jueves, 19 de septiembre de 2013

TONADA DE REGRESO, Letra y Música de Raúl Tilín OROZCO – Fernando BARRIENTOS

Si una vez la tarde llega a verte así,
tan secreta, tan distante, en la claridad.
Si una vez pudiera el anochecer,
envolverte, y llevarte en brazos para no caer.

Se hunde la noche en la dulzura
de una canción de amor,
cubre la luna, prende el silencio

para escuchar su voz.

Si una vez el río llega a verte así, tan perfecta, 
tan brillante, en la claridad.
Si una vez pudiera el anochecer, 
envolverte y llevarte en brazos para no caer.

lunes, 16 de septiembre de 2013

A PESAR DE LOS PESARES, de Eduardo Galeano

1
América Latina ya no es una amenaza. Por tanto, ha dejado de existir. Rara vez las fábricas universales de opinión pública se dignan a echarnos alguna ojeada. Y sin embargo Cuba, que tampoco amenaza a nadie, es todavía una obsesión universal.
No le perdonan que siga estando, que maltrecha y todo siga siendo. Esa islita sometida a feroz estado de sitio, condenada al exterminio por hambre, se niega a dar el brazo a torcer. ¿Por dignidad nacional? No, no, nos explican los entendidos: por vocación suicida. Con la pala en alto, los enterradores esperan. Tanta demora los irrita. Al Este de Europa han hecho un trabajo rápido y total, contratados por los propios cadáveres, y ahora están ansiosos por arrojar tierra sin flores sobre esta porfiada dictadura roja que se niega a aceptar su destino. Los enterradores ya tienen preparada la maldición fúnebre. No para decir que la revolución cubana ha muerto de muerte matada: para decir que ha muerto porque morir quería.

2
Entre los más impacientes, entre los más furiosos, están los arrepentidos. Ayer han confundido al estalinismo con el socialismo y hoy tienen huellas que borrar, un pasado que expiar: las mentiras que dijeron, las verdades que callaron. Es el Nuevo Orden Mundial, los burócratas se hacen empresarios y los censores se vuelven campeones de la libertad de expresión.

3
Nunca he confundido a Cuba con el paraíso. ¿Por qué voy a confundirla, ahora, con el infierno? 
Yo soy uno más entre los que creemos que se puede quererla sin mentir ni callar.

4
Fidel Castro es un símbolo de dignidad nacional. Para los latinoamericanos, que ya estamos cumpliendo cinco siglos de humillación, un símbolo entrañable.
Pero Fidel ocupa, desde hace añares, el centro de un sistema burocrático, sistema de ecos de los monólogos del poder, que impone la rutina de la obediencia contra la energía creadora; y a la corta o a la larga, el sistema burocrático -partido único, verdad única- acaba por divorciarse de la realidad. En estos tiempos de trágica soledad que Cuba está sufriendo, el Estado omni-potente se revela omni-impotente.

5
Ese sistema no proviene de la oreja de una cabra. Proviene, sobre todo, del veto imperial. Apareció cuando la revolución no tuvo más remedio que cerrarse para defenderse, obligada a la guerra por quienes prohibían que Cuba fuera Cuba; y el incesante acoso exterior lo fue consolidando a lo largo del tiempo. Hace más de treinta años que el veto imperial se aplica, de mil maneras, para impedir la realización del proyecto de la Sierra Maestra.
Continuo escándalo de hipocresía: desde aquel entonces, toman examen de democracia a Cuba, los fabricantes de todas las dictaduras militares que en Cuba han sido.
En Cuba, democracia y socialismo nacieron para ser dos nombres de la misma cosa; pero los mandones del mundo sólo otorgan la libertad de elegir entre el capitalismo y el capitalismo.

6
El modelo de la Europa del Este, que tan fácilmente se ha derrumbado allá, no es la revolución cubana. La revolución cubana, que no llegó desde arriba ni se impuso desde afuera, ha crecido desde la gente, y no contra ella ni a pesar de ella. Por eso ha podido desarrollar una conciencia colectiva de patria: el imprescindible auto-respeto que está en la base de la auto-determinación.

7
El bloqueo de Haití, anunciado con bombos y platillos en nombre de la democracia herida, fue un fugaz espectáculo. No duró nada. Terminó mucho antes del regreso de Aristide. No podía durar: en democracia o en dictadura, hay cincuenta empresas norteamericanas que sacan jugo a esa mano de obra baratísima.
En cambio, el bloqueo contra Cuba se ha multiplicado con los años.
¿Un asunto bilateral?
Así dicen; pero nadie ignora que el bloqueo norteamericano implica, hoy por hoy, el bloqueo universal. A Cuba se le niega el pan y la sal y todo lo demás. Y también implica, aunque lo ignoren muchos, la negación del derecho a la autodeterminación.
El cerco asfixiante tendido en torno a Cuba es una forma de intervención, la más feroz, la más eficaz, en sus asuntos internos. Genera desesperación, estimula la represión, desalienta la libertad. Bien lo saben los bloqueadores.

8
Ya no hay Unión Soviética. Ya no se puede cambiar, a precios justos, azúcar por petróleo. Cuba queda condenada al desamparo
El bloqueo multiplica el canibalismo de un mercado internacional que paga nada y cobra todo. Acorralada, Cuba apuesta al turismo
Y se corre el peligro de que resulte peor el remedio que la enfermedad.
Cotidiana contradicción: los turistas extranjeros disfrutan de una isla dentro de la isla, donde para ellos hay lo que para los cubanos falta. Se reabren viejas heridas de la memoria. 
Hay bronca popular, bronca justa, en esta patria que había sido colonia, y había sido putero, y había sido garito.
Penosa situación, sin duda; que por ser cubana, se mira con lupa.
Pero, ¿quién puede tirar la primera piedra? ¿No se consideran normales, en toda América Latina, los privilegios del turismo extranjero? Y, peor, ¿no se considera normal la sistemática guerra contra los pobres, desde el mortal muro que separa a los que tienen hambre de los que tienen miedo? 

9
¿En Cuba hay privilegios? ¿Privilegios del turismo y también, en cierta medida, privilegios del poder? Sin duda.
Pero el hecho es que no existe sociedad más igualitaria en América.
Se reparte la pobreza: no hay leche, es verdad, pero la leche no falta a los niños ni a los viejos.
La comida es poca, y no hay jabones, y el bloqueo no explica por arte de magia todas las escaseces; pero en plena crisis sigue habiendo escuelas y hospitales para todos, lo que no resulta fácil de imaginar en un continente donde tantísima gente no tiene otro maestro que la calle, ni más médico que la muerte.
La pobreza se reparte, digo, y se reparte: Cuba sigue siendo el país más solidario del mundo.
Recientemente, por poner un ejemplo, Cuba fue el único país que abrió las puertas a los haitianos fugitivos del hambre y de la dictadura militar, que en cambio fueron expulsados de los Estados Unidos.

10
Tiempo de derrumbamiento y perplejidad; tiempo de grandes dudas y certezas chiquitas.
Pero quizá no sea tan chiquita esta certeza: cuando nacen desde adentro, cuando crecen desde abajo, los grandes procesos de cambio no terminan en su lado jodido.
Nicaragua, pongamos por caso, que viene de una década de asombrosa grandeza, ¿podrá olvidar lo que aprendió en materia de dignidad y justicia y democracia?
¿Termina el sandinismo en algunos dirigentes que no han sabido estar a la altura de su propia gesta, y se han quedado con autos y casas y otros bienes públicos? Seguramente el sandinismo es bastante más que esos sandinistas que habían sido capaces de perder la vida en la guerra y en la paz no han sido capaces de perder las cosas.

11
La revolución cubana vive una creciente tensión entre las energías de cambio que ella contiene y sus petrificada estructuras de poder.
Los jóvenes, y no sólo los jóvenes, exigen más democracia.
No un modelo impuesto desde afuera, prefabricado por quienes desprestigian a la democracia usándola como coartada de la injusticia social y la humillación nacional.
La expresión real, no formal, de la voluntad popular, quiere encontrar su propio camino.
A la cubana. Desde adentro, desde abajo.
Pero la liberación plena de esas energías de cambio no parece posible mientras Cuba continúe sometida a estado de sitio. El acoso exterior alimenta las peores tendencias del poder: las que interpretan toda contradicción como un posible acto de conspiración, y no como la simple prueba de que está viva la vida.

12
Se juzga a Cuba como si no estuviera padeciendo, desde hace más de treinta años, una continua situación de emergencia.
Astuto enemigo, sin duda, que condena las consecuencias de sus propios actos.
Yo estoy en contra de la pena de muerte. En cualquier lugar. En Cuba, también.
Pero, ¿se puede repudiar los fusilamientos en Cuba sin repudiar, a la vez, el cerco que niega a Cuba la libertad de elegir y la obliga a vivir en vilo?
Sí, se puede.
Al fin y al cabo, a Cuba le dictan cursos de derechos humanos quienes silban y miran para otro lado cuando la pena de muerte se aplica en otros lugares de América.
Y no se aplica de vez en cuando, sino de manera sistemática: achicharrando negros en las sillas eléctricas de los Estados Unidos, masacrando indios en las sierras de Guatemala, acribillando niños en las calles de Brasil.
Y por lamentables que hayan sido los fusilamientos en Cuba, al fin y al cabo, ¿deja de ser admirable la porfiada valentía de esta isla minúscula, condenada a la soledad, en un mundo donde el servilismo es alta virtud o prueba de talento?
¿Un mundo donde quien no se vende, se alquila?

EL CARPINTERO, de Eduardo Galeano

Orlando Goicoechea reconoce las maderas por el olor, de qué árboles vienen, qué edad tienen, y oliéndolas sabe si fueron cortadas a tiempo o a destiempo y les adivina los posibles contratiempos.
El es carpintero desde que hacía sus propios juguetes en la azotea de su casa del barrio de Cayo Hueso. Nunca tuvo máquinas ni ayudantes. A mano hace todo lo que hace, y de su mano nacen los mejores muebles de La Habana: mesas para comer celebrando, camas y sillas que te da pena levantarte, armarios donde a la ropa le gusta quedarse.
Orlando trabaja desde el amanecer. Y cuando el sol se va de la azotea, se encierra y enciende el video. Al cabo de tantos años de trabajo, Orlando se ha dado el lujo de comprarse un video, y ve una película tras otra.
No sabía que eras loco por el cine ­le dice un vecino.
Y Orlando le explica que no, que a él el cine ni le va ni le viene, pero gracias al video puede detener las películas para estudiar los muebles..

NOTICIA DE LOS NADIES, de Eduardo Galeano

Hasta hace veinte o treinta años, la pobreza era fruto de la injusticia.
Lo denunciaba la izquierda, lo admitía el centro, rara vez lo negaba la derecha.
Mucho han cambiado los tiempos, en tan poco tiempo: ahora la pobreza es el justo castigo que la ineficiencia merece, o simplemente es un modo de expresión del orden natural de las cosas.
La pobreza puede merecer lástima, pero ya no provoca indignación: hay pobres por ley de juego o fatalidad del destino.
Los medios dominantes de comunicación, que muestran la actualidad del mundo como un espectáculo fugaz, ajeno a la realidad y vacío de memoria, bendicen y ayudan a perpetuar la organización de la desigualdad creciente.
Nunca el mundo ha sido tan injusto en el reparto de los panes y los peces, pero el sistema que en el mundo rige, y que ahora se llama, pudorosamente, economía de mercado, se sumerge cada día en un baño de impunidad.
La injusticia está fuera de la cuestión.
El código moral de este fin de siglo no condena la injusticia, sino el fracaso.
Hace unos meses, Robert McNamara, que fue uno de los responsables de la guerra de Vietnam, escribió un largo arrepentimiento público. Su libro, In retrospect (Times Books, 1995) reconoce que esa guerra fue un error.
Pero esa guerra, que mató a tres millones de vietnamitas y a 58 mil norteamericanos, fue un error porque no se podía ganar, y no porque fuera injusta.
El pecado está en la derrota, no en la injusticia.
Según McNamara, ya en 1965 el gobierno de Estados Unidos disponía de abrumadoras evidencias que demostraban la imposibilidad de la victoria de sus fuerzas invasoras, pero siguió actuando como si la victoria fuera posible.
El hecho de que Estados Unidos estuviera practicando el terrorismo internacional para imponer a Vietnam una dictadura militar que los vietnamitas no querían, está fuera de la cuestión. En un sistema de recompensas y castigos, que concibe la vida como una despiadada carrera entre pocos ganadores y muchos perdedores, los winners y los loosers, el fracaso es el único pecado mortal.
El orden biológico, quizás zoológico.
Con la violencia ocurre lo mismo que ocurre con la pobreza.
Al sur del planeta, donde habitan los perdedores, la violencia rara vez aparece como un resultado de la injusticia.
La violencia casi siempre se exhibe como el fruto de la mala conducta de los seres de tercera clase que habitan el llamado Tercer Mundo, condenados a la violencia porque ella está en su naturaleza: la violencia corresponde, como la pobreza, al orden natural, al orden biológico o quizás zoológico de un submundo que así es porque así ha sido y así seguirá siendo.
Las tradiciones, que perpetúan la maldición desde el oscuro fondo de los tiempos, actúan al servicio de esta naturaleza cómplice de la desigualdad social, y proporcionan la explicación mágica de todos los horrores. La reciente reunión mundial de las mujeres en Pekín desencadenó una oleada de denuncias, en los medios masivos de comunicación, a propósito de una costumbre aberrante: en India, China, Pakistán, Corea del Sur y otros países asiáticos, millones de niñas son asesinadas al nacer.
Los medios atribuyeron el sistemático infanticidio solamente a ``la barbarie milenaria''.
Pero el desbalance de la población asiática, cada vez más hombres, cada vez menos mujeres, se ha agudizado en estos últimos años
¿No tendrá este hecho algo que ver, quizás mucho que ver, con la incorporación acelerada y brutal de esos países a la llamada ``modernización'', a través del desarrollo de las industrias exportadoras de bajísimos costos?
Los valores del mercado, valores dominantes en el mundo de hoy, ¿son inocentes de esos crímenes?
La coartada de la tradición, ¿puede absolver a un sistema que cotiza a precio vil la mano de obra femenina, y convierte en desgracia el nacimiento de las niñas en los hogares pobres? Campana de palo.
Mientras McNamara publicaba su libro sobre Vietnam, dos países latinoamericanos, Guatemala y Chile, atrajeron, por asombrosa excepción, la atención de la opinión pública norteamericana.
Un coronel del ejército de Guatemala fue acusado del asesinato de un ciudadano de Estados Unidos y de la tortura y muerte del marido de una ciudadana de Estados Unidos.
Desde hacía unos cuantos años, se reveló, ese coronel cobraba sueldo de la CIA.
Pero los medios de comunicación, que difundieron bastante información sobre el escandaloso asunto, prestaron poca importancia al hecho de que la CIA viene financiando asesinos y poniendo y sacando gobiernos en Guatemala desde 1954.
En aquel año, la CIA organizó, con el visto bueno del presidente Eisenhower, el golpe de Estado que volteó al gobierno democrático de Jacobo Arbenz.
El baño de sangre que Guatemala viene sufriendo desde entonces, ha sido siempre considerado natural, y raras veces ha llamado la atención de las fábricas de opinión pública. No menos de cien mil vidas humanas han sido sacrificadas; pero ésas han sido vidas guatemaltecas, y en su mayoría, para colmo del desprecio, vidas indígenas.
Al mismo tiempo que revelaban lo del coronel en Guatemala, los medios informaron que dos altos oficiales de la dictadura de Pinochet habían sido condenados a prisión en Chile.
El asesinato de Osvaldo Letelier constituía una excepción a la norma de la impunidad, y este detalle no fue mencionado. Impunemente habían cometido muchos otros crímenes los militares que en 1973 asaltaron el poder en Chile, con la colaboración confesa del presidente Nixon. Letelier había sido asesinado, con su secretaria norteamericana, en la ciudad de Washington.
¿Qué hubiera ocurrido si hubiera caído en Santiago de Chile, o en cualquier otra ciudad latinoamericana?
¿Qué ocurrió con el general chileno Carlos Prats, impunemente asesinado, con su esposa también chilena, en Buenos Aires, en 1974?
Cosas de negros.
Automóviles imbatibles, jabones prodigiosos, perfumes excitantes, analgésicos mágicos: a través de la pantalla chica, el mercado hipnotiza al público consumidor.
A veces, entre aviso y aviso, la televisión cuela imágenes de hambre y guerra.
Esos horrores, esas fatalidades, vienen del otro mundo, donde el infierno acontece, y no hacen más que destacar el carácter paradisíaco de las ofertas de la sociedad de consumo. Con frecuencia esas imágenes vienen del África.
El hambre africana se exhibe como una catástrofe natural y las guerras africanas no enfrentan etnias, pueblos o regiones, sino tribus, y no son más que cosas de negros.
Las imágenes del hambre jamás aluden, ni siquiera de paso, al saqueo colonial.
Jamás se menciona la responsabilidad de las potencias occidentales, que ayer desangraron al África a través de la trata de esclavos y el monocultivo obligatorio, y hoy perpetúan la hemorragia pagando salarios enanos y precios de ruina.
Lo mismo ocurre con las imágenes de las guerras: siempre el mismo silencio sobre la herencia colonial, siempre la misma impunidad para los inventores de las fronteras falsas, que han desgarrado al África en más de cincuenta pedazos, y para los traficantes de la muerte, que desde el norte venden las armas para que el sur haga las guerras.
Durante la guerra de Rwanda, que brindó las más atroces imágenes en 1994 y buena parte de 1995, ni por casualidad se escuchó, en la tele, la menor referencia a la responsabilidad de Alemania, Bélgica y Francia.
Pero las tres potencias coloniales habían sucesivamente contribuido a hacer añicos la tradición de tolerancia entre los tutsis y los hutus, dos pueblos que habían convivido pacíficamente, durante varios siglos, antes de ser entrenados para el exterminio mutuo.

EL DESAFÍO, de Eduardo Galeano - Junio de 1995

En Chiapas, los enmascarados desenmascaran al poder.
Y no solamente al poder local, que está en manos de los devastadores de bosques y los exprimidores de gentes.
La rebelión zapatista viene desnudando también, desde hace un año y medio, al poder que reina sobre todo México, un poder cuyas peores costumbres enseñan que las urnas y las mujeres están para ser violadas y que hacer política consiste en robar hasta las herraduras de los caballos en pleno galopePero los ecos de Chiapas llegan más allá de la comarca y el reino.
Marcos, el portavoz, ha dicho que él es zapatista en México y también es gay en San Francisco, negro en Africa del Sur, musulmán en Europa, chicano en Estados Unidos, palestino en Israel, judió en Alemania, pacifista en Bosnia, mujer sola en cualquier metro a las diez de la noche, campesino sin tierra en cualquier país, obrero sin trabajo en cualquier ciudad.
Y en una carta entrañable, el sub ha evocado a su amigo, el viejo Antonio, y ha contado que el viejo Antonio opina que cada cual tiene el tamaño del enemigo que elige.
Ahí esta, creo, la clave de la grandeza de este pequeño movimiento campesino, que ha brotado en un lugar que nunca había sido noticia para los fabricantes de opinión pública: su grito tiene resonancia universal, porque expresa una pasión de justicia y una vocación solidaria que desafían al todopoderoso sistema que impunemente se ha apoderado del planeta entero.
Y el desafío se formula con bravura en los hechos y con sentido del humor en las palabras, con coraje y con alegría, que nos den cosas que buena falta nos hacen. 
Está el mundo sometido a una vasta dictadura invisible
En ella, la injusticia no existe
La pobreza, pongamos por caso, que a tantos atormenta y que tanto se multiplica, no es un resultado de la injusticia, sino el justo castigo que la ineficiencia merece.
Y si la injusticia no existe, la pasión de justicia se condena como terrorismo o se descalifica como mera nostalgia.
¿Y la solidaridad?
Lo que no tiene precio, no tiene valor: jamás la solidaridad se ha cotizado tan bajo en el mercado mundial.
La caridad está mejor vista, pero hasta ahora, que yo sepa, el supergobierno del mundo no ha ofrecido ningún Ministerio de Economía a la Madre Teresa de Calcuta
El supergobierno: los gobiernos están gobernados por un puñado de piratas, elegidos en ninguna elección. Ellos deciden la suerte de la humanidad y le dictan el código moral
En vez de un gancho, tienen en el puño una computadora, y al hombro llevan un tecnócrata en lugar de un papagayo.
Ellos dominan los siete mares de las altas finanzas y del comercio internacional, donde navegan los que especulan y se ahogan los que producen.
Desde allí, distribuyen el hambre y la indigestión en escala mundial, y en escala mundial manejan a los mandones y vigilan a los mandados.
La televisión, que trasmite sus órdenes, llama paz mundial o equilibrio internacional a la resignación universal. 
Pero la condición humana tiene una porfiada tendencia a la mala conducta.
Donde menos se espera, salta la rebelión y ocurre la dignidad.
En las montañas de Chiapas, por ejemplo.
Largo tiempo callaron los indígenas mayas.
La cultura maya es una cultura de la paciencia, que sabe esperar.
Ahora, ¿cuánta gente habla por esas bocas?
Los zapatistas están en Chiapas, pero están en todas partes. Son pocos, pero tienen muchos embajadores espontáneos.
Como nadie nombra a esos embajadores, nadie puede destituirlos.
Como nadie les paga, nadie puede contarlos.
Ni comprarlos
(Mensaje enviado al Segundo Diálogo de la Sociedad Civil, México, junio de 1995.)

EL PROFESOR BOSNIO, de Arturo Pérez Reverte - 16/9/13

He vuelto a reunirme con Paco Custodio, cámara de televisión jubilado, viejo compañero de viajes y aventuras, y eso nos ha dado ocasión para recordar cosas.
Entre otras, que hace exactamente veinte años estábamos con Miguel de la Fuente y Pasko, nuestro intérprete, en un lugar llamado Stup, cerca de Sarajevo, esperando acompañar a las tropas bosnias en uno de los contraataques desesperados que lanzaban para mantener abierta la única vía de comunicación y suministros que abastecía la ciudad.
La unidad que acompañábamos estaba compuesta por bosniocroatas, y pasamos con ellos la noche en un viejo almacén bombardeado, esperando el ataque que iban a intentar con la primera luz del día.
Eran ciento noventa y cuatro hombres, casi todos muy jóvenes, y la mayor parte de ellos entraría en fuego por primera vez.
No fue una noche cómoda, ni tranquila. Y al punto del alba, los oficiales empezaron a despertar a los soldados que dormitaban como podían.
Los hacían ponerse en pie y salir afuera, mientras en la oscuridad resonaban los cerrojos de los kalashnikov al amartillarse. Una veintena de aquellos soldados eran niños.
Casi literalmente.
Tendrían entre quince y diecisiete años. Procedían todos de un mismo colegio, y no sé si se habían presentado voluntarios o los alistaron a la fuerza. Estaban allí, con los otros, aunque formando grupo aparte; como si la proximidad física de los compañeros de pupitre les diese más seguridad o más valor.
Los habíamos grabado la tarde anterior y ahora volvíamos a percibir sus rostros en la claridad del alba: lampiños, graves, asustados, mirando alrededor con desconcierto a medida que el gris del día naciente aclaraba la hondonada donde nos concentrábamos.
Impresionaban esos rostros casi de niños en aquella luz siniestra, mientras resonaban por todas partes los cerrojazos de las armas amartillándose.
Con ellos estaba su maestro.
Era un joven de veintiocho años promovido a oficial, que a pesar de los uniformes, las armas y el equipo militar se movía entre ellos con los gestos del profesor de escuela que hasta pocas semanas antes había sido: paternal, tranquilizador, atento a todo.
Según nos contaron, los padres de aquellos chicos le habían pedido que cuidara de sus hijos. Y él hacía lo que podía.
Lo habíamos sentido, más que visto, pasar la noche yendo de unos a otros para hablarles en voz baja y tranquila mientras comprobaba sus equipos y sus armas.
Ahora, con aquella luz color ceniza, lo veíamos comprobar que todos tenían las armas listas y con el seguro puesto.
Y luego, con un rotulador de trazo grueso que yo le presté, ir entre ellos preguntándoles el grupo sanguíneo para pintárselo en el dorso de las manos, en la frente, en el pecho del uniforme.
Llegó la orden de avanzar.
Y en esa claridad fantasmal, docenas de hombres y muchachos se pusieron en marcha hacia el combate. Había que cruzar una carretera elevada sobre un talud, muy expuesta al fuego de las posiciones serbias, que estaban próximas. Los soldados la cruzaban al descubierto, a la carrera, agachada la cabeza.
No había disparos, y sólo escuchábamos el ruido de las botas de los hombres que corrían.
Y cuando llegó el momento de que cruzara el pelotón de chicos con su maestro, éste los hizo detenerse al pie del talud, les dio unas instrucciones en su lengua, y luego, avanzando solo hasta alzarse por completo, erguido, de pie e inmóvil en mitad de la carretera, encaró su fusil, que llevaba acoplada una mira telescópica de francotirador.
Con ella, sereno, expuesto allí arriba, estudió durante un interminable minuto las posiciones serbias.
Después, cuando creyó estar seguro, fue pronunciando uno por uno los nombres de los chicos, por orden alfabético, como si pasara lista en clase.
Y a cada nombre, el interpelado apretaba los dientes, subía por el talud agachada la cabeza y cruzaba la carretera pasando junto al maestro; que, sin moverse, impasible, seguía vigilando las líneas enemigas.
Así se fueron agrupando al otro lado, y así grabó Paco Custodio con su Betacam al joven del fusil: solo e inmóvil en el centro de la carretera, recortado en el cielo gris, el visor del arma pegado a la cara y el cañón apuntando a las líneas serbias, llamando uno por uno a sus alumnos y cuidando de ellos mientras cruzaban.
Y después, cuando trescientos pasos más allá empezó todo y cada uno hubo de cuidar de sí mismo, Custodio volvió a grabar al maestro, esta vez llevado por sus alumnos a la retaguardia mientras dejaba un rastro de sangre en la hierba.
Ninguno de los padres de aquellos chicos podía haberlo hecho mejor.

UNA HISTORIA DE ESPAÑA IX, de Arturo Pérez Reverte - 9/9/13

Estábamos en que la palabra Reconquista vino luego, a toro pasado, y que los patriohistoriadores dedicados a glorificar el asunto de la empresa común hispánica y tal mintieron como bellacos; así como también mienten, sobre etapas posteriores, ciertos neohistoriadores del ultranacionalismo periférico.
En el tiempo que nos ocupa, los enclaves cristianos del norte bastante tenían con arreglárselas para sobrevivir, y no estaban de humor para soñar con recomponer Hispanias perdidas: unos pagaban tributo de vasallaje a los moros de Al Andalus y todos se lo montaban como podían, a menudo haciéndose la puñeta entre ellos, traicionándose y aliándose con el enemigo, hasta el punto de que los emires musulmanes del sur, dándose con el codo, se decían unos a otros: tranqui, colega Mojamé, colega Abdalá, que no hay color, dejemos que esos cantamañanas se desuellen unos a otros -lo que demuestra, por otra parte, que como profetas los emires tampoco tenían ni puta idea-.
Cómo estarían las cosas reconquistadoras de poco claras por ese tiempo, que el primer rey cristiano de Pamplona del que se tiene noticia, Íñigo Arista, tenía un hermano carnal llamado Muza que era caudillo moro, y entre los dos le dieron otra soba después de Roncesvalles a Carlomagno; que en sus ambiciones sobre la Península siempre tuvo muy mal fario y se diría que lo hubiese mirado un tuerto.
El caso es que así, poco a poco, entre incursiones, guerras y pactos a varias bandas que incluían alianzas y tratados con moros o cristianos, según convenía, poco a poco se fue formando el reino de Navarra, crecido a medida que el califato cordobés y los musulmanes en general pasaban por períodos -españolísimos, también ellos- de flojera y bronca interna, en un período en el que cada perro se lamía su cipote, dicho en plata, y que acabó llamándose reinos de taifas, con reyezuelos que, como su propio nombre indica, iban a su rollo moruno.
Y de ese modo, entre colonos que se la jugaban en tierra de nadie y expediciones militares de unos y otros para saqueo, esclavos y demás parafernalia -eso de saquear, violar y esclavizar era práctica común de la época en todos los bandos, aunque ahora suene más bien raro-, la frontera cristiana se fue desplazando alternativamente hacia arriba y hacia abajo, pero sobre todo hacia abajo.
Sancho III el Mayor, rey navarro, uno de los que le había puesto a Almanzor los pavos a la sombra, pegó un soberbio braguetazo con la hija del conde de Castilla, que era la soltera más cotizada de entonces, y organizó un reino bastante digno de ese nombre, que al morir dividió entre sus hijos -prueba de que eso de unificar España y echar de aquí a la mahometana morisma todavía no le pasaba a nadie por la cabeza-.
Dio Navarra a su hijo García, Castilla a Fernando, Aragón a Ramiro, y a Gonzalo los condados de Sobrarbe y Ribagorza.
De esta forma se fue definiendo el asunto: los de Castilla y Aragón tomaron el título de rey, y a partir de entonces pudo hablarse, con más rigor, de reinos cristianos del norte y de Al Andalus islámico al Sur.
En cuanto a Cataluña, entonces feudataria de los vecinos reyes francos, fue ensanchándose con gobernantes llamados condes de Barcelona.
El primero de ellos que se independizó de los gabachos fue Wifredo, por apodo el Pilós o Velloso, que además de peludo debía de ser piadoso que te rilas, pues llenó el condado de magníficos monasterios.
Ciertos historiadores de pesebre presentan ahora al buen Wifredo como primer rey de una supuesta monarquía catalana, pero no dejen que les coman el tarro: reyes en Cataluña con ese nombre no hubo nunca. Ni de coña.
Los reyes fueron siempre de Aragón, y la cosa se ligó más tarde, como contaremos cuando toque.
De momento eran condes catalanes, a mucha honra. Y punto.
Por cierto, hablando de monasterios, dos detalles.
Uno, que mientras en el sur morube la cultura era urbana y se centraba en las ciudades, en el norte, donde la gente era más bestia, se cultivaba en los monasterios, con sus bibliotecas y todo eso.
El otro punto es que por ese tiempo la Iglesia Católica, que iba adquiriendo grandes posesiones rurales de las que sacaba enormes ingresos, inventó un negocio estupendo, que podríamos llamar truco o timo del monje ausente: cuando una aceifa mora asolaba la tierra y saqueaba el correspondiente monasterio, los monjes lo abandonaban una larga temporada para que los colonos que se buscaban la vida en la frontera se instalaran allí y pusieran de nuevo las tierras en valor, cultivándolas.
Y cuando la propiedad ya era próspera de nuevo, los monjes reclamaban su derecho y se adueñaban de todo, por la cara.

CONMIGO O CONTRA MÍ, de Arturo Pérez Reverte - 2/9/13

Un lector me preguntó el otro día por mi escepticismo político: mi falta de fe en el futuro y mi despego de esta casta parásita que nos gobierna, sólo comparable a la desconfianza que siento hacia nosotros los gobernados: sin víctimas fáciles no hay verdugos impunes. Siempre sostuve, porque así me lo dijeron de niño, que los únicos antídotos contra la estupidez y la barbarie son la educación y la cultura.
Que, incluso con urnas, nunca hay democracia sin votantes cultos y lúcidos.
Y que los pueblos analfabetos nunca serán libres, pues su ignorancia y su abulia política los convierten en borregos propicios a cualquier esquilador astuto, a cualquier lobo hambriento, a cualquier manipulador malvado.
También en torpes animales peligrosos para sí mismos.
En lamentables suicidas sociales.
Hace dos largas décadas que escribo en esta página.
También, en los últimos dos años, Twitter me ha permitido acercarme a lo más caliente de nuestro modo de respirar. Y no puedo decir que sea confortable.
Inquieta el lugar en que una parte de los lectores españoles se sitúan: lo airado de sus reacciones, el odio sectario, la violenta simpleza -rara vez hay argumentos serios- que a menudo llegan a un desolador extremo de estolidez, cuando no de infamia y vileza.
Cualquier asunto polémico se transforma en el acto, no en debate razonado, sino en un pugilato visceral del que está ausente, no ya el rigor, sino el más elemental sentido común. Destaca, significativa, la necesidad de encasillar.
Si usted opina, por ejemplo, que a Manuel Azaña se le fue la República de las manos, no encontrará criterios serenos que comenten por qué se le fue o no se le fue, sino airadas reacciones que, tras mencionar el burdo lugar común de Hitler y Mussolini, acusarán al opinante de profranquista y antidemócrata.
Y si, por poner otro ejemplo, menciona el papel que la Iglesia Católica tuvo en la represión de las libertades durante los últimos tres siglos de la historia de España, abundarán las voces calificándolo en el acto de anticatólico y progre de salón.
Pondré un ejemplo personal: una vez, al ser interrogado sobre mi ideología, respondí que yo no tengo ideología porque tengo biblioteca.
No pueden ustedes imaginar cómo llovieron, en el acto, las violentas acusaciones de que escurría el bulto «y no me mojaba».
Y es que en España parece inconcebible que alguien no milite en algo y, en consecuencia, no odie cuanto quede fuera del territorio delimitado por ese algo.
Reconocer un mérito al adversario es para nosotros impensable, como aceptar una crítica hacia algo propio.
Porque se trata exactamente de eso: adversarios, bandos, sectas viscerales heredadas, asumidas sin análisis. Odios irreconciliables. Toda discrepancia te sitúa directamente en el bando enemigo.
Sobre todo en materia de nacionalismos, religión o política, lo que no toleramos es la crítica, ni la independencia intelectual.
O estás conmigo, o contra mí.
O eres de mi gente -y mi gente es siempre la misma, como mi club de fútbol- o eres cómplice de la etiqueta que yo te ponga. Y cuanto digas queda automáticamente descalificado porque es agresión. Provocación. Crimen.
Qué fácil resulta entender, así, nuestra despiadada Guerra Civil.
Si ahora no se dan delaciones y paseos por las cunetas, es sencillamente porque ya no se puede. Pero las ganas, el impulso, siguen ahí.
Me pregunto muchas veces de dónde viene esa vileza, esa ansia de ver al adversario no vencido o convencido, sino exterminado.
La falta de cultura no basta para explicarlo, pues otros pueblos tan incultos y maleducados como nosotros se respetan a sí mismos.
Quizá esa Historia que casi nadie enseña en los colegios pueda explicarlo: ocho siglos de moros y cristianos, el peso de la Inquisición con sus delaciones y envidias, la infame calidad moral de reyes y gobernantes.
Pero no estoy seguro.
Esa saña que lo mismo se manifiesta en una discusión política que entre cuñados y hermanos en una cena de Navidad, es tan española, tan nuestra, que me pregunto quién nos metió en la sangre su cochina simiente.
Desde ese punto de vista, el español es por naturaleza un perfecto hijo de puta.
Por eso necesitamos tanto lo que no tenemos: gobernantes lúcidos, sabios sin complejos que hablen a los españoles mirándonos a los ojos, sin mentir sobre nuestra naturaleza y asumiendo el coste político que eso significa.
Dispuestos a decir: «Preparemos al niño español para que se defienda de sí mismo. Eduquémoslo para que conviva con el hijo de puta que siglos de reyes, obispos, mediocridad, envidia, corrupción, violencia, injusticia, le metieron dentro».

lunes, 9 de septiembre de 2013

UNA HISTORIA DE ESPAÑA VIII, de Arturo Pérez Reverte 1- 26/8/13

Al principio de la España musulmana, los reinos cristianos del norte sólo fueron una nota a pie de página de la historia de Al Andalus.
Las cosas notables ocurrían en tierra de moros, mientras que la cristiandad bastante tenía con sobrevivir, más mal que bien, en las escarpadas montañas asturianas.
Todo ese camelo del espíritu de reconquista, el fuego sagrado de la nación hispana, la herencia visigodo-romana y demás parafernalia vino luego, cuando los reinos norteños crecieron, y sus reyes y pelotillas cortesanos tuvieron que justificar e inventarse una tradición y hasta una ideología.
Pero la realidad era más prosaica.
Los cristianos que no tragaban con los muslimes, más bien pocos, se echaron al monte y aguantaron como pudieron, a la española, analfabetos y valientes en plan Curro Jiménez de la época, puteando desde los riscos inaccesibles a los moros del llano.
Don Pelayo, por ejemplo, fue seguramente uno de esos bandoleros irreductibles, que en un sitio llamado Covadonga pasó a cuchillo a algún destacamento moro despistado que se metió donde no debía, le colocó hábilmente el mérito a la Virgen y eso lo hizo famoso.
Así fue creciendo su vitola y su territorio, imitado por otros jefes dispuestos a no confraternizar con la morisma.
El mismo Pelayo, que era asturiano, un tal Íñigo Arista, que era navarro, y otros animales por el estilo -los suplementos culturales de los diarios no debían de mirarlos mucho, pero manejaban la espada, la maza y el hacha con una eficacia letal- crearon así el embrión de lo que luego fueron reinos serios con más peso y protocolo, y familias que se convirtieron en monarquías hereditarias. Prueba de que al principio la cosa reconquistadora y las palabras nación y patria no estaban claras todavía, es que durante siglos fueron frecuentes las alianzas y toqueteos entre cristianos y musulmanes, con matrimonios mixtos y enjuagues de conveniencia, hasta el extremo de que muchos reyes y emires de uno y otro bando tuvieron madres musulmanas o cristianas; no esclavas, sino concertadas en matrimonio a cambio de alianzas y ventajas territoriales.
Y al final, como entre la raza gitana, muchos de ellos acabaron llamándose primo, con lo que mucha degollina de esa época quedó casi en familia.
Esos primeros tiempos de los reinos cristianos del norte, más que una guerra de recuperación de territorio propiamente dicha fueron de incursiones mutuas en tierra enemiga, cabalgadas y aceifas de verano en busca de botín, ganado y esclavos -una algara de los moros llegó a saquear Pamplona, reventando, supongo, los Sanfermines ese año-.
Todo esto fue creando una zona intermedia peligrosa, despoblada, que se extendía hasta el valle del Duero, en la que se produjo un fenómeno curioso, muy parecido a las películas de pioneros norteamericanos en el Oeste: familias de colonos cristianos pobres que, echándole huevos al asunto, se instalaban allí para poblar aquello por su cuenta, defendiéndose de los moros y a veces hasta de los mismos cristianos, y que acababan uniéndose entre sí para protegerse mejor, con sus granjas fortificadas, monasterios y tal; y que, a su heroica, brutal y desesperada manera, empezaron la reconquista sin imaginar que estaban reconquistando nada. En esa frontera dura y peligrosa surgieron también bandas de guerreros cristianos y musulmanes que, entre salteadores y mercenarios, se ponían a sueldo del mejor postor, sin distinción de religión; con lo que se llegó al caso de mesnadas moras que se lo curraban para reyes cristianos y mesnadas cristianas al servicio de moros.
Fue una época larga, apasionante, sangrienta y cruel, de la que si fuéramos gringos tendríamos maravillosas películas épicas hechas por John Ford; pero que, siendo españoles como somos, acabó podrida de tópicos baratos y posteriores glorias católico-imperiales. Aunque eso no le quite su interés ni su mérito. También por ese tiempo el emperador Carlomagno, que era francés, quiso quedarse con un trozo suculento de la península; pero guerrilleros navarros -imagínenselos- le dieron las suyas y las de un bombero en Roncesvalles a la retaguardia del ejército gabacho, picándola como una hamburguesa, y Carlomagno tuvo que conformarse con el vasallaje de la actual Cataluña, conocida como Marca Hispánica. También, por aquel entonces, desde La Rioja empezó a extenderse una lengua magnífica que hoy hablan 450 millones de personas en todo el mundo. Y que ese lugar, cuna del castellano, no esté hoy en Castilla, es sólo uno de los muchos absurdos disparates que la peculiar historia de España iba a depararnos en el futuro.

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