martes, 28 de enero de 2014

MESSI ES UN PERRO, de Hernán Casciari - 11/6/12

La respuesta rápida es por mi hija, por mi esposa, porque tengo una familia catalana.
Pero si me preguntan en serio por qué sigo acá, en Barcelona, en estas épocas horribles y aburridas, es porque estoy a cuarenta minutos en tren del mejor fútbol de la historia.
Quiero decir: si mi esposa y mi hija decidieran irse a vivir a Argentina ahora mismo, yo me divorciaría y me quedaría acá por lo menos hasta la final de la Champions.
Y es que nunca se vio algo parecido adentro de una cancha de fútbol, en ninguna época, y es muy posible que no ocurra más.
Es verdad, estoy escribiendo en caliente.
Redacto esto la misma semana en que Messi hizo tres para Argentina, cinco para el Barça en Champions y dos para el Barça en Liga.
Diez goles en tres partidos de tres competiciones diferentes.
La prensa catalana no habla de otra cosa.
Durante un rato, la crisis económica no es el tema de inicio en los noticieros.
Internet explota.
Y en medio de todo esto a mí me acaba de pasar por la cabeza una teoría extraña, muy difícil de explicar.
Justamente por eso intentaré escribirla, a ver si termino de darle vuelo.
Todo empezó esta mañana: estoy mirando sin parar goles de Messi en Youtube, lo hago con culpa porque estoy en mitad del cierre de la revista número seis.

No debería estar haciendo esto.
De casualidad hago clic en una compilación de fragmentos que no había visto antes.
Pienso que es un video más de miles, pero enseguida veo que no. No son goles de Messi, ni sus mejores jugadas, ni sus asistencias.

Es un compilado extraño: el video muestra cientos de imágenes - de dos a tres segundos cada una - en las que Messi recibe faltas muy fuertes y no se cae.
No se tira ni se queja.
No busca con astucia el tiro libre directo ni el penal.
En cada fotograma, él sigue con los ojos en la pelota mientras encuentra equilibrio.
Hace esfuerzos inhumanos para que aquello que le hicieron no sea falta, ni sea tampoco amarilla para el defensor contrario.
Son muchísimos pedacitos de patadas feroces, de obstrucciones, de pisotones y trampas, de zancadillas y agarrones traicioneros; nunca las había visto a todas juntas.
Él va con la pelota y recibe un guadañazo en la tibia, pero sigue.
Le pegan en los talones: trastabilla y sigue.
Lo agarran de la camiseta: se revuelve, zafa, y sigue.
Me quedé, de repente, atónito, porque algo me resultaba familiar en esas imágenes.
Puse cada fragmento en cámara lenta y entendí que los ojos de Messi están siempre concentrados en la pelota, pero no en el fútbol ni en el contexto.
El fútbol actual tiene una reglamentación muy clara por la que, muchas veces, caer al suelo es asegurar un penal, o conseguir que se amoneste al zaguero contrario es propicio para futuros contragolpes.
En estos fragmentos, Messi parece no entender nada sobre el fútbol ni sobre la oportunidad.
Se lo ve como en trance, hipnotizado; solamente desea la pelota dentro del arco contrario, no le importa el deporte ni el resultado ni la legislación.
Hay que mirarle bien los ojos para comprender esto: los pone estrábicos, como si le costara leer un subtítulo; enfoca el balón y no lo pierde de vista ni aunque lo apuñalen.
¿Dónde había visto yo esa mirada antes? ¿En quién?
Me resultaba conocido ese gesto de introspección desmedida.
Dejé el video en pausa.
Hice zoom en sus ojos.
Y entonces lo recordé: eran los ojos de Totín, cuando perdía la razón por la esponja.
Yo tenía un perro en la infancia que se llamaba Totín.
Nada lo conmovía. No era un perro inteligente.

Entraban ladrones y él los miraba llevarse el televisor.
Sonaba el timbre y no parecía oírlo.
Yo vomitaba y él no venía a lamer.
Sin embargo, cuando alguien (mi madre, mi hermana, yo mismo) agarraba una esponja - una determinada esponja amarilla de lavar los platos - Totín enloquecía.
Quería esa esponja más que nada en el mundo, moría por llevarse ese rectángulo amarillo a la cucha.
Yo se la mostraba en mi mano derecha y él la enfocaba.

Yo la movía de un lado a otro y él nunca dejaba de mirarla.
No podía dejar de mirarla.
No importaba a qué velocidad moviera yo la esponja: el cogote de Totín se trasladaba idéntico por el aire.
Sus ojos se volvían japoneses, atentos, intelectuales.
Como los ojos de Messi, que dejan de ser los de un preadolescente atolondrado y, por una fracción de segundo, se convierten en la mirada escrutadora de Sherlock Holmes.
Descubrí esta tarde, mirando ese video, que Messi es un perro. O un hombre perro.
Esa es mi teoría, lamento que hayan llegado hasta acá con mejores expectativas.
Messi es el primer perro que juega al fútbol.
Tiene mucho sentido que no comprenda las reglas.

Los perros no fingen zancadillas cuando ven venir un Citroën, no se quejan con el árbitro cuando se les escapa un gato por la medianera, no buscan que le saquen doble amarilla al sodero.
En los inicios del fútbol, los humanos también eran así.
Iban detrás de la pelota y nada más: no existían las tarjetas de colores, ni la posición adelantada, ni la suspensión después de cinco amarillas, ni los goles de visitante valían doble. Antes se jugaba como juegan Messi y Totín.
Después el fútbol se volvió muy raro.
Ahora mismo, en este tiempo, a todo el mundo parece interesarle más la burocracia del deporte, sus leyes.
Después de un partido importante, se habla una semana entera de legislación.
¿Se hizo amonestar Juan ex profeso para saltarse el siguiente partido y jugar el clásico?
¿Fingió realmente Pedro la falta dentro del área?
¿Dejarán jugar a Pancho acogiéndose a la cláusula 208 que indica que Ernesto está jugando el Sub - 17?
¿El técnico local mandó a regar demasiado el césped para que los visitantes patinen y se rompan el cráneo?
¿Desaparecieron los recogepelotas cuando el partido se puso dos a uno, y volvieron a aparecer cuando se puso dos a dos?
¿Apelará el club la doble amarilla de Paco en el Tribunal Deportivo?
¿Descontó correctamente el árbitro los minutos que perdió Ricardo por protestar la sanción que recibió Ignacio a causa de la pérdida de tiempo de Luis al hacer el lateral?
No señor.
Los perros no escuchan la radio, no leen la prensa deportiva, no entienden si un partido es amistoso e intrascendente o una final de Copa.
Los perros quieren llevarse siempre la esponja a la cucha, aunque estén muertos de sueño o los estén matando las garrapatas.
Messi es un perro.
Bate récords de otras épocas porque solo hasta los años cincuenta jugaron al fútbol los hombres perro.
Después la FIFA nos invitó a todos a hablar de leyes y de artículos, y nos olvidamos que lo importante era la esponja.
Y entonces un día aparece un chico enfermo. Como en su día un mono enfermo se mantuvo erguido y empezó la historia del hombre.

Esta vez ha sido un chico rosarino con capacidades diferentes.
Inhabilitado para decir dos frases seguidas, visiblemente antisocial, incapaz de casi todo lo relacionado con la picaresca humana.
Pero con un talento asombroso para mantener en su poder algo redondo e inflado y llevarlo hasta un tejido de red al final de una llanura verde. Si lo dejaran, no haría otra cosa.
Llevar esa esfera blanca a los tres palos todo el tiempo, como Sísifo. Una y otra vez.
Guardiola dijo, después de los cinco goles en un solo partido:
- El día que él quiera hará seis -.
No fue un elogio, fue la expresión objetiva del síntoma.
Lionel Messi es un enfermo.
Es una enfermedad rara que me emociona, porque yo amaba a Totín y ahora él es el último hombre perro.
Y es por constatar en detalle esa enfermedad, por verla evolucionar cada sábado, que sigo en Barcelona aunque prefiera vivir en otra parte.
Cada vez que subo las escaleras internas del Camp Nou y de pronto veo el fulgor del pasto iluminado, en ese momento que siempre nos recuerda a la infancia, digo lo mismo para mis adentros: hay que tener mucha suerte, Jorge, para que te guste mucho un deporte y te toque ser contemporáneo de su mejor versión, y, trascartón, que la cancha te quede tan cerca. Disfruto esta doble fortuna.
La atesoro, tengo nostalgia del presente cada vez que juega Messi. Soy hincha fanático de este lugar en el mundo y de este tiempo histórico.
Porque, me parece a mí, en el Juicio Final estaremos todos los humanos que han sido y seremos, y se formará un corro para hablar de fútbol, y uno dirá: yo estudié en Amsterdam en el 73, otro dirá: yo era arquitecto en São Paulo en el 62, y otro: yo ya era adolescente en Nápoles en el 87, y mi padre dirá: yo viajé a Montevideo en el 67, y uno más atrás: yo escuché el silencio del Maracaná en el 50.
Todos contarán sus batallas con orgullo hasta altas horas.
Y cuando ya no quede nadie por hablar, me pondré de pie y diré despacio: yo vivía en Barcelona en los tiempos del hombre perro. Y no volará una mosca.
Se hará silencio.
Todos los demás bajarán la cabeza.
Y aparecerá Dios, vestido de Juicio Final, y señalándome dirá: tú, el gordito, estás salvado.
Todos los demás, a las duchas.

lunes, 27 de enero de 2014

ESE FULANO (QUIZÁ USTED) ME ROBA, de Arturo Pérez Reverte - 27/1/2014

El otro día, en Twitter, un bobo escribió algo que me tiene caliente:
«La cultura debe ser de acceso libre y gratuita».
El fulano criticaba un artículo de Javier Marías en el que éste, con argumentos de peso y conocimiento del asunto, señalaba el grave perjuicio económico que para editores, libreros y autores supone la piratería electrónica en España: uno de los países europeos donde, con desvergonzado beneplácito gubernamental, más impunemente se piratea literatura en la red; hasta el punto de que las ventas cayeron el año pasado hasta el 70% del anterior, con el desastre que eso supone para cuantos viven de la industria del libro.
Y ya que hablamos de desvergüenza y gobiernos, palabras sinónimas, no estaría de más recordar que Ignacio de Luzán, literato aragonés, escribió en el siglo XVIII:
«Sólo un Estado organizado y fuerte, liberal y protector con sus artistas, pensadores y científicos, es capaz de proveer al progreso material y moral de la Nación».
Dejando aparte el toque absolutista propio de su tiempo, la idea básica sigue siendo válida, y explica muchos males de ahora.
Sin cultura no hay educación, sin ésta no hay futuro, y los gobiernos - en democracia, con la colaboración de los ciudadanos responsables - deben garantizar su desarrollo y beneficios generales.
En España ocurre todo lo contrario, y sobre todo con el gobierno de Mariano Rajoy - tan aficionado, por otra parte, al fútbol y al ciclismo - que en materia de cultura hace que Zapatero y su chusma de iletrados e iletradas parezcan la escuela de Atenas.
En vez de garantizar la cultura y proteger a sus creadores, esta pandilla desprecia todo lo relacionado con ella, y lo hace de un modo tan infame que acabas preguntándote si tiene cuentas por saldar.
En un país donde un producto cultural tiene el mismo trato fiscal que una camiseta de Zara; donde a un director de cine, a un músico o un novelista el ministerio de Hacienda los mete en el mismo grupo que a actrices porno, futbolistas o pedorras de la telebasura, el ministro Montoro encabeza, desde el primer día de gobierno del Pepé, una campaña de acoso e intimidación fiscal nunca antes vista a cuanto tiene que ver con la cultura.
Exprimirla sin miramientos, es la idea.
Pero a nadie, ni en este miserable Gobierno ni en el anterior, se le ocurre nunca proteger sus derechos.
Su trabajo. Su futuro.
Lo contaba Javier Marías en el artículo que mencioné antes.
Dos años de esfuerzo en una novela obtienen a cambio el 10% sobre su precio. Si la novela se vende a 20 euros, el beneficio para el autor son 2 euros por cada libro: 10.000 ejemplares vendidos supondrán 20.000 euros de salario por dos años, lo que no es demasiado, sobre todo si se tiene en cuenta que cuando alguien invierte dos años de su vida en escribir una novela, nada le garantiza que ésta vaya a venderse.
Eso, sin contar viajes, materiales, inversiones previas necesarias para escribir la obra.
En cuanto al libro electrónico legal, si el precio es de 8 euros, el beneficio para el autor será de 0,80 euros.
Eso significa que cada lector que baje por la patilla esa novela de la red le estará robando a Javier, a mí, a quien se dedique a esto, entre 0,80 y 2 euros, según el soporte. Lo que significa que 5.000 lectores piratas, a cambio de libros gratis que quizás ni lean, habrán robado al autor entre 4.000 y 10.000 euros.
Sin contar el daño hecho a editores y libreros, y a quienes para ellos trabajan. Porque no hablamos sólo de autores, sino de toda una compleja industria y de los miles de personas, empleados y sus familias, que viven de ella.
Algo semejante ocurre con músicos y cineastas.
Por eso se desploma el mercado de la cultura, entre quienes la consumen menos y quienes no pagan por ella.
Hay esfuerzos y gastos previos imposibles si la rentabilidad es poca.
Fabricar cultura es un trabajo como cualquier otro, y exige una remuneración adecuada, sobre todo si ese trabajo es tu medio de vida.
Además, un escritor o un artista suelen tener fecha de caducidad, como los yogures, y tal vez esa persona aún deba vivir muchos años de lo que ganó en un momento de éxito.
Creer que la cultura es algo que los autores fabrican en ratos libres, por diversión y sin esfuerzo, es una estupidez en la que incurren muchos.
Así que calculen lo que pasa cuando las ventas legales caen en picado.
Y si eso sucede con autores superventas, que aún se las apañan, consideren lo que espera a los autores modestos.
Quién podrá permitirse, de aquí a nada, dedicar dos años a crear algo sabiendo que después no cobrará por ello.
Imaginen a un abogado, un arquitecto, un fontanero, a los que no pagaran sino tres de cada diez clientes.
Si este trabajo lo quieres gratis, dirían, que lo haga tu puta madre.

viernes, 24 de enero de 2014

APARICIÓN URBANA, de Oliverio Girondo

¿Surgió de bajo tierra?
¿Se desprendió del cielo?
Estaba entre los ruidos,
herido,
malherido,
inmóvil,
en silencio,
hincado ante la tarde,
ante lo inevitable,
las venas adheridas
al espanto,
al asfalto,
con sus crenchas caídas,
con sus ojos de santo,
todo, todo desnudo,
casi azul, de tan blanco.
Hablaban de un caballo.
Yo creo que era un ángel.

lunes, 20 de enero de 2014

DURAZNO SANGRANDO, de Luis Alberto Spinetta

Temprano el durazno del árbol cayó,
su piel era rosa, dorada del sol.
Y al verse en la suerte de todo frutal,
a la orilla de un río su fe lo hizo llegar.
Dicen que en este valle,
los duraznos son de los duendes.

Pasó cierto tiempo en el mismo lugar,
hasta que un buen día se puso a escuchar,
una melodía muy triste del sur,
que así le lloraba, desde su interior:

"Quién canta es tu carozo,
pues tu cuerpo, al fin tiene un alma.
Y si tu ser estalla,
será tu corazón el que sangre.
Y la canción que escuchas,
tu cuerpo, abrirá con el alba".

La brisa de enero a la orilla llegó.
La noche del tiempo sus horas cumplió.
Y al llegar el alba el carozo cantó,
partiendo al durazno, que al río cayó.

Y el durazno partido,
ya sangrando, está bajo el agua...

UNA HISTORIA DE ESPAÑA XVII, de Arturo Pérez Reverte - 20/1/14

Estábamos, creo recordar, en que los dos guapitos que a finales del XV reinaban en lo que empezaba a parecer España, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, lo tenían claro en varios órdenes de cosas. Una era que para financiar aquel tinglado hacía falta una pasta horrorosa. Y como el ministro Montoro no había nacido aún y su sistema de expolio general todavía no estaba operativo, decidieron - lo decidió Isabel, que era un bicho - ingeniar otro sistema para sacar cuartos a la peña por la cara.
Y de paso tenerla acojonada, sobre todo allí donde los fueros y otros privilegios locales limitaban el poder real.
Ese invento fue el tribunal del Santo Oficio, conocido por el bonito nombre de Inquisición, cuyo primer objetivo fueron los judíos.
Éstos tenían dinero porque trabajaban de administradores, recaudaban impuestos, eran médicos prestigiosos, controlaban el comercio caro y prestaban a comisión, como los bancos; o más bien ellos eran los bancos.
Así que primero se les sacó tela por las buenas, en plan préstame algo, Ezequiel, que mañana te lo pago; o, para que puedas seguir practicando lo tuyo, Eleazar, págame este impuesto extra y tan amigos.
Aparte de ésos estaban los que se habían convertido al cristianismo pero practicaban en familia los ritos de su antigua religión, o los que no. 
Daba igual.
Ser judío o tener antepasados tales te hacía sospechoso.
Así que la Inquisición se encargó de aclarar el asunto, primero contra los conversos y luego contra los otros.
El truco era simple: judío eliminado o expulsado, bienes confiscados. Calculen cómo rindió el negocio.
A eso no fue ajeno el buen pueblo en general; que, alentado por santos clérigos de misa y púlpito, era aficionado a quemar juderías y arrastrar por la calle a los que habían crucificado a Cristo; a quienes, por cierto, todavía uno de mis libros escolares, editado en 1950 (Imprímase. Lino, obispo de Huesca), aseguraba «eran objeto del odio popular por su avaricia y sus crímenes».
Total: que, en vista de que ése era un instrumento formidable de poder y daba muchísimo dinero a las arcas reales y a la santa madre Iglesia, la Inquisición, que había tomado carrerilla, siguió campando a sus anchas incluso después de la expulsión oficial de los judíos en 1492, dedicada ahora a otros menesteres propios de su piadoso ministerio: herejes, blasfemos, sodomitas. 
Gente perniciosa y tal. Incluso falsificadores de moneda, que tiene guasa.
En un país que acabaría en manos de funcionarios - el duro trabajo manual era otra cosa - y en tales manos sigue, el Santo Oficio era un medio de vida más: innumerables familias y clérigos vivían del sistema.
Lo curioso es que, si te fijas, compruebas que Inquisición hubo en todos los países europeos, y que en muchos superó en infamia y brutalidad a la nuestra.
Pero la famosa Leyenda Negra alimentada por los enemigos exteriores de España - que acabaría peleando sola contra casi la totalidad del mundo - nos colocó el sambenito de la exclusiva.
Hasta en eso nos crecieron los enanos.
Leyenda no sin base real, ojo; porque el Santo Oficio, abolido en todos los países normales en el siglo XVII, existió en España hasta avanzado el XIX, y aún se justificaba en el XX: «Convencidos nuestros Reyes Católicos de que más vale el alma que el cuerpo», decía ese libro de texto al que antes aludí.
De todas formas, el daño causado por la Inquisición, los reyes que con ella se lucraron y la Iglesia que la dirigía, utilizaba e impulsaba, fue más hondo que el horror de las persecuciones, tortura y hogueras.
Su omnipresencia y poder envenenaron España con una sucia costumbre de sospechas, delaciones y calumnias que ya no nos abandonaría jamás.
Todo el que tenía cuentas que ajustar con un vecino procuraba que éste terminara ante el Santo Oficio.
Eso acabó viciando al pueblo español, arruinándolo moralmente, instalándolo en el miedo y la denuncia, del mismo modo que luego ocurrió en la Alemania nazi o en la Rusia comunista, por citar dos ejemplos, y ahora vemos en las sociedades sometidas al Islam radical.
O, por venir más cerca, a lo nuestro, en algunos lugares, pueblos y comunidades de la España de hoy.
Presión social, miedo al entorno, afán por congraciarse con el que manda, y esa expresión que tan bien define a los españoles cuando nos mostramos exaltados en algo a fin de que nadie sospeche lo contrario: La fe del converso.
Añadámosle la envidia, poderoso sentimiento nacional, como aceituna para el cóctel.
Porque buena parte de las ejecuciones y paseos dados en los dos bandos durante la guerra civil del 36 al 39 - o los que ahora darían algunos si pudieran - no fueron sino eso: nuestra vieja afición a seguir manteniendo viva la Inquisición por otros medios.
[Continuará].

lunes, 13 de enero de 2014

LANZADA A MORO MUERTO, de Arturo Pérez Reverte - 13/1/14

Hay una antigua expresión española, lanzada a moro muerto, que me gusta porque es precisamente eso: muy española.
No digo que en otros países la misma idea no se practique bajo distinta denominación; pero lo cierto es que, entre nosotros, esas cuatro palabras están vinculadas a viejas hispanas maneras.
La frase tiene origen medieval, de cuando las guerras de moros y cristianos, y define con eficacia la actuación de quienes en una batalla de las de antes, con mucho tajo y escabechina, procuraban quedarse al margen del peligro, o no tenían ocasión de verse en él, y luego daban un lanzazo o espadazo al cadáver de algún enemigo para mancharse las armas y el cuerpo con la sangre del fiambre, y presumir ante los colegas de haber estado batiéndose el cobre en lo más arduo del cogollo.
La expresión es de uso general y no se limita al uso castrense. Lanzadas a moro muerto pueden darse reales o figuradas. En plan metáfora, quiero decir.
Y de unas y otras, con los variopintos avatares de nuestra Historia, la hijoputez endémica nacional y las vueltas que acaba dando la rueda de la Fortuna, calculen ustedes la de lanzadas a moro muerto que pueden haberse dado en España en los últimos veinte o treinta siglos, por fijar un período fácil.
La de veces que nuestros abuelos, o nosotros mismos, escurrimos el bulto como podíamos, por las causas que fueran - falta de ocasión, prudencia, cobardía, necesidad -, y en un momento determinado, dándose circunstancias oportunas, restregamos la lanza en el moro destripado por otro, o fallecido de muerte natural, para pasearnos luego presumiendo de la sangre obtenida con tan poco riesgo y mínimo costo. Para congraciarnos con quien hiciera falta.
Y, por lo general, con quien suele hacer falta congraciarse es con el bando vencedor.
Una vez, naturalmente, tenemos claro cuál es ese bando.
Todo esto viene al hilo de algo ocurrido hace un par de semanas: el Ilustre Colegio de Abogados de Madrid ha retirado el título de decano honorífico al general Franco.
Teniendo en cuenta que el fallecido dictador no era abogado sino militar, y que la mayor parte de su relación con la abogacía se limitó a firmar sentencias de muerte, la retirada del título parece lógica.
Resulta natural que semejante anomalía histórica, que linda con el disparate, fuera corregida.
Pero también es cierto que el asunto ofrece materia para un par de reflexiones curiosas.
Una de ellas no es la retirada del título, sino que éste fuera concedido, y las circunstancias: exactamente en 1939, recién terminada la guerra civil ganada por el bando franquista. Que ya es casualidad oportuna.
Imaginen ustedes el ambiente, la exaltación patriótica y tal, el chuleo de relucientes botas y correajes de los vencedores y los cientos de miles de lanzadas a moro muerto que en ese momento procuraba dar todo cristo que no estuviera muerto, en el exilio o en la cárcel.
Para hacerse idea, sugiero un bonito ejercicio de agudeza visual histórica: véanse las imágenes de la cadena humana independentista catalana de hace unos meses, y luego busquen en Youtube, o por ahí, las imágenes de la entrada de las tropas franquistas en lo que el No-Do llamó liberación de Barcelona. Por ejemplo.
A ver dónde ven más gente entusiasmada: tremolando esteladas o levantado el brazo con el saludo fascista.
No eran los mismos, claro.
En un caso padres o abuelos, y en otro hijos o nietos, igual que, dentro de una o dos generaciones, alancearán moros difuntos los bisnietos.
Y así, todos.
Igual que con Fernando VII - vivan las caenas -, con los aplausos a la Inquisición cuando mandaba quemar herejes y sodomitas, con los romanos que hicieron la cama a Viriato o con lo que haga falta.
Lo que, por otra parte, es natural en la condición humana.
Cada cual se apaña para sobrevivir, y a nadie puede reprochársele, sobre todo si tiene hijos que comen pan, que levante el brazo o el puño, se envuelva en banderas o aplauda al ayuntamiento que hace hijo putativo, o como se diga, a un asesino etarra excarcelado.
Sólo cuando se está seguro de a quién aplaudir, por supuesto. O de a quién quitarle la placa de la pared, el nombre de la calle o el título honorífico.
Porque la prudencia es una virtud que practica, incluso, gente de carácter históricamente violento como nosotros, los españoles.
En el caso del Colegio de Abogados madrileño, 74 años después del nombramiento de Franco y 38 de las primeras elecciones democráticas, de imprudencia hubo poca.
En esta lanzada a moro muerto han tenido tiempo para asegurarse.

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