jueves, 28 de agosto de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA, de Arturo Pérez Reverte - 25/8/14

Entonces, casi a mitad del siglo XVII y todavía con Felipe IV, empezó la cuesta abajo, como en el tango.
Y lo hizo, para variar, con otra guerra civil: la de Cataluña.
Y el caso es que todo había empezado bien para España, con la guerra contra Francia yéndonos de maravilla y los tercios del cardenal infante, que atacaban desde Flandes, dándoles a los gabachos la enésima mano de hostias; de manera que las tropas españolas - detalle que ahora se recuerda poco - llegaron casi hasta París, demostrando lo que los alemanes probarían tres o cuatro veces más: que las carreteras francesas están llenas de árboles para que los enemigos puedan invadir Francia a la sombra.
El problema es que mientras por arriba eso iba bien, abajo iba fatal.
Los excesos de los soldados - en parte, catalanes - al vivir sobre el terreno, la poca gana de contribuir a la cosa bélica, y sobre todo la mucha torpeza con que el ministro Olivares, demasiado moderno para su tiempo - faltaba siglo y medio para esos métodos -, se condujo ante los privilegios y fueros locales, acabaron liándola.
Hubo disturbios, insurrecciones y desplantes que España, en plena guerra de los Treinta Años, no se podía permitir.
La represión engendró más insurrección; y en 1640, un motín de campesinos prendió la chispa en Barcelona, donde el virrey fue asesinado.
Olivares, eligiendo la línea dura, de palo y tentetieso, se lo puso fácil a los caballeros Tamarit, a los canónigos Claris - aquí siempre tenemos un canónigo en todas las salsas - y a los extremistas de corazón o de billetera que ya entonces, con cuentas en Andorra o sin ellas, se envolvían en hechos diferenciales y demás parafernalia.
Así que hubo insurrección general, y media Cataluña se perdió para España durante doce años de guerra cruel: un ejército real exasperado y en retirada, al principio, y un ejército rebelde que masacraba cuanto olía a español, de la otra, mientras pagaban el pato los de en medio, que eran la mayoría, como siempre.
Que España estuviera empeñada en la guerra europea dio cuartel a los insurgentes; pero cuando vino el contraataque y los tercios empezaron a repartir estiba en Cataluña, el gobierno rebelde se olvidó de la independencia, o la aplazó un rato largo, y sin ningún complejo se puso bajo protección del rey de Francia, se declaró súbdito suyo (tengo un libro editado en Barcelona y dedicado a Su Cristianísima Majestad el Rey de Francia, que te partes el eje), y al fin, con menos complejos todavía, lo proclamó conde de Barcelona - que era el máximo título posible, porque reyes allí sólo los había habido del reino de Aragón.
Cambiando, con notable ojo clínico, una monarquía española relativamente absoluta por la monarquía de Luis XIV: la más dura y centralista que estaba naciendo en Europa (como prueba del algodón, comparen hoy, cuatro siglos después, el grado de autonomía de la Cataluña española con el de la Cataluña francesa).
Pero a los nuevos súbditos del rey francés les salió el tiro por la culata, porque el ejército libertador que vino a defender a sus nuevos compatriotas resultó ser todavía más desalmado que los ocupantes españoles.
Eso sí, gracias a ese patinazo, Cataluña, y por consecuencia España, perdieron para siempre el Rosellón - que es hoy la Cataluña gabacha -, y el esfuerzo militar español en Europa, en mitad de una guerra contra todos donde se lo jugaba todo, se vio minado desde la retaguardia.
Francia, que aspiraba a sucedernos en la hegemonía mundial, se benefició cuanto pudo, pues España tenía que batirse en varios frentes: Portugal se sublevaba, los ingleses seguían acosándonos en América, y el hijo de puta de Cromwell quería convertir México en colonia británica.
Por suerte, la paz de Westfalia liquidó la guerra de los Treinta Años, dejando a España y Francia enfrentadas.
Así que al fin se pudo concentrar la leña.
Resuelto a acabar con la úlcera, Juan José de Austria, hermano de Felipe IV, empezó la reconquista a sangre y fuego a partir del españolismo abrumador - la cita es de un historiador, no mía - de la provincia de Lérida. Las atrocidades y abusos franceses tenían a los catalanes hartos de su nuevo monarca; así que al final resultó que antiespañol, lo que se dice antiespañol, en Cataluña no había nadie; como suele ocurrir.
Barcelona capituló, y a las tropas vencedoras las recibieron allí como libertadoras de la opresión francesa, más o menos como en 1939 acogieron (véanse fotos) a las tropas franquistas.
Tales son las carcajadas de la Historia.
La burguesía local volvió a abrir las tiendas, se mantuvieron los fueros locales, y pelillos a la mar.
Cataluña estaba en el redil para otro medio siglo.
                                                                                         [Continuará].

LOS HERMANOS, de Atahualpa Yupanqui

Yo tengo tantos hermanos
que no los puedo contar,
en el valle, la montaña,

en la pampa y en el mar.

Cada cual con sus trabajos,
con sus sueños, cada cual.
Con la esperanza adelante,

con los recuerdos detrás.

Yo tengo tantos hermanos
que no los puedo contar, 
gente de mano caliente
por eso de la amistad.

Con un lloro, pa llorarlo,
con un rezo pa rezar.
Con un horizonte abierto,

que siempre está más allá.

Y esa fuerza pa buscarlo
con tesón y voluntad.
Cuando parece más cerca

es cuando se aleja más.

Yo tengo tantos hermanos
que no los puedo contar.

Y así seguimos andando,

curtidos de soledad,
nos perdemos por el mundo,

nos volvemos a encontrar.

Y así nos reconocemos
por el lejano mirar,
por la copla que mordemos,

semilla de inmensidad.

Y así, seguimos andando
curtidos de soledad.
Y en nosotros nuestros muertos

pa que nadie quede atrás.

Yo tengo tantos hermanos
que no los puedo contar.
Y una novia muy hermosa

que se llama ¡LIBERTAD!

lunes, 18 de agosto de 2014

EL JUBILADO NACIONAL, de Arturo Pérez Reverte - 18/8/14

Sentado en la terraza del paseo marítimo, de espaldas al puerto, leo a la última luz de la tarde.
De vez en cuando levanto la mirada y observo a la gente que pasa.
En un extremo del paseo hay un mercadillo, y en el otro, un grupo de negros que venden gafas de sol, bolsos, música y películas.
Todo falso o pirata, naturalmente.
Hace un rato, uno de ellos me regaló una anécdota personal simpática, cuando me detuve curioso a mirar su despliegue cinematográfico y, al advertir mi interés, cogió una peli en su funda de plástico, me puso una mano persuasiva en el hombro, y me aconsejó, entendido y grave, casi paternal: «Ésta es muy buena».
Leo, miro, leo.
Tras volver de la playa o echar una siesta, la gente sale a tomar el aire antes de la cena.
Hay mucho guiri: niños con pinta de SS que corretean dando por saco, alemanas o inglesas coloradas como si acabaran de sacarlas de un cocedero de mariscos, endomingadas con trajes de volantes y zapatos imposibles que las hacen caminar, cogidas del brazo de animales tatuados hasta el prepucio, con esa gracia natural que tienen algunas guiris para llevar tacones.
Todos van y vienen disfrutando del paseo tranquilo, del mar próximo y bellísimo, mientras la sombra de los edificios y las palmeras se extiende cada vez más, refrescando el aire.
Aliviando el calor de la jornada.
Me fijo en los jubilados, quizá porque ya tengo sesenta y dos toques de campana y cada vez suenan más cerca.
Una de mis distracciones favoritas es adivinar, o intentarlo, su nacionalidad por la pinta que llevan.
Un fresador de Lübeck, un minero polaco, un sargento de los Royal Marines inglés, un camionero holandés, dos modistos de Milán, pasan frente a mí, ellos y sus señoras, o lo que corresponda, mientras imagino biografías posibles o improbables.
Pero mi interés por ellos se desvanece cuando veo a un jubilado español.
Uno de los de siempre, como suelen ir: parejas de matrimonios, a menudo de dos en dos, ellos caminando delante, sin prisas, con las manos a la espalda; y ellas, unos pasos detrás, charlando de sus cosas.
Me gusta observar el paso migratorio de esa especie en extinción: el digno jubilado de toda la vida, abuelo clásico cuya indumentaria sigue siendo canónica.
No pueden ustedes imaginar el respeto que les tengo.
Ellos, con su camisa de manga corta bien planchada, su pantalón largo con raya, sus calcetines y sus zapatos de rejilla.
Ellas, algo entradas en carnes y con esos maravillosos vestidos bata estampados de siempre, con botones por delante - qué madre o abuela nuestra no vistió en verano uno de ésos -, su pelo de peluquería, su bolso colgado del brazo en cuya muñeca hay una pulsera de oro con un colgante por cada uno de los hijos.
Arreglados como Dios manda para salir, saludar a los conocidos, pasear mientras hablan de fútbol, de los nietos, del último viaje a Benidorm y lo bien que lo pasaron bailando Macarena y Los pajaritos.
No hay color, pienso enternecido.
Incluso entre extranjeros se los reconoce al primer vistazo: abuelos españoles hasta el tuétano, pensionistas de manual, señores y señoras de lo suyo.
Hay algo característico en ellos. Hasta cuando no visten de jubilado clásico se los reconoce también, de lejos.
Lo malo es cuando han pasado, antes, por la desoladora puesta al día que este tiempo exige.
Ocurre cada vez más.
Oprime el corazón ver a un abuelete al que los nietos, el yerno y hasta la legítima dicen que no sea antiguo y se vista moderno, cómodo, informal.
Y el pobre hombre, que a su manera fue siempre un señor, cambia resignado la honorable camisa de manga corta por una camiseta con el rotulo España, sol y chusma, por ejemplo; y en vez del pantalón largo con raya se pone unas bermudas hawaianas; y los zapatos de rejilla, incluso las sandalias veraniegas, los sustituye por chanclas que hacen menos daño en los callos.
Y así, actualizado, patético, pasea con otros abuelos vestidos igual, con sus piernas flacas, sus varices y una gorra de béisbol para rematar la cosa.
Y cuatro pasos por detrás van las aquí mis señoras, a las que - aunque ellas suelen resistir, por ahora, mejor a la ordinariez - también acaban convenciendo entre los nietos y la tele, vestidas con una camiseta que les dibuja bien los tocinos y unos leggins apretados, o como se llamen.
A sus setenta.
Y tú, antes de volver a la lectura buscando consuelo, los ves alejarse mientras piensas que tiene huevos la cosa.
El pobre abuelo.
Toda una vida trabajando como un tigre, militando en Ugeté o en Comisiones, criando dignamente una familia, para acabar en un paseo marítimo playero, en vacaciones, disfrazado de Forrest Gump.

domingo, 17 de agosto de 2014

EL VALIOSO TIEMPO DE LOS MADUROS

Conté mis años y descubrí, que tengo menos tiempo para vivir de aquí en adelante, que el que viví hasta ahora…
Me siento como aquel chico que ganó un paquete de golosinas: las primeras las comió con agrado, pero, cuando percibió que quedaban pocas, comenzó a saborearlas profundamente. Ya no tengo tiempo para reuniones interminables, donde se discuten estatutos, normas, procedimientos y reglamentos internos, sabiendo que no se va a lograr nada.
Ya no tengo tiempo para soportar absurdas personas que, a pesar de su edad cronológica, no han crecido.

Ya no tengo tiempo para lidiar con mediocridades.
No quiero estar en reuniones donde desfilan egos inflados.
No tolero a maniobreros y ventajeros.
Me molestan los envidiosos, que tratan de desacreditar a los más capaces, para apropiarse de sus lugares, talentos y logros.
Detesto, si soy testigo, de los defectos que genera la lucha por un majestuoso cargo.
Las personas no discuten contenidos, apenas los títulos.
Mi tiempo es escaso como para discutir títulos.
Quiero la esencia, mi alma tiene prisa… 
Sin muchas golosinas en el paquete…
Quiero vivir al lado de gente humana, muy humana. Que sepa reír, de sus errores. Que no se envanezca, con sus triunfos. Que no se considere electa, antes de hora. Que no huya, de sus responsabilidades.
Que defienda, la dignidad humana.
Y que desee tan sólo andar del lado de la verdad y la honradez.
Lo esencial es lo que hace que la vida valga la pena.
Quiero rodearme de gente, que sepa tocar el corazón de las personas…
Gente a quien los golpes duros de la vida, le enseñó a crecer con toques suaves en el alma.
Sí…. tengo prisa… por vivir con la intensidad, que sólo la madurez puede dar.
Pretendo no desperdiciar parte alguna de las golosinas que me quedan… Estoy seguro que serán más exquisitas, que las que hasta ahora he comido.
Mi meta es llegar al final satisfecho y en paz con mis seres queridos y con mi conciencia.
Espero que la tuya sea la misma, porque de cualquier manera llegarás.

jueves, 14 de agosto de 2014

PAJARILLO VERDE, de Cecilia Todd

Pajarillo verde cómo no quieres que llore,
pajarillo verde cómo no voy a llorar.
Ay, ay, ay, si una sola vida tengo,
pajarillo verde, y me la quieren quitar.

Pajarillo verde, como no quieres que llore,
pajarillo verde, como no voy a llorar.
Ay, ay, ay, si los grillos que me quitan,
pajarillo verde, me los vuelven a pegar.

Pajarillo verde, y ayer fuiste a cortar leña,
pajarillo verde, pasaste por mi conuco.
Ay, ay, ay, y todo el mundo lo supo,
pajarillo verde, por tu mala compañera.

Pajarillo verde, que te puede dar un indio,
pajarillo verde, por mucho que tu lo quieras.
Ay, ay, ay, una ensarta de cangrejos,
pajarillo verde, y eso sera cuando llueva.

LOS NADIES, de Eduardo Galeano



Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca. 
Ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos. Rejodidos: que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica.
Roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata...

martes, 12 de agosto de 2014

UNA MUJER DESNUDA Y EN LO OSCURO, de Mario benedetti y Joan Manuel Serrat

Una mujer desnuda y en lo oscuro
tiene una claridad que nos alumbra.

De modo que si ocurre un desconsuelo,
un apagón, o una noche sin luna,
es conveniente y hasta imprescindible
tener a mano una mujer desnuda.

Una mujer desnuda y en lo oscuro
genera un resplandor que da confianza.
Entonces "dominguea" el almanaque,
vibran en su rincón las telarañas,
y los ojos felices y felinos,
miran, y de mirar nunca se cansan.

Una mujer desnuda y en lo oscuro,
es una vocación para las manos.
Para los labios es casi un destino,
y para el corazón un despilfarro.
Una mujer desnuda es un enigma,
y siempre es una fiesta descifrarlo.

Una mujer desnuda y en lo oscuro,
genera una luz propia y nos enciende.
El cielo raso se convierte en cielo,
y es una gloria no ser inocente.
Una mujer querida o vislumbrada,
desbarata por una vez la muerte.

lunes, 11 de agosto de 2014

LOS AMOS DEL MUNDO, de Arturo Pérez Reverte - 13 / 11 / 1998


"Usted no lo sabe, pero depende de ellos. Usted no los conoce ni se los cruzará en su vida, pero esos hijos de la gran puta tienen en las manos, en la agenda electrónica, en la tecla intro del computador, su futuro y el de sus hijos.
Usted no sabe qué cara tienen, pero son ellos quienes lo van a mandar al paro en nombre de un tres punto siete, o de un índice de probabilidad del cero coma cero cuatro.
Usted no tiene nada que ver con esos fulanos porque es empleado de una ferretería o cajera de Pryca, y ellos estudiaron en Harvard e hicieron un máster en Tokio - o al revés -, van por las mañanas a la Bolsa de Madrid o a la de Wall Street, y dicen en inglés cosas como long - term capital management, y hablan de fondos de alto riesgo, de acuerdos multilaterales de inversión y de neoliberalismo económico salvaje, como quien comenta el partido del domingo.
Usted no los conoce ni en pintura, pero esos conductores suicidas que circulan a doscientos por hora en un furgón cargado de dinero van a atropellarlo el día menos pensado, y ni siquiera le quedará a usted el consuelo de ir en la silla de ruedas con una recortada a volarles los huevos, porque no tienen rostro público, pese a ser reputados analistas, tiburones de las finanzas, prestigiosos expertos en el dinero de otros.
Tan expertos que siempre terminan por hacerlo suyo; porque siempre ganan ellos, cuando ganan, y nunca pierden ellos, cuando pierden.
No crean riqueza, sino que especulan.
Lanzan al mundo combinaciones fastuosas de economía financiera que nada tiene que ver con la economía productiva.
Alzan castillos de naipes y los garantizan con espejismos y con humo, y los poderosos de la tierra pierden el culo por darles coba y subirse al carro.
Esto no puede fallar, dicen.
Aquí nadie va a perder; el riesgo es mínimo.
Los avalan premios Nóbel de Economía, periodistas financieros de prestigio, grupos internacionales con siglas de reconocida solvencia.
Y entonces el presidente del banco transeuropeo tal, y el presidente de la unión de bancos helvéticos, y el capitoste del banco latinoamericano, y el consorcio euroasiático y la madre que los parió a todos, se embarcan con alegría en la aventura, meten viruta por un tubo, y luego se sientan a esperar ese pelotazo que los va a forrar aún más a todos ellos y a sus representados.
Y en cuanto sale bien la primera operación ya están arriesgando más en la segunda, que el chollo es el chollo, e intereses de un tropecientos por ciento no se encuentran todos los días.
Y aunque ese espejismo especulador nada tiene que ver con la economía real, con la vida de cada día de la gente en la calle, todo es euforia, y palmaditas en la espalda, y hasta entidades bancarias oficiales comprometen sus reservas de divisas.
Y esto, señores, es Jauja.
Y de pronto resulta que no.
De pronto resulta que el invento tenía sus fallos, y que lo de alto riesgo no era una frase sino exactamente eso: alto riesgo de verdad.
Y entonces todo el tinglado se va a tomar por el saco.
Y esos fondos especiales, peligrosos, que cada vez tienen más peso en la economía mundial, muestran su lado negro.
Y entonces - ¡oh, prodigio! - mientras que los beneficios eran para los tiburones que controlaban el cotarro y para los que especulaban con dinero de otros, resulta que las pérdidas, no.
Las pérdidas, el mordisco financiero, el pago de los errores de esos pijolandios que juegan con la economía internacional como si jugaran al Monopoly, recaen directamente sobre las espaldas de todos nosotros.
Entonces resulta que mientras el beneficio era privado, los errores son colectivos y las pérdidas hay que socializarlas, acudiendo con medidas de emergencia y con fondos de salvación para evitar efectos dominó y chichis de la Bernarda.
Y esa solidaridad, imprescindible para salvar la estabilidad mundial, la pagan con su pellejo, con sus ahorros, y a veces con sus puestos de trabajo, Mariano Pérez Sánchez, de profesión empleado de comercio, y los millones de infelices Marianos que a lo largo y ancho del mundo se levantan cada día a las seis de la mañana para ganarse la vida.
Eso es lo que viene, me temo.
Nadie perdonará un duro de la deuda externa de países pobres, pero nunca faltarán fondos para tapar agujeros de especuladores y canallas que juegan a la ruleta rusa en cabeza ajena.
Así que podemos ir amarrándonos los machos.
Ése es el panorama que los amos de la economía mundial nos deparan, con el cuento de tanto neoliberalismo económico y tanta mierda, de tanta especulación y de tanta poca vergüenza."

UNA HISTORIA DE ESPAÑA XXX, de Arturo Pérez Reverte - 11/8/14

Con Felipe IV, que nos salió singular combinación de putero y meapilas, España vivió una larga temporada de las rentas, o de la inercia de los viejos tiempos afortunados.
Y eso, aunque al cabo terminó como el rosario de la aurora, iba a darnos cuartel para casi todo el siglo XVII.
El prestigio no llena el estómago - y los españoles cada vez teníamos más necesidad de llenarlo -, pero es cierto que, visto de lejos, todavía parecía temible y era respetado el viejo león hispano, ignorante el mundo de que el maltrecho felino tenía úlcera de estómago y cariadas las muelas.
Siguiendo la cómoda costumbre de su padre, Felipe IV (que pasaba el tiempo entre actrices de teatro y misa diaria, alternando el catre con el confesionario) delegó el poder en manos de un valido, el conde duque de Olivares; que esta vez sí era un ministro con ideas e inteligencia, aunque la tarea de gobernar aquel inmenso putiferio le viniese grande, como a cualquiera. Olivares, que aunque cabezota y soberbio era un tío listo y aplicado, currante como se vieron pocos, quiso levantar el negocio, reformar España y convertirla en un Estado moderno a la manera de entonces: lo que se llevaba e iba a llevar durante un par de siglos, y lo que hizo fuertes a las potencias que a continuación rigieron el mundo.
O sea, una administración centralizada, poderosa y eficaz, y una implicación - de buen grado o del ronzal - de todos los súbditos en las tareas comunes, que eran unas cuantas.
La pega es que, ya desde los fenicios y pasando por los reyes medievales y los moros de la morería (como hemos visto en los veintinueve anteriores capítulos de este eterno día de la marmota), España funcionaba de otra manera. Aquí el café tenía que ser para todos, lógicamente, pero también, al mismo tiempo, solo, cortado, con leche, largo, descafeinado, americano, asiático, con un chorrito de Magno y para mí una menta poleo.
Café a la taifa, resumiendo.
Hasta el duque de Medina Sidonia, en Andalucía, jugó a conspirar en plan independencia.
Y así, claro. Ni Olivares ni Dios bendito.
La cosa se puso de manifiesto a cada tecla que tocaba.
Por otra parte, conseguir que una sociedad de hidalgos o que pretendía serlo, donde - en palabras de Quevedo o uno de ésos - hasta los zapateros y los sastres presumían de cristianos viejos y paseaban con espada, se pusiera a trabajar en la agricultura, en la ganadería, en el comercio, en las mismas actividades que estaban ya enriqueciendo a los estados más modernos de Europa, era pedir peras al olmo, honradez a un escribano o caridad a un inquisidor.
Tampoco tuvo más suerte el amigo Olivares con la reforma financiera.
Castilla - sus nobles y clases altas, más bien - era la que se beneficiaba de América, pero también la que pagaba el pato, en hombres y dinero, de todos los impuestos y todas las guerras.
El conde duque quiso implicar a otros territorios de la Corona, ofreciéndoles entrar más de lleno en el asunto a cambio de beneficios y chanchullos; pero le dijeron que verdes las habían segado, que los fueros eran intocables, que allí madre patria no había más que una, la de ellos, y que a ti, Olivares, te encontré en la calle.
Castilla siguió comiéndose el marrón para lo bueno y lo malo, y los otros siguieron enrocados en lo suyo, incluidas sus sardanas, paellas, joticas aragonesas y tal.
Consciente de con quién se jugaba los cuartos y el pescuezo, Olivares no quiso apretar más de lo que era normal en aquellos tiempos, y en vez de partir unos cuantos espinazos y unificar sistemas por las bravas, como hicieron en otros países (la Francia de Richelieu estaba en pleno ascenso, propiciando la de Luis XIV), lo cogió con pinzas.
Aun así, como en Europa había estallado la Guerra de los Treinta Años, y España, arrastrada por sus primos del imperio austríaco - que luego nos dejaron tirados -, se había dejado liar en ella, Olivares pretendió que las cortes catalanas, aragonesas y valencianas votaran un subsidio extraordinario para la cosa militar.
Los dos últimos se dejaron convencer tras muchos dimes y diretes, pero los catalanes dijeron que res de res, que una cebolla como una olla, y que ni un puto duro daban para guerras ni para paces.
Castilla nos roba y tal.
Para más Inri, acabada la tregua con los holandeses, había vuelto a reanudarse la guerra en Flandes. Hacían falta tercios y pasta.
Así que, al fin, a Olivares se le ocurrió un truco sucio para implicar a Cataluña: atacar a los franceses por los Pirineos catalanes.
Pero le salió el cochino mal capado, porque las tropas reales y los payeses se llevaron fatal - a nadie le gusta que le roben el ganado y le soben a la Montse -, y aquello acabó a hostias.
Que les contaré, supongo, en el próximo capítulo.
[Continuará]

viernes, 8 de agosto de 2014

EN EL HOSPICIO, de Alejandro de Michele y Miguel Ángel Erausquin

Quiero atrapar el sol
en una pared desierta.
Me siento tan libre que
hasta me ahoga esa idea.
Me hace mal la realidad,
de saber que el perro es perro
y nada más.

Quiero descolgar al sol,
chapalear entre las hojas,
estirar mi soledad,
correr entre los pasillos.
Y buscar la realidad
de que el perro no sea perro
y nada más.

Encierro real, claustro de barro.
sombras, sombras.

Porque supe al despertar
que mis sueños eran ciertos,
y mi propia realidad,
superó la fantasía
de ser vos la fuerza que
de la nada hizo vida y me la dio.

Porque me dejan pensar
en toda esa gente humana.
Y después, para jugar,
hasta me atan a mi cama.

Puedo ver la realidad
de que el perro sea perro y nada más.

jueves, 7 de agosto de 2014

TODO HIJO ES PADRE DE LA MUERTE DE SU PADRE, de Fabricio Carpinejar

"Hay una ruptura en la historia de la familia, donde las edades se acumulan y se superponen, y el orden natural no tiene sentido: es cuando el hijo se convierte en el padre de su padre.
Es cuando el padre se hace mayor y comienza a trotar como si estuviera dentro de la niebla. Lento, lento, impreciso.
Es cuando uno de los padres, que te tomó con fuerza de la mano cuando eras pequeño, ya no quiere estar solo.
Es cuando el padre, una vez firme e insuperable, se debilita y toma aliento dos veces antes de levantarse de su lugar.
Es cuando el padre, que en otro tiempo había mandado y ordenado, hoy solo suspira, solo gime, y busca dónde está la puerta y la ventana.
Todo corredor ahora está lejos.
Es cuando uno de los padres, antes dispuesto y trabajador, fracasa en ponerse su propia ropa, y no recuerda sus medicamentos.
Y nosotros, como hijos, no haremos otra cosa sino aceptar que somos responsables de esa vida. 
Aquella vida que nos engendró depende de nuestra vida para morir en paz.
Todo hijo es el padre de la muerte de su padre.
Tal vez la vejez del padre y de la madre sea, curiosamente, el último embarazo. Nuestra última enseñanza. Una oportunidad para devolver los cuidados y el amor que nos han dado por décadas.
Y así como adaptamos nuestra casa para cuidar de nuestros bebés, bloqueando tomas de luz y poniendo corralitos, ahora vamos a cambiar la distribución de los muebles para nuestros padres.
La primera transformación ocurre en el cuarto de baño.
Seremos los padres de nuestros padres los que ahora pondremos una barra en la ducha.
La barra es emblemática. 
La barra es simbólica. La barra es inaugurar el “destemplamiento de las aguas”.
Porque la ducha, simple y refrescante, ahora es una tempestad para los viejos pies de nuestros protectores.
No podemos dejarlos en ningún momento.
La casa de quien cuida de sus padres tendrá abrazaderas por las paredes. 
Y nuestros brazos se extenderán en forma de barandillas.
Envejecer es caminar sosteniéndose de los objetos, envejecer es incluso subir escaleras sin escalones.
Seremos extraños en nuestra propia casa. Observaremos cada detalle con miedo y desconocimiento, con duda y preocupación. Seremos arquitectos, diseñadores, ingenieros frustrados.
¿Cómo no previmos que nuestros padres se enfermarían y necesitarían de nosotros?
Nos lamentaremos de los sofás, las estatuas y la escalera de caracol.
Lamentaremos todos los obstáculos y la alfombra.
FELIZ EL HIJO QUE ES EL PADRE DE SU PADRE ANTES DE SU MUERTE, Y POBRE DEL HIJO QUE APARECE SÓLO EN EL FUNERAL Y NO SE DESPIDE UN POCO CADA DÍA.
Mi amigo Joseph Klein acompañó a su padre hasta sus últimos minutos. En el hospital, la enfermera hacía la maniobra para moverlo de la cama a la camilla, tratando de cambiar las sábanas cuando Joe gritó desde su asiento:
- Deja que te ayude .
Reunió fuerzas y tomó por primera a su padre en su regazo. Colocó la cara de su padre contra su pecho. Acomodó en sus hombros a su padre consumido por el cáncer: pequeño, arrugado, frágil , tembloroso.
Se quedó abrazándolo por un buen tiempo: el tiempo equivalente a su infancia, el tiempo equivalente a su adolescencia, un buen tiempo, un tiempo interminable.
Meciendo a su padre de un lado al otro.
Acariciando a su padre.
Calmado el su padre.
Y decía en voz baja :
- Estoy aquí, estoy aquí, papá!
Lo que un padre quiere oír al final de su vida es que su hijo está ahí".

miércoles, 6 de agosto de 2014

ENTRE LA RAZÓN Y EL INFIERNO - HIROSHIMA, de Albert Camus - 8 / 8 / 1945

El mundo es lo que es, es decir, poca cosa.
Es lo que, desde ayer, todos sabemos, gracias al formidable concierto que la radio, los diarios y las agencias noticiosas acaban de desencadenar con respecto a la bomba atómica.
En efecto, nos enteramos, en medio de una multitud de comentarios entusiastas, que cualquier ciudad de mediana importancia puede ser totalmente arrasada por una bomba del tamaño de una pelota de fútbol.
Los diarios norteamericanos, ingleses y franceses se extienden en elegantes disertaciones sobre el porvenir, el pasado, los inventores, el costo, la vocación pacífica y los efectos bélicos, las consecuencias políticas y aun la índole independiente de la bomba atómica.
En resumen, la civilización mecánica acaba de alcanzar su último grado de salvajismo.
Será preciso elegir, en un futuro más o menos cercano, entre el suicidio colectivo o la utilización inteligente de las conquistas científicas.
Mientras tanto, es lícito pensar que hay cierta indecencia en celebrar así un descubrimiento que se pone, primeramente, al servicio de la más formidable furia destructora de que el hombre haya dado pruebas desde siglos.
Nadie, sin duda, a menos que sea un idealista impenitente, se asombrará de que, en un mundo entregado a todos los desgarramientos de la violencia, incapaz de ningún control, indiferente a la justicia y a la sencilla felicidad de los hombres, la ciencia se consagre al crimen organizado.
Estos descubrimientos deben ser registrados, comentados según lo que son, anunciados al mundo para que el hombre tenga una idea precisa de su destino.
Pero rodear estas terribles revelaciones de una literatura pintoresca o humorística, no es soportable.
Ya se respiraba con dificultad en un mundo torturado. 
Y he aquí que se nos ofrece una nueva angustia, que tiene todas las posibilidades de ser definitiva.
Sin duda se le brinda al hombre su última posibilidad.
La bomba atómica puede servir, en rigor, para una edición especial. Pero debiera ser, con toda seguridad, motivo de algunas reflexiones y de mucho silencio.
Además, hay otras razones para acoger con reserva la novela de ciencia ficción que los diarios nos ofrecen.
Cuando se ve al redactor diplomático de la Agencia Reuter anunciar que esta invención vuelve caducos los tratados e incluso las decisiones de Postdam, señalar que es indiferente que los rusos estén en Koenigsberg o los turcos en los Dardanelos, no se puede evitar atribuirle a tal concierto intenciones bastante ajenas al desinterés científico.
Entiéndase bien.
Si los japoneses capitulan después de la destrucción de Hiroshima y por efectos de la intimación, nos alegramos.
Pero nos rehusamos a sacar de tan grave noticia otra conclusión que no sea la decisión de abogar más enérgicamente aún en favor de una verdadera sociedad internacional, en la que las grandes potencias no tengan derechos superiores a los de las pequeñas y medianas naciones, en que la guerra, azote hecho definitivo por el solo efecto de la inteligencia humana, no dependa más de los apetitos o de las doctrinas de tal o cual estado.
Ante las perspectivas aterradoras que se abren a la humanidad, percibimos aún mejor que la paz es la única lucha que vale la pena entablar.
No es ya un ruego, sino una orden que debe subir de los pueblos hacia los gobiernos, la orden de elegir definitivamente entre el infierno y la razón.

lunes, 4 de agosto de 2014

EN MANOS DE QUIÉN ESTAMOS, de Arturo Pérez Reverte - 4/8/14

Aterra el disparate perpetuo en que vivimos.
Y déjenme contarles la penúltima.
A él lo llamaremos Manolo, y a la embarcación Manolita II. Manolo es patrón y propietario del pesquero Manolita I.
Se dedica, con sus marineros, a una pesca que se hace con redes; y para ayudarse a calar y recoger éstas lleva a remolque desde hace treinta años el Manolita II: pequeño bote auxiliar, de madera y remos, de sólo cuatro metros de eslora, que valdrá hoy unos trescientos euros. Nunca tuvo problemas hasta que una patrullera de la Benemérita le dijo hola, buenos días, y en aplicación del reglamento vigente lo informó de que el Manolita II tenía que estar registrado, llevar matrícula, bandera y demás parafernalia náutica.
Manolo dijo a los guardias que él sólo usaba ese bote un par de meses al año, y que el resto lo tenía en seco, en tierra.
Pero respondieron que aun así. Que lo sentían mucho, pero que era la norma y ellos eran unos mandados.
Punto.
Manolo decidió hacer bien las cosas bien, y empezó los trámites: capitanía marítima, papeleo.
En cada peldaño del calvario, claro, pagando. Tasa tal, certificado cual.
Hasta que, en mitad del proceso, el funcionario correspondiente informa a Manolo que, según la normativa A, párrafo B, para obtener el certificado de navegación del Manolita II debe presentar un proyecto de embarcación hecho por un ingeniero naval y visado por el Colegio Oficial, donde figuren datos técnicos como cálculo del junquillo y otras informaciones vitales.
A Manolo se le funden los plomos.
Oiga, balbucea. Yo sólo quiero legalizar un bote de remos de cuatro metros que remolco hace treinta años.
Ya, responden. Pero según la normativa con fecha tantos de tantos, si no figuran los datos del junquillo, no hay manera.
¿Y qué es el junquillo?, pregunta Manolo. Etcétera.
Al fin, gracias a la buena voluntad de otro funcionario que le confía por lo bajini que el primer funcionario es un borde que no tiene ni zorra idea, Manolo consigue pasar el trámite, paga nuevas tasas y obtiene el certificado del Colegio Naval.
Victoria.
Victoria un carajo, comprueba acto seguido.
Pues cuando acude a la ventanilla con su certificado, responden que ahora tiene que obtener el de Seguridad, y que además tiene que colocar un puntal con las luces de navegación obligatorias.
¿En un bote de cuatro metros?, alucina Manolo. Afirmativo, confirman.
Además, debe llevar a bordo bengalas y chalecos salvavidas inflables y sin inflar.
Manolo objeta que todo eso lo tiene a bordo del pesquero grande, y que cuando bajan al bote llevan los chalecos salvavidas puestos.
Da igual, responden. El Manolita II debe llevar sus propios chalecos, revisados cada año pagando las tasas correspondientes.
Pero en cuatro metros de bote no cabe todo eso, se desespera Manolo.
A lo que los funcionarios responden encogiéndose de hombros.
Ya, dicen. Pero es la normativa. Artículo Tal, párrafo Cual.
¿Y quién ha hecho esa normativa?, pregunta la víctima.
Y responden: ah, no sé. Uno de la consejería, o de Madrid.
Manolo lo compra todo. El puntal, las luces, los chalecos. Todo. Pero siguen sin darle el permiso, informándolo por capítulos.
Falta la revisión de Sanidad y el pago de esas tasas, se entera ahora.
Y un día, en el lugar donde está varado en tierra el bote, se presentan dos inspectores con mono blanco, botas asépticas y casco de seguridad. ¿Dónde está el buque Manolita II?, preguntan. Cuando se repone de la impresión, Manolo indica el bote.
Lo miran, se miran entre ellos y le dicen a Manolo que falta a bordo el botiquín con la lista Alfa, o algo así. Y se van.
Manolo acude a una tienda náutica, compra el botiquín - que está vacío y cuesta 100 euros - y luego lleva la lista Alfa a una farmacia.
No puedo darle esos productos, dice el farmacéutico, porque para la mitad necesita receta.
No joda, dice Manolo.
Sí jodo, dice el otro. Etcétera. Etcétera.
Y una docena de etcéteras más.
Ha pasado un año.
Hoy, tras perder meses de ventanilla en ventanilla y gastarse 5895 euros en legalizar un bote que vale 300, Manolo por fin puede llevar otra vez a remolque el Manolita II.
Aunque, como es imposible cargar tanto equipo a bordo, pues en cuatro metros de eslora eso impediría hasta remar, lo deja todo en tierra.
De manera que cuando la Guardia Civil lo pare otra vez, lo van a crujir.
Pero eso sí: gracias a la normativa Omega barra Siete, o como se llame - ideada por algún imbécil que no ha visto el mar en su vida -, el Manolita II tiene, por fin, pintado un número de registro oficial.
Y en la popa, según expresa textualmente nuestra legislación náutica, ya puede llevar la bandera española «con los privilegios que ello confiere».

FORMULARIO DE CONTACTO

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *

BUSCAR EN ESTE BLOG

SEGUIDORES

SIGUEN LOS ÉXITOS, de Hracio Verbitzky - 17/3/2024

Diseño, Alejandro Ros. Animación, Silvia Canosa Las discrepancias entre el gobierno de los Hermanos Milei y la Vicepresidenta Victoria Vil...