martes, 29 de octubre de 2013

19 DÍAS Y 500 NOCHES, de Joaquín Sabina

Lo nuestro duró lo que duran dos peces de hielo
en un güisqui on the rocks,
en vez de fingir, o, estrellarme una copa
de celos, le dio por reír.
De pronto me vi, como un perro de nadie,
ladrando, a las puertas del cielo.
Me dejó un neceser con agravios,
la miel en los labios y escarcha en el pelo.

Tenían razón mis amantes
en eso de que, antes, el malo era yo,
con una excepción: esta vez,
yo quería quererla querer y ella no.
Así que se fue, me dejó el corazón
en los huesos y yo de rodillas.
Desde el taxi, y, haciendo un exceso,
me tiró dos besos..., uno por mejilla.

Y regresé a la maldición del cajón sin su ropa,
a la perdición de los bares de copas,
a las cenicientas de saldo y esquina,
y, por esas ventas del fino Laina.
Pagando las cuentas de gente sin alma
que pierde la calma con la cocaína,
volviéndome loco, derrochando la bolsa y la vida
la fui, poco a poco, dando por perdida.

Y eso que yo, paro no agobiar con
flores a María, para no asediarla
con mi antología de sábanas frías
y alcobas vacías, para no comprarla
con bisutería, ni ser el fantoche
que va en romería, con la cofradía
del Santo Reproche, tanto la quería,
que, tardé, en aprender a olvidarla,
diecinueve días y quinientas noches.

Dijo hola y adiós, y, el portazo,
sonó como un signo de interrogación,
sospecho que, así, se vengaba,
a través del olvido, Cupido de mi.
No pido perdón, ¿para qué? si me va a perdonar
porque ya no le importa...
siempre tuvo la frente muy alta,
la lengua muy larga, y la falda muy corta.

Me abandonó, como se abandonan
los zapatos viejos, destrozó el cristal
de mis gafas de lejos, sacó del espejo
su vivo retrato, y, fui, tan torero,
por los callejones del juego y el vino,
que, ayer, el portero,
me echó del casino de Torrelodones.

Qué pena tan grande, negaría el Santo Sacramento,
en el mismo momento que ella me lo mande.
Y eso que yo, paro no agobiar con flores a María,
para no asediarla con mi antología
de sábanas frías y alcobas vacías,
para no comprarla con bisutería, ni ser el fantoche
que va, en romería, con la cofradía
del Santo Reproche, tanto la quería,
que, tardé, en aprender a olvidarla,
diecinueve días y quinientas noches.

ESOS, CHICOS, de Arturo Pérez Reverte - 1/11/09

Conozco, desde hace tiempo, a una señora que tiene a los niños criados y al marido ocupado en sus cosas, y la suerte, ella, de no tener que trabajar para ganarse la vida.
Es una de esas mujeres afortunadas con posición económica cómoda, dentro de lo que cabe, que dispone de tiempo suficiente para dedicarlo a sí misma.
Como todavía está de buen ver - fue muy guapa y todavía lo es -, no necesita dedicar horas a mantenerse en forma, pues tiene una forma estupenda.
De maruja calza lo mínimo: no es de mucha tele - excepto los debates políticos, que se los zampa -, sino del tipo lectora. Devora libro tras libro; sobre todo, novelistas rusos y centroeuropeos, en ficción, e historia, ensayo y memorias sobre la primera mitad del XX.
De bolcheviques, revoluciones y ocaso de la monarquía austrohúngara, entre otras cosas, sabe más que nadie. Disfruta con todo eso, sin otro objeto que el conocimiento en sí mismo.
Saber y pensar.
Ni se le ocurre escribir novelas, ni nada.
Sólo tiene una profunda curiosidad por la vieja y zurcida Europa. Por comprender, a la luz de la memoria escrita y la cultura, el mundo que fue y el que es.
El pasado que explica el presente y los seres que lo pueblan
Tiene tiempo libre, como digo.
Y hace un par de años, en vez de meterse en un gimnasio o estirarse la piel, decidió hacer una segunda carrera universitariaVolver a las aulas, estudiar de nuevo, asistir a clases que abrieran nuevas puertas a sus ganas de saber, a su mirada curiosa y lúcida.
Empezó temiendo ser la abuelita Paz de su clase, pero se integró bien. Intercambia apuntes, hace trabajos en común. El año pasado, estudiando como una leona, aprobó el primer curso de una carrera de humanidades.
Está encantada. Feliz.
Sobre todo, como ella dice, porque es maravilloso aprender sin otra ambición que el conocimiento.
Y también porque, afirma, su respeto por los jóvenes es mayor desde que los trata cada día.
Estamos equivocados con ellos, sostiene.
La mayor parte de mis compañeros de clase son chicos cultos, de una tenacidad admirable. Con ganas de aprender. Con vocación, inteligencia y coraje.
Nunca he vuelto a hablar despectivamente de un joven universitario desde que estoy de nuevo allí.
Deberías decirlo en uno de tus artículos, Reverte.
Es de justicia. Porque sólo es otro mundo, afirma mi amiga.
El que viene.
Chicos orientados hacia una manera diferente de ver la vida, nacidos en un territorio hostil, más desesperanzado que el de sus padres y abuelos. Con un futuro incierto, peligroso.
Pero eso no mata su entusiasmo.
Es cierto que muchos llevan impresa la mirada del soldado perdido: de quien sabe que el combate tiene pocas posibilidades de victoria. Sin embargo, es admirable verlos levantar la mano en clase para plantear preguntas o iniciar una discusión; la energía valerosa con que defienden lo que creen saber y se adentran en lo que les interesa.
Su tenacidad, su sensatez.
Una chica con piercings y la tripa al aire, un pasota desastrado, pueden hacer de pronto una observación o formular una pregunta que te hacen mirarlos, asombrada. Fascina observar cómo se afirman intelectualmente, adentrándose en su vocación. En sus sueños.
Y no creas que van engañados: saben lo que les espera. Perfectamente.
Su generación creció con la certeza del paro irremediable, del triste paisaje que les dejamos como herencia.
Y sin embargo, es conmovedor verlos perseverar, tenaces, en lo que les pide el cuerpo. Persiguiendo lo que aman.
Estudian hermosas carreras, en apariencia inútiles, porque la utilidad que persiguen es otra.
Va más allá del simple ganarse la vida
Hay pedorros, claro. Muchos.
Descerebrados e imbéciles.
Simple carne de botellón: borregos listos para el matadero. Pero ésos siempre los hubo - haz memoria, Reverte -.
En cuanto a mis actuales compañeros de clase, te sorprendería ver los libros que llevan, mezclados con los de Stieg Larsson y Ken Follet: clásicos griegos y latinos, o literatura de altísima calidad.
Los hemos visto crecer pensando que son una generación irresponsable, analfabeta funcional, que poco sabe y menos quiere saber. Sin darnos cuenta de que las necesidades y el modo de aprender han cambiado, pero las ganas siguen.
Si piensas en lo que a nuestra generación le enseñaron y lo que aprendió por su cuenta, comprenderás que es lo mismo.
Estos chicos hacen idéntico esfuerzo al que hicimos nosotros; más admirable en su caso, pues ahora las interferencias son mayores.
Los juzgamos con dureza al verlos todo el día con el ordenador y la tele, sin darnos cuenta de que ése es otro modo de formarse, que nosotros no tuvimos.
Una herramienta útil, adecuada al tiempo que viven y a lo que les espera, que ellos manejan como nadie.
Que los lleva más allá de donde a nosotros nos llevaban nuestros simples libros.
Así que no te equivoques con ellos, amigo.
Y deja de gruñir.
Durante algún tiempo seguirá habiendo justos en Sodoma.

UNA HISTORIA DE ESPAÑA XII, de Arturo Pérez Reverte - 28/10/13


Para el siglo XIII o por ahí, mientras en el norte se asentaban los reinos de Castilla, León, Navarra, Aragón, Portugal y el condado de Cataluña, los moros de Al Andalus se habían vuelto más bien blanditos, dicho en términos generales: casta funcionarial, recaudadores de impuestos, núcleos urbanos más o menos prósperos, agricultura, ganadería y tal. Gente por lo general pacífica, que ya no pensaba en reunificar los fragmentados reinos islámicos hispanos, y mucho menos en tener problemas con los cada vez más fuertes y arrogantes reinos cristianos.

La guerra, para la morisma, era más bien defensiva y si no quedaba más remedio.
La clase dirigente se había tirado a la bartola y era incapaz de defender a sus súbditos; pero lo que peor veían los ultrafanáticos religiosos era que los preceptos del Corán se llevaban con bastante relajo: vino, carne de cerdo, poco velo y tal. Todo eso era visto con indignación y cierto cachondeo desde el norte de África, donde alguna gente, menos barnizada por el confort, miraba todavía hacia la península con ganas de buscarse la vida.
De qué van estos mierdas, decían.
Que los cristianos se los están comiendo sin pelar, no se respeta el Islam y esto es una vergüenza moruna.
De manera que, entre los muslimes de aquí, que a veces pedían ayuda para oponerse a los cristianos, y la ambición y el rigor religioso de los del otro lado, se produjeron diversas llegadas a Al Andalus de tropas frescas, nuevas, con ganas, guerreras como las de antes.
Peligrosas que te mueres.
Una de estas tribus fue la de los almohades, gente dura de narices, que proclamó la Yihad, la guerra santa - igual el término les suena -, invadió el sur de la vieja Ispaniya, y le dio al rey Alfonso VIII de Castilla - otra vez se había dividido el reino entre hijos, para no perder la costumbre, separándose León y Castilla - una paliza de padre y muy señor mío en la batalla de Alarcos, donde al pobre Alfonso lo vistieron de primera comunión.
El rey castellano se lo tomó a pecho, y no descansó hasta que pudo montarles la recíproca a los moros en las Navas de Tolosa, que fue un pifostio de mucha trascendencia por varios motivos.
En primer lugar, porque allí se frenó aquella oleada de radicalismo guerrero - religioso islámico.
En segundo, porque con mucha habilidad el rey castellano logró que el papa lo proclamase cruzada contra los sarracenos, para evitar así que, mientras se enfrentaba a los almohades, los reyes de Navarra y León - que, también para variar, se la tenían jurada al de Castilla, y viceversa - le hicieran la puñeta apuñalándolo por la espalda.
En tercer lugar, y lo que es más importante, en las Navas el bando cristiano, aparte de voluntarios franceses y de duros caballeros de las órdenes militares españolas, estaba milagrosamente formado por tropas castellanas, navarras y aragonesas, puestas de acuerdo por una vez en su puta vida.
Milagros de la Historia, oigan. Para no creerlo ni con fotos.
Y nada menos que con tres reyes al frente, en un tiempo en el que los reyes se la jugaban en el campo de batalla, y no casándose con lady Di o cayéndose en los escalones del bungalow mientras cazaban elefantes.
El caso es que Alfonso VIII se presentó con su tropa de Castilla, Pedro II de Aragón, como buen caballero que era 
- había heredado de su padre el reino de Aragón, que incluía el condado de Cataluña -, fue a socorrerlo con tropas aragonesas y catalanas, y Sancho VII de Navarra, aunque se llevaba fatal con el castellano, acudió con la flor de su caballería.
Faltó a la cita el rey de León, Alfonso IX, que se quedó en casa, aprovechando el barullo para quitarle algunos castillos a su colega castellano.
El caso es que se juntaron allí, en las Navas, cerca de Despeñaperros, 27.000 cristianos contra 60.000 moros, y se atizaron de una manera que no está en los mapas.
La carnicería fue espantosa.
Parafraseando unos versos de Zorrilla - de La leyenda del Cid, muy recomendable podríamos decir eso de:

Costumbres de aquella era
caballeresca y feroz
donde acogotando al otro
se glorificaba a Dios.

Ganaron los cristianos, pero en el último asalto.
Y hubo un momento magnífico cuando, viéndose al filo de la derrota, el rey castellano, desesperado, dijo «aquí morimos todos», picó espuelas y cargó ciegamente contra el enemigo. Y los reyes de Aragón y de Navarra, por vergüenza torera y no dejarlo solo, hicieron lo mismo.
Y allá fueron, tres reyes de la vieja Hispania y la futura España, o lo que saliera de aquello, cabalgando unidos por el campo de batalla, seguidos por sus alféreces con las banderas, mientras la exhausta y ensangrentada infantería, entusiasmada al verlos llegar juntos, gritaba de entusiasmo mientras abría las filas para dejarles paso.
(Continuará).

lunes, 21 de octubre de 2013

RELAXING CUP IN MADRID, de Arturo Pérez Reverte - 21/10/13

Plaza del Callao, Madrid.
Doce y media de la mañana.

Tirado en el suelo sobre una manta y cartones, junto a un cochecito de niño cargado de paquetes y chismes, entorpeciendo el paso de la gente, un fulano barbudo, sucio, corpulento, está quitándose pelotillas de entre los dedos de los pies descalzos.
La postura es de lo más relaxing cup de café con leche in Madrid, que diría la alcaldesa Ana Botella: tiene una pierna cruzada sobre otra -y quizá porque está tumbado al sol y hace calor- los pantalones bajados hasta las ingles, mostrando unas carnes mugrientas e hirsutas y unos calzoncillos de sospechosos tonos pardos.
Al llegar a su altura, la peña se aparta con precaución, creándole en torno una pequeña tierra de nadie, un glacis en el que se ve un reguero de algo líquido que proviene del vivac callejero del fulano, ignoro si vino de un tetrabrik que figura entre sus posesiones, o alguna clase de líquido de origen más personal y orgánico que, con tal de no levantarse, el individuo ha excretado directamente desde su cómodo apostadero.Caminando unos pasos delante de mí, dos policías municipales, hombre y mujer, pasan ante la escena sin inmutarse, fijos los ojos en la lontananza, y se alejan entre la multitud, en absoluto dispuestos a complicarse la existencia, a que el fulano se rebote y les monte bronca, o a que quienes pasamos por allí -no sería la primera vez- los llamemos esbirros fascistas por meterse con un indefenso mendigo en pleno ejercicio de tal.
En ese ámbito concreto, Madrid es una relaxing cup de hacer lo que te salga del ciruelo, les han recordado esta mañana en el Ayuntamiento antes de mandarlos de patrulla. Que así lo marcó con su estilo, en plan buen rollito y todos compadres, el ex alcalde Ruiz-Gallardón.
Y ellos, claro, cumplen. A ver si no.
Como cumplen sus colegas que miran al tendido, atentos a si un músico toca el violín sin pagar las tasas municipales o un taxista pisa la continua, mientras en las aceras los peatones zigzaguean entre muñones desnudos y perros drogados, y en los semáforos los coches esquivan a viejecitas encorvadas y tipos sin afeitar, jóvenes y absolutamente sanos, que limosnean en lenguas balcánicas, metiéndose entre los coches para que los atropelles y te busques la ruina, mientras a ellos, con la oportuna indemnización, les solucionas la vida. 
Porque oigan.
Si quieren ustedes una relaxing cup de café con leche, con o sin juegos olímpicos, no se pierdan bajo ningún concepto el centro de Madrid. Y no olviden una cámara de fotos o el móvil con flash, porque en su pueblo no se lo van a creer si no media testimonio gráfico del paisaje.
¿Imaginan el Barrio Latino o Saint Germain de París, la Plaza Navona de Roma o lugares así, con este ambiente tan descuidado y cutre?
¿A que no?
¿A que se les funden los plomos de la fantasía?
Pues ahí está el detalle. El hecho diferencial.
El relaxing cup de toda la puta vida.
Y más ahora, que es el turismo foráneo el que nos va a sacar del hoyo. Dicen.
España, potencia turístico-cultural y demás.
Tela marinera. Ambiente de élite.
Les propongo una ocasión inolvidable. Gratis y por la cara. Un paseo por la Plaza Mayor, según la hora, puede ser una experiencia casi gastronómica: aromas, jugos, decoración, paisanaje, ofrecen posibilidades de relaxing cup inolvidables.
Y si además te roban el bolso, ya ni te cuento.
Todo eso, oído al parche, en el barrio emblemático de Madrid.
En el corazón turístico de una de las ciudades más sucias de Europa.
A partir de media tarde, lo de pisar cucarachas apenas llama la atención: van y vienen, pequeñas y rojizas, correteando entre la porquería acumulada en los rincones, las papeleras repletas, los montones de envases y restos de comida.
Pero lo mejor llega de noche, cuando docenas de indigentes duermen bajo sus divertidos cartones y el elegante turisteo de chanclas, calzoncillos, poca higiene y rastro de basura -no siempre coinciden los factores, pero a menudo hay conexión lógica- se ha ido a sobar al hotel. Cuando las calles tienen su castizo olor a orines y vómito habitual, y las ratas salen a tomar el aire desde las alcantarillas y sótanos cercanos, echando partidas de mus bajo la estatua de Felipe III y contándose sus cosas.
Todo muy exportable, o sea. Muy trendy.
Cada vez que paso de noche por allí y me cruzo con uno de esos bichos, actualizo para mi coleto un viejo chiste donde le dicen a Ana Botella: 
«Oiga, señora alcaldesa, he visto en la Plaza Mayor que una rata iba del brazo de un murciélago».
Y ella responde, sonriente, simpática, en plan relaxing cup of café con leche total:
«Oh, sí... Como novio el murciélago era feísimo, ¿verdad?... Pero tenga en cuenta que es piloto»

miércoles, 16 de octubre de 2013

HÉROES DE AYER Y DE HOY, de Arturo Pérez Reverte - 14/1013

Hoy querría hablarles de héroes.
Conocí a los primeros en las historias que me contaban mis padres y mis abuelos, en los cuentos y en los tebeos.
Eso incluía al Guerrero del Antifaz, al Capitán Trueno y al Jabato, y también aquellas historietas semanales, publicadas en México por la editorial Novaro, que todavía Javier Marías y yo intercambiamos con guiños cómplices: Batman, Superman, El Llanero Solitario, Roy Rogers, Gene Autry, Red Ryder, Hopalong Cassidy.
Al mismo tiempo, con los primeros libros leídos, otra clase de héroes se fue asentando en mi imaginación.
Fue el turno de los mitos clásicos o protagonistas de hechos históricos como Hércules, Aquiles, Ulises, Eneas, Jasón y sus compañeros, Leónidas, El Cid, Cortés, Pizarro, Blas de Lezo, Napoleón.
A eso hay que añadir el cine, decisivo para una generación que, como la mía, asistió a los estrenos de Río BravoBen-Hur o El día más largo, por citar sólo tres de innumerables películas espléndidas.
Y así, poco a poco, las historias de hombres extraordinarios enfrentados a sucesos extraordinarios cedieron lugar a las de hombres ordinarios enfrentados a sucesos inquietantes, excesivos, peligrosos.
Ordinarios, también.
Fue la época fecunda de los libros, desde Moby Dick a James Bond, los detectives de Conan Doyle o Agatha Christie, los personajes de Stevenson, Verne, Cooper, Dumas o Kipling, y los marinos de Joseph Conrad.
Viajes, intrigas y aventuras donde es fácil la identificación del lector ávido con los personajes zarandeados por el azar, el peligro, el amor, la guerra.
Otra clase de héroe se asentó a partir de entonces en mi imaginación. Ojo de Halcón, Rupert de Hentzau, fueron los primeros, entre otros, que me hicieron asomar al lado oscuro del  héroe.
Al ángulo turbio de la vida.
Dijo el coronel Lawrence -yo ignoraba, al leerlo, que un día tocaría con mis manos los restos de los trenes volados por él en el desierto- que todos los seres humanos sueñan, pero no del mismo modo.
Y es cierto.
Yo tuve mi modo: me eché la mochila a la espalda y fui a la isla de los piratas en busca de héroes, intentando hacerlos míos. Confirmar su existencia.
Tuve suerte, porque los conocí. A todos.
De algunos, incluso, fui y sigo siendo amigo.
Descubrí que su existencia era real, y no imaginación de  escritores o guionistas. Volví con sus historias en la mochila, y eso hago ahora: contarlas a mi manera.
Pero en el viaje hasta ellos descubrí importantes  modificaciones en la imagen del héroe original.
Ningún rastro hallé -ignoro si fui infortunado o afortunado  en eso- de los héroes primeros de corazón puro. Dicho en clásico, conocí a menos Héctores que Ulises.
Y así comprendí, también, que tiene poco mérito ser héroe  a la vista del mundo y de la Historia.
Que eso lo puede ser cualquiera, puesto por el azar en el sitio adecuado.
Que lo difícil, lo heroico, es ser Odiseo peleando solo, enfrentado al dolor, al fracaso, intentando volver a casa con  sangre en las uñas y la memoria, sin otras armas que la astucia y el valor, en un paisaje hostil y bajo un cielo sin dioses.
Por eso los héroes de mis novelas son como son. Corazones -en alusión melvilliana- hechos de húmedos y goteantes noviembres. Héroes cansados.
Y, lo más paradójico de todo es que descubrí, al caminar hasta ellos, que no hace falta viajar a la isla de los piratas para encontrarlos; quizá porque en esa isla, que está aquí mismo, vivimos todos.
Puede que ese largo y azaroso viaje que en otro tiempo hice me sirviera para comprender. Para reconocerlos.
Para saber, como sé ahora, que no hace falta embarcarse en el Arabella con el capitán Blood, ni alistarse en la legión con los hermanos Geste, o arponear ballenas con el joven Ismael.
A menudo, para conocer a un héroe, hombre o mujer, basta con acercarse al bar de la esquina, pedir un café y observar en torno.
Caminar por la ciudad atento a los rostros, a las miradas, a la manera de situarse, también aquí, bajo un cielo del que los dioses emigraron hace tiempo, dejándonos la fría y dura soledad del hombre moderno, o del que siempre hemos sido.
Quizá, si esos muchachos que buscan en un juego de ordenador o en una película de vampiros a los héroes de hoy estudiasen la expresión de su padre cuando, derrotado, vuelve a casa tras verse rechazado para un trabajo, la de su madre reventada tras lidiar afuera y adentro con la vida, la del hermano mayor que hace la maleta para jugársela lejos, allí donde consiga un trabajo y un salario dignos, comprenderían que los héroes no han muerto, sino que siguen vivos, muy cerca.
Entre nosotros.
Esperando una palabra de reconocimiento y el afecto de una sonrisa.

UNA HISTORIA DE ESPAÑA XI, de Arturo Pérez Reverte - 7/10/13

Tenía pensado hablarles hoy del Cid Campeador, en monográfico, porque el personaje es para darle de comer aparte.
De él se ha usado y abusado a la hora de hablar de moros, cristianos, Reconquista y tal; y en tiempos de la historiografía franquista fue uno de los elementos simbólicos más sobados por la peña educativa en plan virtudes de la raza ibérica, convirtiéndolo en un patriota reunificador de la España medieval y dispersa, muy en la línea de los tebeos del Capitán Trueno y el Guerrero del Antifaz; hasta el punto de que en mis libros escolares del curso 58-59 figuraban todavía unos versos que cito de memoria:
« La hidra roja se muere
de bayonetas cercada
y el Cid, con camisa azul
por el cielo azul cabalga »
Para que se hagan idea.
Pero la realidad estuvo lejos de eso.
Rodrigo Díaz de Vivar, que así se llamaba el fulano, era un vástago de la nobleza media burgalesa que se crió junto al infante don Sancho, hijo del rey Fernando I de Castilla y León.
Está probado que era listo, valiente, diestro en la guerra y peligroso que te rilas, hasta el punto de que en su juventud venció en dos épicos combates singulares: uno contra un campeón navarro y otro contra un moro de Medinaceli, y a los dos dio matarile sin despeinarse.
En compañía del infante don Sancho participó en la guerra del rey moro de Zaragoza contra el rey cristiano de Aragón -la hueste castellana ayudaba al moro, ojo al dato-; y cuando Fernando I, supongo que bastante chocho en su lecho de muerte, hizo la estupidez de partir el reino entre sus cuatro hijos, Rodrigo Díaz participó como alférez abanderado del rey Sancho I en la guerra civil de éste contra sus hermanos.
A Sancho le reventó las asaduras un sicario de su hermana Urraca; y otro hermano, Alfonso, acabó haciéndose con el cotarro como Alfonso VI.
A éste, según leyenda que no está históricamente probada, Rodrigo Díaz le habría hecho pasar un mal rato al hacerle jurar en público que no tuvo nada que ver en el escabeche de Sancho.
Juró el rey de mala gana; pero, siempre según la leyenda, no le perdonó a Rodrigo el mal trago, y a poco lo mandó al destierro.
La realidad, sin embargo, fue más prosaica.
Y más típicamente española.
Por una parte, Rodrigo había dado el pelotazo del siglo al casarse con doña Jimena Díaz, hija y hermana de condes asturianos, que además de guapa estaba podrida de dinero.
Por otra parte, era joven, apuesto, valiente y con prestigio.
Y encima, chulo, con lo que no dejaban de salirle enemigos, más entre los propios cristianos que entre la mahometana morisma.
La envidia hispana, ya sabenNuestra deliciosa naturaleza.
Así que la nobleza próxima al rey, los pelotas y tal, empezaron a hacerle la cama a Rodrigo, aprovechando diversos incidentes bélicos en los que lo acusaban de ir a su rollo y servir sus propios intereses.
Al final, Alfonso VI lo desterró; y el Cid -para entonces los moros ya lo llamaban Sidi, que significa señor- se fue a buscarse la vida con una hueste de guerreros fieles, imagínense la catadura de la peña, en plan mercenario.
Como para ponerse delante.
No llegó a entenderse con los condes de Barcelona, pero sí con el rey moro de Zaragoza, para el que estuvo currando muchos años con éxito, hasta el punto de que derrotó en su nombre al rey moro de Lérida y a los aliados de éste, que eran los catalanes y los aragoneses.
Incluso se dio el gustazo de apresar al conde de Barcelona, Berenguer Ramón II, tras darle una amplia mano de hostias en la batalla de Pinar de Tévar.
Así estuvo la tira de años, luchando contra moros y contra cristianos en guerras sucias donde todos andaban revueltos, acrecentado su fama y ganando pasta con botines, saqueos y tal; pero siempre, como buen y leal vasallo que era, respetando a su señor natural, el rey Alfonso VI.
Y al cabo, cuando la invasión almorávide acogotó a Alfonso VI en Sagrajas, haciéndolo comerse una derrota como el sombrero de un picador, el rey se tragó el orgullo y le dijo al Cid: «Oye, Sidi, échame una mano, que la cosa está chunga».
Y éste, que en lo tocante a su rey era un pedazo de pan, campeó por Levante -de paso saqueó la Rioja cristiana, ajustando cuentas con su viejo enemigo el conde García Ordóñez-, conquistó Valencia y la defendió a sangre y fuego.
Y al fin, en torno a cumplir 50 tacos, cinco días antes de la toma de Jerusalén por los cruzados, temido y respetado por moros y cristianos, murió en Valencia de muerte natural el más formidable guerrero que conoció España.
Al que van como un guante otros versos que, éstos sí, me gustan porque explican muchas cosas terribles y admirables de nuestra Historia:
« Por necesidad batallo
y una vez puesto en la silla
se va ensanchando Castilla
delante de mi caballo »

(Continuará)

EL CALVARIO DE SER BECARIO, de Arturo Pérez Reverte - 30/9/13

Llamémosles Ana, o Juan: veintipocos años, brillantes, con nota de proyecto de fin de carrera de notable a sobresaliente.
Acaban de rematar de modo espléndido los estudios de ingeniero aeronáutico, arquitecto, médico o filólogo.
Lo que ustedes prefieran.
Y los dos, como algunos otros afortunados, están entre los pocos jóvenes españoles con posibilidad de encontrar un trabajo decente, con futuro, en un país de la Unión Europea. Alemania, por ejemplo. O Dinamarca.
Uno de esos que parecen serios.
Esto es posible gracias a los fondos comunitarios para becas que administran universidades y fundaciones españolas; dinero destinado a financiar los seis primeros meses de contrato laboral de esos chicos en el país donde los requieran.
E imaginen ustedes que Ana, o Juan, o como se llamen, por sus brillantes expedientes académicos, logran su sueño.
Que una empresa de Hamburgo, de Copenhague o de Estocolmo les dice: vente para acá, chaval, que nos interesas.
Tuyo es el curro.
En cuanto una universidad o fundación española te conceda beca, te vienes.
Y como además has hecho una carrera impecable y eres un tipo de élite, lo que significa una buena inversión para nosotros, aparte de los seis meses que te pagarán con fondos comunitarios para tenerte a prueba te pagaremos de nuestro bolsillo otros seis meses, lo que casi asegura contrato laboral indefinido.
Dicho de otra manera, tu futuro resuelto.
Durante un mes te reservamos el puesto de trabajo prometido. Así que pide la beca, agiliza el papeleo y espabila.
Y entonces, señoras y señores, Juan o Ana, como cualquier chico en su situación, se tropiezan con la España de toda la vida: vacaciones de Semana Santa, puente de San Prepucio, he ido a tomar café, cerrado por agosto, etcétera.
Eso, de una parte.
De la otra, la criminal lentitud de una burocracia infame que, en lugar de estar al servicio del individuo facilitándole la vida, no existe sino para arruinársela.
Y así, los chicos que solicitan la beca pueden ver pasar tres, cuatro o cinco meses sin que el asunto se resuelva -el último caso que conozco, beca solicitada en junio, aún no está decidido-
Y ahora pónganse en el lugar de Ana, o de Juan, intentando explicarle a un empresario sueco que, a diferencia de otros chicos italianos o franceses cuya beca se tramitó en quince días, en España las cosas van de otra manera.
Que aquí, a pesar de las grandilocuentes declaraciones del presidente Rajoy, algunos de sus ministros y otros esbirros, a la hora de ayudar a los chicos a buscarse la vida, no se mueve nadie.
Porque los españoles -imaginen, insisto, la cara del empresario sueco, danés o kuwaití- nos movemos a otro ritmo.
Calculen la angustia, la desesperación, la impotencia.
Lo absurdo.
Y eso, atención al detalle, con fondos que ni siquiera son dinero español, sino de la comunidad europea.
Pero es que todo puede ser más simpático, si cabe.
Más nuestro y castizo.
Porque, si en vista del retraso, angustiados porque pueden perder la oferta de trabajo, los chicos intentan olvidar esa beca y pedir otra que maneje parecidos fondos -de 600 a 800 euros al mes, calculen la fortuna-, tendrán que empezar otra vez desde cero, arriesgándose a que, cansada de esperar y de concederles aplazamientos, la empresa empleadora dé el trabajo a otros, lo que ocurre de continuo.
Y lo más bonito del asunto es que, una vez concedida la beca, cobrarla puede llevar meses -muchas becas españolas de doctorado de 2012 no se pagaron hasta 2013-; y, como cierta clase de becas es incompatible con trabajos remunerados, quienes las consiguen pueden pasar larguísimas temporadas trabajando gratis, sin seguridad social, indefensos en lugares extraños y ciudades que no son las suyas, sufragándose ellos los gastos de alojamiento y comida. Mantenidos por sus padres, quienes puedan.
Con lo que se da la deliciosa paradoja de que, en España, los únicos que pueden permitirse vivir de una beca son precisamente quienes no la necesitan.
Eso, claro, los que logren sobrevivir al BOE, donde las convocatorias de becas parecen redactadas para disuadir de pedirlas: farragosas, torpes, con una sintaxis tan enrevesada y confusa que a veces parece redactada por el más analfabeto del departamento; hasta el punto de que ya circula con éxito por Internet un manual para solicitar becas sin meterse en el absurdo laberinto del boletín oficial de un Estado que cada vez tiene menos consideración y menos vergüenza, pese a camelos y triunfalismos estúpidos como el de la marca España y sus mariachis.
Eso, mientras a los chicos ni siquiera los ayudan a buscarse un futuro fuera.
Así que calculen.
Nos va a sacar del agujero nuestra puta madre.

UNA HISTORIA DE ESPAÑA X, de Arturo Pérez Reverte - 23/9/13

Mientras Al Andalus se estancaba militarmente, con una sociedad artesana y rural que cada vez era menos inclinada a las trompetas y fanfarrias bélicas, los reinos cristianos del norte, monarquías jóvenes y ambiciosas, se lo montaban más de chulitos y agresivos, ampliando territorios, estableciendo alianzas y jugándose unos a otros la del chino Fumanchú en aquel tira y afloja que ahora llamamos Reconquista, pero que entonces sólo era buscarse la vida sin miras nacionales.
Prueba de que aún no había conciencia moderna de España ni sentimiento patriótico general es que, ya metidos en el siglo XII, Alfonso VII repartió el reino de Castilla -unido entonces a León- entre sus dos hijos, Castilla a uno y León a otro, y que Alfonso I dejó Aragón nada menos que a las órdenes militares.
Ese partir reinos en trozos, tan diferente al impulso patriótico cristiano que a los de mi quinta nos vendieron en el cole -y que tan actual sigue siendo en la triste España del siglo XXI-, no era ni es nuevo.
Se dio con frecuencia, prueba de que los reyes hispanos y sus niños -añadamos una nobleza tan oportunista y desnaturalizada como nuestra actual clase política- iban a lo suyo, y lo de la patria unificada tendría que esperar un rato; hasta el punto de que todavía la seguimos esperando, o más bien ya ni se la espera.
El ejemplo más bestia de esa falta de propósito común en la España medieval es Fernando I, rey de Castilla, León, Galicia y Portugal, que en el siglo onceno hizo un esfuerzo notable, pero a su muerte lo echó a perder repartiendo el reino entre sus hijos Sancho, Alfonso, García y Urraca, dando lugar a otra de nuestras tradicionales y entrañables guerras civiles, entre hermanos para variar, que tuvo consecuencias en varios sentidos incluido el épico, pues de ahí surgió la figura de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, cuya vida quedó contada en una buena película -Charlton Heston y Sophia Loren- que, por supuesto, rodaron los norteamericanos.
En esto del Cid, de quien hablaremos con detalle en el siguiente capítulo, conviene precisar que por aquel tiempo, con los moros locales bastante amariconados en la cosa bélica, poco amigos del alfanje y tibios en cuanto a rigor islámico, empezaron a producirse las invasiones de tribus fanáticas y belicosas que venían del norte de África, para hacerse cargo del asunto en plan Al Qaida. Fueron, por orden, los almorávides, los almohades y los benimerines: gente dura, de armas tomar, que sobre todo al principio no se casaba ni con su padre, y que a menudo dio a los monarcas cristianos cera hasta en el carnet de identidad.
El caso es que así, poquito a poco, a trancas y barrancas, con altibajos sangrientos, haciéndose pirulas, casándose, aliándose, construyendo cada cual su catedral, matándose entre sí cuando no escabechaban moros, los reyes de Castilla, León, Navarra, Aragón y los condes de Cataluña, cada uno por su cuenta -Portugal iba aún más a su aire-, fueron ampliando territorios a costa de la morisma hispana; que aunque se defendía como gato panza arriba y traía, como dije, refuerzos norteafricanos para echar una mano -y luego no podía quitárselos de encima-, se replegaba despacio hacia el sur, perdiendo ciudades a chorros.
La cosa empezó a estar clara con Fernando III de Castilla y León, pedazo de rey, que tomó a los muslimes Córdoba, Murcia y Jaén, hizo tributario al rey de Granada, y reforzado con tropas de éste, conquistó Sevilla, que había sido mora durante 500 años, y luego Cádiz.
Su hijo Alfonso X fue uno de esos reyes que por desgracia no frecuentan nuestra historia: culto, ilustrado, pese a que hizo frente a otra guerra civil -la enésima, y las que vendrían- y a la invasión de los benimerines, tuvo tiempo de componer, u ordenar hacerlo, tres obras fundamentales: la Historia General de España -ojo al nombre-, las Cantigas y el Código de las Siete Partidas.
Por esa época, en Aragón, un rey llamado Ramiro II el Monje, conocedor de la idiosincrasia hispana, sobre todo la de los nobles -los políticos de entonces- tuvo un detalle simpático: convocó a la nobleza local, los decapitó a todos y con sus cabezas hizo una bonita exposición -hoy lo llamaríamos arte moderno- conocida como La campana de Huesca.
Por esas fechas, un plumilla moro llamado Ibn Said, chico listo y con buen ojo, escribió una frase sobre los bereberes que no me resisto a reproducir, porque define perfectamente a los españoles musulmanes y cristianos de aquellos siglos turbulentos, y también a buena parte de los de ahora mismo:
«Son unos pueblos a los que Dios ha distinguido particularmente con la turbulencia y la ignorancia, y a los que en su totalidad ha marcado con la hostilidad y la violencia». (Continuará).

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