viernes, 21 de febrero de 2014

PERDIDO, de Haroldo Conti

El tren salía a las ocho o tal vez a las ocho y media.
Recién diez minutos antes enganchaban la locomotora, pero de cualquier forma el tío se ponía nervioso una hora antes. Todos los del pueblo eran así.
Apenas llegaban y ya estaban pensando en la vuelta.
Su padre había hecho lo mismo. La mitad del tiempo pensaba en las gallinas, que comían a su hora, o en el perro, que había dejado en lo del vecino.
Para él Buenos Aires era la Torre de los Ingleses, Alem, la avenida de Mayo y, por excepción, el monumento a Garibaldi, en Plaza Italia, porque la primera vez que vino, con la vieja, se extraviaron y fueron a parar allí. Se sacaron una foto y el tipo de la máquina los puso en un tranvía que los llevó a Retiro.
De cualquier forma llegaron una hora antes, y con todo estaban tan excitados que casi se meten en otro tren.
Mientras cruzaba la Plaza Británica con aquella torre que de alguna manera presidía su vida, vista o entrevista a cualquier hora del día en que pisó Buenos Aires, y luego los años y toda la perra vida, y ahora esa vieja tristeza que le nacía de adentro, bueno, y la torre siempre allí como el primer día. mientras cruzaba la plaza, pues, vio al tío por anticipado en un rincón del hall del Pacífico (ellos todavía decían Pacífico) encogido dentro del sobretodo que olía a tabaco, con la valija de cartón imitación cuero a un lado, y un montón de paquetes sobre las rodillas, manoseando el boleto de segunda dentro del bolsillo para asegurarse de que todavía seguía allí.
Lo había llamado dos o tres veces desde el hotel Universo, pero él estaba fuera, y la muchacha entendió las cosas a medias.
Después trató de llegar hasta la casa, a pie, por supuesto, pues los troles y los colectivos lo espantaban.
Se había extraviado en algún punto de Leandro Alem, y antes de perder de vista la Plaza Británica, prefirió volver a Retiro y esperar el tren.
Hacía un par de años que Oreste no veía al tío, pero estaba seguro de encontrarlo igual.
La misma cara blanca y esponjosa salpicada de barritos y de pelos, con aquellos ojos deslumbrados que se empequeñecían cuando miraba algo fijo, el moñito a lunares marchito y grasiento, el mismo sobretodo negro con el cuello de terciopelo, el chambergo alto y aludo que se calzaba con las dos manos, y el par de botines con elásticos.
La estación Pacífico se había empequeñecido con los años. Eso parecía, al menos. 
En realidad era un mísero galpón con un par de andenes mal iluminados.
En otro tiempo, sin embargo, veía todo aquello coloreado por una luz misteriosa.
La propia gente estaba impregnada de esa luz. Era espléndida, leve y gentil, como si no fuera a cambiar ni a morir nunca, y la estación lucía como un circo.
Pero la gente había cambiado de cualquier forma, y la vieja estación Pacífico lucía ahora como lo que era, un mísero galpón de chapas lleno de ruidos y olor a frito.
Vio al tío en un banco, debajo del horario de trenes. Parecía muy pequeño e insignificante.
Tenía las manos metidas en los bolsillos, las piernas bien juntas, un paraguas sobre las rodillas y la mirada perdida en el aire.
Miraba en su dirección pero no lo veía. No veía nada. Reaccionó cuando lo tuvo delante.
-¡Oreste!
Se abrazaron y se besaron, de acuerdo a la vieja costumbre. Oreste dejó que el tío lo palmeara un buen rato.
Tenía ese olor familiar, un olor masculino que evocaba a aquellos hombres reservados de su infancia que le sonreían, con breve indulgencia, como el tío Ernesto, grande como un ropero, y delante del cual tragaba saliva invariablemente; o el gran tío Agustín, la única vez que lo vio el día que vino de Bragado, en aquel Ford A con cadenas que echaba una nube de vapor por el gollete del radiador; o al propio tío Bautista cuando era el mismo por entero y no apenas esta sombra.
Se apartaron y el tío preguntó sin soltarle los brazos:
-¿Cómo va?
-Bien, bien.
Se miraron y sonrieron un rato y después se volvieron a abrazar.
-¿Y usted, que tal?
-Bien, bien.
-¿La tía?
-Y, bien.....
Le puso una mano sobre un hombro y lo miró largamente. Oreste sonrió despacio. Estaba acostumbrado a aquel estilo.
-¿A qué hora sale el tren?
-A las ocho y media.
-Son las siete y cuarto. Vamos a tomar algo.
-No... mejor nos quedamos aquí. ¿Adónde vamos a ir?
Entre que arriman el tren y enganchan la locomotora se va el tiempo.
Sí, pero nosotros no tenemos nada que ver en todo eso. Vamos.
-¿Y a dónde? No hagas cumplidos conmigo, hijo.
Estuvieron forcejeando un rato hasta que por fin lo convenció y se metieron en el bar de la estación. Consiguieron un lugar desde el cual, a través de una perspectiva complicada, veían un pedazo del andén número 4.
Oreste pidió Hesperidina y el tío, a fuerza de insistir, un Cinzano con Bíter.
-¿Cómo se largó hasta aquí?
-¡Eh!... hacia tiempo que lo tenía pensado.
El tío miró el reloj del bar y puso cara de espanto.
-Está parado -dijo Oreste sujetándolo por un brazo.
No parecía convencido. Sacó y examinó el viejo Tissot con agujas orientales.
-¿Que te decía?... ¡Ah, sí! Vine a ver a mi primo, Vicente. Hacía seis años que no lo veía. Somos del mismo pueblo, Baigorrita. Le estaba prometiendo siempre. Que hoy, que mañana.
Sorbió un traguito de Cinzano.
-Está viejo. Casi no lo conozco.
Permaneció un rato en silencio con el mismo gesto abstraído que tenía cuando esperaba en el hall.
-¿Qué tal? ¿Como va eso? -volvió a preguntar con desgano.
-Bien, bien.
-¿Se progresa?
-Se progresa.
Se miraron con afecto, sonrieron y callaron.
El tío había sido siempre así. El tío y todos ellos.
-Traje una punta de encargues. La tía me pidió unas latas de "Sal de Hunt". Hace más de un año que anda detrás de eso. Fui a buscarlas a Junín hace dos meses. No... en noviembre. Hace cuatro meses.
-¿Para qué sirve?
-Para el estómago. Es una gran cosa. La gente toma ahora toda clase de porquerías, pero esto es realmente bueno.
Silbó una locomotora y el tío se alarmó.
-Falta todavía.
Volvió a mirar el reloj y sorbió otro poco de Cinzano.
-Bueno, fui a la Franco-Inglesa y conseguí todo lo que quise. Le mostré el tarrito al tipo y me dijo: "Cuantos quiere?". Apenas lo miró. ¿Te das cuenta?
Dentro de un rato iba a desaparecer en la ventanilla de un vagón de segunda y no lo vería hasta dentro de cuatro o cinco años. Había otros cinco antes de ahora.
Su viejo desapareció así un día y no lo vio más.
-¿Qué tal todo aquello? -preguntó Oreste después de un rato.
Todo aquello. Era un roce lastimero, un crepitar de años envejecidos, una pregunta hecha a si mismo, a un negro hoyo de sombras.
-Igual.
-¿Los muchachos?
-Siempre igual.
Callaron otra vez.
El tío hizo girar la copa y sorbió el último trago.
-¿Qué hora es?
-Las ocho menos cuarto.
El tío saco el reloj y lo observó inquieto.
-Casi menos diez. ¿Vamos?
Oreste dudó un rato.
Vamos.
Estaban enganchando la locomotora.
El tío recogió los paquetes y la valijas y comenzó a caminar apresuradamente hacia el andén número 4. Parecía haberlo olvidado.
Oreste trató de tomarle la valija y el tío lo miró con extrañeza.
-Está bien, muchacho. No te molestés.
-Dele saludos a la tía. A todos.
-Gracias, querido. Gracias.
Corrieron a lo largo del tren, tropezando con los tipos de segunda que corrían a su vez como si la estación se les fuera a caer encima, y metían por las ventanillas los chicos o las valijas para conseguir asiento.
El tío trepó a uno de los vagones cerca de la locomotora y al rato sacó la cabeza por una ventanilla.
-¿Cuándo vas a ir por allá? -preguntó mirando mas bien a la gente que se apiñaba sobre el andén.
-Apenas pueda.
-Tenés que ir, eso es. ¿Cuándo dijiste?
-Cuando pueda.
El tío se apartó un momento para acomodar la valija. Después se sentó en la punta del banco y permaneció en silencio.
Se miraron una vez y el tío sonrió y dijo:
-¡Oreste!...
Él sonrió también, desde muy lejos, al borde del andén.
Sonó la campana y el tío asomó apresuradamente medio cuerpo por la ventanilla.
-¡Chau, querido, chau! -dijo y lo besó en la mejilla como pudo.
Trató de besarlo a su vez pero ya se había sentado.
El tren se sacudió de punta a punta.
El tío agitó una mano y sonrió seguro.
Oreste corrió un trecho a la par del tren.
Corría y miraba al tío que sonreía satisfecho, como aquellos hombres de la infancia.
Luego el tren se embaló y Oreste levantó una mano que no encontró respuesta.

FIN


Con otra gente, 1972

LOS CAMINOS, de Haroldo Conti

y aunque la línea está cortada señalando el fin
yo sólo digo adiós hasta que nos veamos de nuevo.

Bob Dylan

A veces pienso que los días de mi vida se parecen a las teclas de esta máquina. Son redondos y precisos y justamente porque no hacen otra cosa que escribir.
Paco Urondo me ha dicho, quiero que escribas algo para el Diario de Mendoza.
Y yo le he dicho que bueno, que sí a esa voz precipitada que se dispara desde algún rincón de esta madre Baires, y atraviesa una milla de paredes, y antes de colgar la voz me ha dicho un día de estos tomamos un café y charlamos y yo he dicho que sí, que bueno y le he pedido a mi vieja que me sirva un café y bebo en honor de Paco este solitario café que de otra manera se enfriaría en el pocillo, esperando el día, porque aquí no hay tiempo realmente para las ceremonias del ocio, y todo se reduce a voces, y urgencias y paredes, y señales.
Y ahora me siento a escribir y en el mismo momento, a seiscientos kilómetros de aquí, mi amigo Lirio Rocha se sienta en la puerta de su rancho, porque sus días son igualmente redondos, solo que en otro sentido, y si el mar lo permite, son también precisos, a su manera, se sienta, como digo, en la puerta de su rancho, en la Punta del Diablo, al norte de Cabo Polonio, entre el faro de Polonio y el de Chuy, y mira el mar después de cabalgar un día sobre el lomo de su chalana, porque es el tiempo de la zafra del tiburón, ese oscuro pez del invierno hecho a su imagen y semejanza, y se pregunta (es necesario que se pregunte para que yo siga vivo porque yo soy tan solo su memoria), se pregunta, digo, qué hará el flaco, es decir, yo, seiscientos kilómetros más abajo en el mismo atardecer.
Y entonces, yo me pregunto a mí vez, qué es lo que hago realmente, o para decirlo de otra manera, por qué escribo, que es lo que se pregunta todo el mundo cuando se le cruza por delante uno de nosotros, y entonces uno pone cara de atormentado y dice que está en la Gran Cosa, la misión y toda esa lata, pero yo sé que a mi amigo Lirio Rocha no puedo decirle nada de eso porque él sí que está en la Gran Cosa, esto es, en la vida, y que yo hago lo que hago, si efectivamente es hacer algo, como una forma de contarme todas las vidas que no pude vivir.
La de Lirio por ejemplo, que esta madrugada volverá al mar, de manera que se duerme y me olvida. Y yo dejo de golpear esta máquina.
Y ahora, que es noche cerrada, y las voces y las paredes se han muerto hasta mañana, y la Gran Noche de Buenos Aires se parece al mar, pongo un disco de Jobim para no morirme del todo, y pienso en mi otro amigo, porque es el momento de los amigos y las ausencias, mi amigo Alfonso Domínguez, capitán, que vive también frente al mar, algunas millas más abajo sobre el lomo salado del Cabo de Santa María, y que toca la flauta como Herbie Mann, y talla mascarones como el Aleijandinho, y aparte de eso, calcula la derrota de cada barco que pasa en el horizonte, y bebe una copa de vino a cada cambio de viento, siempre que no tarde demasiado, y entonces vuelvo a golpear otra tecla y otra, porque me digo que, después de todo, nadie sabrá de ellos si no es por este viejo artificio, y que es igualmente urgente y necesario que mi amigo Antonio Di Benedetto y Mercedes del Carmen Thierry, que tiene los ojos más sabios del mundo, y don Florencio Giacobone que vive en Rivadavia y prepara las mejores conservas de este lado de la tierra, y que todos los inviernos baja al Delta a faenar un par de cerdos en el almacén del Nene Bruzzone, que nació en las islas y tripuló aquel doble par de leyenda con el flaco Bataglia cuando todos los remeros eran campeones, y el resto generoso de los muchos y buenos amigos de Mendoza tengan noticias de estos otros amigos que viven frente al mar, y es así que por fin entiendo cuál es la Gran Cosa, porque yo los junto a todos ellos, salto sobre las distancias y el tiempo y los junto a todos ellos en esta mesa del recuerdo, que tiendo y sirvo para mis amigos.
FIN

MUERTE DE UN HERMANO, de Haroldo Conti

El viejo ni siquiera sintió el golpe.
Solamente un blando adormecimiento que le subía desde los pies. Algunas voces crecieron hacia el medio de la calle y después recularon suavemente.
El hombre se aproximó desde la niebla que lo rodeaba y se inclinó sobre él.
-Juan...
El hombre sonrió.
-¡Juan!
-¿Qué tal, hermano?
-¿De dónde sales, Juan?
Le apuntó con un dedo sin dejar de sonreír.
-¿No te dije que algún día iba a volver?
-Sí... eso dijiste... ¡claro que sí!
La niebla se agitó detrás de la figura. Varas de sombras avanzaban hacia él, pero cuando trató de reconocerlas, se comprimieron y juntaron en una franja circular.
-Juan, hermanito...
Movió la cabeza para uno y otro lado.
-Ha pasado tanto tiempo... No tienes idea.
-Lo sé.
-¡Oh, no!... el tiempo para ti es otra cosa. Me refiero al mío, muchacho... Te esperé, claro que te esperé... Yo le decía a esta gente -trató de señalar-, esta gente...
Entrecerró los ojos y lo miró con fijeza. Era él, no había duda. El mismo rostro duro y franco.
-Yo también llegué a dudar, ¿sabes? -reconoció entonces por lo bajo.
Y la voz se le quebró en la garganta.
-Bueno, se comprende.
-Supongo que sí...
-Pero en el fondo sabías que iba a volver, ¿no es así, hermanito?
Le apuntó otra vez con el dedo y una vieja llama brotó dentro de él.
-¡Claro! ¡Claro que sí!
Trató de incorporarse y abrazar a aquel hermano que había vuelto por fin, pero le fallaron las piernas.
La verdad que ni siquiera las sentía.
Entonces se abandonó sobre el pavimento aguantándose apenas con las manos, nada más que para no perder de vista ese rostro querido.
-¿Y cómo te ha ido por ahí, muchacho? -preguntó con una voz complacida.
Trataba de parecer natural. En realidad se sentía mejor que nunca en mucho tiempo y el viejo cuerpo no pesaba ahora absolutamente nada.
-Bien, bien...
-¡Este Juan!... ¿Eso es todo?
-Nunca hablé demasiado.
-No, es verdad... Apenas un poco más que el viejo... dos o tres palabras más.
Y sonrió recordando al viejo y al Juan de aquel tiempo, casi igual a este Juan.
O tal vez igual del todo.
-Pero cantabas muy bien, eso sí. ¿Todavía conservas esa linda voz?
-Creo que sí.
-¿Y cantas también?
-Todavía. El que anda solo como yo, siempre canta alguna cosa.
-Aquí hay mucha gente sola, si te refieres a eso, pero no canta casi nunca...
Hizo una pausa porque sentía un gran cansancio.
-A veces me acordaba de ti y cantaba. A decir verdad, últimamente era la única forma de acordarme.
Inclinó la cabeza hacia el pavimento y añadió por lo bajo:
-Nadie ve con buenos ojos que un viejo cante porque sí... Yo les decía... trataba de explicarles. Pero tú sabes cómo es esta gente. Va y viene todo el día... Creo que el cabo me entendió una vez. Por lo menos sonrió y me dijo: "Siga, viejo. Cante de nuevo esa cosa."
Volvió a levantar la cabeza.
-Juan, hermanito, yo también he caminado mucho.
Y una gruesa lágrima rodó por su mejilla.
Juan extendió una mano en silencio y lo palmeó suavemente a pesar de que era una mano ancha y poderosa.
-Creí que ya no vendrías. Esa era la verdad. Perdóname, pero lo llegué a creer.
-¿Qué importa eso ahora? El hecho es que he venido y te voy a llevar.
-¡Es lo que yo decía! ¡Repítelo, Juan, quiero que lo oigan todos!
-Eso es...
-Vendrá Juan, decía yo, vendrá mi gran hermano y nos iremos un día... ¿Qué pasa? ¡Juan! ¡Juan!
-Aquí estoy, muchacho. No te preocupes.
-Creí que te habías ido.
-No te preocupes.
Volvió a ponerle la mano sobre el hombro.
Ese era Juan. No había que explicarle nada. Lo comprendía y lo abarcaba todo. De una vez. Y su gran mano sobre el hombro despedía una corriente, algo que lo traspasaba a uno. Era como un árbol con la firme raíz y los sonidos de la tierra por un lado y los pájaros y los cielos por el otro.
Años atrás, la mano también sobre el hombro, le había dicho casi lo mismo.
"No te preocupes. Volveré por ti un día."
Estaban sobre el camino de tierra, en el límite del campo, una mañana de otoño. Juan no había querido que lo acompañase nadie más que él. Atravesaron el campo en silencio y no se volvió una sola vez. Después salieron al camino, ya de mañana, y cuando apareció el coche le puso la mano sobre el hombro y le dijo aquellas palabras.
Después desapareció en un recodo.
Él se preguntó más de una vez de dónde le había nacido la idea. Era un hombre de la tierra, como el viejo. Tal vez la proximidad del camino, aquella franja pardusca que salía y entraba en el horizonte y sobre la que de vez en cuando veían deslizarse algún carro soñoliento o la figura más pequeña y más lenta de algún vagabundo que los saludaba con la mano en alto, y después desaparecía en el recodo y tenía todo el camino para él, de una punta a otra, y además lo que no se veía del camino, es decir, el resto del mundo.
De cualquier forma, había en él, en ese rostro duro y confiado, algo que no había en los otros, una marca o señal que se iluminaba por dentro cuando miraba el camino o cuando simplemente hablaba de él. De manera que un día cualquiera Juan se marchó.
Algo después el camino se llevó a su madre en un carruaje de tristeza.
Y después vinieron los años difíciles. La tierra se hizo dura y esquiva y el viejo un ser taciturno.
Partió en la misma carroza que su madre el invierno del 37.
Hasta que una mañana de agosto salió al camino él también y esperó el coche y se marchó por fin.
La casa desapareció detrás del recodo, para siempre.
La mayor parte de su vida venía después, pero eran años desprovistos de recuerdos, apenas un poco más miserable uno que otro.
Diez años de pobreza, miseria.
Pobreza, miseria y vejez de ciudad.
En realidad quizá fue un poco feliz cuando aceptó toda esa miseria. La gente no puede entender esto.
Pero al cabo del tiempo él era feliz, o casi feliz, a su manera.
Toda su preocupación consistía en estar a las seis de la tarde en la puerta del asilo y cuidar que ningún vago le birlara la cama junto a la ventana. A esa hora y desde ese lugar los enormes y blancos edificios parecían boyar en la luz amable de la tarde.
Después se oscurecían lentamente.
Después, las luces erraban en la noche a confusas alturas y en cierto modo la ciudad desaparecía y pensaba en la casa lejana, el campo joven y abundoso.
Entonces volvía a ver el camino y recordaba las palabras de Juan. No siempre lograba recordar al Juan entero porque tenía que ayudarse con canciones y vislumbres más propios del día.
Pero de todas maneras su hermano había crecido dentro de él y era una cosa mucho más viva que él, a pesar de la ausencia.
Había una hora y un lugar, precisamente cuando los viejos y los vagos se reunían frente al asilo y esperaban a que se abriesen las puertas.
Entonces, vaya a saber por qué, Juan reaparecía entero o casi entero en medio de toda aquella miseria. Y eso, por lo menos, le daba impulso para alcanzar la cama al lado de la ventana.
Solo que últimamente la imagen había empalidecido y algunos días no aparecía siquiera.
Y si conseguía la cama no era por el Juan sino porque ya nadie quería disputársela.
Para decir la verdad, hacía un tiempo que había perdido interés en el asunto. Ni más ni menos.
Los años habían terminado por doblegarlo.
Estaba seco por dentro y se dejaba llevar y traer como un casco viejo.
Miró a Juan y trató de sonreír.
-Las cosas lo llevan y lo traen a uno como un casco viejo. Es eso...
-¿De qué estás hablando?
-Me pregunto cómo sucedió todo esto.
-¿Qué importancia tiene, muchacho?
-Ninguna, por supuesto. Quise decir simplemente que las cosas sucedieron sin que yo me propusiera nada.
Hablaba con una voz mansa y dolorida.
-Bueno, es lo que pasa por lo general.
-No a ti, no a ti, muchacho... Tú saltaste sobre la vida y la domaste como a un potro. ¿Eh, Juan?
-No fue así. Bueno, yo sé cómo fue realmente. Lo que pasa es que nunca me pregunto esas cosas... La tomaba como venía.
-Eso es, muchacho. Eso es. ¡Cerrabas el puño y te la metías en el bolsillo! Juan, ¿estás ahí?
La figura parecía oscilar y alejarse.
-Aquí estoy.
-¿Quisieras darme la mano?
-Claro que sí.
Ahora, casi no veía su rostro. Pero sintió la mano áspera y dura.
No tenía idea de la hora pero de cualquier manera le resultaba extraño aquel silencio en esa calle de la ciudad.
-¿Qué se habrá hecho de la gente? -se preguntó sin verdadera curiosidad, mientras trataba de sostener la cabeza que parecía querer escapársele-.
Debe ser muy tarde.
La figura osciló hacia adelante y entonces con el último hilo de voz preguntó todavía:
-¿Vamos, Juan?
Sintió la voz muy cerca de él.
-Cuando quieras, muchacho.
-Vamos ya...

lunes, 17 de febrero de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA XIX, de Arturo Pérez Reverte - 17/2/14

Fue a principios del siglo XVI, con España ya unificada territorialmente y con apariencia de Estado más o menos moderno, con América descubierta y una fuerte influencia comercial y militar en Italia, el Mediterráneo y los asuntos de Europa, paradójicamente a punto de ser la potencia mundial más chuleta de Occidente, cuando, pasito a pasito, empezamos a jiñarla.
Y en vez de dedicarnos a lo nuestro, a romper el espinazo de nobles - que no pagaban impuestos - y burgueses atrincherados en fueros y privilegios territoriales, y a ligarnos reinas y reyes portugueses para poner la capital en Lisboa, ser potencia marítima y mirar hacia el Atlántico y América, que eran el futuro, nos enfangamos hasta el pescuezo en futuras guerras de familia y religión europeas, donde no se nos había perdido nada y donde íbamos a perderlo todo.
Y fue una lástima, porque originalmente la jugada era de campanillas, y además la suerte parecíamos tenerla en el bote.
Los Reyes Católicos habían casado a su tercera hija, Juana, nada menos que con Felipe el Hermoso de Austria: un guaperas de poderosa familia que, por desgracia, nos salió un poquito gilipollas.
Pero como el príncipe heredero de España, Juan, había palmado joven, y la segunda hija también, resultó que Juana y Felipe consiguieron la corona a la muerte de sus respectivos padres y suegros. Pero lo llevaron mal.
Él, como dije, era un cantamañanas que para suerte nuestra murió pronto, con gran alivio de todos menos de su legítima, enamorada hasta las trancas - también estaba como una chota, hasta el punto de que pasó a la Historia como Juana la Loca -.
El hijo que tuvieron, sin embargo, salió listo, eficaz y con un par de huevos.
Se llamaba Carlos.
Era rubio tirando a pelirrojo, bien educado en Flandes, y heredó el trono de España, por una parte, y del Imperio alemán por otra; por lo que fue Carlos I de España y V de Alemania.
Aquí empezó con mal pie: vino como heredero sin hablar siquiera el castellano, trayéndose a sus compadres y amigos del cole para darles los cargos importantes; con lo que lió un cabreo nobiliario de veinte pares de narices.
Además, pasándose por la regia entrepierna los fueros y demás, empezó gobernando con desprecio a los usos locales, ignorando, por joven y pardillo, con quién se jugaba los cuartos.
A fin de cuentas, ustedes llevan 19 capítulos de esta Historia leídos; pero él no la había leído todavía, y creía que los españoles eran como, por ejemplo, los alemanes: ciudadanos ejemplares, dispuestos a pararse en los semáforos en rojo, marcar el paso de la oca y denunciar al vecino o achicharrar al judío cuando lo estipula la legislación vigente; no cuando, como aquí, a uno le sale de los cojones.
Así que imaginen la kale borroka que se fue organizando; y más cuando Carlos, que como dije estaba mal acostumbrado y no tenía ni idea de con qué peña lidiaba, exigió a las Cortes una pasta gansa para hacerse coronar emperador.
Al fin la consiguió, pero se lió parda.
Por un lado fue la sublevación de Castilla, o guerra comunera, donde la gente le echó hígados al asunto hasta que, tras la batalla de Villalar, los jefes fueron decapitados. Por otro, tuvo lugar en el reino de Valencia la insurrección llamada de las germanías: ésa fue más de populacho descontrolado, con excesos anárquicos, saqueos y asesinatos que terminaron, para alivio de los propios valencianos, con la derrota de los rebeldes en Orihuela.
De todas formas, Carlos había visto las orejas al lobo, y comprendió que este tinglado había que manejarlo desde dentro y con vaselina, porque el potencial estaba aquí.
Así que empezó a españolizarse, a apoyarse en una Castilla que era más dócil y con menos humos forales que otras zonas periféricas, y a cogerle, en fin, el tranquillo a este país de hijos de puta.
A esas alturas, contando lo de América, que iba creciendo, y también media Italia - la sujetábamos con mano de hierro, teniendo al papa acojonado -, con el Mediterráneo Occidental y las posesiones del norte de África conquistadas o a punto de conquistarse, el imperio español incluía Alemania, Austria, Suiza, los Países Bajos, y parte de Francia y de Checoslovaquia. Y a eso iban a añadirse en seguida nuevas tierras con las exploraciones del Pacífico.
Resumiendo: estaba a punto de nieve lo de no ponerse el sol en el imperio hispano.
Parecía habernos tocado el gordo de Navidad, y hasta los vascos y los catalanes, como siempre que hay viruta y negocios de por medio, se mostraban encantados de llamarse españoles, hablar castellano y pillar cacho de presente y de futuro.
Pero entonces empezó a sonar el nombre de un oscuro sacerdote alemán llamado Lutero.
(Continuará)

miércoles, 12 de febrero de 2014

EL PERRO FERNANDO

"Después la vida siguió, como siempre sigue, pero esa Navidad ya no fue igual..."

Cualquiera que haya visitado esta ciudad sabe que uno de los iconos de Resistencia es el Perro Fernando.
Un cuzquito blanco que vivió en los años 50, tuvo un oído musical perfecto y es todavía, junto con las casi 500 esculturas de sus veredas arboladas, algo así como la representación simbólica de la capital del Chaco.
Dicen que su dueño fue un cantante de boleros que un día recaló en la ciudad y se llamaba Fernando Ortiz, aunque otra versión atribuye el nombre al patrono departamental: San Fernando, venerado por los primeros inmigrantes friulanos con el aditamento “de la Resistencia”.
La leyenda dice que este alegre perrito se ganó la admiración y el amor de todo un pueblo por su excepcional oído musical.
No había fiesta de casamiento, cumpleaños, carnaval o concierto al que Fernando no entrara para sentarse junto a las orquestas, o a los solistas, y darles su aprobación meneando la cola o, tras parar las orejas ante el más mínimo furcio, soltar gruñidos y hasta aullidos desaprobatorios.
Y en las Navidades su presencia en una casa era siempre buena señal.
Era fama que jamás se equivocaba, y los mismos músicos solían aceptar que, en el momento señalado por Fernando, en efecto habían pifiado una nota.
Lo que los oídos humanos no advertían, el perrito, implacable, lo denunciaba.
Y no había músico que se atreviera a impedir su entrada ni a expulsarlo, porque toda la ciudad confiaba ciegamente en su oído. Fernando fue como un gorrión de cuatro patas, popular y amado, y acaso por eso mi madre decía que de no haber sido Resistencia una ciudad de morondanga, otra que Edith Piaf...
Los fines de semana, inexorablemente, Fernando recorría fiestas a su antojo y obviamente sin invitación.
Nadie disponía de su agenda, y su presencia era imprevisible.
Pero era tal honor que llegara a un festejo que después, seguro, los organizadores o dueños de casa fanfarroneaban por la visita.
Yo era chico y casi todas las tardes acompañaba a mi papá al Bar La Estrella, donde los hombres charlaban y jugaban al truco o al tute, y todo el tiempo se escuchaban tangos y conciertos en la enorme radio que los japoneses ponían sobre el estaño.
Y ahí estaba, digno y sereno, escuchando atentamente mientras comía maníes bajo alguna mesa, o echadito al sol en las veredas amplias, el perrito que todos decían que habría merecido más que ninguno ser el icono de la RCA Victor.
Cuando llegaba el verano, los preparativos navideños se hacían en esas mesas deliciosamente organizadas: aquí los peronistas con Don Chacho Bittel y sus eternos ministros, algunos de los cuales fueron campeones de tute cabrero y otros en el arte de hacerse ricos a costa de todos.
Allá los radicales del Bicho León, mirando al poder como algo siempre lejano.
Y junto a aquella ventana los socialistas, encabezados por el prócer chaqueño Guido Miranda, historiador y periodista.
También se sentaban, a otras mesas, empresarios, contrabandistas, médicos distinguidos, abogados charlatanes y buscas de todo pelaje.
El Bar La Estrella era como un mercado persa y allí Fernando, el cuzquito melómano, recibía raciones que completaba en su diario vagar por otros bares como el Sorocabana, frente a la plaza,que era el más lindo y hoy es un patético edificio que en cualquier momento puede ser demolido.
Creo que fue la Navidad del ‘57, o el ‘58, cuando visitó Resistencia un famosísimo pianista polaco, de apellido Paderewsky.
Ofreció un concierto único en el Cine Teatro Sep, el más importante de la ciudad, y por supuesto mis papás me llevaron.
La sala estaba repleta y Fernando se acomodó bajo el piano de cola (los organizadores siempre explicaban a los músicos visitantes la ineludible presencia del cuzquito) y a la vista de más de mil personas se diría que Paderewsky y él comenzaron el concierto. Nunca olvidaré la impresión de aquel público cuando, en medio de una sonata de Beethoven, de pronto Fernando se puso de pie alzando las orejas y soltó un gruñido.
Pareció que el mundo se detenía, pero Paderewsky, todo un profesional, siguió como si nada.
Sin embargo, hacia el final del concierto, nuevamente el perrito sacudió las orejas y miró fijo al pianista como diciéndole oiga, la está pifiando.
Entonces Paderewsky, con europea elegancia, detuvo sus manos, miró al perrito y le dijo, en duro castellano:
Tiene razón, equivoqué dos veces”.
E hizo un da capo y repitió la sonata, que le salió perfecta.
El concierto acabó con una ovación, un par de bises y el discreto mutis de Fernando, que, se dijo después, tenía esa noche dos casamientos y un cumple de quince.
Cuando Fernando murió, toda la ciudad lo lloró desgarrada.
Creo que fue en el ‘59, apenas iniciado el gobierno de Frondizi.
Lo que recuerdo perfectamente fue el solemne entierro del animalito en la calle Brown al 350, en la puerta del entonces flamante edificio de una institución cultural llamada “El Fogón de los Arrieros”.
Miles de personas cubrieron la calle, las veredas y los balcones hasta más allá de las dos esquinas.
Toda la ciudad estaba allí, despidiendo a su perrito.
Después la vida siguió, como siempre sigue, pero esa Navidad ya no fue igual porque a la hora de los tangos no estaba el perrito de la ciudad para aprobar música y danza. Y para mí fue la primera Navidad en la que me faltó alguien que amaba.
Hoy en Resistencia hay tres esculturas que evocan a Fernando.
La que se supone mausoleo oficial está todavía sobre la calle Brown. Otra está como escondida bajo un manto de chibatos en la avenida Avalos, cerca del Club de Regatas. Y la tercera, que es la más grande y pretenciosa, y que creo que inauguraron los milicos durante la dictadura, está en una esquina de la Casa de Gobierno y frente a la Plaza.
Curiosamente – así funciona el humor involuntario – tiene la cola alzada y apunta el culo hacia las ventanas de la gobernación.

EL HOMBRECITO DEL AZULEJO, de Manuel Mujica Láinez en "Misteriosa Buenos Aires"

Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja.
Su juventud puede más que sus barbas y que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros.
Uno de ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el hombro del otro, y comenta:
Esta noche será la crisis.
Sí, ­responde el doctor Eduardo Wilde; hemos hecho cuanto pudimos. Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche. . . Hay que esperar...
Y salen en silencio.
A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del Lazareto y del Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles, tan serios van, tan ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen humor, que en el primero se expresa con farsas estudiantiles y en el segundo con chisporroteos de ironía mordaz.
Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en el gran patio que la luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo.
Ha oído el comentario y en su calavera flota una mueca que hace las veces de sonrisa.
También lo oyó el hombrecito del azulejo.
El hombrecito del azulejo es un ser singular.
Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo el viaje, embalado prolijamente el único distinto de los azulejos del lote.
Los demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules corno él, con dibujos geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha.
Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte, porque su presencia intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un azulejo para completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada cancela que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría.
Y el tiempo transcurrió sin que ninguno notara que entre los baldosines había uno, disimulado por la penumbra de la galería, tan diverso.
Entraban los lecheros, los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del menudo extranjero del zócalo.
Otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y tampoco lo veían, ni lo veían las chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta aprovechando la hora en que el ama rezaba el rosario en la Iglesia de San Miguel.
Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un niño, quien lo halló de inmediato.
Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en seguida su amigo.
Le apasionó el misterio del hombrecito del azulejo, de ese diminuto ser que tiene por dominio un cuadrado con diez centímetros por lado, y que sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias y muy secretas.
Le dio un nombre.
Lo llamó Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le regaló un petiso cuando estuvieron en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que se le parece vagamente, pues lleva como él, unos largos bigotes caídos y una barba en punta y hasta posee un bastón hecho con una rama de manzano.
¡Martinito! ¡Martinito!
El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude.
Martinito es el compañero de su soledad.
Daniel se acurruca en el suelo junto a él y le habla durante horas, mientras la sombra teje en el suelo la minuciosa telaraña de la cancela, recortando sus orlas y paneles y sus finos elementos vegetales, con la medialuna del montante donde hay una pequeña lira.
Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su silencio azul, mientras las pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el patio que en verano huele a jazmines del país y en invierno, sutilmente, al sahumerio encendido en el brasero de la sala.
Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. 
Ya lo declararon al salir los doctores de barba rubia.
Y la Muerte espera en el brocal.
El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía.
En el patio lunado, donde las macetas tienen la lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se levantan como una extraña fuente inmóvil, la Muerte evoca las litografías del mexicano José Guadalupe Posada, ese que tantas "calaveras, ejemplos y corridos" ilustró durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos macabros del mestizo está vestida como si fuera una gran señora, que por otra parte lo es.
Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y la gorra emplumada que un moño de crespón sostiene bajo el maxilar, y estudia su cráneo terrible, más pavoroso que el de los mortales, porque es la calavera de la propia Muerte y fosforece con verde resplandor.
Y ve que la Muerte bosteza.
Ni un rumor se oye en la casa. El ama recomendó a todos que caminaran rozando apenas el suelo, como si fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas se han reunido a rezar quedamente en el otro patio, en tanto que la señora y sus hermanas lloran con los pañuelos apretados sobre los labios, en el cuarto del enfermo, donde algún bicho zumba como si pidiera silencio, alrededor de la única lámpara encendida.
Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica.
Ya nadie acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá los juguetes nuevos, para mostrárselos y que conversen con él.
Quedará solo una vez más, mucho más solo ahora que sabe lo que es la ternura.
La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de mármol que ornan anclas y delfines.
El hombrecito da un paso y abandona su cuadrado refugio. Va hacia el patio, pequeño peregrino azul que atraviesa los hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el bastón. Los gatos a quienes trastorna la proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia del personaje que podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita como la de la enlutada mujer sin ojos.
Allá abajo, en el pozo profundo, la gran tortuga que lo habita adivina que algo extraño sucede en la superficie, y saca la cabeza del caparazón.
La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora fija en que se descalzará los mitones fúnebres para cumplir su función. Desprende el relojito que cuelga sobre su pecho fláccido y al que una guadaña sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar. Entonces advierte a sus pies al enano del azulejo, que se ha quitado el bonete y hace una reverencia de Francia.
- Madame la Mort...
A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en francés. Eso la aleja del modesto patio de una casa criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de una ciudad donde, a poco que se ande por la calle, es imposible no cruzarse con cuarteadores y con vendedores de empanadas.
Porque esta Muerte, la Muerte de Daniel, no es la gran Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a todas, sino una de tantas Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la Muerte del barrio de San Miguel en Buenos Aires, y al oírse dirigir la palabra en francés, cuando no lo esperaba, y por un caballero tan atildado, ha sentido crecer su jerarquía en el lúgubre escalafón.
Es hermoso que la llamen a una así: "Madame la Mort".
Eso la aproxima en el parentesco a otras Muertes mucho más ilustres, que sólo conoce de fama, y que aparecen junto al baldaquino de los reyes agonizantes, reinas ellas mismas de corona y cetro, en el momento en que los embajadores y los príncipes calculan las amarguras y las alegrías de las sucesiones históricas.
- Madame la Mort...
La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita, sacudiéndose como un pájaro, en el brocal.
Al fin­ reflexiona la huesuda señora:­ pasa algo distinto.
Está acostumbrada a que la reciban con espanto.
A cada visita suya, los que pueden verla, ­los gatos, los perros, los ratones,­ huyen vertiginosamente o enloquecen la cuadra con sus ladridos, sus chillidos y su agorero maullar. Los otros, los moradores del mundo secreto ­los personajes pintados en los cuadros, las estatuas de los jardines, las cabezas talladas en los muebles, los espantapájaros, las miniaturas de las porcelanas­ fingen no enterarse de su cercanía, pero enmudecen como si imaginaran que así va a desentenderse de ellos y de su permanente conspiración temerosa.
Y todo, ¿por qué?, ¿porque alguien va a morir?, ¿y eso? Todos moriremos; también morirá la Muerte.
Pero esta vez no.
Esta vez las cosas acontecen en forma desconcertante.
El hombrecito está sonriendo en el borde del brocal, y la Muerte no ha observado hasta ahora que nadie le sonriera. Y hay más.
El hombrecito sonriente se ha puesto a hablar, a hablar simplemente, naturalmente, sin énfasis, sin citas latinas, sin enrrostrarle ésto o aquéllo; y sobre todo, sin lágrimas.
Y ¿qué le dice?
La Muerte consulta el reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos.
Martinito le dice que comprende que su misión debe ser muy aburrida y que si se lo permite la divertirá, y antes que ellá le responda, descontando su respuesta afirmativa, el hombrecito se ha lanzado a referir un complicado cuento que transcurre a mil leguas de allí, allende el mar, en Desvres de Francia.
Le explica que ha nacido en Desvres, en casa de los Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica. "rue de Poitiers", y que pudo haber sido de color cobalto, o negro, o carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde, u ocre rojo, pero que prefiere este azul de ultramar.
¿No es cierto? N'est-ce pas?
Y le confía cómo vino por error a Buenos Aires y, adelantándose a las réplicas, dando unos saltitos graciosos, le describe las gentes que transitan por el zaguán: la parda enamorada del carnicero; el mendigo que guarda una moneda de oro en la media; el boticario que ha inventado un remedio para la calvicie y que, de tanto repetir demostraciones y ensayarlo en sí mismo, perdió el escaso pelo que le quedaba; el mayoral del tranvía de los hermanos Lacroze, que escolta a la señora hasta la puerta, galantemente, "comme un gentilhomme", y luego desaparece corneteando...
La Muerte ríe con sus huesos bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres minutos.
Martinito se alisa la barba en punta y, como Buenos Aires ya no le brinda tema y no quiere nombrar a Daniel y a la amistad que los une, por razones diplomáticas, vuelve a hablar de Desvres, del bosque trémulo de hadas, de gnomos y de vampiros, que lo circunda, y de la montaña vecina, donde hay bastiones ruinosos y merodean las hechiceras la noche del sábado.
Y habla y habla.
Sospecha que a esta Muerte parroquial le agradará la alusión a otras Muertes más aparatosas, sus parientas ricas, y le relata lo que sabe de las grandes Muertes que entraron en Desvres a caballo, hace siglos, armadas de pies a cabeza, al son de los curvos cuernos marciales, "bastante diferentes, n'est-ce pas, de la corneta del mayoral del tránguay", sitiando castillos e incendiando iglesias, con los normandos, con los ingleses, con los borgoñones.
Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres revestidos de cotas de malla.
Hay desgarradas banderas con leopardos y flores de lis, que cuelgan de la cancela criolla; hay escudos partidos junto al brocal y yelmos rotos junto a las rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires, porque Martinito narra tan bien que no olvida pormenores.
Además no está quieto ni un segundo, y al pintar el episodio más truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace reír a la Muerte del barrio de San Miguel, como cuando inventa la anécdota de ese general gordísimo, tan temido por sus soldados, que osó retar a duelo a Madame la Mort de Normandie, y la Muerte aceptó el duelo, y mientras éste se desarrollaba produjo un calor tan intenso que obligó a su adversario a despojarse de sus ropas una a una, hasta que los soldados vieron que su jefe era en verdad un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como un almohadón enorme, para fingir su corpulencia.
La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe.
- Y además... -prosigue el hombrecito del azulejo.
Pero la Muerte lanza un grito tan siniestro que muchos se persignan en la ciudad, figurándose que un ave feroz revolotea entre los campanarios.
Ha mirado su reloj de nuevo, y ha comprobado que el plazo que el destino estableció para Daniel pasó hace cuatro minutos.
De un brinco se para en la mitad del patio, y se desespera. ¡Nunca, nunca había sucedido esto, desde que presta servicios en el barrio de San Miguel! ¿Qué sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su imperdonable distracción?
Se revuelve, iracunda, trastornando el emplumado sombrero y el moño, y corre hacia Martinito.
Martinito es ágil y ha conseguido, a pesar del riesgo y merced a la ayuda de los delfines de mármol adheridos al brocal, descender al patio, y escapa como un escarabajo veloz hacia su azulejo del zaguán.
La Muerte lo persigue v lo alcanza en momentos en que pretende disimularse en la monotonía del zócalo.
Y lo descubre, muy orondo, apoyado en el bastón, espejeantes las calzas de caballero antiguo.
Él se ha salvado,­ castañetean los dientes amarillos de la Muerte­, pero tú morirás por él.
Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el pequeño cuadrado, en el que se diseña una fisura que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos trozos que caen al suelo.
La Muerte los recoge, se acerca al aljibe y los arroja en su interior, donde provocan una tos breve al agua quieta y despabilan a la vieja tortuga ermitaña.
Luego se va, rabiosa, arrastrando los encajes lúgubres. Aún tiene mucho que hacer y esta noche nadie volverá a burlarse de ella.
Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana.
En cuanto entran en la habitación de Daniel se percatan del cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis como presumían. El niño abre los ojos, y su madre y sus tías lloran, pero esta vez es de júbilo.
El doctor Pirovano y el doctor Wilde se sientan a la cabecera del enfermo.
Al rato, las señoras se han contagiado del optimismo que emana de su buen humor.
Ambos son ingeniosos, ambos están desprovistos de solemnidad, a pesar de que el primero dicta la cátedra de histología y anatomía patológica y de que el segundo es profesor de medicina legal y toxicología, también en Ia Facultad de Buenos Aires.
Ahora lo único que quieren es que Daniel sonría.
Pirovano se acuerda del tiempo no muy lejano en que urdía chascos pintorescos, cuando era secretario del disparatado Club del Esqueleto, en la Farmacia del Cóndor de Oro, y cambiaba los letreros de las puertas, robaba los faroles de las fondas y las linternas de los serenos, echaba municiones en las orejas de los caballos de los lecheros y enseñaba insolencias a los loros.
Daniel sonríe por fin y Eduardo Wilde le acaricia la frente, nostálgico, porque ha compartido esa vida de estudiantes felices que le parece remota, soñada, irreal.
Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y se apresura, titubeando todavía, a visitar a su amigo Martinito.
Su estupor y su desconsuelo corren por la casa, al advertir la ausencia del hombrecito y que hay un hueco en el lugar del azulejo extraño.
Madre y tías, criadas y cocinera, se consultan inútilmente. Nadie sabe nada. Revolucionan las habitaciones, en pos de un indicio, sin hallarlo.
Daniel llora sin cesar.
Se aproxima al brocal del aljibe, llorando, llorando, y logra encaramarse y asomarse a su interior.
Allá dentro todo es una fresca sombra y ni siquiera se distingue a la tortuga, de modo que menos aún se ven los fragmentos del azulejo que en el fondo descansan.
Lo único que el pozo le ofrece es su propia imagen reflejada en un espejo oscuro; la imagen de un niño que llora.
El tiempo camina, remolón, y Daniel no olvida al hombrecito. Un dia vienen a Ia casa dos hombres con baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el pozo, y como en cada oportunidad en que cumplen su tarea, ese es día de fiesta para las pardas, a quienes deslumbra el ajetreo de los mulatos cantores que, semidesnudos, bajan a la cavidad profunda y se están ahí largo espacio, baldeando y fregando.
Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la tortuga, quien sólo entonces aparece por el patio, pesadota, perdida como un anacoreta a quien de pronto trasladaran a un palacio de losas en ajedrez.
Y Daniel es el más entusiasmado, pero algo enturbia su alegría, pues hoy no le será dado, como el año anterior, presentar la tortuga a Martinito.
En eso cavila hasta que, repentinamente, uno de los hombres grita, desde la hondura, con voz de caverna:
¡Ahí va algo, abarájenlo!
Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto, con su hombrecito en el medio; intacto, porque si un enano francés estampado en una cerámica puede burlar a la Muerte, es justo que también puedan burlarla las lágrimas de un niño.

ALGO MUY GRAVE VA A SUCEDERLE A ESTE PUEBLO, de Gabriel García Márquez

Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14.
Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación.
Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:
"No sé pero he amanecido con el presentimiento que algo muy grave va a sucederle a este pueblo".

El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:
"Te apuesto un peso a que no la haces".
Todos se ríen. El se ríe. Tira la carambola y no la hace.
Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla.
Y él contesta: "es cierto pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo".

Todos se ríen de él y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mama, o una nieta o en fin, cualquier pariente, feliz con su peso dice y comenta:
-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
-¿Y porqué es un tonto?
-Porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.
Y su madre le dice:
-No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.

Una pariente oye esto y va a comprar carne.
Ella le dice al carnicero:
"Deme un kilo de carne" y en el momento que la está cortando, le dice: Mejor córteme dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado".
El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar un kilo de carne, le dice:
"Mejor lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar y se están preparando y comprando cosas".
Entonces la vieja responde: "Tengo varios hijos, mejor deme cuatro kilos..."
Se lleva los cuatro kilos y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata a otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor.

Llega el momento en que todo el mundo en el pueblo, está esperando que pase algo.
Se paralizan las actividades y de pronto a las dos de la tarde.
Alguien dice:
-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor.!
Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.
-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
-Pero a las dos de la tarde es cuando hace más calor.
-Sí, pero no tanto calor como ahora.

Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:
"Hay un pajarito en la plaza".
Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito.
-Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
-Sí, pero nunca a esta hora.

Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde todo el pueblo lo ve.

Hasta que todos dicen: "Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos".
Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo.
Se llevan las cosas, los animales, todo.
Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice: "Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa", y entonces la incendia y otros incendian también sus casas.

Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, le dice a su hijo que está a su lado:
"¿Viste mi hijo, que algo muy grave iba a suceder en este pueblo?" 

Esto se llama la profecía auto cumplida.

EL DIAGNÓSTICO Y LA TERAPEUTA, de Eduardo Galeano

El amor es una enfermedad de las más jodidas y contagiosas.
A los enfermos, cualquiera nos reconoce.
Hondas ojeras nos delatan que jamás dormimos, despabilados noche tras noche por los abrazos, o por la ausencia de los abrazos, y padecemos fiebres devastadoras y sentimos una irresistible necesidad de decir estupideces.
El amor se puede provocar, dejando caer un puñadito de polvo de quereme, como al descuido, en el café o en la sopa o el trago.
Se puede provocar, pero no se puede impedir.
No lo impide el agua bendita, ni lo impide el polvo de hostia; tampoco el diente de ajo sirve para nada.
El amor es sordo al Verbo divino y al conjuro de las brujas.
No hay decreto de gobierno que pueda con él, ni pócima capaz de evitarlo, aunque las vivanderas pregonen, en los mercados, infalibles brebajes con garantía y todo.

EL AMENAZADO, de Jorge Luis Borges

Es el amor, tendré que ocultarme o huir.
Crecen los muros de su cárcel, como un sueño atroz.
La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única ¿de qué me servirán mis talismanes; el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó al áspero norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?
Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que me miran por las ventanas, pero la sombra no me ha traído la paz.
Es, ya lo sé, el amor; la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con su mitología, con sus pequeñas magias inútiles.
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
Ya los ejércitos se cercan, las hordas (esta habitación es irreal; ella no la ha visto).
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo.

DEFINICIONES

HOMBRE: es aquel que sueña con ser tan bonito como su mamá piensa que es, tener tanto dinero como su hijo piensa que tiene, tener tantas mujeres como su mujer piensa que tiene, y ser tan bueno en la cama como él piensa que es.

JEFE: es aquel que viene temprano cuando uno viene tarde, tarde cuando uno viene temprano, sale temprano cuando uno se piensa quedar hasta tarde, y sale tarde cuando uno quiere irse temprano.

CÓCTELES: son reuniones programadas para encontrarse con personas a las que no vale la pena invitar a comer.

CASAMIENTO: es una tragedia en dos actos: civil y religioso.

JURADO: es un grupo elegido para decidir quién tiene el mejor abogado....

WHISKY: es el mejor amigo del hombre; el perro embotellado, digamos.

COLEGIO PARTICULAR: es una institución financiera que vende diplomas; el alumno es el interesado en comprar, y el docente es el que quiere cerrar las negociaciones.

AMOR: es aquello que comienza con un príncipe besando a un ángel, y acaba con un pelado mirando a una gorda.

HORCA: es el más desagradable de los instrumentos de cuerda.

COMISIÓN: es una reunión de personas importantes que, solas, no pueden hacer nada, mientras que juntas deciden que nada se puede hacer.

EFICIENCIA: es cuando el Congreso roba, él mismo investiga, y luego él mismo se absuelve

FANTASMA: es un exhibicionista póstumo.

ANCIANO: es aquel que cuando joven solía tener cuatro miembros flexibles y uno rígido, y ahora tiene cuatro rígidos y uno flexible.

DIPLOMÁTICO: es un sujeto que piensa dos veces antes de no decir nada.

ABOGADO: es el sujeto que salva tus bienes de tus enemigos, y los guarda para sí.

STATUS: es comprar una cosa que uno no quiere, con un dinero que uno no posee, para mostrarnos ante quien no nos gusta, como una persona que no somos.

martes, 11 de febrero de 2014

MI PAPÁ Y PERÓN, de María Rosa Pfeiffer

Pasé toda mi infancia y adolescencia en un pequeño pueblo del interior, en la Pampa Húmeda, en Argentina.
Mi casa quedaba a tres cuadras de la plaza y a una del campo.
Miré por televisión la llegada de Perón.
Mi papá decía que todo era una gran mentira, que cuando se abrieran las compuertas del avión, no iba a aparecer.
La pantalla mostraba el avión haciendo las maniobras para aterrizar. En blanco y negro.
Yo miraba un poco el televisor y otro poco los ojos de mi papá achinándose para ver mejor y su mandíbula masticando nerviosa un palillo de dientes, enviándolo de un lado a otro de la boca.
Fueron eternos los minutos del aterrizaje.
Recuerdo el zumbido intenso de las turbinas y algunos operarios corriendo sacudidos por el aire fuerte. Aunque no sé si era el recuerdo de esa vez o el de la imagen de alguna película.
Después de un tiempo largo, en el que no se sabía si la cámara había quedado detenida en una foto, se abrió la puerta.
Él se asomó.
Levantó los brazos, en el típico gesto de saludo que yo había visto en viejos periódicos.
Y mi papá dijo entonces que no era él, que no podía ser.
Que era un doble.
Que Perón no se animaría a volver. Que tendría miedo, después de haberse ido con los lingotes de oro de la Argentina.
No sé por qué siempre lo imaginé yéndose en una canoa, con todo el oro que decía mi papá, en forma de panes de jabón blanco para la ropa.
La canoa llena, y Perón remando, remando a toda velocidad, con miedo a hundirse por el peso.
Cursaba el primer año del secundario, y mi profesora de matemática, que siempre nos recalcaba que era “Matemática”, no “Matemáticas”, se llamaba Elda y destinaba más de la mitad de su clase a aleccionarnos políticamente.
Yo sabía por ella que el regreso de Perón era auténtico, porque la Juventud Peronista y los Montoneros le habían pedido especialmente que volviera para salvar el país.
Pero no se lo podía decir a mi papá, porque se hubiera puesto mucho más furioso todavía.
La señorita Elda nos contó de la masacre de Trelew, y nos hablaba de los ideales por los que peleaba la guerrilla. Nos decía también que Jesús había sido el primer revolucionario de la historia.
Ese año le tocó organizar uno de los actos, creo que el del 9 de julio, y cantamos con el coro el tema del “Che” y yo toqué con la guitarra la canción de Piero “Ay, país”.
Mi papá me había dado algunos chirlos cuando era chica. Un día no quería ir al colegio y me corrió con una alpargata alrededor de la casa.
Otra vez., me crucé a lo de mis vecinos sin avisar y me buscó con un talerito. No me pegó, me amenazó nomás, y yo atravesé la calle de tierra dejando un reguero de pis.
Pero nunca me había dado una cachetada.
El día del acto, volví a casa y me puse a hablar de lo bueno que había sido Perón, y de que me iría con la guerrilla, a pelear por los pobres, a defender la justicia, y que cuando me hiciera guerrillera mataría a todos los malos, que si hubiera un hermano mío en las filas contrarias, yo lo mataría igual, por pensar diferente, aunque era hija única, y no sabía lo que significaba tener un hermano.
Pero que los ideales eran más importantes que las personas.
Y esa vez sí, mi papá me dejó la mano marcada en la cara.
Nunca antes como ese día vi sus ojos llenos de odio. Los tenía abiertos, muy abiertos, pero a la vez muy chiquitos, y brillantes, como de fuego.
Después del día del acto el rector, al que los chicos de los últimos cursos apodaban “Tumba”, llamó a algunos alumnos de primero, segundo y tercer año, que era donde daba clases la Señorita Elda, y nos preguntó por las clases de Matemáticas. “Matemática”, subrayé yo, y frunció el ceño.
Con Meli, una compañera con la que competíamos por las mejores notas, le dijimos que habíamos aprendido mucho.
Nos hizo mostrarle las carpetas. Y era verdad, porque Elda se las ingeniaba para cumplir con sus dos misiones docentes: la Matemática y la Guerrilla.
Al menos Meli y yo amábamos las ecuaciones tanto como imaginarnos con un fusil en las montañas de Tucumán luchando por un mundo más justo.
Otros compañeros tenían sus carpetas incompletas, un desastre. Pero por malos alumnos. Y eso la hundió a la Señorita Elda.
Creo que primero la suspendieron. No sé si podían echarla así como así.
Después, tuvimos que aguantar varias charlas sobre Moral, Ética, Valores.
Nos hicieron ver que la Señorita Elda había manipulado nuestro joven idealismo, que se había aprovechado de nuestra pureza de corazón.
Meli y yo fuimos las encargadas de convencer a nuestros compañeros de que lo que había hecho era ponernos en peligro con su adoctrinamiento. Meli se resistió un poco más, pero finalmente la convencieron.
Nos consideraban las líderes del grupo. Y yo sentía que era una traidora.
Nadie volvió a preguntar por la Señorita Elda.
El único consuelo de esos días fue que la profesora de Literatura, Susana Thalmann me prestó “Cien años de soledad”. Me refugié en la lectura como la única posibilidad de escapar de una realidad que no me gustaba.
Susana era amiga de Elda. Entonces había como una especie de complicidad, un saber de las dos que la seguíamos queriendo a Elda aunque no pudiéramos hablar de ella.
En tercer año nos llegó un rumor de que ella y el marido estaban presos.
“¿Vieron?” nos dijo con una sonrisa maliciosa la profesora de matemática de Cuarto y Quinto, que se había quedado con las horas de todos los cursos.
Pero nadie dijo ni preguntó nada.
La profesora carraspeó y se puso a escribir un teorema en el pizarrón, que ese día ni nunca, nadie aprendió.
Para esa misma época censuraron el programa de Tato Bores, que era el preferido de mi papá. Yo lo miraba con él, aunque un poco me aburría porque no podía seguir el ritmo de su discurso, tan acelerado.
Muchas cosas no entendía.
Pero mi papá se reía, aunque era una risa con un poco de dolor, sacudía la cabeza con cierta pesadumbre y decía: “Éste tendría que ser presidente”.
Después llegó el tiempo de decidir qué seguir estudiando.
"A Rosario no vas. A Buenos Aires, menos”, dijo mi papá.
“Pero yo quiero estudiar Teatro o Sicología”.
“Hay muchas carreras en Santa Fe. Elegí algo de lo que hay. Queda cerca. Podés venir todos los fines de semana. Además, no está tan revuelto. Santa Fe o nada.”
Y su voz sonó como de metal.
Pasaban por televisión una publicidad que mostraba chicos en un bar con un libro de Marx.
Una voz en off decía : “¿Sabe usted con quién está su hijo, qué está haciendo ahora?”
Y eso producía terror en los padres.
“Algo habrá hecho” dijo mi tío cuando contaron que Ana Fouga,, que vivía en Rosario, sobrina de una vecina nuestra, había desaparecido.
Debía ser terrible para mi papá pensar en la posibilidad de que yo desapareciera. Lo entiendo ahora que tengo mis propias hijas, y que sigo teniendo la esperanza de un mundo mejor.
El mismo año en que empecé la carrera de Bellas Artes fue el golpe. Sé que mi papá y mi mamá se dormían rezando, a pesar de que él se decía ateo.
Muchas de las cosas que ocurrían en Santa Fe ellos ni se enteraban, porque los diarios, las radios no hablaban. Pero yo pasé por delante de una casa llena de agujeros de bala.
Y supe de gente que era llevada y torturada. Y que desaparecía. Aunque nadie tan próximo como para que pudiera registrar su rostro.
Cuando uno no puede ponerle la cara a alguien, a un nombre, se siente lejos, no hay verdadera compasión.
Una noche me llevaron a una seccional por averiguación de antecedentes. Me pidieron el documento a la salida de la Escuela de Arte, y vieron que tenía el mismo apellido que uno de los cabecillas montoneros.
Me entintaron los dedos, me vaciaron la mochila, y me pasaron de uno a otro preguntándome por el paradero de mi hermano.
“No tengo hermanos”, repetía yo una y cien veces.
Tuve miedo, mucho miedo. Pero no lloré.
Esa noche pensé que quizá no hubiera sido tan valiente para entrar en la Guerrilla. Tuve mucha vergüenza de mí. Me acordé de la Señorita Elda y de su lucha. Sentí que ella era una heroína y yo una muñeca hueca.
En algún momento de esa larga noche tuve el deseo de que descubrieran que “el Piojo”, tal era el apodo con que buscaban a mi supuesto hermano, fuera realmente mi hermano.
Y me lo imaginé rescatándome, llevándome con él a una trinchera. Entonces yo le decía: “Voy a pelear con vos”.
Y nos abrazábamos, contentos de habernos encontrado.
Pero a la madrugada me soltaron. El Piojo no era mi hermano. Ni siquiera un pariente cercano. No tenía hermanos, ni era guerrillera.
Era una tonta hija única estudiante de Bellas Artes, olvidada de sus sueños, que hacía teatro vocacional a escondidas de los padres, que leía Hesse y Marechal y Cortázar, con avidez desesperada. Con tanta avidez como a los doce deglutía fotonovelas y Corín Tellado, hasta que la mano salvadora de la profesora de literatura me tendió el libro de García Márquez.
Hace tanto tiempo.
Mi padre murió. Mis abuelos. Mis tíos.
Meli, que se había recibido de abogada y se casó con un profesional, y que ahora tendría mi edad.
Ellos son mis desaparecidos.
No los capturaron, no los torturaron. No pelearon por el país. No murieron por sus ideales.
Ellos son los rostros de mi dolor.
Y sólo desde ellos puedo entender y sentir el dolor de los otros, de los sin rostro, de los inmolados.
De los que pelearon por los sueños que fueron míos hace tanto tiempo.

María Rosa Pfeiffer
Santa Fe, Argentina

ANÓNIMO, de Javier Krahe (Dolor de garganta - 1999)

En las antípodas todo es idéntico,
tienen teléfonos, tienen semáforos
con automóviles con sancristóbales,
muchos estómagos están a régimen.
Tienes políticos más bien estúpidos
pero son súbditos muy pusilánimes.
En las antípodas todo es idéntico,
idéntico a lo autóctono.

La problemática es económica
y en lo teórico no son unánimes,
lo hay escépticos, los hay fanáticos,
pero en la práctica no ves apóstatas
sino en los márgenes o con prismáticos.
Y unos on míseros, otros son prósperos,
en las antípodas todo es idéntico,
idéntico a lo autóctono.

Hay mundo artístico con gente excéntrica,
mundo científico con catedráticos
y cuerpo médico y casos clínicos.
La gente rústica puebla las fábricas
y los hipódromos los aristócratas.
Ciertos filósofos sienten escrúpulos.
En las antípodas todo es idéntico,
idéntico a lo autóctono.

Algunos fármacos son ilegítimos
pero hay gran tráfico, lo cual es lógico
porque los réditos son astronómicos
y hay muchas víctimas, hay muchas cárceles.
Voces hipócritas piden, coléricas
medidas drásticas, sillas eléctricas.
En las antípodas todo es idéntico,
idéntico a lo autóctono.

Los eclesiásticos desde sus púlpitos
causan catástrofes, y los omnímodos
poderes fácticos hazañas bélicas
y actos vandálicos los energúmenos,
y los pacíficos, actos inútiles.
Entre los lúcidos cunde el desánimo.
En las antípodas todo es idéntico,
idéntico a lo autóctono.

Se dan fenómenos de rara índole:
idéntico a lo autóctono,
madres estériles con partos múltiples,
idéntico a lo autóctono,
problemas étnicos con los indígenas,
idéntico a lo autóctono,
falsas polémicas con los satélites,
idéntico a lo autóctono,
grandes espíritus viven recónditos,
idéntico a lo autóctono,
y hay lodos tóxicos abundantísimos...

En otros términos que están incómodos.
Pero es fantástico, martes y miércoles,
jueves y sábados, lunes y vísperas,
dan espectáculo con el esférico,
y allí, al unísono, arman escándalo
y es como un bálsamo para sus ánimas.
En las antípodas todo es idéntico,
idéntico a lo autóctono.

NECESITARÍA, de Jorge Fandermole

Necesitaría que me transformara
una ciencia oculta, algún arte de magia,
en la nave que deja esta tierra maldita
y navega rumbo a tu orilla sagrada.

Necesitaría volverme invisible
para entrar secretamente a tu morada
y poder hacerme impalpable, inaudible,
para deslizarme hasta el fondo de tu alma.

Para que no intuyas que estoy al acecho
necesitaría no ser casi nada,
la inquietud apenas que agita tu pecho
como una jauría de perros fantasmas.

Necesitaría un ángel, por lo menos,
para verte desde las cornisas altas,
y un plumaje firme que aguante los truenos
mientras la tormenta grita en tu ventana.

Necesitaría un pozo de silencio
donde sepultase mis palabras vanas,
y quizás un día ver que forma tengo
cuando me refleje limpio en tu mirada.

Necesitaría luz de plenilunio
pa' prender candiles en tu espejo de agua,
fuego en tu ribera de cauce nocturno
y viento propicio en tus velas izadas.

Tiempo del desierto necesitaría,
o del mar que insiste y rompe las amarras,
para despertarte de tu sueño de ave
y pulsar tus cuerdas como las guitarras.

Necesitaría lo que ya no tengo,
esa cercanía de luna mojada;
y mientras me tardo porque estoy volviendo
necesitaría que no me olvidaras.

lunes, 10 de febrero de 2014

ESTA ADMINISTRACIÓN INFAME, de Arturo Pérez Reverte - 10/2/14

Con frecuencia llegan cartas de jóvenes que intentan conseguir una beca de estudios o laboral, crear su propio puesto de trabajo como autónomos, o abrirse paso con fondos que el Estado administra. Esas cartas acaban produciéndome honda tristeza, pues siempre cuentan lo mismo: el choque con el muro infranqueable de la Administración, cuando no de 17 administraciones diferentes y a veces opuestas entre sí. La burocracia atrincherada bajo el cómodo anonimato y la impunidad funcionarial, que no sólo entorpece ilusiones, sino que a menudo las destruye por desidia, pereza o desinterés.
Extraño será que ustedes mismos no conozcan casos, si es que no lo sufren en sus carnes.
Cuando un joven consigue algo, todo son tardanzas, retrasos en el pago, argucias presupuestarias. Y en la fase previa, poca información, confusas explicaciones del BOE, malos modos cuando alguien, en su desesperación, insiste en saber.
Y sobre todo, esa imposibilidad de hablar con alguien responsable, en lugar de la habitual cadena de gente que te pasa a otra gente que tampoco sabe, que no da referencias ni da nombres, mientras intentas averiguar por qué te deniegan tal o cual beca, ayuda o subvención oficial, a qué clase de expediente sí se la concedieron y cómo lo calificaron.
El bloqueo del derecho a saber qué suerte corrió tu solicitud y con qué criterios fue rechazada; algo natural y necesario para mejorarla en otra ocasión, o solicitar una ayuda más adecuada a tus posibilidades.
Ante esa legítima reclamación se alza, siempre, un muro de silencio. El calvario de ir de uno a otro funcionario, sin averiguar no ya el responsable de lo tuyo, sino el departamento al que corresponde. A veces ni siquiera sabes si se trata del ministerio, la consejería o la pepitilla de la Bernarda.
Y cuando al fin alguien parece saber de qué le hablan, empiezan los diálogos absurdos: no hay responsables, ni lugares, ni nombres.
Nadie sabe nada.
Todo es un enredo burocrático organizado para disuadirte de insistir. Y llegas a una triste conclusión.
Esos funcionarios que deberían ayudarte - y no faltan los de buena voluntad que lo hacen o lo intentan -, suelen comportarse como si el asunto fuera tan oscuro que no conviniese dar explicaciones.
Podría ser por incompetencia o pereza, concluyes; y así es a veces. Pero lo que queda de manifiesto, al fondo, es la falta de transparencia con que funciona este Estado de taifas y parcelitas miserables. La sospechosa forma en que maneja el dinero público una Administración vampiro que, en vez de ayudar al ciudadano haciendo posibles futuro y riqueza, lo expolia y desalienta.
Asombra el grado de perversión del monstruoso sistema que nos ha sido impuesto.
No saber nunca a quién llamar, a quién reclamar nada.
Con lo fácil que sería una firma: saber que quien maneja un expediente es responsable en el tramo que le corresponde.
Un médico o un profesor son funcionarios y firman con sus nombres, pero en asuntos administrativos no firma nadie. El sistema es anónimo, lo que garantiza mucha impunidad.
Mucha golfería.
Todo se excusa tras la pantalla opaca del funcionario; que a menudo, sospechas, sólo cumple instrucciones superiores: es sólo un disfraz del sistema.
Qué distinto sería poder seguir la traza de cada expediente, como ocurre en Correos - servicio admirable, todavía - cuando mandas un certificado y te ofrecen un papelito que, vía Internet, permite saber dónde está tu envío en cada momento.
Si algo así se aplicara a la Administración, sería posible una mayor transparencia. Comprobar quién hace o no su trabajo. Averiguar en qué despacho y qué manos te arruinan la vida.
Todo esto apesta, oigan.
Ni siquiera la desidia, la incompetencia o la maraña burocrática pueden explicarlo; porque, cuando con mucha insistencia alguien llega al hilo del ovillo, se entera, por ejemplo, de que su elaborado proyecto con el que sudó sangre, cuyo requisito oficial era generar empleo intercomunitario, ha sido rechazado como otros, y en cambio se lo dieron a una página Web más simple que el mecanismo de un sonajero.
Y claro. Ahí no valen pantallas.
Eso no es el humilde funcionario de la ventanilla o el teléfono quien lo concede al sobrino, compadre o recomendado, sino que se decide arriba. Entre quienes se benefician del negocio y lo extienden a su clientela, sobre todo en un país corrupto como éste, donde lees el periódico y echas la pota.
Si esa poca transparencia se da con una subvención de 500 euros, calculen lo que circula en la sombra, y a qué manos va cuando se reparte el pastel entre afiliados, compadres y sindicatos del langostino.

jueves, 6 de febrero de 2014

BASDALA, de Hernán Casciari

A veces, dice Casciari, los lectores de los blogs tejen historias mucho más interesantes que las que pueden concebir los autores. Y el caso de Basdala (un lector) lo confirma.
En algún momento de este siglo descubrí que ya no quería escribir más como antes. Quiero decir: nunca más a solas, con la Olivetti en la cocina, viendo crecer las páginas sin mostrarle a nadie cada capítulo o cada cuento, sin la invasión permanente de los lectores, sin la adrenalina del borrador a la vista.
Supe que ya no podría sentarme, durante meses, a construir una trama sin que otras miradas me devolvieran, de inmediato, sus comentarios veloces, sus correos instantáneos, sus críticas, e incluso, con suerte, nuevas tramas mejores que las mías.
Sobre esto último, sobre la magia de las devoluciones literarias, tengo una anécdota para contar.
Estoy en medio de un dilema: me propongo contar esta historia en una revista impresa, no en un blog. Y no importa que la revista y el blog se llamen igual: no tengo el ritmo ni la mano suelta.
Hace mil años que no escribo una anécdota con destino final en papel. Desde 2003 todo lo que conté, real o imaginario, acabó siempre con el gesto de hacer clic en el botón enviar.
Ese gesto ya es, en mí, una especie de automatismo.
Me acostumbré al tic de la publicación inmediata, a que no haya nada entre los actos puros de escribir y de leer.
Desde hace mucho tiempo me despreocupo después de ponerle el punto final a una historia, y me encanta saber que los lectores verán los resultados dos segundos más tarde, con los errores de tipeo incluidos, es verdad, pero también con las palabras y las ideas todavía calientes.
Si narrar en directo fuese un ejercicio de tiro al blanco, la flecha estaría todavía en el aire cuando le llega al lector.
La audiencia virtual parece levantar vuelo e ir en busca del dardo; no se queda en el suelo esperando el impacto: de algún modo el lector pega un salto y dirige su corazón a la trayectoria de la flecha. La audiencia virtual es, además, muy veloz: me corrige la ortografía en menos de una hora, debate la gramática, y después todos empiezan a conversar entre ellos sobre lo que han leído.
Es muy gratificante ese murmullo de voces cuando la trama todavía está humeante, cuando ni yo mismo sé si lo que acabo de echar a la parrilla es carne buena.
Hay una sensación de veredicto en ese barullo de voces y conversaciones.
Me gusta espiar los comentarios y charlas ajenas; es como hacer realidad el sueño de convertirse en mosca y escuchar lo que se dice de un cuento propio, en el exacto momento en que a uno ese cuento le importa más, porque lo acaba de parir.
En realidad, no sé si la práctica de la literatura en directo es buena o mala, si es mejor o peor que otros sistemas.
En todo caso siempre habrá veintisiete letras y un teclado, nada más que eso. Pero estoy seguro de que a mí me resulta más divertida la inmediatez que la espera.
Por ejemplo ahora: escribo esto a finales de mayo. Ustedes están leyendo este párrafo en julio, en agosto, en septiembre.
¿Quién sabe si en medio no se acabó el mundo?
La historia que voy a contar explica, mejor que cualquier charla literaria o debate de blogueros, por qué me gusta más escribir en directo y no en papeles impresos.
Es una anécdota en la que la inmediatez propició el mejor cuento posible, uno que nunca se me habría ocurrido inventar.
Pasó muy al principio, cuando nadie todavía era consciente de las ventajas de narrar ficción en la red, cuando nadie sospechaba que del otro lado de los monitores había lectores ávidos, y que esos lectores eran reales, que tenían un nombre y un apellido, que no eran solamente un seudónimo.
En el preciso momento en que ocurrió esta anécdota supe que escribir en directo me iba a resultar vital y necesario.
Hay que viajar, entonces, a los tiempos en que empezaba tímidamente lo que después sería llamado “el fenómeno de los blogs”, un furor que duraría unos seis o siete años.
Yo escribía mi primera novela en directo y de forma anónima, disfrazado de un ama de casa mercedina de cincuenta y dos años, en la que imitaba un poco la voz de mi madre y recreaba como podía nostalgias felices de mi adolescencia.
Una noche, después de cenar, me llegó el mail de una desconocida llamada Montse.
Me acuerdo con mucha claridad de ese correo, porque cuando iba por la mitad de su lectura me agarró un ataque de llanto, con hipos y pucheros, y no pude dejar de llorar durante un rato.
Yo sabía, mientras lloraba, que la escena era patética: un gordo grandote moqueando frente a un monitor es peor que un gordo grandote mirando porno en un monitor.
Las dos imágenes son humillantes, pero llorar tiene un plus femenino, una afrenta mayor.
Lloré, y lloré. No podía parar.
Un rato antes habíamos terminado la sobremesa y Cristina se había ido a acostar temprano porque ya no soportaba la panza de su embarazo.
Era enero de 2004, invierno crudo en Barcelona.
Yo estaba muy contento con mi nuevo juguete literario, que entonces se llamaba weblog y no blog, y me fui a la máquina a escribir un nuevo capítulo de la historia del ama de casa y su familia disfuncional.
Publicaba como una bestia en ese tiempo: lunes, miércoles y viernes.
Le daba al botón enviar justo a mitad de la madrugada española.
En esas tres horas, entre la escritura y la publicación, yo cerraba los ojos y me transportaba a Mercedes, a mi ciudad natal, donde transcurría la historia. No tenía un plan ni una estructura narrativa; más que escribir, yo miraba en la pantalla una especie de película muda que me salía de los dedos. Me sorprendía la sensación de placer, de fiesta interna, que me generaba en el cuerpo estar narrando en directo.
Hasta entonces escribir me había resultado tortuoso; la literatura era una especie de ejercicio duro que había que alcanzar y después mantener. Yo creía que había que impostar un tono alto y meditado en el oficio de narrador; que había que demostrar una cierta inteligencia indulgente; que era fundamental no parecerse a nadie, incluso a costa de experimentar sin necesidad; que había que ser culto o, por lo menos, usar anteojos o polera negra.
Demasiado trabajo.
Esto de internet, en cambio, era más parecido a un hobbie o a un deporte.
Los lectores no pedían nada, no eran intelectuales, no formaban parte del círculo cerrado de las letras, ese grupo de gente que escribe y publica para colegas escritores.
Este era un público real, fervoroso.
Me sorprendía también que cada semana hubiese más y más lectores, y que se divirtieran y se emocionaran con el folletín.
En esa época nadie sabía quién escribía la historia, y me resultaba excitante la cantidad de lectores que, desde la medianoche, esperaban la actualización de la trama.
Allí nació el “pri”, un grito de guerra en donde el lector que conseguía hacer el primer comentario dejaba su rúbrica de fidelidad.
Muchos ya sospechaban que los tres capítulos semanales del ama de casa no eran vivencias reales, pero otros todavía creían en la existencia verdadera de Mirta, la narradora.
Para hacerlo más ambiguo, la protagonista tenía una dirección de correo electrónico a la que llegaban muchos mensajes privados, casi todos divertidos y cariñosos.
Yo revisaba cada noche esa casilla de mails y contestaba como si lo hiciera Mirta: “Gracias, corazón, un besote”, o cosas por el estilo.
Los lectores del folletín habían empezado a convertirse en una comunidad y llegaban de todas partes del mundo.
Ninguno conocía la edad ni el nombre real de nadie, pero sí sus seudónimos de internet. A toda esa primera camada de alias prehistóricos les deberé siempre la energía inicial. Muchos de ellos, sospecho, tienen este número de la revista en sus manos y seguramente recordarán esta anécdota.
Resulta que uno de estos lectores más asiduo y participativo se hacía llamar Basdala.
Dejaba siempre comentarios correctos y bien redactados, respetuosos, cálidos, y llamaba a la protagonista “mamá Mirta”.
Una tarde de finales de 2003 dejó un comentario que a mí me gustó mucho. Decía que las historias de los Bertotti eran como “un minué en un mundo de adagios”. Ponderaba que se juntara tanta gente a leer una historia cotidiana, se decía contento de ser parte de una comunidad tan serena, donde no había “ni trolls ni malos rollos”.
Como nadie sabía quién podía esconderse detrás de cada seudónimo, sospechábamos las edades y la residencia de cada lector por la forma de escribir de cada uno.
Yo pensaba que Basdala era de procedencia española, por el uso de “malos rollos” u otros giros, y también creía que era un lector de mediana edad, pongamos unos treinta o cuarenta años.
Me equivocaba. Mirta, la narradora del blog, se había encariñado mucho con él. Tanto que una vez lo nombró en medio de una conversación con su hijo Caio: “Ay, nene, si fueras modosito como Basdala, que no tiene faltas de ortografía y además seguro que se baña”.
Basdala se sintió muy agradecido por ser mencionado en la obra.
Eso pasó en noviembre.
Un mes después Basdala desapareció.
Esa ausencia no se notó demasiado, porque los comentaristas y los lectores de los blogs iban y venían sin rumbo: todavía no había facebooks ni twitters donde pudieran echar el ancla.
Pasó un mes más, y la noche del veintidós de enero de 2004 llegó un mail al correo de Mirta.
Lo firmaba Montse, la hermana del lector Basdala.
Después de un saludo frío, que daba a entender que escribía esa carta no porque quisiera, sino porque tenía la obligación de hacerlo, Montse decía:
“Mi hermano, Miguel Ángel, falleció el pasado dieciséis de diciembre de 2003 en el hospital Vall d’ Hebron de Barcelona. Estaba muy enfermo del corazón, con problemas hereditarios.
Había aguantado dos paros cardíacos, pero no pudo soportar el tercero. Murió a los dieciocho años recién cumplidos con una sonrisa en los labios, con sesenta y cuatro poemas nuevos y maravillosos, uno por día que estuvo ingresado, y con grandes obras a su paso.
En su honor fue tocado el Réquiem de Mozart, su obra favorita, y se hizo una lectura de todas sus poesías completas en los días de luto de su colegio.
Mi hermano sabía que iba a morir, y dejó varias cartas antes de irse, que fueron encontradas esta semana en su disco rígido.
Una para mis padres, otra para mí, una para su médico de cabecera al que quería mucho, otra para su novia, y en la última de esas cartas mencionaba tu página web y dejó anotado tu correo electrónico.
Una de esas cartas era para ti, Mirta.
La he adjuntado a este mail, porque he creído conveniente cumplir sus últimas voluntades”.
Solo entonces vi que había un .txt adjunto al mail de Montse.
Lo abrí temblando pero no lo pude leer enseguida.
Ya había empezado a llorar a la mitad del mail de la hermana y las lágrimas no me dejaban hacer foco en la carta.
Entendí más de literatura en esos cinco minutos que en todos los años analógicos en los que había intentado escribir cuentos y novelas en la Olivetti.
Un tal Miguel Ángel le había escrito una carta de despedida a una señora de Mercedes, provincia de Buenos Aires, sin saber que el verdadero autor del personaje vivía a siete cuadras del hospital donde agonizaba el lector. Jamás se me habría podido ocurrir una historia así, tan simple en su sinopsis, tan poética.
El chico había muerto, sospeché, en medio de una paradoja literaria.
Intenté imaginarlo en el hospital, leyendo el blog, dejando comentarios agradables siempre, felices y llenos de vida. Mensajes inteligentes que no parecían de su edad, ni tampoco los de un moribundo.
Pensé en él, en Basdala, un chico del que no conocía el verdadero nombre mientras estuvo vivo; y pensé también en Miguel Ángel, su nombre real que conocía ahora que ya estaba muerto.
Entre las seis cartas de despedida que había dejado antes de morir, una estaba destinada a un personaje de ficción.
Esa fue la primera vez que entendí, de golpe, que escribir en directo, sin el proceso tradicional de la publicación en papel, sin la firma de un autor en la portada de un libro, podía devolverte relatos increíbles; aunque no fueran tuyos.
Cuando me pude calmar un poco leí, por fin, la carta que Basdala le había dejado a Mirta Bertotti.
La leí con la sensación espantosa de estar espiando la correspondencia de otro:
“¡Saludos, mamá Mirta! —había escrito el chico—. Cuando leas esto, mi pluma ya se habrá parado.
Espero que te llegue pronto, he dejado esto como mensaje a mi hermana y mi familia.
No sé si conseguirán encontrar todas las cartas, pero así lo espero.
¡Ay, voy a echar tanto de menos mi querido ordenador!
¿Sabes quién soy, verdad?
Soy Basdala, quien una vez te llamó Minué. Un minué en un mundo de adagios… Eso es lo que eres, gordita.
Y estoy completamente seguro de que lo seguirás siendo por mucho tiempo. ¡Seguro!
Hace unas semanas que llegué del hospital. ¡Dieciocho años y ya he sobrevivido a un paro de corazón! Espero que mi madre tenga razón y nada pueda conmigo...
Bueno, al grano.
Mucha suerte y valor para seguir adelante en tu vida, Mirta.
Recuerda que estaré contigo esté donde esté… porque pienso dar la lata bastantes años en este mundo. Aunque la verdad es que tengo miedo… Tengo tantas cosas que hacer. ¡Y tan poco tiempo! Quizás me queden tres meses.
Hasta siempre, gordita. Cuídate y sé feliz.
De alguien que te quiere y siempre te ha querido, desde el primer post. Basdala, un réquiem en un mundo de sueños”.
Cristina se despertó por culpa de mi llanto y pensó que había muerto alguien de mi familia. Pero después, cuando ella también leyó la carta de Basdala, se puso igual de triste y lagrimeó.
El siguiente capítulo del folletín no fue una historia más sobre la familia Bertotti, sino una tristísima despedida de Mirta a uno de sus lectores más fieles.
Me costó mucho escribir ese capítulo utilizando la voz femenina de siempre. Por un lado, debía seguir siendo la narradora y actuar como tal, pero por otra parte me transformaba en un personaje falso para hablar de una muerte verdadera.
En un punto me pareció inmoral.
Decidí entonces que fuéramos los dos, a cuatro manos, quienes diéramos la cara.
Escribí muchas versiones de aquel capítulo, durante una noche larga y dolorosa. Fue la primera vez, en todo el folletín, en que perdí el estilo de Mirta, que ya era automático en mí, y se notó que atrás había alguien, un autor.
“Los vecinos más memoriosos —escribió Mirta esa noche— se acuerdan de una tarde en que Basdala me escribió uno de los piropos más lindos que me han dicho: Mirta, eres un minué en un mundo de adagios.
Yo estuve todo ese día contenta, firmando Mirta Bertot de Minuét.
Basdala se llamaba Miguel Ángel, era un chico español al que el dieciséis de diciembre se le paró el corazón.
Yo no lo supe hasta hace media hora: su hermana Montse me escribió para contármelo, y por supuesto no estoy para milongas en este momento.
‘Murió a los dieciocho años recién cumplidos con una sonrisa en sus labios’, me escribe Montse.
Casi nunca existe relación entre quienes escribimos y quienes nos leen. Exceptuando a dos amistades personales mercedinas, no conozco de cara a ningún lector de este weblog.
Pero siento una complicidad enorme jugando con ustedes, amigos a la distancia.
Montse me contó que Basdala sabía que iba a morir, y que dejó varias cartas antes de irse, que fueron encontradas esta semana en su computadora.
‘Una era para ti’, me cuenta.
Nunca creí, en toda mi vida de escribir historias, que la literatura pudiera depararle dolor verdadero a un personaje de ficción.
Porque soy Mirta y estoy llorando.
Abrí la carta de Basdala; la leí con una sensación muy rara en el cuerpo.
No voy a quitar ni agregar una coma a sus palabras de despedida, que son pocas y están llenas de optimismo. Que cada uno de ustedes, corazones, se lleve lo que le toque de la carta que le dejó un amigo, antes de irse, a una señora que escribía para él en internet.”
Dicho lo cual, Mirta publicó la carta de Basdala, y dio por finalizado el capítulo del día.
A la mañana siguiente había cientos de comentarios, todos escritos con pena y desconcierto.
Los lectores se fueron contando anécdotas de Basdala, elogiaron su prosa, sintieron mucha pena por su edad. Algunos se sorprendieron al saber que era varón, porque siempre, a causa del seudónimo, lo habían creído mujer.
Fue como un triste velorio virtual en el que nadie escribió en mayúsculas ni con signos de admiración.
Las charlas de lectores, durante los siguientes capítulos, fueron grises, filosóficas, y todas estuvieron teñidas por la certeza de la muerte.
De a poco, empezó a darse un cambio monumental en la dinámica del grupo: aquellos cientos de comentaristas, que hasta entonces eran nada más que un puñado de alias, empezaron a decir públicamente sus nombres reales, a contar quiénes eran, a explicar en qué pueblo del mundo vivían. La muerte de Basdala los había conmocionado tanto que, como catarsis, tuvieron la necesidad de darse a conocer.
Desde finales de enero y hasta mediados de febrero de 2004 muchos fueron levantando la mano: me llamo Carlos y vivo en Santo Domingo, tengo una hija, me gusta el jazz; mi nombre es Luisa, tengo sesenta y dos años, tres nietos; soy Ernestina, de Rosario, tengo veinte años y estudio derecho; me llamo Julio, soy uruguayo viviendo en Dublin, a veces me siento solo.
Cada uno empezó a decirle hola a los demás, y a conversar de una manera distinta.
En esa época fue que algunos empezaron a visitarse en sus casas, a convertirse también en amigos físicos, a planear viajes juntos.
Muchísimos inauguraron también su propio blog y dejaron de visitar a Mirta para convertirse en anfitriones. Ya no eran alias, ni sobrenombres, ni seudónimos.
Ya nadie quiso llamarse Basdala nunca más: todos empezaron a querer ser Miguel Ángel.
A mí me pasó lo mismo.
A finales de febrero abrí otro blog donde seguí escribiendo en directo. Le puse de nombre Orsai, pero debajo escribí, por primera vez, mi nombre y apellido reales.
Unos meses después de la carta póstuma de Basdala, o de Miguel Ángel, ya casi en el final del folletín de los Bertotti, recibí el correo de una madre valenciana, Alejandra, muy enojada conmigo.
Me decía que su hija adolescente, de nombre Nery, se había enterado de la muerte de Basdala desde el blog, y “cayó en una profunda depresión, además de llevarse varios días llorando y sin querer comer nada”. Parece que Nery había tenido un romance de verano con Basdala, y nunca lo había vuelto a ver hasta la noticia de su muerte.
Y aquí viene lo más raro: la madre también me decía en su correo que, para sorpresa de ambas (madre e hija), “vimos a Basdala el pasado fin de semana en un centro comercial, vivito y coleando”.
Y me echaba a mí la culpa de lo que ella creía una broma pesada.
Primero pensé en un inmenso malentendido.
Quizá hubiera dos motes Basdala.
Pero Alejandra me daba, además, el nombre y los apellidos del muerto que no estaba muerto. Y el nombre era Miguel Ángel.
Demasiada coincidencia.
Esa fue la primera vez que dudé de la primera carta. No fue antes.
Qué crédulos éramos todos en esos años.
Hasta entonces la historia de la muerte de mi lector no había pasado nunca por el colador de la sospecha.
Ahora, que casi todo en internet es hoax o fake hasta que se demuestre lo contrario, ahora no me hubiera tragado la primera carta de Montse sin investigar un poco.
Pero era todo tan real en esa época... ¿Cómo iba a ser falsa una carta tan sentida?
Y sobre todo, ¿cómo iba a hacerme llorar, a mí, una historia inventada, si en mi cabeza era yo, y solo yo, el que estaba capacitado para hacerme pasar por una señora y provocar el llanto de otros?
Con esta información que me dio Alejandra (sobre todo los apellidos de Miguel Ángel) hice una búsqueda simple en Google y descubrí que Basdala, nuestro Basdala, con su misma prosa diplomática y correcta, dejaba mensajes en docenas de foros y blogs con fechas muy posteriores a su muerte.
Qué ingenuo soy, pensé enseguida, y qué genio él.
Qué hijo de una gran puta.
Lo que más me gustó de la estrategia de Basdala es que había preparado la trampa con muchísimo cuidado, con increíble destreza literaria (el correo de Montse no se parece en nada a la redacción de la carta póstuma del chico moribundo).
Pero sobre todo lo admiré porque había hecho explotar esa bomba para hacerme caer solamente a mí, al mentiroso, al que se hacía pasar por una vieja de Mercedes. Y porque después de triunfar con su engaño no le hizo falta alardear ni darse a conocer, ni llamarme para demostrar supremacía, ni hacer uso del pito catalán.
Le bastó con urdir la trama y retirarse anónimo.
Eso es digno, pensé. Hay un valor agregado de nobleza en las victorias que no llevan firma.
Y Basdala, o quién fuese, nunca había buscado la gloria personal.
Necesité con urgencia escribirle para mostrarle mi admiración.
En la búsqueda de los datos encontré, con facilidad, su correo electrónico. Y le escribí allí mismo, en caliente, pensando que jamás respondería.
Me equivoqué de nuevo: recibí su respuesta al instante.
Basdala siempre, en toda la historia, pareció estar diez metros por delante.
Recibí su respuesta y supe que realmente escribía muy bien.
De verdad tenía dieciocho años y se llamaba Miguel Ángel.
Me dijo, con humildad y sin faltas de ortografía, que durante seis meses había creído que Mirta Bertotti era real. Que la llegó a querer mucho, como a una madre postiza, y que con el paso del tiempo y del surrealismo latente de las historias que ella contaba, descubrió que no había tal Mirta, que alguien lo había engañado, que un desconocido lo había hecho llorar con mentiras.
Me dijo que provoca una sensación horrible creer en alguien, confiar en las palabras de alguien, y descubrir después que allí, donde había una casa, una familia, una madre, no había en realidad nada.
Primero pensó en dejar de leer el blog, pero eso le pareció, me dijo, como perder seis meses de su vida sin beneficio. Y que por eso una tarde se le ocurrió la venganza y la puso en práctica.
Mantuvimos una buena charla, vía mail, durante toda la noche.
Me despedí de él con reverencias y le di otra vez las gracias, porque me había regalado dos historias intensas, un drama y una comedia, que alguna vez usaría en alguno de mis cuentos.
También lo felicité por jugar sus cartas en silencio:
-Si no hubiera sido por esa madre y esa hija que te vieron caminando por el centro comercial - le dije - yo nunca me habría enterado de nada. Es muy loable que no hayas querido firmar tu obra.
Su respuesta fue también su último mail:
- Entonces - me dijo Basdala -, ¿también te has creído que existen Alejandra y Nery?

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