jueves, 29 de mayo de 2014

DESPUÉS DE LAS FIESTAS, de Julio Cortázar

Y cuando todo el mundo se iba,
y nos quedábamos los dos
entre vasos vacíos y ceniceros sucios,
qué hermoso era saber que estabas
ahí, como un remanso,
sola conmigo al borde de la noche,
y que durabas; 
eras más que el tiempo,
eras la que no se iba,
porque una misma almohada
y una misma tibieza,
iba a llamarnos otra vez
a despertar al nuevo día,
juntos, riendo, despeinados.

lunes, 26 de mayo de 2014

UNA HISTORIA DE HOMBRES DECENTES, de Arturo Pérez Reverte - 26/5/14

Estaba el otro día oyendo la radio mientras me recortaba la barba; y en ésas salieron unos políticos de ambos sexos criticándose unos a otros con el automático puesto; con esa vileza extrema y suicida que en este país miserable es marca de la casa, despreciando cuanto los otros hacen o dicen, negándoles cualquier logro, cualquier buena voluntad, cualquier acierto en sus gestiones pasadas, presentes o futuras.
Algo bueno habrán hecho unos u otros, me dije, pese a todo lo evidente y malo, que a estas alturas del desparrame general nadie discute.
Algún rinconcito luminoso habrá en la gestión del adversario, supongo.
Algo que salvar, que alabar. Algo bueno que reconocer.
Pero no.
Ambos discursos eran idénticos: una sucesión de lo mismo, hasta el punto de que cualquier oyente ingenuo, desinformado sobre la calaña de unos y otros, creería al escuchar a éste o a aquél, según a quién, que el del otro bando encarnaba la maldad pura y simple.
Que su actividad política estaba encaminada, exclusivamente, a hundir a España y dar por saco al personal.
Así, sin más. Por simple gusto. Por la cara.
Me acordé entonces del Incidente Charlie Brown.
Y de lo saludable que sería leer Historia, o simplemente leer, para la infame, navajera, burda y poco ilustrada clase política española.
La de referencias útiles que podrían obtener. Incluso éticas, si se pusieran a ello.
Modelos morales de comportamiento público - porque luego, en privado, compartiendo negocio, los veo besarse en la boca hasta con lengua - que nos irían muy bien a todos.
Y el conocido por Incidente Charlie Brown, como digo, es uno de esos modelos.
Ocurrió en una guerra mundial, la segunda, que fue una de las más atroces vividas por la Humanidad.
Y sin embargo, ahí está.
Para quien quiera sacar conclusiones útiles. Para quien crea que el ser humano puede ser honorable incluso desde bandos opuestos, en un mundo atroz y ensangrentado.
El 20 de diciembre de 1943, el B-17 norteamericano Ye Olde Pub, pilotado por el segundo teniente Charlie L. Brown, muy averiado tras una misión de bombardeo sobre Bremen, intentaba en solitario regresar a su base en Inglaterra, con el artillero de cola muerto y seis tripulantes heridos, incluido el piloto. Sólo tres hombres a bordo quedaban sanos.
El avión volaba a duras penas dejando una estela de humo, con un motor parado y otro dañado, el plexiglás de la cabina roto, el timón de dirección partido y los sistemas hidráulicos y eléctricos fuera de servicio.
Sus tripulantes estaban seguros de que nunca llegarían a Inglaterra.
Todavía sobre territorio alemán, el bombardero fue detectado por el piloto de la Luftwaffe Franz Stigler, de 26 años de edad, que en ese momento tenía 22 derribos en su haber, y sólo necesitaba uno más para ganar la Cruz de Caballero.
A los mandos de su Messerschmitt Bf-109, Stigler se acercó al avión enemigo, dispuesto a derribarlo, pero comprobó con sorpresa que desde él nadie le disparaba.
Que el B-17, acribillado de metralla antiaérea, seguía su renqueante vuelo hacia la costa, que en la destrozada torreta de cola el artillero estaba muerto, y que a través del plexiglás roto se veía a los tripulantes heridos, ateridos de frío, intentando socorrerse unos a otros.
Entonces, situándose junto a la cabina destrozada del aparato enemigo, Ziegler se encontró con el rostro del piloto americano herido que lo miraba.
«Para mí, dispararles en ese momento - confesaría 40 años más tarde - habría sido como hacerlo mientras saltaban en paracaídas».
Así que tomó una decisión: situándose a su lado, muy cerca de él para que las baterías antiaéreas alemanas no lo atacaran, Ziegler acompañó al enemigo vencido, escoltándolo hasta la costa, y allí alzó la mano en un saludo, dio media vuelta y regresó a su base.
Nunca contó la historia a sus jefes, porque lo habrían fusilado.
Charlie Brown pudo llevar su avión hasta Inglaterra.
Y allí le prohibieron dar publicidad a un incidente que revelaba la humanidad de un enemigo que volaba con la esvástica nazi pintada en el timón de cola.
Tardó mucho tiempo en hablar de ello, pero al fin empezó a investigar.
Habrían de pasar 40 años hasta que Brown diese con el hombre que salvó su vida y la de sus compañeros.
Tras muchas pesquisas, recibió al fin una carta desde Canadá con un breve texto:
«Yo era él».
Se encontraron, fueron amigos el resto de su vida y murieron ancianos, como si el Destino los tuviera vinculados desde aquel día lejano, en 2008, con sólo unos meses de diferencia.
En ambas esquelas mortuorias, Stigler y Brown fueron mencionados como «hermano especial» del otro.

viernes, 23 de mayo de 2014

SOBRE MIEDO, PERIODISMO Y LIBERTAD. (El único medio del mundo actual para mantener a los poderosos a raya es una prensa libre), de Arturo Përez Reverte - 22/5/14

Hace medio siglo recibí la más importante lección de periodismo de mi vida.
Tenía 16 años, había decidido ser reportero, y cada tarde, al salir del colegio, empecé a frecuentar la redacción en Cartagena del diario La Verdad.
Estaba al frente de ésta Pepe Monerri, un clásico de las redacciones locales en los diarios de entonces, escéptico, vivo, humano.
Empezó a encargarme cosas menudas, para foguearme, y un día que andaba escaso de personal me encargó que entrevistase al alcalde de la ciudad sobre un asunto de restos arqueológicos destruidos. Y cuando, abrumado por la responsabilidad, respondí que entrevistar a un político quizás era demasiado para mí, y que tenía miedo de hacerlo mal, el veterano me miró con mucha fijeza, se echó atrás en el respaldo de la silla, encendió uno de esos pitillos imprescindibles que antes fumaban los viejos periodistas, y dijo algo que no he olvidado nunca:
“¿Miedo?... Mira, chaval. Cuando lleves un bloc y un bolígrafo en la mano, quien debe tenerte miedo es el alcalde a ti”.
Pienso en eso a menudo. Y últimamente, en España, más todavía. Ninguna de la media docena de certezas, de lecciones fundamentales que he ido adquiriendo con el tiempo, supera esas palabras que un viejo zorro de redacción dirigió a un inseguro aprendiz de periodista: Cuando lleves un bloc y un bolígrafo en la mano, quien debe tenerte miedo es el alcalde a ti.
Todo el periodismo, su fuerza, su honradez, hasta su épica, se resume en esas magníficas palabras. En esa declaración segura de sí, casi arrogante, formulada por un humilde redactor de provincias.
Miedo, es la palabra. No hay otra. O al menos, no la conozco. Miedo del alcalde correspondiente, o su equivalente, ante el bloc y el bolígrafo, o lo que los sustituya hoy, manejados por una mano profesional, eficaz y honrada en los términos en que el periodismo puede considerarse como tal.
He escrito alguna vez, recordando siempre a Pepe Monerri, que el único freno que conocen el político, el financiero o el notable, cuando llegan a situaciones extremas de poder, es el miedo.
En un mundo como éste, donde las ingenuidades y las simplezas de mecherito en alto y buen rollo a menudo son barajadas por los canallas, como instrumento, y creídas por los tontos útiles que ofician de ganado lanar y carne de cañón, ese es el único freno real. El miedo.
Miedo del poderoso a perder la influencia, el privilegio.
Miedo a perder la impunidad. A verse enfrentado públicamente a sus contradicciones, a sus manejos, a sus ambiciones, a sus incumplimientos, a sus mentiras, a sus delitos.
Sin ese miedo, todo poder se vuelve tiranía.
Y el único medio que el mundo actual posee para mantener a los poderosos a raya, para conservarlos en los márgenes de ese saludable miedo, es una prensa libre, lúcida, culta, eficaz, independiente.
Sin ese contrapoder, la libertad, la democracia, la decencia, son imposibles.
Nunca en esta democracia, como en los últimos años, se ha visto un maltrato semejante en España del periodismo por parte del poder.
Aquel objetivo elemental, que era obligar al lector a reflexionar sobre el mundo en el que vivía, proporcionándole datos objetivos con los que conocer éste, y análisis complementarios para mejor desarrollar ese conocimiento, casi ha desaparecido.
Parecen volver los viejos fantasmas, las sombras siniestras que en los regímenes totalitarios planeaban, y aún lo hacen, sobre las redacciones.
Lo peligroso, lo terrible, es que no se trata esta vez de camisas negras, azules, rojas o pardas, fácilmente identificables.
La sombra es más peligrosa, pues viene ahora disfrazada de retórica puesta a día, de talante tolerable, de imperativo técnico, de sonrisa democrática.
Pero el hecho es el mismo: el poder y cuantos aspiran a conservarlo u obtenerlo un día, no están dispuestos a pagar el precio de una prensa libre, y cada vez se niegan a ello con más descaro.
Basta ver las ruedas de prensa sin preguntas, el miedo a comparecencias públicas, los debates electorales donde son los políticos y sus equipos, no los periodistas desde la libertad, quienes establecen el formato. Como si hubiera, además, que agradecerles la concesión.
Y la sumisión de los periodistas, y de los jefes de esos periodistas, que aceptan ese estado de cosas sin rebelarse, sin protestar, sin plantarse colectivamente, con gallardía profesional, frente a la impune soberbia de una casta a la que, en vez de dar miedo, dan, a menudo, impunidad, garantías y confort.
Aterra la docilidad con la que últimamente, salvo concretas y muy arriesgadas excepciones, el periodismo se pliega en España a la presión del poder.
Creo que nunca se ha visto, desde que se restauró la democracia, un periodismo tan agredido por el poder político y financiero.
Y nunca se ha visto tanta mansedumbre, tanta resignación en la respuesta. Apenas hay afán por buscar, por investigar, excepto cuando se trata de servir intereses particulares. Entonces, para procurar munición al padrino que a cada cual corresponde o se ha buscado para sobrevivir, entonces sí hay luz verde, y hay medios, hasta que se topa con la línea roja correspondiente a cada cual: la banca, la telefonía, la publicidad, el nacionalismo correspondiente, la Iglesia, tal o cual sigla de partido, lo socialmente correcto llevado hasta extremos de estupidez.
Y en pocos casos se trata de hacer reflexionar al lector sobre esto o aquello.
Se trata, por lo general, de imponerle una supuesta verdad. Y ese parece ser el triste objetivo del periodismo español de hoy: no ayudar al ciudadano a pensar con libertad.
Solo convencerlo. Adoctrinarlo.
España es un lugar con una larga enfermedad histórica que se manifiesta, sobre todo, en un devastador desprecio por la educación y la cultura, y una siniestra falta de respeto intelectual por quien no comparte la misma opinión.
Por el adversario.
Siempre creí, porque así me lo enseñaron de niño, que los únicos antídotos contra la estupidez y la barbarie son la educación y la cultura.
Que, incluso con urnas, nunca hay democracia sin votantes cultos y lúcidos.
Y que los pueblos analfabetos nunca son libres, pues su ignorancia y su abulia política los convierten en borregos propicios a cualquier esquilador astuto, a cualquier manipulador malvado.
A cualquier periodismo deshonestamente mercenario.
Y así, con frecuencia, aquí todo asunto polémico se transforma, no en debate razonado, sino en un pugilato visceral del que está ausente, no ya el rigor, sino el sentido común.
Apenas existe en los medios españoles un debate solvente político, social o cultural merecedores de ese nombre, sino choques de posturas.
Diálogos de sordos, a menudo en términos simples, clichés incluidos, de derecha e izquierda.
La presencia de nuevas formaciones políticas que buscan espacios distintos no varía la situación. Se sigue buscando situarlas en uno u otro de los tradicionales, como si de ese modo todo fuese más claro.
Más definido. Más fácil de entender.
Destaca, significativa y terrible, la necesidad de encasillar. En España parece inconcebible que alguien no milite en algo; y, en consecuencia, no odie cuanto quede fuera del territorio delimitado por ese algo.
Aquí, reconocer un mérito al adversario es tan impensable como aceptar una crítica hacia lo propio.
Porque se trata exactamente de eso: adversarios, bandos, sectarismos heredados, asumidos sin análisis.
Toda discrepancia te sitúa como enemigo, sobre todo en materia de nacionalismos, religión o política.
Me pregunto muchas veces de dónde viene esa vileza, esa ansia de ver al adversario no vencido o convencido, sino exterminado.
Y quizá sea de la falta de cultura.
De ciudadanos simples surgen políticos simples, como los que muestran esos telediarios en los que, al oír expresarse a algunos políticos casi analfabetos (y casi analfabetas, seamos socialmente correctos), te preguntas:
¿Por quién nos toman? ¿Cómo se atreven a hablar en público? ¿De dónde sacan esa cateta seguridad, esa contumaz desvergüenza?...
Sin embargo, la falta de cultura no basta para explicarlo, pues otros pueblos tan incultos y maleducados como nosotros se respetan a sí mismos.
Quizá esa Historia que casi nadie enseña en los colegios pueda explicarlo: ocho siglos de moros y cristianos, el peso de la Inquisición con sus delaciones y envidias, la infame calidad moral de reyes y gobernantes.
Pues bien. Ese “conmigo o contra mí” envenena, también, las redacciones.
Los veteranos periodistas recordarán que en los años de la Transición, y hasta mucho después, la línea ideológica, el compromiso activo de un medio informativo, los llevaban el equipo de dirección, columnistas y editorialistas, mientras que los redactores y reporteros de infantería, honrados mercenarios, eran perfectamente intercambiables de un medio a otro.
Un periodista podía pasar de Pueblo al Arriba, a Informaciones, a Diario 16 o a El País con toda naturalidad. Incluso redactores de El Alcázar, la ultraderecha de la derecha, tuvieron vidas profesionales en otros medios. Ahora, eso es casi imposible.
Las redacciones están tan contaminadas de ideologías o actitudes de la empresa, se exige tanta militancia a la redacción, que hasta el más humilde becario que informa sobre un accidente de carretera se ve en la necesidad de dar en su folio y medio un toquecito, una alusión política, un puntazo en tal o cual dirección, que le garantice, que remedie, el beneplácito de la autoridad competente.
Y ya que hablo de sucesos, está bien recordar que hasta los sucesos, los accidentes, las desgracias, son tratados ahora por los medios, a menudo, según el parentesco político más cercano.
Según sea la militancia de los responsables reales o supuestos.
Y a veces, hasta de las víctimas.
Apenas hay periodismo político real en España, sino declaraciones de políticos y cuanto en torno a ellos se genera. Raro es el trabajo periodístico que no incluye declaraciones de políticos a favor o en contra, marginando el interés del hecho en sí para derivarlo a lo que el político opina sobre él, aunque esa opinión sea una obviedad o un lugar común, o quien habla maneje mecanismos expresivos o culturales de una simpleza aterradora.
Lo que cuenta es que el político esté ahí. Que adobe y remate el asunto.
Hasta el silencio de un presidente o un ministro se considera noticia de titulares de prensa.
Por modesta o mediocre que sea a veces, la figura del político asfixia a todas las otras.
Hasta en la prensa local del más humilde pueblo español, las páginas abundan en politiqueo municipal, convirtiendo cualquier menudo incidente concejil en asunto de supuesto interés público.
Los mecanismos internos más aburridos de cualquier formación política importante se examinan hasta el agotamiento.
En mi opinión, las horas que un tertuliano de radio o televisión dedica en España a analizar la mecánica interna de los partidos no tienen equivalente en el mundo democrático.
Todo eso agota al lector, al oyente, al telespectador.
Lo aburre y lo expulsa del debate, haciendo que vuelva la espalda a la política, haciéndolo atrincherarse allí donde las palabras reflexión y lucidez desaparecen por completo. Tampoco ayudan a ello las voces que en ocasiones el periodismo pone sobre la mesa, como algunos tertulianos y opinadores profesionales alineados con tal o cual postura, o que han ido readaptándola cínicamente en los últimos 40 años, de modo que antes de que abran la boca ya sabes, según el individuo y el momento, lo que van a decir.
Del mismo modo que reconoces tal o cual emisora de radio, en el acto, por el tono de sus intervinientes, aunque ignores el nombre de estos.
Igual que con alguien en la calle, a los pocos minutos de conversación, sabes exactamente que periódico lee o que emisora de radio escucha.
Para cualquier lector atento de varios medios, es evidente que el periodismo en España se ha contaminado de ese ambiente enrarecido, de ese sesgo peligroso que tanto desacredita las instituciones en los últimos tiempos y del que son responsables no solo los políticos, ni los periodistas, sino también algunos jueces demasiado atentos a los mecanismos de la política, el periodismo y la llamada opinión pública.
Y tampoco la crisis económica contribuye a las deseadas libertad e independencia.
La inversión publicitaria pasó de 2.100 millones de euros en 2007 a menos de 700 en 2013. Eso aumenta la tentación de cobijarse bajo los poderes establecidos, y el periodismo como contrapoder se vuelve un ejercicio peligroso.
Por sus propios problemas, algunos medios deciden no ir contra nadie que tenga poder o dinero.
Y surge otro serio enemigo del periodismo honrado: la autocensura.
Cuando el redactor jefe, en vez de animarte, te frena.
Nos gusta ver en las películas cómo periodistas intrépidos consiguen la complicidad y el aliento de sus superiores; pero eso, aunque por fortuna ocurre a veces, no es aquí el caso más frecuente. No se practica con igual entusiasmo en las redacciones, más atentas a notas de prensa de gabinetes que a patear el asfalto.
Y así, los partidos, las grandes empresas de la banca, las comunicaciones y la energía, entre otras, aprovechan la dependencia de los medios para dar por supuesta, cuando no imponer, la autocensura en las redacciones.
Supongo que habrá soluciones para eso. 
Posibilidades de cambio y esperanzas. Pero no es asunto mío buscarlas.
No soy sociólogo, ni político. Apenas soy ya periodista.
Solo soy un tipo que escribe novelas, que fue reportero en otro tiempo. Y hoy, puesto que aquí me han emplazado a ello, traigo mi visión personal del asunto, parcial, subjetiva, que pueden ustedes olvidar, con todo derecho, en los próximos cinco minutos.
La transición del papel a lo digital, los productos de pago en la red, la eventualidad de que nuevos filántropos, capital riesgo y empresarios particulares unan sus esfuerzos para hacer posible un periodismo solvente y de calidad, son posibilidades ilusionantes que sin duda serán abordadas por quienes aún creen que solo un periodismo que pide cuentas al poder, en cualquier forma de soporte inventada o por inventar, tiene futuro.
Esa es, y será siempre, la verdadera épica del periodismo y de quienes lo practican: pelear por la verdad, la independencia y la libertad de información pagando el precio del riesgo, en batallas que pueden perderse, pero que también se pueden ganar.
Haciendo posible todavía, siempre, que un alcalde, un político, un financiero, un obispo, un poderoso, cuando un periodista se presente ante ellos con un bloc, un bolígrafo, un micrófono o lo que depare el futuro, sigan sintiendo el miedo a la verdad y al periodismo que la defiende.
El respeto al único mecanismo social probado, la única garantía: la prensa independiente que mantiene a raya a los malvados y garantiza el futuro de los hombres libres.

lunes, 19 de mayo de 2014

TODOS ESTOS AÑOS DE GENTE, de Luis Alberto Spinetta

En el extremo de la calle
la florista se emborracha con Legui,
y la ciudad la mambea un instante,
y la devuelve en su silla.

Todos estos años de gente,
todos estos años de gente.

Frente a los vidrios de un banco
un anciano desfallece sin nombre,
los pordioseros lo reclaman
desde un pozo en el aire de Ezeiza.

Todos estos años de gente,
todos estos años de gente.

Hay un tinglado inconcluso
donde moran dos bolitas ilegales, pero limpios,
y entre las lluvias y los Falcon,
ya no viven ni adentro ni afuera.

Todos estos años de gente,
todos estos años de gente.

sábado, 17 de mayo de 2014

TUS OJOS (Al Gato, siempre...), de Salvador Carbone

Ebrio de horror,
trepano los caminos
que atraviesan lugares desolados,
heréticos sitios escogidos
por el espanto, el dolor,
la podredumbre.
Miro mis pies,
abrazo mi cansancio,
el nadadura, el valenada,
el qué hago aquí, el de dónde vengo,
y el más infame aún: adónde mierda voy.
Qué importa..!
Mañana todo esto será olvido.
Y buscaré tus ojos.

viernes, 16 de mayo de 2014

PUNTOS DE VISTA, de Eduardo Galeano

Desde el punto de vista del sur, el verano del norte es invierno.
Desde el punto de vista de una lombriz, un plato de espaguetis es una orgía.
Donde los hindúes ven una vaca sagrada, otros ven una gran hamburguesa.
Desde el punto de vista de Hipócrates, Galeno, Maimónides y Paracelso, existía una enfermedad llamada indigestión, pero no existía una enfermedad llamada hambre.
Desde el punto de vista de sus vecinos del pueblo de Cardona, el Toto Zaugg, que andaba con la misma ropa en verano y en invierno, era un hombre admirable:
El Toto nunca tiene frío -decían.
El no decía nada.
Frío tenia, pero no tenia abrigo.

Desde el punto de vista del búho, del murciélago, del bohemio y del ladrón, el crepúsculo es la hora del desayuno.
La lluvia es una maldición para el turista y una buena noticia para el campesino.
Desde el punto de vista del nativo, el pintoresco es el turista.
Desde el punto de vista de los indios de las islas del mar Caribe, Cristóbal Colon, con su sombrero de plumas y su capa de terciopelo rojo, era un papagayo de dimensiones jamás vistas.
Desde el punto de vista del oriente del mundo, el día del occidente es noche.
En la India, quienes llevan luto visten de blanco.
En la Europa antigua, el negro, color de la tierra fecunda, era el color de la vida, y el blanco, color de los huesos, era el color de la muerte.
Según los viejos sabios de la región colombiana del Choco, Adán y Eva eran negros y negros eran sus hijos Caín y Abel. Cuando Caín mato a su hermano de un garrotazo, tronaron las iras de Dios. Ante las furias del señor, el asesino palideció de culpa y miedo, y tanto palideció que blanco quedo hasta el fin de sus días.
Los blancos somos, todos, hijos de Caín.

Si Eva hubiera escrito el Génesis, cómo seria la primera noche de amor del genero humano?
Eva hubiera empezado por aclarar que ella no nació de ninguna costilla, ni conoció a ninguna serpiente, ni ofreció manzanas a nadie, y que Dios nunca le dijo que parirás con dolor y tu marido te dominara.
Que todas esas son puras mentiras que Adán contó a la prensa.

Si las Santas Apóstalas hubieran escrito los Evangelios, ¿como seria la primera noche de la era cristiana?
San José, contarían las Apóstalas, estaba de mal humor.
El era el único que tenia cara larga en aquel pesebre donde el niño Jesús, recién nacido, resplandecía en su cuna de paja.
Todos sonreían: la Virgen María, los angelitos, los pastores, las ovejas, el buey, el asno, los magos venidos del Oriente y la estrella que los había conducido hasta Belén de Judea.
Todos sonreían, menos uno.
San José, sombrío, murmuro:
- Yo quería una nena.

En la selva, ¿llaman ley de la ciudad a la costumbre de devorar al mas débil?
Desde el punto de vista de un pueblo enfermo, ¿que significa la moneda sana?
La venta de armas es una buena noticia para la economía, pero no es tan buena para sus difuntos.

Desde el punto de vista del presidente Fujimori, esta muy bien asaltar al Poder Legislativo y al Poder Judicial, delitos que fueron premiados con su reelección, pero esta muy mal asaltar una embajada, delito que fue castigado con una aplaudida carnicería.

CELEBRACIÓN DE LA FANTASÍA, de Eduardo Galeano

Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca del Cuzco.
Yo me había despedido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar, enclenque, haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera.
No podía darle la lapicera que tenía, por que la estaba usando en no sé que aburridas anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano.
Súbitamente, se corrió la voz.
De buenas a primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitas cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero quemado: había quien quería un cóndor y quién una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas y no faltaba los que pedían un fantasma o un dragón.
Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba mas de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca:
- Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima - dijo
- Y anda bien - le pregunté
- Atrasa un poco - reconoció.

A PESAR DE LOS PESARES, de Eduardo Galeano

1
América Latina ya no es una amenaza. Por tanto, ha dejado de existir.
Rara vez las fábricas universales de opinión pública se dignan a echarnos alguna ojeada.
Y sin embargo Cuba, que tampoco amenaza a nadie, es todavía una obsesión universal.
No le perdonan que siga estando, que maltrecha y todo siga siendo.
Esa islita sometida a feroz estado de sitio, condenada al exterminio por hambre, se niega a dar el brazo a torcer. ¿Por dignidad nacional?
No, no, nos explican los entendidos: por vocación suicida. Con la pala en alto, los enterradores esperan. Tanta demora los irrita.
Al Este de Europa han hecho un trabajo rápido y total, contratados por los propios cadáveres, y ahora están ansiosos por arrojar tierra sin flores sobre esta porfiada dictadura roja que se niega a aceptar su destino.
Los enterradores ya tienen preparada la maldición fúnebre. No para decir que la revolución cubana ha muerto de muerte matada: para decir que ha muerto porque morir quería.
2
Entre los más impacientes, entre los más furiosos, están los arrepentidos.
Ayer han confundido al estalinismo con el socialismo, y hoy tienen huellas que borrar, un pasado que expiar: las mentiras que dijeron, las verdades que callaron.
Es el Nuevo Orden Mundial, los burócratas se hacen empresarios y los censores se vuelven campeones de la libertad de expresión.

3
Nunca he confundido a Cuba con el paraíso. ¿Por qué voy a confundirla, ahora, con el infierno?
Yo soy uno más entre los que creemos que se puede quererla sin mentir ni callar.

4
Fidel Castro es un símbolo de dignidad nacional.
Para los latinoamericanos, que ya estamos cumpliendo cinco siglos de humillación, un símbolo entrañable.
Pero Fidel ocupa, desde hace añares, el centro de un sistema burocrático, sistema de ecos de los monólogos del poder, que impone la rutina de la obediencia contra la energía creadora; y a la corta o a la larga, el sistema burocrático - partido único, verdad única - acaba por divorciarse de la realidad.
En estos tiempos de trágica soledad que Cuba está sufriendo, el Estado omni - potente se revela omni - impotente.

5
Ese sistema no proviene de la oreja de una cabra.
Proviene, sobre todo, del veto imperial.
Apareció cuando la revolución no tuvo más remedio que cerrarse para defenderse, obligada a la guerra por quienes prohibían que Cuba fuera Cuba; y el incesante acoso exterior lo fue consolidando a lo largo del tiempo.
Hace más de treinta años que el veto imperial se aplica, de mil maneras, para impedir la realización del proyecto de la Sierra Maestra.
Continuo escándalo de hipocresía: desde aquel entonces, toman examen de democracia a Cuba, los fabricantes de todas las dictaduras militares que en Cuba han sido.
En Cuba, democracia y socialismo nacieron para ser dos nombres de la misma cosa; pero los mandones del mundo sólo otorgan la libertad de elegir entre el capitalismo y el capitalismo.

6
El modelo de la Europa del Este, que tan fácilmente se ha derrumbado allá, no es la revolución cubana.
La revolución cubana, que no llegó desde arriba ni se impuso desde afuera, ha crecido desde la gente, y no contra ella ni a pesar de ella.
Por eso ha podido desarrollar una conciencia colectiva de patria: el imprescindible auto - respeto que está en la base de la auto - determinación.

7
El bloqueo de Haití, anunciado con bombos y platillos en nombre de la democracia herida, fue un fugaz espectáculo. No duró nada.
Terminó mucho antes del regreso de Aristide.
No podía durar: en democracia o en dictadura, hay cincuenta empresas norteamericanas que sacan jugo a esa mano de obra baratísima.
En cambio, el bloqueo contra Cuba se ha multiplicado con los años.
¿Un asunto bilateral?
Así dicen; pero nadie ignora que el bloqueo norteamericano implica, hoy por hoy, el bloqueo universal.
A Cuba se le niega el pan y la sal y todo lo demás.
Y también implica, aunque lo ignoren muchos, la negación del derecho a la autodeterminación.
El cerco asfixiante tendido en torno a Cuba es una forma de intervención, la más feroz, la más eficaz, en sus asuntos internos.
Genera desesperación, estimula la represión, desalienta la libertad.
Bien lo saben los bloqueadores.

8
Ya no hay Unión Soviética.
Ya no se puede cambiar, a precios justos, azúcar por petróleo.
Cuba queda condenada al desamparo.
El bloqueo multiplica el canibalismo de un mercado internacional que paga nada y cobra todo.
Acorralada, Cuba apuesta al turismo. Y se corre el peligro de que resulte peor el remedio que la enfermedad.
Cotidiana contradicción: los turistas extranjeros disfrutan de una isla dentro de la isla, donde para ellos hay lo que para los cubanos falta.
Se reabren viejas heridas de la memoria.
Hay bronca popular, bronca justa, en esta patria que había sido colonia, y había sido putero, y había sido garito.
Penosa situación, sin duda; que por ser cubana, se mira con lupa.
Pero, ¿quién puede tirar la primera piedra? ¿No se consideran normales, en toda América Latina, los privilegios del turismo extranjero?
Y, peor, ¿no se considera normal la sistemática guerra contra los pobres, desde el mortal muro que separa a los que tienen hambre de los que tienen miedo?

9
¿En Cuba hay privilegios? ¿Privilegios del turismo y también, en cierta medida, privilegios del poder?
Sin duda.
Pero el hecho es que no existe sociedad más igualitaria en América.
Se reparte la pobreza: no hay leche, es verdad, pero la leche no falta a los niños ni a los viejos.
La comida es poca, y no hay jabones, y el bloqueo no explica por arte de magia todas las escaseces; pero en plena crisis sigue habiendo escuelas y hospitales para todos, lo que no resulta fácil de imaginar en un continente donde tantísima gente no tiene otro maestro que la calle, ni más médico que la muerte.
La pobreza se reparte, digo, y se reparte: Cuba sigue siendo el país más solidario del mundo.
Recientemente, por poner un ejemplo, Cuba fue el único país que abrió las puertas a los haitianos fugitivos del hambre y de la dictadura militar, que en cambio fueron expulsados de los Estados Unidos.

10
Tiempo de derrumbamiento y perplejidad; tiempo de grandes dudas y certezas chiquitas.
Pero quizá no sea tan chiquita esta certeza: cuando nacen desde adentro, cuando crecen desde abajo, los grandes procesos de cambio no terminan en su lado jodido.
Nicaragua, pongamos por caso, que viene de una década de asombrosa grandeza, ¿podrá olvidar lo que aprendió en materia de dignidad y justicia y democracia?
¿Termina el sandinismo en algunos dirigentes que no han sabido estar a la altura de su propia gesta, y se han quedado con autos y casas y otros bienes públicos? Seguramente el sandinismo es bastante más que esos sandinistas que habían sido capaces de perder la vida en la guerra y en la paz no han sido capaces de perder las cosas.
11
La revolución cubana vive una creciente tensión entre las energías de cambio que ella contiene y sus petrificada estructuras de poder.
Los jóvenes, y no sólo los jóvenes, exigen más democracia. No un modelo impuesto desde afuera, prefabricado por quienes desprestigian a la democracia usándola como coartada de la injusticia social y la humillación nacional.
La expresión real, no formal, de la voluntad popular, quiere encontrar su propio camino.
A la cubana. Desde adentro, desde abajo.
Pero la liberación plena de esas energías de cambio no parece posible mientras Cuba continúe sometida a estado de sitio.
El acoso exterior alimenta las peores tendencias del poder: las que interpretan toda contradicción como un posible acto de conspiración, y no como la simple prueba de que está viva la vida.

12
Se juzga a Cuba como si no estuviera padeciendo, desde hace más de treinta años, una continua situación de emergencia.
Astuto enemigo, sin duda, que condena las consecuencias de sus propios actos.
Yo estoy en contra de la pena de muerte. En cualquier lugar.
En Cuba, también.
Pero, ¿se puede repudiar los fusilamientos en Cuba sin repudiar, a la vez, el cerco que niega a Cuba la libertad de elegir y la obliga a vivir en vilo?
Sí, se puede.
Al fin y al cabo, a Cuba le dictan cursos de derechos humanos quienes silban y miran para otro lado cuando la pena de muerte se aplica en otros lugares de América.
Y no se aplica de vez en cuando, sino de manera sistemática: achicharrando negros en las sillas eléctricas de los Estados Unidos, masacrando indios en las sierras de Guatemala, acribillando niños en las calles de Brasil.
Y por lamentables que hayan sido los fusilamientos en Cuba, al fin y al cabo, ¿deja de ser admirable la porfiada valentía de esta isla minúscula, condenada a la soledad, en un mundo donde el servilismo es alta virtud o prueba de talento?
¿Un mundo donde quien no se vende, se alquila?

EL CORAZÓN DELATOR, de Edgar Alan Poe

¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso.
¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco?
La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno.
¿Cómo puedo estar loco, entonces?
Escuchen… y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día.
Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue!
Tenía un ojo semejante al de un buitre…
Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre.
Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. 
Pero los locos no saben nada.
En cambio… ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado… con qué previsión… con qué disimulo me puse a la obra!
Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo.
Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría… ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza.
¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza!
La movía lentamente… muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo.
Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama.
¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente… ¡oh, tan cautelosamente!
Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre.
Y esto lo hice durante siete largas noches… cada noche, a las doce… pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo.
Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche.
Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano.
Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo.
¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos!
Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara.
Ustedes pensarán que me eché hacia atrás… pero no.
Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra.
Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama.
Seguía sentado, escuchando… tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror.
No expresaba dolor o pena… ¡oh, no!
Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge.
Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían.
Repito que lo conocía bien.
Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón.
Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama.
Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo.
Pensaba: “No es más que el viento en la chimenea… o un grillo que chirrió una sola vez”.
Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano.
Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima.
Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir - aunque no podía verla ni oírla -, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice - no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado -, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par… y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba.
Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano.
Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos?
En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón.
Aquel sonido también me era familiar.
Era el latir del corazón del viejo.
Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado.
Apenas si respiraba.
Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento.
El espanto del viejo tenía que ser terrible.
¡Cada vez más fuerte, más fuerte!
¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy.
Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable.
Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil.
¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte!
Me pareció que aquel corazón iba a estallar.
Y una nueva ansiedad se apoderó de mí…
¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado!
Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez… nada más que una vez.
Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón.
Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado.
Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes.
Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto.
Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto.
Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido.
El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver.
La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio.
Ante todo descuarticé el cadáver.
Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco.
Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano - ni siquiera el suyo - hubiera podido advertir la menor diferencia.
No había nada que lavar… ninguna mancha… ningún rastro de sangre.
Yo era demasiado precavido para eso.
Una cuba había recogido todo… ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche.
En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle.
Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía.
Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues… ¿qué tenía que temer?
Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla.
Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien.
Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto.
Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar.
En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido.
Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación.
Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando.
El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso.
Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara… hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba… ¿y que podía hacer yo?
Era un resonar apagado y presuroso…, un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón.
Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente.
Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente.
¿Por qué no se iban?
Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente.
¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo?
Lancé espumarajos de rabia… maldije… juré… Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar.
¡Más alto… más alto… más alto!
Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo.
¿Era posible que no oyeran?
¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían… y se estaban burlando de mi horror!
¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy!
¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio!
¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces… otra vez… escuchen… más fuerte… más fuerte… más fuerte… más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! - aullé -
¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones!
¡Ahí… ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!
FIN

jueves, 15 de mayo de 2014

LEVÁNTATE Y CANTA, de Héctor Negro y César Isella

Si algún golpe de suerte a contrapelo,
a contrasol, a contraluz, a contravida,
te torna pájaro que quiebra el vuelo
y te revuelca con el ala herida.
Y hay tanto viento para andar las ramas,
tanto celeste para echarse encima,
y pese a todo vuelve la mañana,
y está el amor, que su milagro arrima.

Por qué caerse y entregar las alas?
Por qué rendirse y manotear las ruinas?
si es el dolor al fin, quien nos iguala
y la esperanza quien nos ilumina.

Si hay un golpe de suerte a contrapelo,
a contrasol, a contraluz, a contravida,
abrí los ojos y tragate el cielo,
sentite fuerte y empujá hacia arriba.

martes, 13 de mayo de 2014

NAVEGANDO SIN GPS, de Arturo Pérez Reverte - 12/5/14

El otro día, en el mar, se fueron todos los instrumentos al carajo. Era de noche, estábamos en viaje de vuelta, en mitad de una niebla espesa, y yo acababa de fondear el velero en cuatro metros de sonda con treinta y cinco de cadena.
Si la avería, o lo que fuera, llega a ocurrir media hora antes, las habría pasado mortales: no habría tenido más remedio que mantenerme al pairo lejos de la costa, esperando que con el día levantase la niebla, con cuanta luz a bordo pudiera tener encendida, haciendo sonar la bocina de vez en cuando y rezando, o lo que equivalga a eso, para que no apareciera de la nada otro barco y me metiera la proa en el través.
El caso es que, como digo, mientras a la luz de la mesa de cartas anotaba las incidencias en el cuaderno de bitácora, comprobé que las pantallas de los instrumentos no marcaban nada, y que el GPS que proporciona al barco la latitud y la longitud se había vuelto majara; daba posiciones imposibles, el AIS tenía errores y las cartas electrónicas me situaban, como a Tintín y al profesor Tornasol en El tesoro de Rackham el Rojo, a veces en la ciudad del Vaticano, y otras en Australia o en el Caribe. Resumiendo: no había un maldito aparato de ayuda a la navegación que funcionara, excepto, comprobé con alivio, la radio y el piloto automático. Eso era importante, pues antes del amanecer yo debía levar ancla de nuevo. Si el piloto funcionaba, no habría problema ninguno, me dije. Todo era cuestión, si los satélites seguían funcionando con normalidad en el cielo, de sacar el GPS portátil que llevo en la bolsa Mayday, con el equipo de supervivencia por si un día vienen mal dadas.
Lo hice.
Aparté la baliza, las bengalas, la linterna, el cuchillo, y encontré el pequeño aparato.
Pero al ir a encenderlo se me heló la sangre: no funcionaba. Lo abrí, inquieto, y comprobé que se habían sulfatado las pilas, dejándolo inservible.
Maldiciendo mi torpeza, intenté limpiarlo y despejar los contactos, sin éxito. Estaba tan muerto como mi abuela. Recordé entonces que a bordo llevo un tercer GPS de modelo muy antiguo, trofeo de un antiguo reportaje para la tele, cuando perseguía planeadoras con la gente de Vigilancia Aduanera y, tras una movida algo particular, mi compadre Javier Collado, piloto del helicóptero Argos, me regaló el aparato con el que se guiaban los malos.
Lo encontré en un cajón de la camareta, le puse pilas, y tampoco.
Demasiado tiempo, quizás. Demasiado viejo, casi treinta años después.
A mi latitud y longitud - las presentes las conocía, me preocupaban las futuras - las había mirado un tuerto electrónico.
Así que subí a cubierta y, rodeado de noche y niebla, oyendo resonar la resaca en las invisibles y cercanas rocas de la costa, blasfemé alto y claro, en arameo.
Al día siguiente, desvanecida la niebla, con quince nudos de viento por la aleta y toda la lona arriba, yo navegaba por estima, a simple ojo marinero, tras haberme situado varias veces por demoras a tierra mientras la tuve a la vista: un cabo, un faro, una montaña lejana. Lo hacía sobre una infalible carta náutica de papel de toda la vida, con sus perfiles de costa, veriles de sonda y peligros perfectamente señalados.
En su caja estaba el sextante que siempre llevo a bordo, aunque allí no hacía falta: era una singladura conocida, de ciento y pico millas.
A cada hora de reloj bajaba a la camareta para trabajar con el transportador y las paralelas, lápiz y goma de borrar, marcando con crucecitas la posición calculada según la hora, la velocidad y el abatimiento.
Lo hacía con los gestos minuciosos y seguros que hace muchos años me enseñaron marinos veteranos, hombres formidables, de una pieza, hechos al mar cuando la navegación aún no era un ejercicio fácil para bobos que nos limitamos a mirar pantallitas y apretar botones.
Y allí, mientras observaba la posición del sol o me inclinaba sobre la carta con el compás de puntas, sentí de nuevo el orgullo íntimo, legítimo, de quien cree hacer las cosas como Dios manda.
De quien, cuando todo se va al carajo, confirma que es capaz de gobernar un barco, y las vidas que éste lleva a bordo, de un punto a otro sobre una carta náutica y el mar que representa, a través del día y de la noche, con la certeza de que lo hace como debe hacerse.
Como siempre se hizo.
Y entonces, me pregunté cuántos de nosotros, en este mundo absurdo de teclas, pantallas y dispositivos electrónicos que facilitan la vida a cambio de hacernos vulnerables hasta el suicidio, guardamos todavía, como nos enseñaron los viejos marinos, una buena carta de papel y un compás de puntas en la camareta.

UNA HISTORIA DE ESPAÑA, de Arturo Pérez Reverte - 5/5/14

Y ya estamos aquí con Felipe II en persona, oigan, heredero del imperio donde no se ponía el sol: monarca siniestro para unos y estupendo para otros, según se mire la cosa; aunque, puestos a ser objetivos, o intentarlo, hay que reconocer que la Leyenda Negra, alimentada por los muchos a quienes la poderosa España daba por saco a diestro y siniestro, se cebó en él como si el resto de gobernantes europeos, desde la zorra pelirroja que gobernaba Inglaterra - Isabel I se llamaba, y nos tenía unas ganas horrorosas - hasta los protestantes, el rey gabacho Enrique II, el papa de Roma y demás elementos de cuidado, fuesen monjas de clausura.
Aun así, con sus defectos, que fueron innumerables, y sus virtudes, que no fueron pocas, el pobre Felipe, casero, prudente, más bien tímido, marido y padre con poca suerte, heredero de medio mundo en una época en que no había Internet, ni teléfono, ni siquiera un servicio postal como Dios manda, hizo lo que pudo para gobernar aquel tinglado internacional que, como a cualquiera en su caso, le venía grande.
Y la verdad (dicha en descargo del fulano) es que lo de ganarse el jornal de rey se le complicó de un modo horroroso durante sus largos cuarenta y dos años de reinado.
Para ser pacífico, como era de natural, el tío anduvo de bronca en bronca.
Guerras a lo bestia, para que se hagan ustedes idea, las tuvo con Francia, con Su Santidad, con los Países Bajos, con los moriscos de las Alpujarras, con los ingleses, con los turcos y con la madre que lo parió.
Todo eso, sin contar disgustos familiares, matrimonios pintorescos - se casó cuatro veces, incluida una inglesa más rara que un perro verde -, un hijo, el infante don Carlos, que le salió majareta y conspirador, y un secretario golfo llamado Antonio Pérez que le jugó la del chino.
Y encima, para un golpe bueno de verdad que tuvo, que fue heredar Portugal entero (su madre, la guapísima Isabel, era princesa de allí) tras hacer picadillo a los discrepantes en la batalla de Alcántara, Felipe II cometió, si me permiten una opinión personal e intransferible, uno de los mayores errores históricos de este putiferio secular donde malvivimos: en vez de llevarse la capital a Lisboa (antigua y señorial) y cantar fados mirando al Atlántico y a las posesiones de América, que eran el espléndido futuro - calculen lo que sumaron el imperio español y el portugués juntos en una misma monarquía -, nuestro timorato monarca se enrocó en el centro de la Península, en su monasterio - residencia de El Escorial, gastándose el dineral que venía de las posesiones ultramarinas hispanolusas, además de los impuestos con los que sangraba a Castilla en las contiendas antes citadas - Aragón, Cataluña y Valencia, enrocados en sus fueros, no soltaban un duro para guerras ni para nada -, y en pasear a sus embajadores vestidos de negro, arrogantes y soberbios, por una Europa a la que con nuestros tercios, nuestros aliados, nuestras estampitas de vírgenes y santos, nuestra chulería y tal, seguíamos teniendo acojonada.
Con lo que, para resumir el asunto, Felipe II nos salió buen funcionario, diestro en papeleo, y en lo personal un pavo con no pocas virtudes: meapilas pero culto, sobrio y poco amigo de lujos personales: es instructivo visitar la modesta habitación de El Escorial donde vivía y despachaba personalmente los asuntos de su inmenso imperio.
Pero el marrón que le cayó encima superaba sus fuerzas y habilidad, así que demasiado hizo, el chaval, con ir tirando como pudo.
De las guerras, que como dije fueron muchas, inútiles, variadas y emocionantes como finales de liga, hablaremos en el siguiente capítulo. Supongo.
Del resto, lo más destacable es que si como funcionario Felipe era pasable, como economista y administrador fue para correrlo a gorrazos.
Aparte de fundirse la viruta colonial en pólvora y arcabuces, nos endeudó hasta el prepucio con banqueros alemanes y genoveses. Hubo tres bancarrotas que dejaron España a punto de caramelo para el desastre económico y social del siglo siguiente.
Y mientras la nobleza y el clero, veteranos surfistas sobre cualquier ola, gozaban de exención fiscal por la cara, la necesidad de dinero era tanta que se empezaron a vender títulos nobiliarios, cargos y toda clase de beneficios a quien podía pagarlos.
Con el detalle de que los compradores, a su vez, los parcelaban y revendían para resarcirse.
De manera que, poco a poco, entre el rey y la peña que de él medraba fueron montando un sistema nacional de robo y papeleo, o de papeleo para justificar el robo, origen de la infame burocracia que todavía hoy, casi cinco siglos después, nos sigue apretando el cogote.

LA DOCTORA DE LOS OJOS FATIGADOS, de Arturo Pérez Reverte - 28/4/14

Hoy se cumple una semana de tu llegada al hospital, y - tienes suerte de poder hacerlo - me lo cuentas.
Con especial interés en que lo cuente, a mi vez.
Así que aquí me tienes, cumpliendo.
Porque lo que más me ha llamado la atención de tus palabras, es lo de que este hospital sí es un templo en el que vale la pena creer, al que sirve de mucho acercarse para recibir, para comulgar con otros.
Un sitio singular, dices, donde se distribuye interés, eficacia, profesionalidad.
Donde, a pesar de cuantas deficiencias técnicas o humanas puedan darse - ¿dónde no las hay, te preguntas? -, la fe en viejas palabras que en la calle pocos usan, pues no nos acordamos de Santa Bárbara sino cuando truena, se reaviva hasta hacerlas posibles de nuevo.
Sigues vivo, nada menos. Y gracias a otros.
Qué mayor prueba de lo que dices.
De lo que digo.
Te ingresaron hace siete días justos.
Una larga semana en la que has sido objeto de análisis de todo tipo, exámenes médicos y atenciones clínicas y personales.
Algunas las puedes identificar, sabes en qué consisten. Otras, no.
A pesar del tiempo que llevas recluido aquí, todavía no logras reconstruir en tu cabeza, en tu percepción, todo lo ocurrido desde que te trajeron a Urgencias en aquella ambulancia que corría sin que tú comprendieras a dónde, arrastrando el aullido de una sirena que llegaba lejana, amortiguada, hasta tu confuso pensamiento.
En realidad, la mayor parte de la primera noche y el primer día lo pasaste en estado comatoso.
Sólo más tarde, mediante el relato de los médicos y enfermeros que te atienden, has podido recomponer la peripecia completa.
La aventura, tú, que nunca buscaste otras emociones que las del cine y la tele.
Quién lo hubiera supuesto, ¿verdad, amigo mío?
Quién diablos lo iba a imaginar.
Lo que te asombra, y así me lo dices, no es que en esta estrofa de la copla, que pudiste no cantar nunca, aún sigas vivo y cuerdo - o como se llame tu estado habitual - pese a haber sufrido una tensión superior a 200, un edema cerebral y haber echado hasta los higadillos, aunque a quienes te atendieron cuando estabas medio en el otro barrio no fueras capaz de decirles más que te dolía mucho la cabeza.
Lo que de verdad te estremece, y te admira, y te deja patedefuá, es la naturalidad con que toda la cadena que te mantuvo sujeto a la vida, médicos, enfermeros, auxiliares, celadores, te ha ido contando, a trocitos y sin darle importancia, cómo sucedió todo y cómo fueron procediendo. Cómo te aplicaron, unos y otros, los protocolos establecidos, y también las iniciativas específicas, las variantes que tu estado crítico reclamaba.
Y todo eso, sin arrogarse méritos; sin reprimendas paternalistas ni pedirte aplausos.
Sin primeros planos, cámaras lentas ni musiquitas de fondo. Te hicieron pensar, me cuentas, en soldados que emplearan el tiempo justo para darte su informe antes de partir, profesionales y eficaces, rumbo a su siguiente misión.
Por eso dices, al recordarlo para mí, que si hay que tener fe en alguien, hay que tenerla en esa gente abnegada, valiente y dispuesta a todo.
Amante de su oficio. Apegada a su digna vocación.
Esta mañana, una médico de ojos fatigados aportó los últimos detalles a tu reconstrucción del primer día en el hospital. «Menos mal que te cogimos a tiempo», dijo mientras se daba la vuelta y se alejaba, sin esperar tu sonrisa o tu agradecimiento.
Y así, con la misma naturalidad con que cualquiera se felicitaría por haberse acordado de apagar la luz antes de salir de casa, resumía el hecho de haberte salvado la vida: Menos mal.
Que te cogimos. A tiempo.
Pero tú, acostado en tu cama y mirando la puerta por la que se fue, sabes que eso no es exacto.
Que está incompleto, y que puedes mejorarlo diciendo: no, menos mal que sois los mejores.
Menos mal que aún existe una Sanidad en España donde no te piden el número de la cuenta corriente antes de meterte en Urgencias.
Menos mal que en mitad de tanto cinismo, hipocresía y poca vergüenza, esos políticos oportunistas y corruptos no han logrado todavía unir la Sanidad a su larga lista de expolios en beneficio de compadres, ex ministros, banqueros y ejecutivos de empresas multimillonarias.
Y menos mal que en esta semana he aprendido algo: el día en que esa infame pandilla decida llevárselo todo de golpe, y vaya a por la Sanidad Pública sin escrúpulos y sin disimulo, habrá llegado el momento de saldar mi deuda.
De situarme al lado de los hospitales o de los bancos, de los hombres buenos o de los canallas, de los héroes con ojos de fatiga o de los miserables sicarios.
Y entonces se sabrá la verdad de lo que soy.
La verdad de lo que somos.

Y SIN EMBARGO, letra y música de Joaquín Sabina

De sobra sabes que eres la primera,
que no miento si juro que daría
por ti la vida entera,

por ti la vida entera.
Y sin embargo un rato
cada día, ya ves,
te engañaría con cualquiera,
te cambiaría por cualquiera.

Mitad arrepentido y encantado
de haberme conocido,
lo confieso, tú que tanto has besado,
tú que me has enseñado,
Sabes mejor que yo
que hasta los huesos,
sólo calan los besos que no has dado,
los labios del pecado.

Porque una casa sin ti es una emboscada,
el pasillo de un tren de madrugada,
un laberinto sin luz, ni vino tinto,
un velo de alquitrán en la mirada.

Y me envenenan los besos que voy dando
y sin embargo cuando duermo sin ti,
contigo sueño.
Y con todas si duermes a mi lado,
y si te vas, me voy por los tejados,
como un gato sin dueño.
Perdido en el pañuelo de amargura,
que empaña sin mancharla, tu hermosura.

No debería contarlo, y sin embargo,
cuando pido la llave de un hotel,
y a medianoche encargo
un buen champán francés.
Y cena con velitas para dos,
siempre es con otra, amor,
nunca contigo.
Bien sabes lo que digo.

Porque una casa sin ti es una oficina,
un teléfono ardiendo en la cabina,
una palmera en el museo de cera,
un éxodo de oscuras golondrinas.

Y me envenenan los besos que voy dando, 
y sin embargo cuando duermo sin ti,
contigo sueño,
y con todas si duermes a mi lado.
Y si te vas, me voy por los tejados
como un gato sin dueño,
perdido en el pañuelo de amargura,
que empaña sin mancharla, tu hermosura.

Y cuando vuelves hay fiesta en la cocina,
y baile sin orquesta, y ramos de rosas,
con espinas.
Pero dos no es igual que uno más uno.
Y el lunes, al café del desayuno,
vuelve la guerra fría,
y al cielo de tu boca el purgatorio,
y al dormitorio el pan de cada día.

UNA HISTORIA DE ESPAÑA XXIII, de Arturo Pérez Reverte - 21/4/14

Llegados a este punto de la cosa, con Carlos V como monarca y emperador más poderoso de su tiempo, calculen ustedes las dimensiones del marrón: el mundo dominado por España, cuyo manejo recaía en la habilidad del gobernante, en el oro y la plata que empezaban a llegar de América, y en la impresionante máquina militar puesta en pie por ocho siglos de experiencia bélica contra el moro, las guerras contra piratas berberiscos y turcos y las guerras de Italia.
Todo eso, más la chulería natural de los españoles que se pavoneaban pisando callos sin pedir perdón, suscitaba mal rollo incluso entre los aliados y parientes del emperador; con el resultado de que los enemigos de España se multiplicaban como tertulianos de radio y televisión.
Vino entonces a éstos - a los enemigos, no a los tertulianos -, como caído del cielo, un monje alemán llamado Lutero que había leído mucho a Erasmo de Rotterdam - el intelectual más influyente del siglo XVI - y que empezó a dar por saco publicando 95 tesis que ponían a parir las golferías y venalidades de la Iglesia católica presidida por el papa de Roma.
La cosa prendió, el tal Lutero no se echó atrás aunque se jugaba el pescuezo, se montó el pifostio que hoy conocemos como Reforma protestante, y un montón de príncipes y gobernantes alemanes, a los que les iban bien ahí arriba los negocios y el comercio, vieron en el asunto luterano una manera estupenda de sacudirse la obediencia a Roma, y sobre todo al emperador Carlos, que a su juicio mandaba demasiado.
De paso, además, al crear iglesias nacionales se forraban incautándose de los bienes de la iglesia católica, que no eran granito de anís.
Entonces formaron lo que se llamó Liga de Esmalcalda, que lió una pajarraca bélico - revolucionaria de aquí te espero; que al principio ganó Carlos cuando la batalla de Mühlberg, pero luego se le fue complicando, de manera que en otra batalla, la de Insbruck - que ahora es una estación de esquí cojonuda -, tuvo que salir por pies cuando lo traicionó su hasta entonces compadre Mauricio de Sajonia.
Y claro.
Al fin, cuarenta agotadores años de guerras contra el protestante y el turco, de sobresaltos y traiciones, de mantener en equilibrio una docena de platillos chinos diferentes, minaron la voluntad del emperador - era demasiado peso, como dijo Porthos en la gruta de Locmaría -.
Así que, cediendo el trono de Alemania a su hermano Fernando, y España, Nápoles, los Países Bajos y las posesiones americanas a su hijo Felipe, el fulano más valeroso e interesante que ocupó un trono español se retiraba a bailar los pajaritos a su Benidorm particular, el monasterio extremeño de Yuste, donde murió un par de años después, en 1558.
La pega es que nos dejaba metidos en un empeño cuyas consecuencias, a la larga, resultarían gravísimas para España; hasta el punto de que todavía hoy, en el siglo XXI, pagamos las consecuencias.
Primero, porque nos distrajo de los asuntos nacionales cuando los reinos hispánicos no habían logrado aún el encaje perfecto del Estado moderno que se veía venir.
Por otra parte, las obligaciones imperiales nos metieron en jardines europeos que poco nos importaban, y por ellos quemamos las riquezas americanas, nos endeudamos con los banqueros de toda Europa y malgastamos las fuerzas en batallas lejanas que se llevaron mucha juventud, mucho tesón y mucho talento que habría ido bien aplicar a otras cosas, y que al cabo nos desangraron como a gorrinos.
Pero lo más grave fue que la reacción contra el protestantismo, la Contrarreforma impulsada a partir de entonces por el concilio de Trento, aplastó al movimiento erasmista español: a los mejores intelectuales - como los hermanos Valdés, o Luis Vives -, en buena parte eclesiásticos que podríamos llamar progresistas, que fueron abrumados por el sector menos humanista y más reaccionario de la Iglesia triunfante, con la Inquisición como herramienta.
Con el resultado de que en Trento los españoles metimos la pata hasta el corvejón.
O, mejor dicho, nos equivocamos de Dios: en vez de uno progresista, con visión de futuro, que bendijese la prosperidad, la cultura, el trabajo y el comercio - cosa que hicieron los países del norte, y ahí los tienen hoy -, los españoles optamos por otro Dios con olor a sacristía, fanático, oscuro y reaccionario, al que, en ciertos aspectos, sufrimos todavía.
El que, imponiendo sumisión desde púlpitos y confesionarios, nos hundió en el atraso, la barbarie y la pereza.
El que para los cuatro siglos siguientes concedió pretextos y agua bendita a quienes, a menudo bajo palio, machacaron la inteligencia, cebaron los patíbulos, llenaron de tumbas las cunetas y cementerios, e hicieron imposible la libertad.

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