lunes, 29 de diciembre de 2014

REGRESO AL TENAMPA, de Arturo Pérez Reverte - 29/12/14

He regresado al Deefe, México.
Esta vez tardé un poco más, porque hubo dos novelas seguidas, y compromisos que me llevaron por otros lugares.
Pero he vuelto por fin al corazón de esta ciudad fascinante, peligrosa, hormiguero de ternura y de violencia, en la que, si yo fuera novelista mejicano, nunca tendría problemas de hojas en blanco, pues abunda en historias por contar para varias vidas.
He vuelto a caminar por el Deefe, como digo, echando precavidos vistazos sobre el hombro gracias al instinto que te dejan viejos territorios comanches.
Procurando, por ejemplo, que el director de la Real Academia Española no acabara recibiendo un paquetito con una oreja mía dentro y una petición de rescate que allí les iba a dar mucha risa; porque, entre otras cosas, el gobierno del presidente Rajoy tiene a la RAE reducida a una miseria no vista desde tiempos del franquismo.
El caso es que allí he estado, insisto, de caza por las librerías de viejo de la calle Donceles, comiendo en el querido y elegante Belinghausen o yéndome al otro extremo, a mi también querida y cutre cantina Salón Madrid; aunque esta última me dejó la punzada amarga de que los dos viejitos que la llevaban se retiraran hace un año, y ahora hay unos jóvenes muy agradables que - cosas inevitables de la vida - han retapizado los viejos asientos rajados a navajazos y puesto una rockola de música moderna, con Shakira y gente así, donde antes estaba la que yo hacía sonar con monedas de diez pesos, bebiendo Herradura Reposado en compañía de Vicente Fernández, Pedro Infante o los Tigres del Norte.
He vuelto también, de noche, a la plaza Garibaldi: esa frontera peligrosa que me sabe a juventud de adrenalina y bronca tequilera.
Regresé al Tropicana y al Tenampa, templo de la noche mejicana, donde los viejos mariachis que me acompañan desde hace veinte años - se mueren los viejos y llegan los jóvenes -, volvieron a rodear mi mesa para que cantásemos Mujeres divinas, El Siete Leguas y Gabino Barrera.
César el tlaxcalteca, antiguo y querido amigo, tiene cada vez menos voz, pero ahí sigue.
Y platicando con él, entre Nos estorbó la ropa y La que se fue, volví a disfrutar de su charla y afecto, y también, una vez más, a admirar el magnífico uso de la lengua española que se hace en América en general, y en México en particular.
Cuando, al hablarme de su mujer difunta y su nueva pareja, César dijo: «La quise mucho, con devoción, y la extraño, pero ¿quién puede frenar la naturaleza?», me pregunté, admirado, cuántos españoles seríamos capaces de construir una frase semejante, tan bella y tan perfecta, con esa naturalidad con la que hasta un campesino mejicano analfabeto podría hacer sonrojarse, no digo ya a un español de infantería, sino a un universitario, un profesor o un político.
Por no decir a un presidente del Gobierno.
Ésa es una de las razones por las que me gusta volver a Hispanoamérica en general y a México en particular.
Porque aquí renuevo el respeto por el idioma que hablo.
Cada vez que oigo decir a un humilde vendedor de periódicos «Que lo trate bien el día», o a una camarera de cantina «Saliendo de casa surge una realidad básica: todas somos solteras», me reafirmo en la idea de que existe una patria de 500 millones de compatriotas, la lengua española, y que a menudo olvidamos que sólo 50 millones vivimos en España; y que mientras en la vieja, cobarde y caduca Europa agonizamos despacio, allí en América están vivos, y son jóvenes con ansia de saber y pelear.
Y que esa juventud y ese vigor, unidos al respeto que conservan por la lengua y la palabra, les da una osadía magnífica a la hora de manejar el idioma, crear palabras nuevas, adaptar y españolizar las extranjeras, hacer más potente y viva la lengua que con toda justicia llaman español, igual que los gringos llaman inglés a la suya.
Entérense, pues, quienes critican el Diccionario de la RAE por registrar las palabras nuevas, atrevidas, fascinantes, que aquí se recomponen, adaptan o inventan: todo es lengua española, desde la Patagonia a los Estados Unidos, del Pacífico al Mediterráneo.
Y el Diccionario no será auténtico, no será un acto notarial de justicia lingüística, hasta que elimine la absurda marca de americanismo con la que algunos puristas, ciegos ante la evidencia de la lengua, discriminan miles de palabras de este habla común, viva, imparable, panhispánica y formidable.
Yo escribí una novela, La Reina del Sur, en mejicano, y parte de otra, El tango de la Guardia Vieja, en argentino.
Es decir, en español.
Es decir, en la lengua de esa extensa y noble patria - la única que a estas alturas me conmueve - cuya bandera es El Quijote.

lunes, 22 de diciembre de 2014

EL HOMBRE DE LA ESQUINA, de Arturo Pérez Reverte - 22/12/14

Llueve un poco y hace frío.
La escena tiene lugar en el centro de Madrid, aunque la habrán visto mil veces en otras ciudades. Abrigado con un gorro y una bufanda, un hombre joven reparte folletos publicitarios.
Está de pie en la esquina, situado entre un paso de peatones y una boca de metro. Tiene la ropa mojada y se le ve cansado, todavía con un grueso fajo de papeles en la mano, que alarga uno a uno a los transeúntes que pasan cerca.
Seguramente lleva ahí un largo rato, y aún debe de quedarle otro rato más, pues cuando te fijas compruebas que, en la mochila que tiene abierta a los pies, hay más folletos como el que reparte.
Lo singular es la actitud de la gente.
Los folletos no tienen nada de especial - son reclamos de una tienda de electrónica barata -, pero el personal los rechaza como si transmitieran el virus del ébola.
Por cada transeúnte que acepta uno, hay una docena que pasa de largo como si no viera la mano extendida, o que niega con la cabeza, rechazándolo.
La mayor parte camina vista al frente, indiferente al folleto, a la mano y al que la extiende; e incluso hay quien hace un rápido quiebro semicircular para eludir al individuo.
Pocos son quienes actúan de modo natural: aceptan el folleto, dicen gracias - éstos son todavía menos -, caminan un trecho mirándolo o indiferentes a lo que contiene, y lo guardan o lo depositan en la papelera más próxima.
Que es lo normal.
Lo esperable en estos casos.
Observando el episodio, me pregunto cuántos de esos transeúntes que en situaciones parecidas rechazan el folleto, o que pasan de largo sin mirar a quien lo ofrece, advierten la esencia del asunto, que nada tiene que ver con el folleto en sí, lo que anuncia o el interés que puedan sentir por ello; cuántos caerán en la cuenta de que están ante un individuo, hombre o mujer, posiblemente en paro y disfrutando - eso, por decirlo de algún modo - de un pequeño empleo precario, ínfimo, mal pagado, que gana con el reparto de folletos un mísero jornal que quizá le permita hoy comer caliente.
Que esa mínima incomodidad para quien pasa por su lado, lo inoportuno de la oferta del papelito, supone para quien lo ofrece justificar una dura jornada laboral en plena calle, frío en invierno y calor en verano, mirado con recelo por gente que lo evita, repartiendo una publicidad que, personalmente, le importa un carajo; pues lo que en este momento más desea en el mundo es acabar de repartir el último folleto, decirle a sus empleadores que misión cumplida, cobrar su mezquino salario e irse a su casa.
Eso, claro, si no lo espera, al acabar lo que lleva en la mochila, otro buen fajo de papeles para repartir en otro sitio.
Ocurre, concluyo mirando al hombre de la esquina, lo que con esos muchachos que te abordan en nombre de una oenegé o para informarte de tal o cual oferta.
Alguna vez me detengo a hablar con ellos, y en buena parte son jóvenes estudiantes o licenciados recientes y en paro, que a menudo no militan como voluntarios, sino que han sido contratados para hacer esas fatigosas gestiones callejeras, y para los que llevar a sus empleadores una lista de contactos supone justificar, también en este caso, el corto salario de un miniempleo miserable.
A menudo, la gente pasa junto a esos chicos sin dirigirles siquiera una mirada, sin apenas una sonrisa y un no, gracias.
Y son pocos los que se detienen un momento a escuchar.
No siempre son oportunos, es cierto.
No siempre está uno para charlas callejeras; pero la amabilidad mínima, el rechazo cortés, la sonrisa de disculpa, suavizarían mucho cualquier negativa.
Sobre todo si consideramos que, en este país basura donde todo es posible, amigos o familiares, incluso nosotros mismos, podríamos vernos un día en su lugar.
Es, por otra parte, simple cuestión de educación: esa manera de comportarse que hace más soportable nuestra vida y la de los demás.
Los que olvidan esto, quienes pasan indiferentes junto al hombre de la esquina, se parecen a quienes a bordo de un avión, mientras el auxiliar de vuelo explica las instrucciones de seguridad, leen el periódico o miran por la ventanilla en plan «eso ya me lo sé», ignorando groseramente a un trabajador que en ese momento, con la mayor eficacia de que es capaz, cumple su obligación profesional; y a quien, seguro, maldita la gracia que le hace componer posturitas y soplar por el canuto del chaleco para facilitar, en caso de accidente, la salvación de media docena de idiotas arrogantes cuyo derecho a salvarse es más que discutible.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

TODO HIJO ES PADRE DE LA MUERTE DE SU PADRE, de Fabricio Carpinejar

"Hay una ruptura en la historia de la familia, donde las edades se acumulan y se superponen y el orden natural no tiene sentido: es cuando el hijo se convierte en el padre de su padre.
Es cuando el padre se hace mayor y comienza a trotar como si estuviera dentro de la niebla.
Lento, lento, impreciso.
Es cuando uno de los padres que te tomó con fuerza de la mano cuando eras pequeño ya no quiere estar solo.
Es cuando el padre, una vez firme e insuperable, se debilita y toma aliento dos veces antes de levantarse de su lugar.
Es cuando el padre, que en otro tiempo había mandado y ordenado, hoy solo suspira, solo gime, y busca dónde está la puerta y la ventana - todo corredor ahora está lejos.
Es cuando uno de los padres, antes dispuesto y trabajador, fracasa en ponerse su propia ropa y no recuerda sus medicamentos.
Y nosotros, como hijos, no haremos otra cosa sino aceptar que somos responsables de esa vida.
Aquella vida que nos engendró depende de nuestra vida para morir en paz.
Todo hijo es el padre de la muerte de su padre.
Tal vez la vejez del padre y de la madre es curiosamente el último embarazo.
Nuestra última enseñanza.
Una oportunidad para devolver los cuidados y el amor que nos han dado por décadas.
Y así como adaptamos nuestra casa para cuidar de nuestros bebés, bloqueando tomas de luz y poniendo corralitos, ahora vamos a cambiar la distribución de los muebles para nuestros padres.
La primera transformación ocurre en el cuarto de baño.
Seremos los padres de nuestros padres los que ahora pondremos una barra en la regadera.
La barra es emblemática. La barra es simbólica. La barra es inaugurar el “destemplamiento de las aguas”.
Porque la ducha, simple y refrescante, ahora es una tempestad para los viejos pies de nuestros protectores.
No podemos dejarlos ningún momento.
La casa de quien cuida de sus padres tendrá abrazaderas por las paredes.
Y nuestros brazos se extenderán en forma de barandillas.
Envejecer es caminar sosteniéndose de los objetos, envejecer es incluso subir escaleras sin escalones.
Seremos extraños en nuestra propia casa. Observaremos cada detalle con miedo y desconocimiento, con duda y preocupación. Seremos arquitectos, diseñadores, ingenieros frustrados.
¿Cómo no previmos que nuestros padres se enfermarían y necesitarían de nosotros?
Nos lamentaremos de los sofás, las estatuas y la escalera de caracol.
Lamentaremos todos los obstáculos y la alfombra.
FELIZ EL HIJO QUE ES EL PADRE DE SU PADRE ANTES DE SU MUERTE, Y POBRE DEL HIJO QUE APARECE SÓLO EN EL FUNERAL Y NO SE DESPIDE UN POCO CADA DÍA.
Mi amigo Joseph Klein acompañó a su padre hasta sus últimos minutos.
En el hospital, la enfermera hacía la maniobra para moverlo de la cama a la camilla, tratando de cambiar las sábanas cuando Joe gritó desde su asiento:
- Deja que te ayude.
Reunió fuerzas y tomó por primera a su padre en su regazo.
Colocó la cara de su padre contra su pecho.
Acomodó en sus hombros a su padre consumido por el cáncer: pequeño, arrugado, frágil , tembloroso.
Se quedó abrazándolo por un buen tiempo, el tiempo equivalente a su infancia, el tiempo equivalente a su adolescencia, un buen tiempo, un tiempo interminable.
Meciendo a su padre de un lado al otro.
Acariciando a su padre.
Calmado el su padre.
Y decía en voz baja :
- Estoy aquí, estoy aquí, papá..!
Lo que un padre quiere oír al final de su vida es que su hijo está ahí".

lunes, 15 de diciembre de 2014

DECONSTRUYENDO PINCHOS DE TORTILLA, de Arturo Pérez Reverte - 15/12/14

De vez en cuando uno se pasa de listo y cree haberlo visto todo, pero lo cierto es que en España siempre nos queda algo por ver.
Dicho de modo más prosaico, y suavizándolo con un toque marinero, éramos pocos tontos a bordo y parió la abuela del contramaestre. O del capitán.
Porque ahora se trata del brunch. Tal cual.
Estoy viendo la tele, y me froto los ojos.
Minuto y medio de telediario, planos cortos de los platos, cinco cocineros de ilustre categoría mediática explicándonos el invento.
Que en esencia es como sigue: en los últimos tiempos, desayunar normal es una horterada y comer a mediodía resulta muy poco trendy.
Algo al alcance de cualquier tiñalpa.
Así que lo que se ha puesto de moda, según el texto que sazona el asunto, lo que se lleva, lo que lo sitúa a uno y a una automáticamente en la lista Forbes de la gente puesta al día en materia de buen rollo, es el tal brunch.
Que no es desayuno, ni es comida, sino algo situado a medias, aunque con un toque de distinción y diseño.
Como el bocata de media mañana de toda la vida, pero en bonito y elegante.
En plan megasuperpijo, oyes.
Tenían ustedes que haberlo visto.
Aunque supongo que muchos lo vieron: aquellos cinco paladines del fogón nacional con luz y taquígrafos, con estrellas Michelin hasta en el cielo de la boca, contándonos cómo conseguir que la pausa bocatera de media mañana se convierta en un acto cultural equiparable a visitar el museo del Prado o leer unas páginas de El Quijote.
Todo consiste, naturalmente, en no caer en la vulgaridad de llenar la tripa con productos indignos de figurar, por lo menos, en las páginas de tendencias chipiripitifláuticas de Architectural Digest.
El asunto consiste en hacer, entre once y doce de la mañana, o por ahí, una colación más substanciosa que el desayuno y menos potente que la comida, pero no en plan aquí te pillo y aquí te mato, o sea, cerveza, pincho de tortilla y qué te debo, Pepe, sino con toda la parafernalia gastronómica de rigor, en locales ad hoc, a ser posible ambientados por decoradores exclusivos y exquisitos.
Por supuesto, nada de croquetas de cocido de las Piletas, ni bacalao rebozado del bar Revuelta, ni pepito de ternera de casa Manolo.
Eso son groserías impropias de este tiempo y este país.
Ordinarieces, todas, que el doctor Pedro Recio de Tirteafuera apartaría, desdeñoso, de la mesa de cualquier Sancho de barbas mal rapadas.
La palabra clave del invento, del brunch recomendado, es deconstrucción.
Todo debe estar debida y gastronómicamente deconstruido.
Con reducción de algo, además.
Por ejemplo, deconstrucción de migas de bacalao a la vizcaína con reducción de salsa de jenjibre chino.
O uno de los platos fuertes que el otro día sugería en la tele uno de los artistas, y que consistía, creo recordar, en media vieira cocida al vapor de eneldo sobre un lecho de algas caramelizadas.
Y cosas así.
Todo ello, mucho ojo, mezclando sabores; porque quien no mezcla sabores, dulce y salado, fresa con fabada asturiana - deconstruida, por supuesto -, queso de cabra con delicias, milanesas de callo madrileño, cebiche peruano con mermelada de cebolla poché, no sabe lo que se pierde.
La textura de sabores que se va a tomar por saco.
Y servido, claro, en platos inmensos de los que sólo se usa un rinconcete, a fin de adornar el resto con bonitos motivos decorativos a base de chorritos artísticos de salsa, de crema, de caramelo, de soja, de salsa de butifarra a la miel y otras deliciosas mariconadas.
Todo eso, a las once de la mañana.
Y así, entérense, es como podemos cumplir el doble objetivo de estar a la moda más de ahora mismo y llenar la tripa a media jornada matutina. Con un par de huevos.
Salir, o sea, de casposos de una vez.
Porque ya está bien de esa imagen agropecuaria que damos a la hora de la caña, el pincho y el bocata, con esos bares llenos de pavos y tordas vulgares que pinchan boquerones en palillos o mascan magro con tomate.
España seguirá siendo el tren que nunca cogemos mientras un albañil, una barrendera, una cajera de súper o un pastor de ovejas, por ejemplo, sigan prefiriendo un bocadillo de longaniza frita a sentarse tranquilos en una mesa elegante, a las once de la mañana, y degustar sin prisas, muy atentos a la textura de sabores, un brunch a base de rollito thailandés con sushi de berenjena deconstruida al perejil salvaje.
Sin olvidar luego, de vuelta a la obra, al taller o al tractor, pasarse por el pijocafé más próximo, hacer cola para servirse uno mismo, y luego volver al tajo con la bebida caliente en la mano, sintiéndote como en el dominical de El País mientras das sorbitos al envase de plástico donde la cajera ha escrito Manolo.

lunes, 8 de diciembre de 2014

RECORDANDO A SÓCRATES, de Arturo Pérez Reverte - 8/12/14

Lo hermoso de las bibliotecas, de los libros, es que éstos son como las cerezas. Tiras de uno, y éste arrastra a otros, a los que acaba por llevarte de modo inevitable.
Se tejen así maravillosas relaciones, a veces en apariencia imposibles; vínculos entre situaciones o cosas cuyo principal hilo conductor eres tú mismo.
A veces, sin embargo, esa asociación es fácil. Lógica.
De las que saltan a la vista y de pronto te abruman porque, pese a ser evidentes, no habías sido capaz de verlas hasta ese momento.
Eso me ocurrió el otro día, cuando pasaba las páginas de los Recuerdos de Sócrates de Jenofonte, el que también contó - porque estuvo en ella - la retirada de los 10.000 mercenarios griegos de Persia cuya epopeya conocemos por Anábasis.
Desde que lo traduje en el cole vuelvo a Jenofonte de vez en cuando, pues la historia que aquellos hombres avanzando por territorio hostil, buscando el mar para volver a casa, rodeados de enemigos y sabiendo que la palabra derrota significaba exterminio, la he tenido presente muchas veces, y creo que es un estupendo símbolo, o útil vademécum, para muchos de los territorios inciertos por los que transita el hombre moderno.
Pero me desvío.
Estaba con el amigo Jenofonte, como digo, y hojeándolo me fui a unas líneas que, a su vez, me hicieron levantarme y buscar en los estantes otro libro, y otro al fin, y al cabo terminé con cuatro o cinco de ellos abiertos alrededor, comparando citas y usando como llave maestra para todos ellos Una profesión peligrosa, de mi querido amigo el profesor Luciano Canfora.
Y sucedió que al rato encendí la tele para ver un rato el telediario, y allí - son los azares maravillosos de la vida - salió un político de ésos con los que no terminas de tener claro si son unos sinvergüenzas o unos cantamañanas, aunque sospechas que navegan a remo y a vela, diciendo literalmente:
«En una verdadera democracia, la voz del pueblo está por encima de cualquier ley».
Y oyéndolo, fui y me dije anda tú, lo bien que suena y lo redondo que me lo habría tragado, a lo mejor, de no haberme pasado tres horas antes con Sócrates, Jenofonte, Canfora y alguno más, leyendo callado y con mucho respeto, no fueran a decir ellos de mí lo que Sócrates dijo que diría Eutidemo:
«Nunca me preocupé de tener un maestro sabio, sino que me he pasado la vida procurando no sólo no aprender nada de nadie, sino también alardeando de ello».
Y es que eso es lo bueno de leer cosas. 
De saber por dónde te andas, o al menos intentarlo.
Que cuando vives en una verdadera democracia y te llega un político sinvergüenza o un cantamañanas, o un híbrido de ambos, y te dice que la voz del pueblo - llámese Eutidemo o llámese como se llame - está por encima de la ley, te acuerdas de Sócrates.
Y de pronto, lo que sonaba tan bien resulta que ya no suena tanto.
Y te da la risa; o a lo mejor, si eres español y a estas alturas te quedan pocas ganas de reír, detalle comprensible, vas y te ciscas en su pastelera madre.
Porque te acuerdas, por ejemplo, de la batalla de las islas Arginusas (año 406 a.C.), tras la que unos generales atenienses fueron juzgados y condenados por una asamblea popular que se pasó las formalidades legales por el forro de las túnicas.
«Es intolerable que se impida al pueblo hacer su voluntad», argumentaron, proclamando la superioridad de esa voluntad del pueblo frente a la ley que, aplicada con rigor, habría exculpado a los generales.
Y lo que es más significativo, amenazaron a los jueces, si se oponían al deseo del pueblo soberano, con ser declarados culpables junto a los generales.
Por supuesto, los jueces se curaron en salud y se plegaron a la voluntad popular. Y los generales fueron ejecutados.
Sólo Sócrates, que era uno de los jueces, se negó. Con un par.
Ni voluntad popular ni pepinillos en vinagre, dijo.
Él no reconocía otra autoridad que la ley. Y fue el único.
El pueblo ateniense nunca olvidó aquello.
La opinión pública no perdonó que Sócrates se negara a aprobar que la vulneración de la ley, cuando se hace en nombre de una real o supuesta voluntad popular, pueda tolerarse por un Estado sólido, adulto, seguro de sí mismo y de sus instituciones.
Y eso influyó más tarde en su proceso, cuando fue sentenciado a suicidarse bebiendo veneno.
También allí, llegado el caso, Sócrates fue fiel a sí mismo.
En vez de huir, como habría podido hacerlo, permaneció en Atenas, acató la ley que lo condenaba, y pagó con su vida aquella digna coherencia.
Ahora, por simple curiosidad, pregúntense ustedes cuántos políticos españoles saben quién fue Sócrates.
Y lo que les importa.

lunes, 1 de diciembre de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA XXXVI, de Arturo Pérez Reverte - 1/12/14

Estábamos allí, en pleno siglo XVIII, con Fernando VI y de camino a Carlos III, en un contexto europeo de ilustración y modernidad, mientras España sacaba poco a poco la cabeza del agujero, se creaban sociedades económicas de amigos del país y la ciencia, la cultura y el progreso se ponían de moda.
Esto del progreso, sin embargo, tropezaba con los sectores ultraconservadores de la iglesia católica, que no estaba dispuesta a soltar el mango de la sartén con la que nos había rehogado en agua bendita durante siglos.
Así que, desde púlpitos y confesonarios, los sectores radicales de la institución procuraban desacreditar la impía modernidad reservándole todas las penas del infierno.
Por suerte, entre la propia clase eclesiástica había gente docta y leída, con ideas avanzadas, novatores que compensaban el asunto.
Y esto cambiaba poco a poco.
El problema era que la ciencia, el nuevo Dios del siglo, le desmontaba a la religión no pocos palos del sombrajo, y teólogos e inquisidores, reacios a perder su influencia, seguían defendiéndose como gatos panza arriba.
Así, mientras en otros países como Inglaterra y Francia los hombres de ciencia gozaban de atención y respeto, aquí no se atrevían a levantar la voz ni meterse en honduras, pues la Inquisición podía caerles encima si pretendían basarse en la experiencia científica antes que en los dogmas de fe.
Esto acabó imponiendo a los doctos un silencio prudente, en plan mejor no complicarse la vida, colega, dándose incluso la aberración de que, por ejemplo, Jorge Juan y Ulloa, los dos marinos científicos más brillantes de su tiempo, a la vuelta de medir el grado del meridiano en América tuvieron que autocensurarse en algunas conclusiones para no contradecir a los teólogos.
Y así llegó a darse la circunstancia siniestra de que en algunos libros de ciencia figurase la pintoresca advertencia:
«Pese a que esto parece demostrado, no debe creerse por oponerse a la doctrina católica».
Ésa, entre otras, fue la razón por la que, mientras otros países tuvieron a Locke, Newton, Leibnitz, Voltaire, Rousseau o d´Alembert, y en Francia tuvieron la Encyclopédie, aquí lo más que tuvimos fue el Diccionario crítico universal del padre Feijoo, y gracias, o poco más, porque todo cristo andaba acojonado por si lo señalaban con el dedo los pensadores, teólogos y moralistas aferrados al rancio aristotelismo y escolasticismo que dominaba las universidades y los púlpitos -aterra considerar la de talento, ilusiones y futuro sofocados en esa trampa infame, de la que no había forma de salir-.
Y de ese modo, como escribiría Jovellanos, mientras en el extranjero progresaban la física, la anatomía, la botánica, la geografía y la historia natural, «nosotros nos quebramos la cabeza y hundimos con gritos las aulas sobre si el Ente es unívoco o análogo».
Este marear la perdiz nos apartó del progreso práctico y dificultó mucho los pasos que, pese a todo, hombres doctos y a menudo valientes -es justo reconocer que algunos fueron dignos eclesiásticos- dieron en la correcta dirección pese a las trabas y peligros; como cuando el Gobierno decidió implantar la física newtoniana en las universidades, y la mayor parte de los rectores y catedráticos se opusieron a esa iniciativa, o cuando el Consejo de Castilla encargó al capuchino Villalpando que incorporase las novedades científicas a la Universidad, y los nuevos textos fueron rechazados por los docentes.
Así, ese camino inevitable hacia el progreso y la modernidad lo fue recorriendo España más despacio que otros, renqueante, maltratada y a menudo de mala gana.
Casi todos los textos capitales de ese tiempo figuraban en el Índice de libros prohibidos, y sólo había dos caminos para los que pretendían sacarnos del pozo y mirar de frente el futuro.
Uno era participar en la red de correspondencia y libros que circulaban entre las élites cultas europeas, y cuando era posible traer a España a obreros especializados, inventores, ingenieros, profesores y sabios de reconocido prestigio.
La otra era irse a estudiar o de viaje al extranjero, recorrer las principales capitales de Europa donde cuajaban las ciencias y el progreso, y regresar con ideas frescas y ganas de aplicarlas.
Pero eso se hallaba al alcance de pocos.
La gran masa de españoles, el pueblo llano, seguía siendo inculta, apática, cerril, ajena a las dos élites, o ideologías, que en ese siglo XVIII empezaban a perfilarse, y que pronto marcarían para siempre el futuro de nuestra desgarrada historia: la España conservadora, castiza, apegada de modo radical a la tradición del trono, el altar y las esencias patrias, y la otra: la ilustrada que pretendía abrir las puertas a la razón, la cultura y el progreso.
[Continuará]

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