miércoles, 25 de junio de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA XXVII, de Arturo Pérez Reverte - 23/6/14

Nos habíamos quedado con Cervantes manco.
Y fue ahí, en el paso del siglo XVI al XVII, cuando España, dueña del mundo pero casi empezando a dejar de serlo, dio lo mejor que ha dado de sí: la cultura.
Aquel tiempo asombroso en lo diplomático y lo militar, lo fue todavía mucho más en algo que, a diferencia del oro de América, las posesiones europeas y ultramarinas, la chulería de los viejos tercios, conservamos todavía como un tesoro magnífico, inagotable, a disposición de cualquiera que quiera disfrutarlo.
Aquella España que equivalía en cuanto a poder e influencia a lo que hoy son los Estados Unidos, la potencia que dictaba las modas y el tono de la alta cultura en toda Europa, la nación - ya se llamaba así, aunque no con el sentido actual - que saqueaba, compraba o generaba cuanto de bello y eficaz destacaba en ese tiempo, parió o contrató a los mejores pintores, escultores y artistas, y arropó con el aplauso de los monarcas y del público a artistas y literatos españoles cuyos nombres se agolpan hoy, de modo abrumador, en la parte luminosa de nuestra por lo demás poco feliz historia.
Aunque es cierto que la sobada expresión siglo de oro resulta inexacta - de oro vimos poco, y de plata la justa - pues todo se iba en guerras exteriores, fasto de reyes y holganza de nobles y clérigos, sería injusto no reconocer que en las artes y las letras - siempre que no topasen con la religión y la Inquisición que las pastoreaba - la España de los Austrias resultó espléndida.
En lo tocante a ciencia y pensamiento moderno, sin embargo, las cosas fueron menos simpáticas.
El peso de la Iglesia y su resistencia a cuanto vulnerase la ortodoxia cerró infinitas puertas y aplastó - cuando no achicharró - innumerables talentos.
Y así, la España que un siglo antes era el más admirable lugar de Europa fue quedando al margen del progreso intelectual y científico.
Felipe II - calculen el estrago - prohibió que los estudiantes españoles se formaran en otros países, y el obstat eclesiástico cerró la puerta a libros impresos fuera.
Mucho antes, nada menos que en 1523, Luis Vives, que veía venir la tostada, había escrito: «Ya nadie podrá cultivar las buenas letras en España sin que al punto se descubra en él un cúmulo de herejías, errores y taras judaicas. Esto ha impuesto silencio a los doctos».
El lastre del fanatismo religioso, la hipocresía social con que los poderes remojados en agua bendita - llámense Islam radical, judaísmo ultra o ultracatolicismo - envenenan cuanto se pone a tiro, se manifestó también con las artes plásticas, pintura y escultura.
A diferencia de sus colegas franceses o italianos, los pintores españoles o a sueldo de España se dedicaron a pintar vírgenes, cristos, santos y monjes a lo Zurbarán y Ribera - salvo alguna espléndida transgresión como la Venus de Velázquez o la Dánae de Tiziano -, y sólo el talento de los más astutos hizo posible que, camufladas entre lienzos de simbología católica y Nuevo Testamento, Vírgenes dolorosas, Magdalenas penitentes y demás temas gratos al confesor del rey, despuntaran segundas lecturas para observadores perspicaces; consiguiendo a veces el talento del artista plasmar en vírgenes y santas, con pretexto del éxtasis divino y tal, el momento crucial de un orgasmo femenino de agárrate y no te sueltes - de ésos, el mejor fue el italiano Bernini, con un Éxtasis de Santa Teresa a punto de ser penetrada por la saeta de un guapo ángel, que te pone como una moto -.
En todo caso, con santos o sin ellos, la nómina de artistas españoles de talento de la época es extraordinaria; y el sólo nombre de Velázquez - posiblemente el más grande pintor de todos los tiempos - bastaría para justificar el siglo.
Pero es que en la parte literaria aún corrimos mejor suerte. Es cierto que también sobre nuestros plumillas y juntaletras planeó la censura eclesiástica como buitre meapilas al acecho; pero era tan copioso el caudal de la tropa, que lo que se hizo fue extraordinario.
De eso hablaremos otro día, creo; aunque no podemos liquidar éste sin recordar que aquella España barroca y culta alumbró también la obra del único pensador cuya talla roza, aunque sea de refilón, la del monumental francés Montaigne: Baltasar Gracián, cuyo Oráculo manual y arte de prudencia sigue siendo de una modernidad absoluta, y lectura aconsejable para quien desee tener algo útil en la cabeza:
«Vívese lo más de información, es lo menos lo que vemos; vivimos de la fe ajena. Es el oído la puerta segunda de la verdad, y principal de la mentira. La verdad ordinariamente se ve, extravagantemente se oye. Raras veces llega en su elemento puro, y menos cuando viene de lejos; siempre tiene algo de mixta de los afectos por donde pasa».
Por ejemplo.
                                                                          [Continuará]   

martes, 24 de junio de 2014

ME VAN A TENER QUE DISCULPAR, de Eduardo Sacheri

Me van a tener que disculpar.
Yo sé que un hombre que pretende ser una persona de bien debe comportarse según ciertas normas, aceptar ciertos preceptos, adecuar su modo de ser a determinadas estipulaciones convenidas por todos.
Seamos más explícitos.
Si uno quiere ser un tipo coherente debe medir su conducta, y la de sus semejantes, con la misma e idéntica vara.
No puede hacer excepciones, pues de lo contrario bastardea su juicio ético, su conciencia crítica, su criterio legítimo.
Uno no puede andar por la vida reprobando a sus rivales y disculpando a sus amigos por el sólo hecho de serlo. Tampoco soy tan ingenuo como para suponer que uno es capaz de sustraerse a sus afectos y a sus pasiones, que uno tiene la idoneidad como para sacrificarlos en el altar de una imparcialidad impoluta.
Digamos que uno va por ahí intentando no apartarse demasiado del camino debido, tratando de que los amores y los odios no le trastoquen irremediablemente la lógica.
Pero me van a tener que disculpar, señores.
Hay un tipo con el que no puedo. Y ojo que lo intento.
Me digo: no puede haber excepciones, no debe haberlas.
Y la disculpa que requiero de ustedes es todavía mayor, porque el tipo del que hablo no es un benefactor de la humanidad, ni un santo varón, ni un valiente guerrero que ha consolidado la integridad de mi patria.
No, nada de eso.
El tipo tiene una actividad mucho menos importante, mucho menos trascendente, mucho más profana.
Les voy adelantando que el tipo es un deportista.
Imagínense, señores.
Llevo escritas doscientas sesenta y tres palabras hablando del criterio ético y sus limitaciones, y todo por un simple caballero que se gana la vida pateando una pelota.
Ustedes podrán decirme que eso vuelve mi actitud todavía más reprobable.
Tal vez tengan razón.
Tal vez por eso he iniciado estas líneas disculpándome.
No obstante, y aunque tengo perfectamente claras esas cosas, no puedo cambiar mi actitud. 
Sigo siendo incapaz de juzgarlo con la misma vara con la que juzgo al resto de los seres humanos.
Y ojo que no sólo no es un pobre muchacho saturado de virtudes.
Tiene muchos defectos.
Tiene tal vez tantos defectos como quien escribe estas líneas, o como el que más. Para el caso es lo mismo.
Pese a todo, señores, sigo sintiéndome incapaz de juzgarlo. Mi juicio crítico se detiene ante él, y lo dispensa.
No es un capricho, cuidado. No es un simple antojo.
Es algo un poco más profundo, si me permiten calificarlo de ese modo.
Seré más explícito.
Yo lo disculpo porque siento que le debo algo. Le debo algo y sé que no tengo forma de pagárselo. O tal vez ésta sea la peculiar moneda que he encontrado para pagarle.
Digamos que mi deuda halla sosiego en este hábito de evitar siempre cualquier eventual reproche.
Él no lo sabe, cuidado. Así que mi pago es absolutamente anónimo. Como anónima es la deuda que con él conservo.
Digamos que él no sabe que le debo, e ignora los ingentes esfuerzos que yo hago una vez y otra por pagarle.
Por suerte o por desgracia, la oportunidad de ejercitar este hábito se me presenta a menudo.
Es que hablar de él, entre argentinos, es casi uno de nuestros deportes nacionales.
Para ensalzarlo hasta la estratosfera, o para condenarlo a la parrilla perpetua de los infiernos, los argentinos gustamos, al parecer, de convocar su nombre y su memoria. Ahí es cuando yo trato de ponerme serio y distante, pero no lo logro.
El tamaño de mi deuda se me impone.
Y cuando me invitan a hablar prefiero esquivar el bulto, cambiar de tema, ceder mi turno en el ágora del café a la tardecita.
No se trata tampoco de que yo me ubique en el bando de sus perpetuos halagadores. Nada de eso.
Evito tanto los elogios superlativos y rimbombantes como los dardos envenenados y traicioneros.
Además, con el tiempo he visto a más de uno cambiar del bando de los inquisidores al de los plañideros aplaudidores, y viceversa, sin que se les mueva un pelo. Y ambos bandos me parecen absolutamente detestables, por cierto.
Por eso yo me quedo callado, o cambio de tema.
Y cuando a veces alguno de los muchachos no me lo permite, porque me acorrala con una pregunta directa, que cruza el aire llevando específicamente mi nombre, tomo aire, hago como que pienso, y digo alguna sandez al estilo de «y, no sé, habría que pensarlo»; o tal vez arriesgo un «vaya uno a saber, son tantas cosas para tener en cuenta».
Es que tengo demasiado pudor como para explayarme del modo en que aquí lo hago.
Y soy incapaz de condenar a mis amigos al tórrido suplicio de escuchar mis argumentos y mis justificaciones.
Por empezar les tendría que decir que la culpa de todo la tiene el tiempo.
Sí, como lo escuchan, el tiempo.
El tiempo que se empeña en transcurrir, cuando a veces debería permanecer detenido.
El tiempo que nos hace la guachada de romper los momentos perfectos, inmaculados, inolvidables, completos. Porque si el tiempo se quedase ahí, inmortalizando a los seres y a las cosas en su punto justo, nos libraría de los desencantos, de las corrupciones, de las infinitas traiciones tan propias de nosotros los mortales.
Y en realidad es por ese carácter tan defectuoso del tiempo que yo me comporto como lo hago.
Como un modo de subsanar, en mis modestos alcances, esas barbaridades injustas que el tiempo nos hace.
En cada ocasión en la cual mencionan su nombre, en cada oportunidad en la cual me invitan al festín de adorarlo y denostarlo, yo me sustraigo a este presente absolutamente profano, y con la memoria que el ser humano conserva para los hechos esenciales me remonto a ese día, al día inolvidable en que me vi obligado a sellar este pacto que, hasta hoy, he mantenido en secreto.
Un pacto que puede conducirme (lo sé), a que alguien me acuse de patriotero.
Y aunque yo sea de aquellos a quienes desagrada la mezcla de la nación con el deporte, en este caso acepto todos los riesgos y las potenciales sanciones.
Digamos que mi memoria es el salvoconducto para volver el tiempo al lugar cristalino del cual no debió moverse, porque era el exacto sitio en que merecía detenerse para siempre, por lo menos para el fútbol, para él y para mí.
Porque la vida es así, a veces se combina para alumbrar momentos como ése. Instantes después de los cuales nada vuelve a ser como era.
Porque no puede.
Porque todo ha cambiado demasiado.
Porque por la piel y por los ojos nos ha entrado algo de lo cual nunca vamos a lograr desprendernos.
Esa mañana habrá sido como todas. El mediodía también.
Y la tarde arranca, en apariencia, como tantas otras.
Una pelota y veintidós tipos.
Y otros millones de tipos comiéndose los codos delante de la tele, en los puntos más distantes del planeta.
Pero ojo, que esa tarde es distinta.
No es un partido.
Mejor dicho: no es sólo un partido. Hay algo más.
Hay mucha rabia, y mucho dolor, y mucha frustración acumuladas en todos esos tipos que miran la tele.
Son emociones que no nacieron por el fútbol.
Nacieron en otro lado. En un sitio mucho más terrible, mucho más hostil, mucho más irrevocable.
Pero a nosotros, a los de acá, no nos cabe otra que contestar en una cancha, porque no tenemos otro sitio, porque somos pocos, porque estamos solos, porque somos pobres.
Pero ahí está la cancha, el fútbol, y son ellos o nosotros.
Y si somos nosotros el dolor no va a desaparecer, ni la humillación ha de terminarse.
Pero si son ellos. Ay, si son ellos.
Si son ellos la humillación va a ser todavía más grande, más dolorosa, más intolerable.
Vamos a tener que quedarnos mirándonos las caras, diciéndonos en silencio «te das cuenta, ni siquiera aquí, ni siquiera esto se nos dio a nosotros».
Así que están ahí los tipos.
Los once nuestros y los once de ellos.
Es fútbol, pero es mucho más que fútbol.
Porque cuatro años es muy poco tiempo como para que te amaine el dolor y se te apacigüe la rabia.
Por eso no es sólo fútbol.
Y con semejantes antecedentes de tarde borrascosa, con semejante prólogo de tragedia, va este tipo y se cuelga para siempre del cielo de los nuestros.
Porque se planta enfrente de los contrarios y los humilla. Porque los roba.
Porque delante de sus ojos los afana.
Y aunque sea les devuelve ese afano por el otro, por el más grande, por el infinitamente más enorme y ultrajante. Porque aunque nada cambie allá están ellos, en sus casas y en sus calles, en sus pubs, queriéndose comer las pantallas de pura rabia, de pura impotencia de que el tipo salga corriendo mirando de reojito al árbitro que se compra el paquete y marca el medio.
Hasta ahí, eso solo ya es historia.
Ya parece suficiente.
Porque le robaste algo al que te afanó primero.
Y aunque lo que él te robó te duele más, vos te regodeás porque sabés que esto, igual, le duele.
Pero hay más.
Aunque uno desde acá diga bueno, es suficiente, me doy por hecho, hay más.
Porque el tipo además de piola es un artista.
Es mucho más que los otros.
Arranca desde el medio, desde su campo, para que no queden dudas de que lo que está por hacer no lo ha hecho nadie.
Y aunque va de azul, va con la bandera.
La lleva en una mano, aunque nadie la vea.
Empieza a desparramarlos para siempre.
Y los va liquidando uno por uno, moviéndose al calor de una música que ellos, pobres giles, no entienden.
No sienten la música, pero sí sienten un vago escozor, algo que les dice que se les viene la noche.
Y el tipo sigue adelante.
Para que empiecen a no poder creerlo.
Para que no se lo olviden nunca.
Para que allá lejos los tipos dejen la cerveza y cualquier otra cosa que tengan en la mano.
Para que se queden con la boca abierta y la expresión de tontos, pensando que no, que no va a suceder, que alguno lo va a parar, que ese morochito vestido de azul y de argentino no va a entrar al área con la bola mansita a su merced, que alguien va a hacer algo antes de que le amague al arquero y lo sortee por afuera, de que algo va a pasar para poner en orden la historia y que las cosas sean como Dios y la reina mandan, porque en el fútbol tiene que ser como en la vida, donde los que llevan las de ganar ganan, y los que llevan las de perder pierden.
Se miran entre ellos y le piden al de al lado que los despierte de la pesadilla.
Pero no hay caso, porque ni siquiera cuando el tipo les regala una fracción de segundo más, cuando el tipo aminora el vértigo para quedar de nuevo bien parado de zurdo, ni siquiera entonces van a evitar entrar en la historia como los humillados, los once ingleses despatarrados e incrédulos, los millones de ingleses mirando la tele sin querer creer lo que saben que es verdad para siempre, porque ahí va la bola a morirse en la red para toda la eternidad, y el tipo va a abrazarse con todos y a levantar los ojos al cielo.
Y no sé si él lo sabe, pero hace tan bien en mirar al cielo.
Porque el afano estaba bien, pero era poco.
Porque el afano de ellos era demasiado grande.
Así que faltaba humillarlos por las buenas. Inmortalizarlos para cada ocasión en que ese gol volviese a verse una vez y otra vez y para siempre, en cada rincón del mundo.
Ellos volviendo a verse una y mil veces hasta el cansancio en las repeticiones incrédulas.
Ellos pasmados, ellos llegando tarde al cruce, ellos viéndolo todo desde el piso, ellos hundiéndose definitivamente en la derrota, en la derrota pequeña y futbolera y absoluta y eterna e inolvidable.
Así que señores, lo lamento.
Pero no me jodan con que lo mida con la misma vara con la que se supone debo juzgar a los demás mortales.
Porque yo le debo esos dos goles a Inglaterra.
Y el único modo que tengo de agradecérselo es dejarlo en paz con sus cosas.
Porque ya que el tiempo cometió la estupidez de seguir transcurriendo, ya que optó por acumular un montón de presentes vulgares encima de ese presente perfecto, al menos yo debo tener la honestidad de recordarlo para toda la vida.
Yo conservo el deber de la memoria.

miércoles, 18 de junio de 2014

LA VERDAD ES LA ÚNICA REALIDAD, de Paco Urondo

Del otro lado de la reja está la realidad,
de este lado de la reja también esta la realidad;
la única irreal es la reja;
la libertad es real aunque no se sabe bien
si pertenece al mundo de los vivos,
al mundo de los muertos,
al mundo de las fantasías o al mundo de la vigilia,
al de la explotación o de la producción.
Los sueños, sueños son; los recuerdos,
aquel cuerpo, ese vaso de vino, el amor
y las flaquezas del amor, por supuesto,
forman parte de la realidad;
un disparo en la noche, en la frente de estos hermanos,
de estos hijos, aquellos gritos irreales de dolor real
de los torturados en el angelus eterno
y siniestro de una brigada de policía cualquiera
son parte de la memoria,
no suponen necesariamente el presente,
pero pertenecen a la realidad.
La única aparente es la reja cuadriculando el cielo,
el canto perdido de un preso, ladrón o combatiente,
la voz fusilada, resucitada al tercer día
en un vuelo inmenso cubriendo la Patagonia
porque las masacres, las redenciones,
pertenecen a la realidad,
como la esperanza rescatada con la pólvora,
de la inocencia estival: son la realidad,
como el coraje y la convalecencia del miedo,
ese aire que se resiste a volver después del peligro,
como los designios de todo un pueblo
que marcha hacia la victoria o hacia la muerte,
que tropieza, que aprende a defenderse,
a rescatar lo suyo, su realidad.
Aunque parezca a veces una mentira,
la única mentira no es siquiera la traición,
es simplemente una reja
que no pertenece a la realidad.

POR SOLEDADES, de Paco Urondo

Un hombre es perseguido, una
familia entera, una organización, un pueblo.
La responsable de esta situación no es la codicia,
sino un comerciante con sus precios,
con la imposición de las reglas del juego.
Los empresarios, la policía con la imposición
de las reglas del juego.
Por eso ese hombre, ese pueblo, esa familia,
esa organización, se siente perseguida.
Es más, comienzan a perseguirse entre ellos,
a delatarse, a difamarse, y juntos, a su vez,
se lanzan a perseguir quimeras,
a olvidarse de las legítimas,
de las costosas pero realizables aspiraciones;
marginan la penosa esperanza.
Entonces toda la familia, todo el pueblo,
entra en el nivel más alto de la persecución:
la paranoia, esa refinada búsqueda de los
perseguidos históricos y culturales.
Y ésta es la triste historia de los pueblos derrotados,
de las familias envilecidas, de las organizaciones inútiles,
de los hombres solitarios, la llama que se consume
sin el viento, los aires que soplan sin amor,
los amores que se marchitan sobre la memoria del amor
o sus fatuas presunciones.

BENEFACCIÓN, de Paco Urondo

Piedad para los equivocados,
para los que apuraron el paso
y los torpes de lentitud. 
Para los que hablaron bajo tortura
o presión de cualquier tipo,
para los que supieron callar a tiempo,
o no pudieron mover un dedo;
perdón por los desaires con que me trata la suerte;
por titubeos y balbuceos.
Perdón por el campo que crece en estos espacios
de la época trabajosa, soberbia.
Perdón por dejarse acunar entre huesos y tierras,
sabihondos y suicidas, ardores y ocasos,
imaginaciones perdidas y penumbras.

lunes, 16 de junio de 2014

ELLOS TAMBIÉN SON GILIPOLLAS, de Arturo Pérez Reverte - 16/6/14

Consuela comprobar que en todas partes cuecen habas, y que otros, a veces, incluso las cuecen más gordas.
El daño colateral, sin embargo, es que, como toda estupidez suele ser contagiosa, y España - lugar donde una ardilla podría recorrer la península saltando de idiota en idiota - es lugar bastante propenso a tales contagios: al final las habas gordas de los demás también acabamos, indefectiblemente, cociéndolas nosotros.
Con lo que no hay disparate guiri digno de telediario que, tarde o temprano, no acabe siendo adoptado, con militante entusiasmo, por nuestros tontos del haba de aquí.
La última es tan excelsa que no me resisto a contársela.
En Gran Bretaña, impulsada por una oenegé llamada Action for Children - gente que parece de lo más respetable, por otra parte -, están preparando la que llaman allí, y no es coña, Ley Cenicienta; aunque habría sido más bonito, más literario y más inglés llamarla Ley Dickens.
Pero, bueno.
En cualquier caso, como su apodo sugiere a quien haya leído lo de los hermanos Grimm, esa modificación legal pretende que los padres que priven a sus hijos de abrazos, besos o muestras de cariño se enfrenten a penas que irían desde multas hasta diez años de cárcel.
Según el Daily Telegraph, que comenta el asunto, se pretende modificar la legislación vigente para introducir como delito la crueldad emocional paterna, situándola casi al mismo nivel de los abusos físicos o sexuales.
Y ahí no hablamos ya de malos tratos a niños, incluso psicológicos - punto sobre el que no hay discusión ni matiz posible -, sino de si se les besa y abraza lo bastante, se les dice hijo mío cuánto te quiero, y cosas así.
Cómo se evalúa eso es lo de menos: ya se irá viendo.
Lo que cuenta es que los padres culpables de ignorar afectivamente a sus hijos o de no darles suficiente cariño, perjudicando así su desarrollo emocional, puedan ser detenidos por la policía y llevados ante un tribunal, donde un juez decidirá sobre el asunto después de averiguar - calculen la finura que se le supone a su señoría - si el niño se siente lo bastante amado por sus padres, si éstos le dan besos y abrazos suficientes, o si, por el contrario, muestran una frialdad afectiva que, según la oenegé antes citada, «puede producir problemas de salud mental y, en algún caso, el suicidio».
No cabe duda de que el bocado es tan jugoso, tan de telediario, tan fácil de manejar una vez adobado con la demagogia idónea, que de aquí a nada tendremos en España bellas iniciativas como ésa.
Bofetadas habrá para apropiarse el bombón y masticarlo. Todo, claro, con la etiqueta política de cada cual, derecha e izquierda - está científicamente probado que los maltratadores siempre son de derechas -, y planteado mucho más a lo radical que en Gran Bretaña - donde, por cierto, uno de los paladines de esta ley es un diputado conservador -.
Si en España basta que una señora diga en una comisaría que su marido o su novio la maltratan para que, con sólo su palabra, sin averiguación ni comprobación previa y garantía mínima de veracidad, el fulano pase esa primera noche automáticamente en un calabozo, y mañana ya veremos, calculen cuando haya de por medio, con una ley Cenicienta sobre la mesa, un niño - y eso incluye cabroncetes de hasta dieciséis años - que llega y dice: «Oiga, señor policía, mis padres no me quieren lo suficiente, eso perjudica mi desarrollo emocional y un día de éstos acabaré suicidándome».
Esposados salen de casa, como el Lute. No les quepa a ustedes la menor.
Y es que esto es España, recuerden.
Así que los progenitores poco afectuosos pueden ir poniendo los pavos a la sombra.
Imaginen a un juez, según respire, estableciendo si los abrazos que tal o cual madre da a sus retoños son apretados de achuchón o sólo fríos gestos para cubrir el expediente.
Si supone delito no arropar a un hijo y leerle cuentos hasta que se duerme.
Si es punible, o no, que mientras un padre hace la declaración de Hacienda, ocupado en desear un futuro de felicidad al ministro Montoro y a todos sus muertos, no bese a su hija cada vez que ésta pasa cerca.
Si es frialdad afectiva prohibir al niño matar vampiros en la videoconsola hasta las tres de la madrugada, o hasta qué punto el hecho de que por imprevisión paterna se acaben los crispis para el desayuno puede causar trastorno emocional, con el correspondiente suicidio cuando cumples los cuarenta tacos.
Imaginemos, en resumen, el interesante panorama paterno - filial que puede abrirse aquí con una ley semejante.
Las deliciosas escenas.
Todas esas madres abalanzándose enloquecidas sobre sus criaturas de quince años, a la salida del cole, rivalizando en colmarlos de besos y abrazos ante sus compañeros.
Por si acaso.

domingo, 15 de junio de 2014

A MI PADRE, de Víctor Heredia

No sé otra cosa de mi infancia
que esa mano en forma de puente,
bote, tronco extendido sobre el agua
que siempre me ayudó a cruzar
a la otra orilla.

Y sin embargo ahora, de este lado,
tranquilo con lo mío, ya sin aquellos
miedos que ahuyentaste, te reclamo.

sábado, 14 de junio de 2014

CANCIÓN PARA LOS DÍAS DE LA VIDA, de Luis Alberto Spinetta

Este día empieza a crecer,
voy a ver si puedo correr.
Con la mañana silbándome en la espalda,
o mirarme en las burbujas.

Tengo que aprender a volar
entre tanta gente de pie.
Cuidan de mis alas unos gnomos de lata
que de noche nunca ríen.

Si la lluvia llega hasta aquí
voy a limitarme a vivir.
Mojaré mis alas, como el árbol o el ángel,
o quizás muera de pena.

Tengo mucho tiempo por hoy
los relojes harán que cante...

Y la espuma gira en torno a mi piel,
me han puesto manos para hablarle a las cosas de mi.
Y al fin mi duende nació,
tiene orejas blancas como un soplo de pan y arroz

Y un hongo como nariz,
cuatro pelos locos,
y un violín que nunca calla,
solo se desprende y es igual a las guirnaldas.

Este día es algo de sal,
me dejó vibrando al nacer,
pesa y es liviano como un hilo sin nombre,
suena un poco a mi guitarra.

Tengo que aprender a ser luz
entre tanta gente detrás.
Me pondré las ramas de este sol, que me espera
para usarme como al aire.

Y es que al fin mi duende se abrió
tiene un corazón de mantel y batón
y un guiño al ver que todo es verdad.

Ya los gnomos cuiden
a un violín que siempre canta,
nunca se adormece, y es igual a las guirnaldas.

Y es que nunca calla, solo se desprende,
y es igual a las guirnaldas...

martes, 10 de junio de 2014

SOMOS GILIPOLLAS, de Arturo Pérez Reverte - 9/6/14

A veces, cuando pienso «somos gilipollas», recuerdo aquel chiste en el que, al decirle eso un amigo a otro, y responder éste «no pluralices», concluye el primero «vale, eres gilipollas».
Por cierto, y ya que estamos con eso, la definición de gilipollas que da el diccionario de la Real Academia Española - inocente, cándido, tonto o lelo - queda, a mi juicio, incompleta.
Un gilipollas es un tonto, por supuesto.
Pero la definición, que espero se pueda corregir en una próxima edición, no recoge lo fundamental: un gilipollas es un tonto que no sabe que lo es, y que además se cree listo. Para entendernos, una mezcla de cantamañanas y tonto del ciruelo. Que a veces ni siquiera hace falta que hable, ni nada. Y al que a menudo se le conoce hasta por los andares.
Pero hay gilipollas que hablan, naturalmente.
Y que escriben. O que - vamos a pluralizar - escribimos.
El otro día oí hablar a uno de ellos, o tal vez era una de ellas. Porque gilipollas los hay de ambos sexos, y algunos hasta con carrera.
La estupidez, aunque mucho más acusada en los hombres que en las mujeres - casi todas ellas vienen con intuiciones extra de fábrica -, no es exclusiva del varón.
Y el otro día, como digo, oyendo comentar en la radio el último viaje del rey de España a Arabia Saudí para vender trenes Ave y cuanto allí nos quieran comprar, escuché una frase perfecta para inscribir en los anales recientes de la hispana gilipollez: «El rey se vino de allí sin hablar de derechos humanos».
Vayamos por partes, como Jack el Destripador.
Que el rey don Juan Carlos, con sus 76 tacos de almanaque, se ha calzado 40.000 kilómetros en los últimos dos meses, bastón en mano y sonrisa en boca, para arrimar el hombro, es indiscutible.
Sea monárquico, republicano o indiferente quien observe la cosa, ésta es la fetén; y también, que ha conseguido no pocos contratos, dejando las puertas abiertas a los empresarios españoles.
Las lecturas laterales, aunque tengan su puntito, son ahí secundarias: da igual que uno de los motivos sea la necesidad de la familia real española por lavarse el careto, más bien sucio tras los elefantes en Botswana, los ojos azules de doña Corinna, la desvergüenza del yerno Urdangarin - y de quienes se lo consintieron - y la prístina inocencia de la infanta.
Todo eso explica cosas, pero no altera el hecho principal: el rey se lo curra como un león de la Metro, y a sus años tiene mérito que se gane el jornal.
Y a él, además, se le ponen al teléfono.
Imaginen a Rajoy.
Pero esto es España, donde toda gilipollez tiene su asiento. Y su público.
Por eso no podía faltar el comentario arriba mencionado, cuyo desarrollo no se nos escapa.
Conseguir contratos está bien, viene a decir; pero el rey viaja al Golfo, donde no se respetan los derechos humanos como aquí, sin afear a esos jeques totalitarios y machistas sus infames conductas.
Mecachis en la mar.
Va a sacarles contratos, pero para conseguirlos calla, cómplice, en vez de denunciar públicamente, aprovechando la coyuntura beduina, el estado de cosas.
Tenía que haber cogido al jeque de turno por el cordón de la kufiya y decirle ante los periodistas: «Oye, Abdalláh, Rachid, Faisal, eso de que tratéis como esclavos a los criados filipinos, y no permitáis prensa libre y democrática ni bares con tapitas de jabugo, y obliguéis a las señoras a llevar velo prohibiéndoles conducir y hasta fumar por la calle, está muy feo, en serio. Que eso es cosa de fascistas. Y si no os enmendáis y democratizáis jiñando estopa, los empresarios españoles no harán negocios con vosotros, ni construiremos el Ave a La Meca, ni los equipos de fútbol llevarán vuestros nombres en las camisetas, ni nada de nada.
Tampoco os/nos ingresaremos más comisiones por negocio hecho, porque eso es éticamente reprobable.
Os vamos a hacer el vacío, y no vendré más a comer cordero, y los palacios de vuestros príncipes y princesas no saldrán en el Hola, donde tengo mucha mano, más incluso que Nati Abascal».
Y entonces, atormentados por el remordimiento, todos esos jeques del petróleo, abrazándolo llorando, habrían dicho: «Juancar, tío, nos has convencido, en serio. Jandulilá.
Estábamos cegados por el petrodólar, pero esto va a cambiar, lo juramos por la sura IX del Corán, y cuando vuelvas no nos vas a conocer, de demócratas que nos habremos vuelto: vamos a autorizar los derechos humanos, las tetas en la playa, tendremos libertad de prensa, nuestras Fátimas podrán alistarse en la Legión y nos pondremos hasta las trancas de jumilla y de jalufo.
Gracias a ti, colega, nos vamos a volver más demócratas que la leche».
Y es que lo dije antes, me parece. 
Incluso en el título.
Somos gilipollas.

domingo, 8 de junio de 2014

CON EL TIEMPO, TE DAS CUENTA, de Jorge Luis Borges

Después de un tiempo, uno aprende la sutil diferencia
entre sostener una mano y encadenar un alma.
Y uno aprende que el amor no significa acostarse,
y que una compañía no significa seguridad,
y uno empieza a aprender…

Que los besos no son contratos y los regalos no son promesas, y uno empieza a aceptar sus derrotas
con la cabeza alta, y los ojos abiertos.
Y uno aprende a construir todos sus caminos en el hoy,
porque el terreno de mañana es demasiado inseguro para planes…
y los futuros tienen su forma de caerse por la mitad.

Y uno aprende que si es demasiado
hasta el calor del sol puede quemar.
Así que uno planta su propio jardín y decora su propia alma,
en lugar de que alguien le traiga flores.

Y uno aprende que realmente puede aguantar,
que uno es realmente fuerte,
que uno realmente vale,
y uno aprende y aprende… y así cada día.

Con el tiempo aprendes que estar con alguien
porque te ofrece un buen futuro,
significa que tarde o temprano querrás volver a tu pasado.

Con el tiempo comprendes que sólo quien es capaz
de amarte con tus defectos y sin pretender cambiarte
puede brindarte toda la felicidad.

Con el tiempo aprendes que si estás con una persona
sólo por acompañar tu soledad,
irremediablemente acabarás no deseando volver a verla.

Con el tiempo aprendes que los verdaderos amigos son contados y quien no lucha por ellos,
tarde o temprano, se verá rodeado sólo de falsas amistades.

Con el tiempo aprendes que las palabras dichas en momentos de ira siguen hiriendo durante toda la vida.

Con el tiempo aprendes que disculpar cualquiera lo hace,
pero perdonar es atributo sólo de almas grandes.

Con el tiempo comprendes que si has herido a un amigo duramente es muy probable que la amistad nunca sea igual.

Con el tiempo te das cuenta que aún siendo feliz con tus amigos, lloras por aquellos que dejaste ir.

Con el tiempo te das cuenta de que cada experiencia vivida,
con cada persona, es irrepetible.

Con el tiempo te das cuenta que el que humilla
o desprecia a un ser humano, tarde o temprano
sufrirá multiplicadas las mismas humillaciones o desprecios.

Con el tiempo aprendes a construir todos tus caminos en el hoy, porque el sendero del mañana no existe.

Con el tiempo comprendes que apresurar las cosas y forzarlas a que pasen ocasiona que al final no sean como esperabas.

Con el tiempo te das cuenta de que en realidad lo mejor no era el futuro,
sino el momento que estabas viviendo justo en ese instante.

Con el tiempo verás que aunque seas feliz con los que están a tu lado, añorarás a los que se marcharon.

Con el tiempo aprenderás a perdonar o pedir perdón,
decir que amas, decir que extrañas, decir que necesitas,
decir que quieres ser amigo, pues ante una tumba, ya no tiene sentido.

Pero desafortunadamente, sólo con el tiempo…”

lunes, 2 de junio de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA XXVI, de Arturo Pérez Reverte - 2/6/14

Habíamos quedado en que el burocrático Felipe II, asesorado por su confesor de plantilla, prefirió ser defensor de la verdadera religión, como se decía entonces, que de la España que tenía entre manos; y en vez de ocuparse de lo que debía, que era meter a sus súbditos en el tren de la modernidad que ya pitaba en el horizonte, se dedicó a intentar que descarrilara ese tren, tanto fuera como dentro. Dicho en corto, no comprendió el futuro.
Tampoco comprendió que los habitantes de unas islas que estaban en el noroeste de Europa, llamadas británicas, gente hecha a pelear con la arrogancia desesperada que les daba la certeza histórica de su soledad frente a todos los enemigos, formaban parte de ese futuro; y que durante varios siglos iban a convertirse en la pesadilla constante del imperio hispano (la famosa pesadilla que se muerde la cola, que diría Belén Esteban).
A diferencia de España, que pese a sus inmensas posesiones ultramarinas nunca se tomó en serio el mar como camino de comercio, guerra y poder, y cuando quiso tomárselo se lo estropeó ella misma con su corrupción, su desidia y su incompetencia, los ingleses - como los holandeses, por su parte - entendieron pronto que una flota adecuada y marinos eficaces eran la herramienta perfecta para extenderse por el mundo.
Y como el mundo en ese momento era de los españoles, el choque de intereses estaba asegurado.
América fue escenario principal de esa confrontación; y así, con guerras y piraterías, los marinos ingleses se pusieron a la faena depredadora, forrándose a nuestra costa.
Esos y otros asuntos decidieron a Felipe II a lanzar una expedición de castigo que se llamó Empresa de Inglaterra y que los ingleses, en plan de cachondeo, apodaron la Invencible: una flota de invasión que debía derrotar a la de allí, desembarcar en sus costas, hacer picadillo a los leales a Isabel I - para entonces los ingleses ya no eran católicos, sino anglicanos - y poner las cosas en su sitio.
Prueba de que siempre hemos sido iguales es que, a fin de que los diversos capitanes, que iban cada cual a lo suyo, obedecieran a un mando único, se puso al frente del asunto al duque de Medina Sidonia, que no tenía ni puta idea de tácticas navales pero era duque.
Así que imaginen el pastel. Y el resultado.
La cosa era, sobre todo, conseguir el abordaje, donde la infantería española, peleando en el cuerpo a cuerpo, era todavía imbatible; pero los ingleses, que maniobraban de maravilla, se mantuvieron lejos, usando la artillería sin permitir que los nuestros se arrimaran.
Aparte de eso, los rubios apelaron todo el rato a una palabra (apenas pronunciada en España, donde tiene mala prensa) que se llama patriotismo, y que les sería muy útil en el futuro, tanto contra Napoleón, como contra Hitler, como contra todo cristo; mientras que a los españoles nos sirve poco más que para fusilarnos unos a otros con las habituales ganas.
El caso es que los súbditos de Su Graciosa resistieron como gatos panza arriba, y además tuvieron la suerte de que un mal tiempo asqueroso dejara a la flota española hecha una piltrafa.
Donde sí hubo más suerte fue en el Mediterráneo, con los turcos. El imperio otomano estaba de un chulo insoportable. Sus piratas y corsarios - ayudados por Francia, a la que inflábamos a hostias un día sí y otro también, y por eso nunca perdía ocasión de hacernos la puñeta - daban la brasa por todas partes, dificultando la navegación y el comercio.
Así que se formó una coalición entre España, Venecia y los Estados Pontificios; y la flota resultante, mandada por el hermano del rey Felipe, don Juan de Austria, libró en el golfo de Lepanto, hoy Grecia, la batalla que en nuestra iconografía bélica supone lo que para los ingleses Trafalgar o Waterloo, para los gabachos Austerlitz y para los ruskis Stalingrado.
Lo de Lepanto, eso sí, fue a nuestro estilo: la víspera, aparte de rezos y misas para asegurar la protección divina, Felipe II aconsejó a su hermano que, entre los soldados y marineros de su escuadra, «los que sean cogidos por sodomíticos, instantáneamente sean quemados en la primera tierra que se pueda».
Pero Juan de Austria, que tenía otras preocupaciones, pasó del asunto.
En cualquier caso, Lepanto fue la de Dios.
En un choque sangriento, la infantería española, sodomitas incluidos, se batió ese día con su habitual ferocidad, machacando a los turcos en «la más alta ocasión que vieron los siglos».
El autor de esa frase fue uno de aquellos duros soldados, que combatió en un puesto de gran peligro y resultó herido grave.
Se llamaba Miguel de Cervantes Saavedra, y años después escribiría la novela más genial e importante del mundo.
Sin embargo, hasta el día de su muerte, su mayor orgullo fue haber peleado en Lepanto.

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