces una tecla en lugar de hacerlo tres, pudieron bastar, a 16 nudos y en tan poca sonda, con una mole de 17 pisos y 114.500 toneladas, para que del error al desastre transcurriesen pocos segundos.
Ningún marino veterano puede afirmar que jamás cometió un error de navegación o maniobra; aunque este no tuviera consecuencias, o estas no sean las mismas en aguas libres de peligros que en un paso estrecho, en la noche, la niebla o el mal tiempo, con una piedra o una restinga cerca; o, como en el caso del Costa Concordia, a solo un cable de la costa.
En los casos mencionados, incluso aplicando al capitán de una nave todo el rigor legal que merezca su error, es posible comprender la tragedia del marino.
Simpatizar con él pese a su desgracia.
Pero lo que sitúa a cualquier capitán lejos de cualquier simpatía posible es su incompetencia o cobardía a la hora de afrontar las consecuencias del error o la mala suerte.
Una desgracia puede ser azar, pero no encararla con dignidad es vileza. Si un capitán está para algo, es sobre todo para cuando las cosas van mal a bordo.
Ahí un marino es, o no es.
Y Francesco Schettino demostró que no lo era.
Escapar a su deber y su conciencia fue una cobardía inexcusable, que en tiempos menos políticamente correctos, frente a un tribunal naval de los de antes, lo habría llevado a la soga de una horca.
Tengo una impresión personal sobre eso.
Con el auge de las comunicaciones fáciles vía Internet y telefonía móvil, la responsabilidad de un marino se diluye en aspectos ajenos al mar y sus problemas inmediatos.
El oficial delCosta Concordia que fue a comprobar cuánta agua entraba en la sala de máquinas informó repetidas veces al puente, y no obtuvo respuesta porque el capitán estaba ocupado con el teléfono.
De hecho, buena parte de los 45 minutos transcurridos entre el momento de la varada (21.58), las mentiras a la autoridad marítima de Livorno (22.10) y la confesión final de que había una vía de agua (22.43), así como el cuarto de hora siguiente, hasta que sonaron las siete pitadas cortas y una larga para abandonar el buque (22.58), Schettino los pasó hablando por teléfono con el director marítimo de Costa Crociere.
Dicho de otra forma: en vez de ocuparse del salvamento de pasajeros y tripulantes, el capitán del Costa Concordia estuvo con el móvil pegado a la oreja, pidiendo instrucciones a su empresa.
Mi conclusión es que el capitán Schettino no ejercía el mando de su barco aquella noche.
Cuando llamó a su armador dejó de ser un capitán y se convirtió en un pobre hombre que pedía instrucciones.
Y es que las modernas comunicaciones hacen ya imposible la iniciativa de quienes están sobre el terreno, incluso en cuestiones de urgencia.
Ni siquiera un militar que tenga en el punto de mira a un talibán que le dispara, o a un pirata somalí con rehenes, se atreverá a apretar el gatillo hasta que no reciba el visto bueno de un ministro de Defensa que está en un despacho a miles de kilómetros.
El capitán Schettino era patéticamente consciente aquella noche de que el tiempo de los marinos que tomaban decisiones y asumían la responsabilidad se extinguió hace mucho, y de que las cosas no dependían de él sino de innumerables cautelas empresariales: cuidado con no alarmar al pasaje, ojo con la reacción de las aseguradoras, con el departamento de relaciones públicas, con el director o el consejero ilocalizables esa noche.
Mientras tanto, seguía entrando agua, y lo que en hombres de otro temple habría sido un "váyanse al diablo, voy a ocuparme de mi barco", en el caso del capitán sumiso, propio de estos tiempos hipercomunicados y protocolarizados, no fue sino indecisión y vileza.
Además de porque era un cobarde, Schettino abandonó su barco porque ya no era suyo.
Porque, en realidad, no lo había sido nunca.
Sé que puede hacerse una objeción comparativa a esta hipótesis, y que precisamente es de índole histórica: el capitán del Titanic también se comportó con extrema incompetencia en el abandono de la nave, y su pasividad tuvo relación directa con la muerte de millar y medio de pasajeros; sin embargo, Edward Smith no tenía teléfono móvil.
En 1912 solo había telegrafía de punto - raya en los barcos.
Eso permitiría suponer que, en ese caso, las decisiones erróneas sí fueron suyas.
Quizá lo fueran, desde luego; nada es simple en el mar ni en la tierra. Pero no por falta de comunicación directa con sus armadores de la White Star.
La noche del iceberg y la tragedia, a bordo del Titanic viajaba el presidente de la compañía naviera.
Que estuvo en el puente y sobrevivió ocupando un lugar libre en los botes.

lunes, 2 de diciembre de 2013

EL HOMBRE QUE ENSEÑABA APRENDIENDO, de Eduardo Galeano

El 28 de noviembre de 2009, el gobierno de Brasil pidió disculpas a Paulo Freire.
Él no pudo agradecer el gesto, porque llevaba doce años de muerto.
Paulo había sido el profeta de una educación solidaria.
En sus comienzos daba clases bajo un árbol.
Había alfabetizado a miles y miles de obreros del azúcar, en Pernambuco, para que fueran capaces de leer el mundo y ayudaran a cambiarlo.
La dictadura militar lo metió preso, lo echó del país y le prohibió el regreso.
En el exilio, Paulo anduvo mucho mundo.
Cuanto más enseñaba, más aprendía.
Hoy, 340 escuelas brasileñas llevan su nombre.

UNA HISTORIA DE ESPAÑA XIV, de Arturo Pérez Reverte - 2/12/13

En la España cristiana de los siglos XIV y XV, como en la mora (ya sólo había 5 reinos peninsulares: Portugal, Castilla, Navarra, Aragón y Granada), la guerra civil empezaba a ser una costumbre local tan típica como la paella, el flamenco y la mala leche - suponiendo que entonces hubieran paella y flamenco, que no creo -.
Las ambiciones y arrogancia de la nobleza, la injerencia del clero en la vida política y social, el bandidaje, las banderías y el acuchillarse por la cara, daban el tono; y tanto Castilla como Aragón, con su Cataluña incluida, iban a conocer en ese período unas broncas civiles de toma pan y moja, que ya contaremos cuando toque; y que, como en episodios anteriores, habrían proporcionado materia extraordinaria para varias tragedias shakesperianas, en el caso de que en España hubiéramos tenido ese Shakespeare que para nuestra desgracia - y vergüenza - nunca tuvimos.
Ríanse ustedes de Ricardo III y del resto de la británica tropa.
Hay que reconocer, naturalmente, que en todas partes se cocían habas, y que ni italianos ni franceses, por ejemplo, hacían otra cosa.
La diferencia era que en la península ibérica, teóricamente, los reinos cristianos tenían un enemigo común, que era el Islam. Y viceversa.
Pero ya hemos visto que, en la práctica, el rifirrafe de moros y cristianos fue un proceso complicado, hecho de guerras pero también de alianzas, chanchullos y otros pasteleos, y que lo de Reconquista como idea de una España cristiana en plan Santiago cierra y tal fue cuajando con el tiempo, más como consecuencia que como intención general de unos reyes que, cada uno por su cuenta, iban a lo suyo, en unos territorios donde, invasiones sarracenas aparte, a aquellas alturas tan de aquí era el moro que rezaba hacia la Meca como el cristiano que oraba en latín.
Los nobles, los recaudadores de impuestos y los curas, llevaran tonsura o turbante, eran parecidísimos en un lado y en otro; de manera que a los de abajo, se llamaran Manolo o Mojamé, como ahora en el siglo XXI, siempre los fastidiaban los mismos.
En cuanto a lo que algunos afirman que hubo lugares, sobre todo en zona andalusí, donde las tres culturas - musulmana, cristiana y judía - convivían fructíferamente mezcladas entre sí, con los rabinos, ulemas y clérigos besándose en la boca por la calle, hasta con lengua, más bien resulta un cuento chino.
Entre otras cosas porque las nociones de buen rollito, igualdad y convivencia nada tenían que ver entonces con lo que por eso entendemos ahora.
La idea de tolerancia, más o menos, era: chaval, si permites que te reviente a impuestos y me pillas de buenas, no te quemo la casa, ni te confisco la cosecha, ni violo a tu señora.
Por supuesto, como ocurrió en otros lugares de frontera europeos, la proximidad mestizó costumbres, dando frutos interesantes. Pero de ahí a decir (como Américo Castro, que iba a otro rollo tras la Guerra Civil del 36) que en la Península hubo modelos de convivencia, media un abismo.
Moros, cristianos y judíos, según donde estuvieran, vivían acojonados por los que mandaban, cuando no eran ellos; y tanto en la zona morube como en la otra hubo estallidos de violento fanatismo contra las minorías religiosas.
Sobre todo a partir del siglo XIV, con el creciente radicalismo atizado por la cada vez más arrogante Iglesia católica, las persecuciones contra moros y judíos menudearon en la zona cristiana (hubo un poco en todas partes, pero los navarros se lo curraron con verdadero entusiasmo en plan Sanfermines, asaltando un par de veces la judería de Pamplona, y luego arrasando la de Estella, calentados por un cura llamado Oillogoyen, que además de estar como una cabra era un hijo de puta con balcones a la calle).
En cualquier caso, antijudaísmo endémico aparte - también los moros daban leña al hebreo -, las tres religiones y sus respectivas manifestaciones sociales coexistieron a menudo en España, pero nunca en plan de igualdad, como afirman ciertos buenistas y muchos cantamañanas.
Lo que sí mezcló con la cristiana las otras culturas fueron las conversiones: cuando la cosa era ser bautizado, salir por pies o que te dejaran torrefacto en una hoguera, la peña hacía de tripas corazón y rezaba en latín. De ese modo, familias muy interesantes, tanto hebreas como mahometanas, se pasaron al cristianismo, enriqueciéndolo con el rico bagaje de su cultura original.
También intelectuales doctos o apóstoles de la conversión de los infieles estudiaron a fondo el Islam y lo que aportaba.
Tal fue el caso del brillantísimo Ramón Llull: un niño pijo mallorquín al que le dio por salvar almas morunas y llegó a escribir, el tío, en árabe mejor que en catalán o en latín.
Que ya tiene mérito.
(Continuará)


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