lunes, 15 de abril de 2013

LA TIENDA DE MI AMIGO, de Arturo Pérez Reverte - 15/4/13

Tengo un amigo que regenta un pequeño comercio tradicional en el centro antiguo de Madrid. Un barrio viejo, castizo, donde la crisis económica, como en todas partes, ha golpeado fuerte en los últimos años, dejando, como paisaje después de la batalla - una batalla que está lejos de terminar - innumerables tiendas cerradas a modo de cadáveres.
Jalonando así años de imbécil incompetencia oficial y también, a veces, de imbécil irresponsabilidad ciudadana particular.
Como la mayor parte de sus colegas de la zona, mi amigo se lamenta cada vez que entro en su tienda y pregunto cómo van las cosas.
A veces se limita a señalar la tienda vacía de clientes, los escaparates de los comercios vecinos que ofrecen saldos desesperados, o con el cartel “Se traspasa”, muestran estantes vacíos y cristales polvorientos.
Mi amigo, que era votante de izquierdas, acabó votando a la derecha en los últimos años del Pesoe y ahora ya no sabe a quién diablos votar.
Son todos igual de hijos de puta, me dice.
La totalidad del arco parlamentario y la madre que lo parió.
Luego cuenta que hace tiempo que no puede pegar ojo por las noches.
“Tengo cincuenta y cuatro años, subraya. Mucha tela por delante. Y sólo esta tienda para vivir y dar de comer a mi familia. Y por primera vez en mi vida me preocupa la vejez.
No sé cuánto tiempo podré aguantar así. Hoy sólo han entrado tres personas en la tienda y ninguna compró nada. Estoy asustado. Te lo juro. Tengo verdadero miedo…”

Le comento que el sábado pasado vine a comprar algo para un regalo, y la tienda estaba cerrada.
“Es que los sábados por la tarde cierro”, dice.
Le pregunto por qué lo hace, si precisamente ese día es cuando más gente se mueve por el centro de la ciudad. Cuando más público pasa por delante de su tienda.
Y su respuesta me deja pensativo:
“Es que yo también tengo derecho”.
Derecho a qué, pregunto tras unos segundos para digerirlo.
“A descansar como todo el mundo -dice-. El mismo que tienes tú”.
Le respondo que, en primer lugar, yo trabajo de ocho a diez horas diarias todos los días de la semana, pero que ésa no es la cuestión.
El asunto es que hay quienes pueden permitirse no trabajar día y medio a la semana, si quieren; pero ése no es su caso.
No, desde luego, en la angustiosa situación que me describe cada vez que entro en la tienda.No con la crisis, la escasez de clientes, la necesidad urgente, en tiempos como éstos, de romperse los cuernos para arañar sustento a la vida.
Le digo todo eso, más o menos. Con términos adecuados para un amigo.
Y añado que las palabras “tengo derecho” pueden ser engañosas.
Uno tiene derecho a todo, naturalmente. Pero sólo cuando puede permitírselo. Cuando está a su alcance.
Yo también tengo derecho a pasar un año leyendo y viendo pelis, navegar el Mediterráneo sin dar golpe, tener una villa en la Toscana o moverme por Madrid en un Rolls Royce con chófer. Pero no me lo puedo permitir, así que me olvido de ello.
Todos tenemos derecho a pasar unas vacaciones en el Caribe, a una segunda casa en la playa, a una Harley Davidson, a cenar en Le Grand Véfour con George Clooney o Mónica Bellucci. Pero de ahí a poder, media un trecho.
Y en tu caso, le digo a mi amigo, tal y como están las cosas, tu derecho a cerrar la tienda los sábados por la tarde, en una calle peatonal y justo a quinientos metros del Corte Inglés, resulta más difícil de ejercer.
“Pues abre tú la tienda”, responde, algo picado.
Yo no tengo tienda que abrir un sábado por la tarde, respondo.
Pero tú sí la tienes, y vives de ella. Y ese día eliges descansar.
Eres muy dueño.
Pero en tal caso deberías matizar la queja.
Por otra parte, añado, no eres el único. Prueba a encontrar, por ejemplo, un quiosco de prensa abierto un domingo a partir de mediodía. Verás qué risa.
¿Y sabes lo que te digo?
Si esta infame crisis hubiera estallado en tiempos de nuestros padres, que ésa sí fue una generación lúcida, sacrificada y admirable, ellos habrían tardado poco en mandarnos a trabajar a la pescadería de la esquina, para llevar dinero a casa.
Y por cierto - recuerdo, de pronto -.
Tienes un hijo, ¿verdad?
Un mocetón de veinticuatro tacos que aún no ha terminado la carrera, y que cuando la termine irá directamente al paro. Vive en tu casa, come y duerme en ella.
¿Por qué no le dices que venga los sábados por la tarde y se encargue de la tienda?...
“La tienda no le gusta -responde mi amigo- Además, si lo planteo, mi mujer me mata”.
Me lo quedo mirando, encojo los hombros y sonrío, convencido.
Pues eso mismo, comento.
Pues eso.

jueves, 11 de abril de 2013

EL MAESTRO DE AJEDREZ, de Arturo Pérez Reverte - 8/4/13

Visito un pequeño club de ajedrez, en una ciudad de provincias.
Un lugar agradable, en cuyo salón hay una docena de mesas con tableros, piezas y relojes de juego.

Por las tardes se dan clases infantiles, y la de hoy corresponde a niños de seis a diez años.
Es la hora de salida del cole, y los pequeños cabroncetes llegan acompañados por los padres, con mochilas multicolores, anoraks y gorros de lana.
Con sus inocentes caras de panoli, en contraste con esas miradas perspicaces a las que nada escapa.

Saludos, conversaciones, risas. Bullicio. Nueve chicos y tres chicas.
Se conocen de clases anteriores, y algunos vienen del mismo colegio.
Bromean entre ellos, hablan con naturalidad de jugadas, ejercicios de ajedrez y partidas pasadas. Tiene gracia ver a renacuajos de seis años hablando con aplomo de mates del pastor y de reyes ahogados.
Sorprende que hasta los más pequeños se comporten como veteranos, con la seguridad de quienes están familiarizados con las piezas y el tablero.
También los padres cambian impresiones. No puedo evitar mirarlos con admiración.
Con respeto.
Nadie los obliga a que sus hijos aprendan ajedrez. Es más cómodo llevarlos a un parque, o a casa, y ahorrar los treinta euros al mes que cuestan las clases.
Quienes puedan pagarlos.
Pero aquí están, puntuales como cada miércoles.
Dispuestos a esperar mientras sus enanos juegan. Aprenden. Cuajan.
No se trata de hacer campeones.
Mi amigo Leontxo García, paladín del ajedrez infantil, lo ha dicho muchas veces: es una estupenda actividad complementaria para los pequeños, porque es divertida y porque los acostumbra a pensar antes de hacer las cosas.
Además, un niño familiarizado con este juego puede mejorar hasta un 17 por ciento su capacidad intelectual - hay conexión directa entre la lógica del ajedrez y la lógica matemática - y también su comprensión lectora, pues el tablero ayuda a interpretar signos, asociarlos y sacar conclusiones.
Los padres que traen a sus hijos son conscientes de eso.
Saben que así los dotan de otra herramienta útil para moverse por el territorio hostil que siempre, al cabo, resulta ser la vida.
Con tres elementos añadidos, importantes para la educación de un niño: la conciencia de que existen reglas, el respeto por el adversario -en el ajedrez y en la calle siempre habrá alguien más listo que tú- y acostumbrarlo a encajar victorias y derrotas con naturalidad. Con elegancia.
Llega el maestro de ajedrez: un individuo de aire malhumorado, sobre los cincuenta años. No tiene aspecto simpático.
Con dos palmadas hace que los niños ocupen sus lugares y dispongan las piezas.Luego pide a los padres que desaparezcan. Que se larguen.
Nada de ver cómo juega mi chaval, ni de nenes haciendo monerías para sus papis.
El ajedrez no se juega en familia.
Obedecen todos; pero como no soy padre y estoy de visita, me quedo en la puerta con algún otro progenitor, mirando de lejos.Al profesor no le hace gracia - nos dirige una mirada hostil - pero al cabo decide fingir que no nos ve.
Y empieza la clase.
Lo que asombra, desde el principio, es la disciplina. Acostumbrados como estamos a que sean los enanos quienes dan el tono, el contraste es notable.
Ha bastado la presencia del profesor para que todos se callen y jueguen.
Aperturas, gambitos.
Todo ocurre con insólita seriedad infantil.
De codos en la mesa, los niños alargan la mano para mover una pieza, miran al contrincante.
El silencio y el orden son absolutos.
El maestro de ajedrez pasea severo, mirando los tableros. Haciendo una indicación a este o aquel jugador.
Los niños obedecen en silencio, respetuosos.
Tan formales que dejan estupefacto.
No puedes evitar acordarte de tus maestros de infancia, cuya sola presencia bastaba para imponer disciplina a toda una clase.
Y es que, concluyes, éste es un lugar privado.
Aquí no hay docencia psicopedagógica políticamente correcta, sino un maestro docto en lo suyo, disciplina y niños deseosos de aprender: alumnos voluntarios que aceptan las reglas.
En críos de su edad, eso resulta tan fascinante que acabas preguntándote hasta qué punto escenas así no siguen siendo necesarias.
Hasta qué punto los viejos maestros como siempre fueron -severos, sabios, infundiendo respeto-, no hacen mejores a quienes tutelan.
Y cuando uno de los niños mira a otro y dice algo en voz baja, distrayéndose del juego, observo que el maestro de ajedrez se acerca y le da una ligera colleja: un pescozón de toda la vida, que devuelve la atención del chico a su tablero.
Algo que en un colegio de ahora podría costar al profesor un disgusto, un expediente, un titular en los periódicos.
Y que desde la puerta, en donde curiosea conmigo, el padre del niño acoge con un movimiento de cabeza resignado, y con una sonrisa.



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