martes, 26 de febrero de 2013

REYES MAGOS Y REINAS MAGAS, de Arturo Pérez Reverte - 25/2/13

Creemos que los niños son gilipollas.
Que no se enteran. Que podemos engañarlos con facilidad, haciéndolos cómplices de nuestros prejuicios, torpezas y limitaciones.
Pero nos equivocamos.
Esos diminutos seres con cara de panoli son formidables desarrollando intuiciones magistrales y conclusiones perspicaces.
Su capacidad de observación, de intuición extrema y casi animal, su honradez intelectual incontaminada por las convenciones sociales que más tarde acabarán atrapándolos, son asombrosas.
Nadie tan coherente, recto y tenaz como ellos al construir mundos propios y defenderlos, aplicar el sentido común, ilusionarse con desafíos, razonar sobre evidencias.
Tan consecuentes y honrados, a veces hasta la crueldad, con el mundo que ven o creen ver. Tan próximos todavía a las reglas naturales de la vida; a esas realidades inexorables que los adultos aún no hemos podido hacerles olvidar, ni enmascarar y manipular estúpidamente para ellos.
O más bien para nosotros.
Para nuestra comodidad y sosiego.


Me hace pensar en esto una moda reciente relacionada con la cabalgata de la noche de Reyes: confiar el papel de Melchor, Gaspar o Baltasar a una mujer.
Todo, naturalmente, como cuota políticamente correcta: un tercio de sus majestades de Oriente, para cumplir con el qué dirán.
Lo que se traduce en señoras disfrazadas de varón, con barba, corona y demás parafernalia.
En los días siguientes al último de Reyes, algunos lectores y amigos me hicieron llegar cartas con sus opiniones sobre la cosa; y algunos, incluso, recortes de prensa con otras cartas publicadas en periódicos locales.
Comentarios jocosos o indignados, según el talante de cada cual: mucha chufla y algún cabreo, como el de esa madre cuyo hijo de seis años, embozado con bufanda y gorro de lana bajo los que sólo podían verse sus ojos atónitos, le zarandeaba una mano gritando: 
«¡Mami, mami, ese rey es una mujer..!»

No pasa nada, dirán algunos, porque un rey mago, incluso los tres, sea una mujer.
Si ciertas señoras creen que su presencia ahí ayuda a conseguir más respeto para su sexo, pues oigan.
Bendito sea. Adelante con los faroles. A fin de cuentas, una cabalgata de Reyes toca menos el rigor que el folklore.
Puestos a disfrazarse y a dar espectáculo, sería como negarse a que en las fiestas de moros y cristianos, o en las de cartagineses y romanos - pura y divertida murga sana -, haya señoras que quieran salir de guerrero almohade o legionario romano. Allá cada cual con sus fiestas, sus disfraces y sus botas de vino.
Otra cosa es cuando se trata de una reconstrucción histórica calculada y rigurosa, como Las Navas, el 2 de Mayo o la batalla de La Coruña, por ejemplo.
Meter ahí a una señora de fusilero británico o de adalid navarro da el cante; quita credibilidad al asunto, porque en aquéllos tiempos las señoras no andaban pegando tiros, asaltando trincheras ni dando espadazos a los infieles; y cuando ahora se escriben novelas o se hacen películas donde ocurre eso, tales películas y novelas suelen ser una imbecilidad perfecta.
El problema con los reyes magos es otro: la tradición se refiere a tres reyes varones.
Y es la tradición precisamente, transmitida de padres a hijos, la que hace a los niños que aún conservan la inocencia adecuada, esperar con ilusión la llegada anual de esos magos de Oriente, cuyos nombres y sexo conocen perfectamente, hasta el punto de que resulta imposible darles Baltasara por Baltasar.
Y como los pequeños cabroncetes no tienen un pelo de tontos, en cuanto pasa por delante la carroza, huelen la tostada.
Y se les fastidia así la fiesta, la ilusión, la fe en algunas cosas que, para bien de la Humanidad, es conveniente conserven durante el mayor tiempo posible, antes de que la vida les demuestre lo que hay bajo el cartón y el falso armiño de cada rey, mago o no mago.
Y así, subida en una carroza, la reina Gaspara, o como se llame, puede que haga un favor enorme a la visibilización de la mujer; pero también estará reventando la ilusión, en su noche más hermosa del año, a millares de criaturas que, sintiéndose estafadas, se volverán a sus padres para denunciar, con justa indignación: 
«¡Papi, ese rey con barba es una chica!»
Así que ya pueden despedirse de la magia, nuestras criaturas. Darse por fastidiadas.

En este país acomplejado y cobarde donde no caben un tonto, un sinvergüenza, un oportunista más, cualquier nueva idiotez triunfa que da gusto.
Habrá polémica, claro.
Sentido común versus matonismo ultra radical.
Acusaciones de machista intransigente a quien no trague.
En consecuencia, las autoridades dispondrán cada vez más cabalgatas con la cuota adecuada de reyes y reinas, magos y magas, camellos y camellas, pajes y pajas.
Todo sea por no discrepar.
Y a los niños, pues bueno, pues vale, pues me alegro.
A ésos, que les vayan dando…

lunes, 18 de febrero de 2013

COLMILLOS EN LA MEMORIA, de Afrturo Pérez Reverte - 18/2/13

Acaba de cumplir dos años.
Se llama Sherlock, y es un tipo duro, de Segovia.
Un buen ejemplar de teckel de pelo fuerte, pardo leonado, con cejas y bigote casi rubios. Lo rubio viene de su padre, que es alemán y se llama Karsten.
El pelo recio y perfecto se lo debe a la madre, Berta, que es guapa y española.
Una familia, en resumen, de cazadores con larga estirpe, lo que significa muchas generaciones acosando bichos en el campo.
Casta curtida, en resumen.
Con unos dientes espectaculares que se pasan unos a otros, de generación en generación. Colmillos que da miedo verlos cuando les agarras la boca y se la abres mientras ellos te miran como pensando: «A ver qué carajo quiere éste». Colmillos sólidos, blancos, bien aguzados.
De ésos que hacen que te alegres de no ser zorro o jabalí.
Lo crió un cazador joven que se ocupa de esta clase de perros.

Un tipo experimentado, que sabe lo que hace.
La camada de cinco cachorros era espléndida. Elegí a Sherlock porque era el más tranquilo de sus hermanos. Me miraba sereno, flemático, con esos ojos grandes y negros. Como preguntándome qué pasa contigo, chaval, no se trata de que tú me elijas a mí, sino también de que yo te elija a ti, así que vamos a llevarnos bien.
Y fue lo que hizo: elegirme.
Pasado el tiempo de cría, lo traje a casa. Y empezó a crecer. A adaptarnos el uno al otro. La vida en familia.
Al cabo de un tiempo apareció su vena sentimental. Lo pasaba mal solo. Lloraba. Así que le buscamos compañera.
Y llegó Rumba, toda una señorita.
Pelo rizado, pizpireta, lista y destrozona como la madre que la parió.
Tímida al principio -había sido maltratada-, no tardó en hacerse la reina del asunto. Sherlock, flemático, la deja hacer.
Por no discutir, ni le gruñe.
Ella se lo trajina bien. Le lame el pescuezo cuando está tenso, lo relaja.
Lo putea, a ratos. Creo que son felices juntos.
Sin embargo, Sherlock no nació para la vida doméstica. Y se le nota.
Es un buen chico en casa, adora a Rumba. Nos adora a todos.
Es cariñoso de lametones y se traga Mad Men sin rechistar, acurrucado en el sofá contra mi costado, sobando plácidamente.
Nada que objetar por ahí.
Pero vino al mundo a cazar jabalíes.
Tiene tristezas específicas, nostalgias de lo suyo, como un marino arrojado del mar o un soldado sin batallas.
Lejos de la acción como vive, las aventuras de sus antepasados, inscritas en su instinto perruno, afloran en forma de singular melancolía.
A veces, mientras duerme a mi lado, lo veo agitarse, mover las patas y gruñir sordamente, muy bajito, y adivino lo que tiene en la cabeza. Lo mismo ocurre cuando en ocasiones, sin motivo aparente, se aparta de mí y de todos, Rumba incluida, para ir a un rincón donde se queda quieto, hosco y solitario, mirando el vacío como Humphrey Bogart en su bar de Casablanca.
Entonces sé, o creo saber, que rumia nostalgias de cazador, olor a tierra húmeda, hierba verde y rastro fresco de animales.
Quizá piensa en sus hermanos, que se quedaron en el campo y ahora tendrán el hocico lleno de marcas y los colmillos desportillados de pelear.
Quizá, desde el confort de la vida doméstica, Sherlock envidia sus vidas lejanas, colmadas de recuerdos apasionantes; ésos que los perros de caza se gruñen unos a otros en las noches tranquilas mientras recuerdan a los colegas:
«¿Te acuerdas de Pancho, al que mató aquel jabalí, o de Chispa, que nunca salió de aquella peligrosa madriguera?»
mientras envejecen con los huesos maltrechos y el pellejo lleno de costurones, calentándose en fuegos de leña junto al amo que acaricia sus orejas deformadas por mordiscos de jabalí.
Su pelaje surcado de cicatrices que Sherlock nunca tendrá.
Estoy seguro de que, cuando se aísla de todos y mira la nada, recordando lo que jamás vivió, él huele el humo de esa leña, siente la nostalgia del frío, la incertidumbre, el peligro. Segrega adrenalina, o lo que segreguen los perros.
Corre con la imaginación y la memoria genética por un bosque embarrado, bajo la lluvia, junto a sus hermanos, tenaz, incansable tras el rastro de un animal salvaje.
Un jabalí con el que, pese a que un teckel no levanta dos palmos del suelo, peleará a muerte, con bravura inaudita, cuando le dé alcance.
O un zorro en cuya madriguera se introducirá sin dudarlo, valiente hasta la locura, para morir allí o para sacar al enemigo fuera, aferrándolo por el cuello a dentelladas, rojo el hocico de sangre propia y ajena.
Como le ordena su naturaleza. Como mandan las viejas reglas.
Un tipo interesante, Sherlock. No les quepa duda.
Con densidad psicológica y sólidos silencios.
Comprendo a Rumba cuando se acerca a él, se tumba a su lado y le apoya la cabeza en el lomo.
Si yo fuera perra, me lo follaría…

jueves, 14 de febrero de 2013

UNA MUJER DE 30 SIGLOS, de Arturo Pérez Reverte - 21/1/13

Cambian los tiempos y las gentes. Cambia nuestra forma de ver el mundo y de vernos a nosotros mismos.
A menudo esos cambios son para bien, y nada ha de objetarse a ellos.
Otras, no del todo.
No es tanto el bien que nos aportan, quiero decir, a cambio de lo que arrastran consigo.
Hay cosas buenas que llevan implícitos sus daños colaterales propios. Sus estragos particulares.
Y de todos los grandes cambios que nuestro tiempo, el de la situación de la mujer en la sociedad que aún llamamos occidental es, seguramente, uno de los más notables.
De los más extraordinarios.

He dicho y escrito alguna vez que las mujeres son el sujeto más interesante, el que mayores sorpresas aportará a este siglo XXI en el que aún nos encontramos, prácticamente, desayunando.
En lo narrativo, por ejemplo, literatura, cine o televisión, a la hora de contar historias o plantear situaciones, la mujer es sin duda el personaje más prometedor.
El que mayor juego dará en el futuro.
Hablo de mujeres protagonistas por ellas mismas, enfrentadas a sus desafíos específicos, a sus territorios hostiles.
A sus íntimas o públicas victorias y derrotas.

Después de tres mil años de literatura hablada, impresa o audiovisual, de La Ilíada a Mad Men, el hombre como norma de estilo, como eje narrativo, ha dado de sí cuanto tenía que dar; está más exprimido que un limón de paella.
La mujer, sin embargo, enfrentada a desafíos antes inimaginables para su sexo, es cada vez más dueña de su destino, libra sus propias batallas, asedia o defiende sus específicas Troyas, se embarca de regreso a Itaca o navega con naturalidad antes exclusivamente masculina hacia la incierta isla de los piratas.
Y lo que hace esa aventura tan fascinante para el lector - observador es que todo esto lo realiza ella sin abandonar todavía esa zona gris, ambigua, situada entre lo que durante siglos la mujer ha sido y lo que será en el futuro; entre las viejas reglas escritas por los hombres y las que ella misma, con esfuerzo y tesón, intenta y consigue trazar ahora. Entre el instinto de supervivencia y caza autosuficiente, cada vez más firme, y el instinto de nido-útero-corazón que todavía, a veces -y en ocasiones para su desgracia-, no ha conseguido dejar atrás.
O no quiere.

Sería ruin, sin embargo, despreciar a las otras mujeres; las que, sometidas durante siglos a códigos impuestos por los hombres, y considerando esas exigencias como destino ineludible y obligación, tejieron pacientes en telares, mantuvieron encendido el fuego que daba calor y vida, construyeron familias, sociedades, mundos, en torno a su vientre fértil y su voluntad tenaz y generosa.
Sostuvieron, en suma, el pulso de la vida.
En sociedades avanzadas como la europea y la occidental, ese modelo de mujer, esposa y madre abnegada, está en extinción, con sus ventajas y sus inconvenientes.
Pero todos conocemos aún a mujeres como ésas, o tenemos memoria cercana: madres, tías, abuelas. Memoria de admirada ternura.
Aquél era otro mundo, ellas no pudieron elegir, y sin embargo supieron estar a la altura moral que ese mundo injusto les exigía.

Pensé en esas mujeres admirables el otro día, cuando mi amiga Concha Fernández, de la universidad de Sevilla, con la que desde mi modesta situación de aficionado comparto el gusto por las antiguas inscripciones sepulcrales, me envió un estudio sobre el epitafio de una mujer romana de la segunda mitad del siglo II.
Y mientras leía el hermoso texto grabado en mármol, pensé que éste podría, perfectamente, honrar la memoria de tantas sombras queridas que pueblan la mía y la de casi todos ustedes: mujeres ya fallecidas o afortunadamente vivas, que todos conocimos o conocemos, para las que parece escrito este elogio fúnebre:

«Tú, tan grande, guardada en una urna tan pequeña (...) Intachable en su casa y de sobra intachable fuera de su casa, era la única que podía afrontarlo todo (...) Fue siempre la primera en abandonar el lecho, y también la última en irse a descansar tras haberlo dejado todo en orden; la lana nunca se apartó de sus manos sin una razón, y nadie la superaba en ganas de agradar; sus costumbres eran muy saludables. Nunca pensó en sí misma, nunca se consideró libre».

Eso es todo.

Pero cuando releo las líneas anteriores, comprendo que esta página la he escrito con el solo objeto de compartir con ustedes las dos frases finales:

«Nunca pensó en sí misma, nunca se consideró libre».

En treinta siglos de literatura y de Historia, creo que nunca nadie resumió de modo tan preciso, tan bello, tan justo y tan triste, la historia de las mujeres, como la resumen esas nueve palabras.

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