viernes, 24 de julio de 2015

VIÑETAS Y REVOLUCIÓN, de Héctor Oesterheld

Lee el guionista. Sentado en el último asiento del vagón, lee.
Afuera, contra las ventanillas, la lluvia.
Se escucha el agua pegando en la chapa del vagón, el agua entrando por las rendijas y mojando el pasillo, el tren que avanza rumbo al ojo de la tormenta.
Mientras, el guionista lee.
Como si nada de todo aquello que cruje a su alrededor importara.
El guionista saca un lápiz, y subraya algunas líneas del libro. Ha encontrado algo que despierta su atención. Detiene su marcha sobre las páginas y subraya. Encierra con un círculo la fecha, 3 de junio.
Subraya una cita: “A las 13 ocupamos posiciones, Ricardo y yo con un grupo cada uno en el centro, Pombo en un extremo y Miguel, con toda la vanguardia en el punto ideal”.
Anota con el lápiz, en el margen: emboscada.
Y subraya, otra vez: “A las 14.30 pasó un camión con chanchos que dejamos pasar, a las 16.20 una camioneta con botellas vacías - el guionista apunta, a un costado de la página: paciencia - y a las 17 un camión del ejército, el mismo de ayer, con dos soldaditos envueltos en frazada en la cama del vehículo. No tuve coraje para tirarles y no me funcionó el cerebro lo suficientemente rápido como para detenerlo, lo dejamos pasar…” . 
Se detiene el guionista, retrocede en la lectura, busca el apunte del día anterior, del 2 de junio. Busca la escena mencionada: el camión del ejército que pasa delante de la mira de los guerrilleros, y los soldaditos atrás.
Allí había subrayado ya una frase: “Un bocado fácil, pero era día de holgorio y puerco”. 
Mira la lluvia por la ventanilla. Su imaginación se va de viaje.
Ve, por la ventanilla, al Che tumbado en la selva boliviana. Sabe que la paciencia es el oxígeno de la emboscada. De nada sirve la ansiedad. Hay que esperar.
El músculo tenso sobre el fusil, la respiración mansa y regular, el ojo que apunta y el ojo que duerme, el dedo que juega sobre el gatillo. El resto es selva, sombras de la tarde que se cruzan por delante de la mira, pájaros sobre los árboles, el hambre compañero, el sueño que ataca.
Esperar.
Esperar cualquier leve movimiento en el follaje, el mínimo sonido que rompa la rutina de la selva que respira, y la tensión endurece los músculos.
La emboscada es aprender a esperar, lo sabe el guerrillero.
El guionista vuelve del viaje, y busca un espacio en blanco en los márgenes del diario boliviano de Guevara. Anota como puede, como lo permite el traqueteo del tren, el tronar de la lluvia sobre la chapa, el frío en las manos.
Aferra con fuerza el lápiz para anotar: “Debo tirarte soldadito… El precio de tanta miseria… Debo tirarte soldadito”.
Para contar la historia, su historia del Che, encara un relato fragmentado, casi telegráfico. Como fotografías de una vida, de un momento.
Un relato que se sostiene en un lirismo extraño a comparación del trabajo previo de Oesterheld, que viene a confirmar que esta historieta no es otra de esas que acepta por necesidad.
Aquí no hay oficio, hay otra cosa.
Atisbos de una pasión adormecida, una fiebre que de a poco lo enciende, un profundo sentido de identificación con el personaje, una mirada aguda que despierta y observa ese continente que los dos, autor y personaje, recorren juntos.
El joven Guevara en su moto, el viejo Oesterheld a bordo de su imaginación.
Los dos miran América Latina con jóvenes ojos, y asisten a su fábula de olvidados y excluidos: “Hay más, mucho más para ver: los ranchos de la soledad, del hambre, del piojo y la vinchuca, mal de Chagas y todo el repertorio maldito. En todas partes los mismos chicos, los mismos ojos cavados en tanto ensueño inútil, brazos palitos, vientres redondos del raquitismo… Ernesto médico como pocos, aunque siempre va tan lejos, las enfermedades que en verdad quisiera curar no se llaman tifus, malaria, lepra. Se llaman hambre, explotación, injusticia”.
América quema para Guevara y para Oesterheld. “Basta de hablar, hay que defender la esperanza”, anota Héctor, piensa Ernesto, y los dos se lanzan a la aventura en una América que quema.
Lo está pensando desde hace tiempo. ¿De qué vale aquí la medicina? Habría que ir a la raíz misma de la enfermedad y la degeneración, a la causa del piojo y el brazo palito”.
Y se comparten la indignación, la rabia, la ternura, las dudas y la emoción.
Hablan solos. Discuten, no se ponen de acuerdo, se comprenden. Y toman decisiones, buscan respuestas, persiguen un sueño, saben que ya es tiempo de otra América, y dicen, varias veces dicen, revolución.
Guevara grita revolución. Oesterheld anota, en un margen de la página, revolución. Y subraya.
Pero no hay un registro idealizado del personaje. No se limita el guionista al relato épico del condottieri que persigue la acción y que se juega el pellejo sediento de peligro en los pliegues de la selva boliviana. No.
El guión de Oesterheld se ocupa de sus decisiones políticas, sus indagaciones económicas, sus atribuladas reflexiones filosóficas de cara a un mundo injusto, de frente al dilema de construir el socialismo en un pequeño país del Caribe.
El guionista busca la raíz. “El Che va comprendiendo. Equivocaron quienes redujeron todo a lo económico. La verdadera revolución sólo dentro del hombre, fuera el hombre lobo, el devorador del prójimo, es tiempo del hombre nuevo, el que trabaja y se juega por el incentivo moral. Sí, la revolución empieza dentro de cada uno”, piensa Guevara, anota Oesterheld.
Inquieto personaje, el Che va más rápido que el propio argumentista, se le escurre de las manos, se queja, se hace preguntas, Fidel, Sierra Maestra, se hace ejemplo, estudia, exige, busca, rompe, critica. Se hace mito.
¿Lo entenderán alguna vez? El revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor… Todos los días hay que luchar porque ese amor a la humanidad se transforme en hechos concretos, en actos que sirvan de ejemplo, de movilización… El revolucionario se consume en esa actividad ininterrumpida que no tiene más fin que la muerte, a menos que la construcción se logre en escala mundial”.
La crónica en Bolivia.
El Che, cuando acompaña a otro guerrillero en la guardia nocturna: “Quedarse a mirar la noche con él. Tanta estrella. El agua infantil y eterna rezando piedras en el arroyo”.
El afecto por cada hermano en la columna, el Che que los protege del frío con una manta: “Cada compañero un mundo, una infancia, una protesta, y ya una muerte sola en un barranco cualquiera. No, no han perdido. Nunca es perdida una muerte por algo. Como no es perdida aquella muerte en la cruz de los esclavos, hace dos mil años”, la mirada piadosa hacia el instrumento del enemigo: “Los soldaditos, inocentes del fusil que empuñan. Habría que balear a otros, no a ellos”.
La certeza del fin inminente, el viaje del autor al personaje, ida y vuelta, como si fueran uno: “Cierra el diario, apaga la linterna. Podría seguir escribiendo tanto más, la muerte vecina, estamos cercados, pero no, no puedo escribir dudas ni desalientos, si lo lee un compañero, cruel e inútil mostrar el fin cierto”.
La herida, la derrota, la cacería, la resistencia. La decisión de entregarse, la aguda interpretación de una decisión límite: “Desarmado. Nada que hacer ya. Pero no. Sacrificios en vano, no”.
La noche, la escuelita en La Higuera, el Che solo, piensa: “La vida que se repasa. Hubo errores y tanto sin terminar, seguirán el piojo y el dividendo, pero la esperanza algo más cerca. Valió la pena. Sí, valió la pena…”.
Héctor escribe, América quema, el rostro del Che clavado en su imaginación, la belleza de una imagen, el borde de un presagio: “La sangre del Che es ya gota en el río de la tanta sangre derramada contra el hambre y la cadena de su nombre, amor y acción. Pone de pie a las juventudes del mundo, las echa a andar”.
El guionista queda solo. Afuera llueve. El guión se termina, el personaje se desvanece debajo de su lápiz.
El guionista repasa sus líneas, escucha una voz. Alguien lo llama del otro lado de la página. Viaja rumbo a su imaginación, otra vez. Ve con sus ojos las tinieblas de la selva. Escucha las ráfagas de metralla. Se oculta detrás de un árbol. Algo quema por dentro. Apunta con su fusil. Respira y espera.
Espera.

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