lunes, 27 de abril de 2015

LOS LANZALLAMAS, de Roberto Arlt (fragmento)

El abogado se ha tomado una rodilla entre las manos y con la cabeza tan inclinada que el mentón se apoya en su pecho escucha atentamente, mirando la deformada punta de su zapato casi deslustrado.

¿Cuál es el sistema, querido doctor?

El siguiente: los bancos y empresas financieras organizan revoluciones en las cuales, prima facie, aparecen lesionados los intereses norteamericanos. Inmediatamente se produce una intervención armada bajo cuya tutela se realizan elecciones de las que salen elegidos gobiernos que llevan el visto bueno de Norteamérica; estos gobiernos contraen deudas con los Estados Unidos, hasta que el control íntegro de la pequeña república cae en manos de los bancos.
Estos bancos, revise usted la teneduría de libros de la América Central, son siempre el Citybank, la Equitable Trust, Brown Brothers Company; en el Extremo Oriente nos encontramos siempre con la firma de J.P. Morgan y Cía.
Nicaragua ha sido invadida para defender los intereses de Brown Brothers Company.
Cuando no es la Standard Oil es la Huasteca Petroleum Co.
Vea, aquí, a un paso de nosotros, tenemos a un Estado atado de pies y manos por Estados Unidos.
Me refiero a Bolivia.
Bolivia, por un empréstito efectuado en 1922 de 32 millones de dólares, se encuentra bajo el control del gobierno de los Estados Unidos por intermedio de las empresas bancarias Stiel and Nicolaus Investment Co., Spencer Trask and City y la Equitable Trust Co.
Las garantías de este empréstito son todas las entradas fiscales que tiene el gobierno, controladas por una Comisión Fiscal Permanente de tres miembros, de los cuales dos son nombrados por los bancos y un tercero por el gobierno de Bolivia.

Con los brazos cruzados sobre su blusón, el Astrólogo se ha detenido frente al abogado, y moviendo la cabelluda cabeza insiste como si el otro no lo pudiera comprender:

- ¿Se da cuenta?... por treinta y dos millones de dólares. ¿Qué significa esto? Que un Ford o un Rockefeller, en cualquier momento podrían contratar un ejército mercenario que pulverizaría un estado de los nuestros.

- Es terrible lo que usted dice.

- Más terrible es la realidad... El pueblo vive sumergido en la más absoluta ignorancia.
Se asusta de los millones de hombres destrozados por la última guerra, y a nadie se le ocurre hacer el cálculo de los millones de obreros, de mujeres y de niños que año tras año destruyen las fundiciones, los talleres, las minas, las profesiones antihigiénicas, las explotaciones de productos, las enfermedades sociales como el cáncer, la sífilis, la tuberculosis.
Si se hiciera una estadística universal de todos los hombres que mueren anualmente al servicio del capitalismo, y al capitalismo lo constituyen un millar de multimillonarios, si se hiciera una estadística, se comprobaría que sin guerra de cañones mueren en los hospitales, cárceles, y en los talleres, tantos hombres como en las trincheras, bajo las granadas y los gases.(...)
Piense usted, querido amigo, que en los tiempos de inquietud las autoridades de los gobiernos capitalistas, para justificar las iniquidades que cometen en nombre del Capital, persiguen a todos los elementos de oposición, tachándolos de comunistas y perturbadores.
De tal manera que puede establecerse como ley de sintomatología social, que en los períodos de inquietud económico - política los gobiernos desvían la atención del pueblo del examen de sus actos, inventando con auxilio de la policía y demás fuerzas armadas, complots comunistas. Los periódicos, presionados por los gobiernos de anormalidad, deben responder a tal campaña de mentiras engañando a la población de los grandes centros, y presentando los sucesos de tal manera desfigurados que el elemento ingenuo de la población se sienta agradecido al gobierno de haberlo librado de lo que las fuerzas capitalistas denominan "peligro comunista”.

40 AÑOS DESDE EL SÁHARA, de Arturo PérezReverte - 27/4/15

Hacerse mayor, o viejo, es que de todo cuanto recuerdas hayan pasado veinte años.
Miras atrás, haces un poco de memoria, y resulta que todo ocurrió en pretérito pluscuamperfecto.
Y no digamos cuando lo que han pasado son cuarenta.
Ocurre a menudo al mirar viejas fotos o escuchar antiguas canciones, o cuando se te cruza un rostro que ya se cruzó antes, y tras escrutarlo como quien interroga a la esfinge reconoces a un amigo de la mili, un amor de juventud, un compañero de colegio.
O no lo reconoces en absoluto, y a veces ni siquiera te reconoces a ti mismo.
Hace tres días me dijo una señora: «Soy la hija del comandante Labajos», y disparó una intensa cadena de recuerdos y sentimientos.
Hace muchísimos años, cuando aún era un joven reportero, me acerqué a un hotel donde se casaba esa misma señora, entonces jovencita. Su padre era el militar español al que más quise y respeté en mi vida, y él me quería tanto como yo a él; así que cuando aparecí por el hotel del convite, el comandante Labajos - quizá ya era teniente coronel, pero para mí siempre fue el comandante -, vestido de azul oscuro de gran gala, dejó a la hija y a los invitados, se vino al bar a beber conmigo, y a los tres cuartos de hora tuvo que ir su hija, enfadada, a devolverlo a la fiesta.
Estábamos hablando de sus recuerdos y de los míos. Estábamos hablando del Sáhara.
Aterricé en El Aaiún con veintitrés años - ahora hace cuarenta -, y permanecí allí nueve meses que cambiaron mi vida.
El joven reportero que sólo llevaba en la mochila un par de guerras en plan pardillo, sur del Líbano y Chipre, se forjó allí en la disciplina de la crónica diaria, la brega local, la censura, las autoridades militares. Fue una aventura fascinante.
En el Sáhara me hice de verdad periodista, y allí, testigo de la agonía de aquel pintoresco mundo africano y colonial, fui amigo de muchos de sus protagonistas, legionarios, paracaidistas, soldados de Nómadas o de la Territorial, y compartí con ellos patrullas, sobresaltos, episodios que nunca conté - aquellas incursiones clandestinas en Marruecos -, y también borracheras en el antro de Pepe el Bolígrafo, y confidencias en compañía de una botella, un cartón de cigarrillos y alguna chica guapa - Silvia, la Franchute - de las que venían de la Península para animar el cabaret Oasis.
El comandante Labajos y otros - capitán Gil Galindo, capitán Sandino, teniente Albaladejo, teniente de nómadas Rex Regúlez - me adoptaron casi como padres y hermanos.
Ahora unos están muertos y otros envejecen jubilados, recordando. Como hago yo ahora.
Fui hace un rato a mirar sus viejas fotos y ahí están todos, aún jóvenes, apuestos, curtidos por el sol y la arena, en el desierto junto a sus tropas nativas: soldados magníficos, de leyenda, que parecen sacados de las páginas de Beau Geste. Presencié su sacrificio, su valor, su calderoniana disciplina de hombres honrados, y también su amargura y su vergüenza, su desesperación, cuando sus jefes, los generales y los políticos que pasteleaban con Washington y con Rabat, ordenaron desarmar a las tropas nativas y entregar el territorio a Marruecos.
Algunos, los que se atrevieron, ayudaron a sus hombres a escapar y unirse al Polisario.
Más tarde, durante muchísimo tiempo, cuando nos tomábamos una copa en Madrid después de que yo regresara de algún reportaje en la frontera con Argelia, todos me preguntaban lo mismo: «¿Has visto al cabo Belali, o al sargento Embarek?... ¿Siguen vivos Laharitani, Sidahmed, Brahim?... ¿Se acuerdan de mí?».
Cuarenta años, ya. Cuatro décadas de esa aventura y esa vergüenza.
El Sáhara ya es marroquí sin remedio, y aquel sueño de arena no es más que una quimera de campamentos de refugiados, en la frontera perdida de ninguna parte.
Mis amigos de entonces, los que siguen vivos - Mayandía, Roberto, Olegario, Yoyo -, echan tripa y envejecen añorando lo que fueron.
Los demás se fueron, su lista aumenta a medida que envejezco, y algún día también yo me uniré a ellos: Rex Regúlez, Diego Gil Galindo, el teniente coronel López Huerta, el teniente Albaladejo, el comandante Labajos, el cabo Belali uld Maharabi...
Como en esos momentos finales de las películas de John Ford, sus rostros de entonces se superponen en mi recuerdo, con el rumor del viento soplando entre las dunas.
Cuarenta años ya, desde el Sáhara. Rediós.
Eso es toda una vida.
Me veo en el espejo, luego miro las viejas fotos, y apenas reconozco al muchacho flaco que sonríe con los brazos en los hombros de tantos amigos muertos.

miércoles, 22 de abril de 2015

JUICIO A LAS JUNTAS: Fragmento de la ACUSACIÓN del Fiscal JUlio César STRASSERA

SEÑORES JUECES

La comunidad argentina en particular, pero también la conciencia jurídica universal me han encomendado la augusta misión de presentarme ante ustedes para reclamar justicia.
Razones técnicas y fácticas, tales como la ausencia de un tipo penal específico en nuestro derecho interno que describa acabadamente esta forma de delincuencia que hoy se enjuicia aquí, y la imposibilidad de considerar uno por uno los miles de casos individuales, me han determinado a exhibir, a lo largo de diecisiete dramáticas semanas de audiencia, tan sólo 709 casos que no agotan, por cierto, el escalofriante número de víctimas que ocasionó lo que podríamos calificar como el mayor genocidio que registra la joven historia de nuestro país.
Pero no estoy solo en esta empresa.
Me acompañan en el reclamo más de nueve mil desaparecidos que han dejado, a través de las voces de aquellos que tuvieron la suerte de volver de las sombras, su mudo pero no por ello menos elocuente testimonio acusador.
Empero, ellos serán mucho más generosos que sus verdugos, pues no exigirán tan solo el castigo de los delitos cometidos en su perjuicio. Abogarán, en cambio, para que ese ineludible acto de justicia sirva también para condenar el uso de la violencia como instrumento político, venga ella de donde viniere; para desterrar la idea de que existen "muertes buenas" y "muertes malas", según sea bueno o malo el que las cause o el que las sufra.
Si de este modo logramos sustituir aquel fanático "Viva la muerte" con que Millán Astray reivindicaba su perversa doctrina por un "Viva la vida" en rescate de los valores éticos sobre los cuales esta Nación fue fundada, habremos de darnos por satisfechos...
Pero la violencia, señores jueces, no era obra exclusiva de la izquierda revolucionaria como en vano se ha pretendido demostrar en este juicio.
Paralela y coetáneamente con aquélla, aparece en la escena nacional una organización particularmente siniestra, que nada tuvo que envidiar a la guerrilla; me refiero a las Tres A, o Alianza Anticomunista Argentina, grupo terrorista especializado en la supresión de ciertos ciudadanos que cometían el delito de pensar.
Curiosamente, desde las esferas oficiales sus integrantes no eran considerados subversivos, sino una reacción necesaria de defensa social.
Pero en este aspecto de la cuestión creo que más útil que mis argumentaciones es escuchar al almirante Guzzetti, nuestro canciller en 1976, cuando dijo al mundo entero: "Mi concepto de subversión se refiere a las organizaciones terroristas de signo izquierdista. La subversión o el terrorismo de derecha no es tal. El cuerpo social del país está contaminado por una enfermedad que corroe sus entrañas y forma anticuerpos. Esos anticuerpos no deben ser considerados de la misma forma que se considera un microbio".
Así también, impúdicamente, se pretende justificar la existencia de estas bandas en la página 8 del libro El terrorismo en la Argentina, presentado por la defensa del general Viola.
Pero la particularidad de estos anticuerpos (mejor sería llamarlos antihombres), fue la forma indiscriminada en que ejercieron su culto a la violencia. A cualquier acción violenta de la guerrilla respondían con el cobarde asesinato de algún político o de algún intelectual de izquierda, en todos los casos inerme.
Así atentaron en octubre de 1973 contra el senador Hipólito Solari Yrigoyen; en 1974 contra el rector de la Universidad de Buenos Aires, Raúl Laguzzi, matando a su hijo Pablo de cuatro meses de edad; el mismo año asesinaron a Silvio Frondizi, a los comunistas Carlos Alberto Miguel, Rodolfo Achen y Enrique Lahm, al ingeniero Carlos Llerenas Rozas y tantísimos otros más, cuya enumeración no es del caso hacer aquí.
Pero mucho más grave que la desfachatada justificación desde el gobierno, es el hecho incontrovertible que las Tres A desaparecen de la escena a partir del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976.
Porque, señores jueces, de esa fecha en adelante la más empeñosa búsqueda para detectar un hecho de esa organización resulta estéril.
¿Por qué?
La respuesta es obvia; porque se integran al Estado. Porque la complicidad tolerante cedió paso a la acción directa, pasando sus miembros a revistar en los cuadros permanentes de la represión bajo la forma de las temibles patotas.
De otra manera, los anónimos operativos de detención en horas de la madrugada practicados por pandillas disfrazadas, carecían de explicación.
Buena prueba de cuanto vengo afirmando constituyen las constancias de los expedientes números 3324 y 3937 tramitados ante el Juzgado Nº 4 de este fuero.
En estas actuaciones, se comprueba que con fecha 26 de diciembre de 1975 resultó aprehendido Abelardo Benjamín Rodríguez, guardaespaldas a sueldo, en posesión de una pistola calibre 11,25 mm. Procesado, manifestó haberse desempeñado en el Ministerio de Bienestar Social y que el arma en cuestión se la había vendido un empleado de dicha dependencia, llamado Beto Cozzani. Este, en un primer momento es oído como testigo y admite tanto su función de empleado administrativo cuanto la venta del arma que se le atribuye. Procesado a su vez, se mantiene prófugo, comprobándose que en junio de 1978 se desempeñaba como cabo 1º de la Policía de la Provincia de Buenos Aires.
Para completar el cuadro, señores jueces, basta reparar en que el mentado Cozzani fue la persona que secuestró a los hermanos Julio César y Carlos Enrique Miralles, según surge de sus respectivas declaraciones de fs. 617 y 737 de las actas de la Audiencia...
Tal, en apretada síntesis, el cuadro de violencia imperante en el país cuando tres de los hoy procesados deciden, una vez más en nombre de las Fuerzas Armadas, tomar por asalto el poder despreciando la voluntad popular.
Y, ¿cuál fue la respuesta, luego de éste, que se dio desde el Estado a la guerrilla subversiva?
Para calificarla, señores jueces, me bastan tres palabras.
FEROZ, CLANDESTINA Y COBARDE.
Porque si bien resulta inexcusable admitir la necesidad y la legitimidad de la represión de aquellas organizaciones que hacen de la violencia su herramienta de lucha política, a fin de defender los valores de la democracia, del mismo modo ha de admitirse que cuando esa represión se traduce en la adopción de los mismos métodos criminales de aquellas organizaciones, renunciando a la eticidad, nos encontramos en presencia de otro terrorismo; el del Estado, que reproduce en sí mismo los males que dice combatir.
Los guerrilleros secuestraban, torturaban y mataban.
Y, ¿qué hizo el Estado para combatirlos? Secuestrar, torturar y matar en una escala infinitamente mayor y, lo que es más grave, al margen del orden jurídico instalado por él mismo, cuyo marco pretendía mostrarnos como excedido por los sediciosos.
Y de aquí, señores jueces, se derivaron consecuencias mucho más graves para el orden jurídico.
Porque, ¿cuántas de las víctimas de la represión eran culpables de actividades ilegales? ¿Cuántas inocentes?
Jamás lo sabremos y no es culpa de las victimas.
No bastan los chismorreos de los servicios de informaciones que, de manera vergonzante se han esgrimido en este juicio en muchas oportunidades.
Al suprimirse el juicio, se produjo una verdadera subversión jurídica; se sustituyó la denuncia por la delación, el interrogatorio por la tortura, y la sentencia razonada por el gesto neroniano del pulgar hacia abajo.
No existió entonces patrón de conducta al cual la víctima podía someterse para estar a cubierto de una posible injuria.
El terrorismo de Estado la ponía en una situación de absoluta impotencia en lo concerniente a la determinación de su conducta y, por ende, en la decisión de su destino.
El carácter arbitrario e indiscriminado de la represión sitúa el centro de la suerte de la víctima fuera de ésta, pero continúa considerándola responsable de una conducta que no sólo no decide, sino que incluso no puede llegar a comprender.
De tal suerte, las juntas militares fracasaron, no sólo en la misión de establecer la inocencia de los inculpados injustamente, sino también en la de probar la culpabilidad de los responsables de actos criminales.
"No vamos a tolerar que la muerte ande suelta en la Argentina".
"Lentamente, casi como para que no nos diéramos cuenta, una máquina de horror fue desatando su iniquidad sobre los desprevenidos y los inocentes, en medio de la incredulidad de algunos, de la complicidad de otros, y el estupor de muchos".
Estas frases las dijo el almirante Emilio Eduardo Massera el 2 de noviembre de 1976 en la Escuela de Mecánica de la Armada.
Para esa fecha en los altillos de la casa de oficiales de la Escuela de Mecánica de la Armada, sobre una colchoneta estaba Cecilia Inés Cacabellos.
Tenía 16 años, la habían encapuchado y sus manos estaban esposadas y engrilladas.
La habían capturado gracias a los datos suministrados por su hermana, a quien le dieron garantías de que sólo se la iba a interrogar; creía que así le salvaba la vida.
Cecilia Inés Cacabellos permanece hoy en situación de desaparecida.
Mientras de puertas afuera se condenaba la violencia y se proclamaba la legalidad, en el interior regía otra norma más fuerte que la ley, de acuerdo a la cual decenas de Cecilias Cacabellos eran sometidas a tratos inhumanos.
La ferocidad y la mentira son las dos notas del sistema de represión que los acusados implantaron durante años en la Argentina.
Por eso, hoy se hace necesario averiguar la verdad y juzgar a todos los que hayan violado la ley; en particular a los poderosos, a los máximos responsables, esta es la única forma de restablecer la vigencia de la ley en la conciencia de la sociedad.
La mentira, la disociación entre los dichos y los hechos aparecen ya en los antecedentes de lo que aquí juzgamos. (…) Quisiera destacar ahora algunos aspectos generales del sistema implantado.
Los gobiernos surgidos de los distintos golpes de Estado siempre quebraron el régimen constitucional y en algunas ocasiones, usurpando facultades legislativas, dictaron normas que derogaban las leyes vigentes, pero que a la vez también los autolimitaban; normas que en términos generales fueron cumplidas o en su defecto fueron nuevamente modificadas.
En cambio, la acción desarrollada bajo el mando de la Junta Militar integrada por Videla, Massera, Agosti y sus continuadores, tuvo la particularidad de no cumplir ni siquiera con las inconstitucionales normas que dictó.
Entre las muchas deudas que los responsables de la instauración de este cobarde sistema de represión han contraído con la sociedad argentina, existe una que ya no podrán saldar.
Aun cuando ellos tuvieran prueba de que todas las personas secuestradas hubieran participado en actos de violencia, la falta de juicio y de sentencia condenatoria impide que la República considere a esas personas como responsables de esos hechos...
Quisiera repetirlo: la falta de condena judicial no es la omisión de una formalidad. Es una cuestión vital de respeto a la dignidad del hombre.
Su abandono llevó a lo siguiente: una persona fue secuestrada por pertenecer a las F.A.P. (Fuerzas Armadas Peronistas), y resultó que pertenecía a la F.A.P. (Federación Argentina de Psiquiatras); un profesor fue detenido por difundir las ideas del ERP y resultó que daba clase de ERSA (Estudio de la Realidad Social Argentina); una persona fue detenida porque leía "No transar"; un niño de 14 años fue detenido y asesinado con métodos atroces porque quería ingresar en la Escuela de Suboficiales de Marina, y era hijo de un integrante del Partido Comunista; los hijos, la nuera y la esposa de Ramón Miralles fueron detenidos para poder detener a Ramón Miralles; Ramón Miralles fue detenido y torturado para que explicase o inventase algún delito económico de Victorio Calabró ...
¿Alguien tiene derecho a permitir que Adriana Calvo de Laborde tenga a su hija esposada y con los ojos vendados en el asiento trasero de un auto en movimiento, y que soporte durante cinco horas el llanto de su bebé recién nacido, tirado en el suelo sin poder tocarlo?
O lo que narró Susana Caride: "En un momento determinado, por algo que alguien contestó, Julián tomó la cadena y golpeó a todos los que estábamos allí, fue algo dantesco, porque al estar engrillados, al estar con los ojos vendados, era gente que caía uno al lado del otro, con gritos, con sangre, con orín, fue algo realmente dantesco; me dejaron ahí tirada y al rato con un látigo me volvió a pegar, me tiraron agua con sal y no sé cuánto tiempo después dijo llévensela, porque si no la voy a terminar matando".
Pero no sólo los secuestrados fueron las víctimas, hubo mucho más.
Ante estos estrados desfilaron padres y familiares narrando las gestiones infructuosas que realizaban a partir del secuestro.
Por lo general, todo comenzaba en una comisaría donde, por las órdenes de los acusados, se negaban a recibir las denuncias.
Esta era sólo la primera estación de un calvario que luego se completaba con infructuosas visitas a unidades militares, a las iglesias, a embajadas o a cualquier persona que pudiera ayudar.
También concurrían periódicamente a dependencias del Ministerio del Interior donde, con cinismo se habilitó una oficina para la búsqueda de las personas desaparecidas.
Se encuentran agregadas a la causa las constancias de que hubo más de 5.500 pedidos de paradero, donde se relataba la circunstancia de detención, y en ninguno de los cuales se logró detectar una sola persona que estuviera secuestrada por personal de las Fuerzas Armadas o de Seguridad.
Los hábeas corpus y las medidas judiciales que se iniciaban eran respondidos con informes falsos de los diferentes comandos, y la policía, donde se afirmaba que la persona que se buscaba no estaba detenida ni se tenían antecedentes de ella.
Era un chocar permanente con puertas cerradas.
Este es otro resultado del modus operandi implantado.
Primero el secuestro y las tremendas consecuencias sobre la víctima que ya hemos relatado; segundo, la mentira; el gobierno rehúsa reconocer toda detención o arresto y niega la necesidad de proceder a una investigación.
Eso hace que todos los recursos legales, en vista de la protección de los individuos, resulten vanos e inútiles.
El caso de Inés Ollero es un claro ejemplo de cuanto vengo afirmando.
Fue secuestrada mientras viajaba en un colectivo, llevada a una comisaría y de allí, retirada por personal de la Armada Argentina.
A César Ollero, padre de Inés, en la comisaría le negaron todo, pero él comenzó a investigar por su cuenta y aquí contó: "Todos los días tenía una hora que para mí era sagrada, la hora en que el colectivo 187 paraba en Albarellos y Constituyentes para recibir el turno de la Grafa de las diez de la noche, es decir el colectivo en el que había subido toda la gente cuando ocurrió el hecho de mi hija, entonces yo con mi coche seguía al colectivo hasta que bajaba el primer pasajero", y así, sucesivamente, durante varias noches, este hombre fue tratando de identificar a los posibles testigos.
Además de ello, César Ollero atravesó las guardias para entrevistarse con el almirante Chamorro, arriesgó su vida concurriendo a una entrevista en la Escuela de Mecánica de la Armada a la una de la mañana; inició recursos de hábeas corpus, provocó un conflicto de poderes, pues la Armada se negaba a responder los requerimientos judiciales alegando que los operativos eran secretos, y a pesar de todas estas gestiones solo aquí llegó a saber, a través del reconocimiento de una foto por Lila Pastoriza, que, como sospechaba, su hija estuvo detenida en la Escuela de Mecánica de la Armada en el año 1977...
En las ordenanzas militares especiales al Ejército de Cuyo, que promulgó en el año 1816, dijo el general José de San Martín: "La Patria no hace al soldado para que la deshonre con sus crímenes, ni le da las armas para que cometa la bajeza de abusar de estas ventajas ofendiendo a los ciudadanos con cuyo sacrificio se sostiene; la tropa debe ser tanto más virtuosa y honesta cuando es creada para conservar el orden de los pueblos, afianzar el poder de las leyes y dar fuerza al gobierno para ejecutarlas y hacer respetar a los malvados que serían más insolentes con el mal ejemplo de los militares...".
Por ello, los aquí acusados son responsables tanto de la situación de aquellos oficiales que habían hecho cosas tan terribles que no podrán besar a sus propios hijos, como de la ebriedad de poder del coronel que se titulaba "amo de la vida y de la muerte"...
Pero hay algo peor aún: no sólo ordenaron realizar acciones indignas de las Fuerzas Armadas, sino que cuando debieron afrontar la responsabilidad por el mando, negaron sus órdenes, negaron conocimiento de lo actuado por sus subordinados; negaron conocimiento de lo secuestros, las torturas y las muertes...
Sin embargo, existían grupos organizados que cumplían un horario especial, cuya tarea era interrogar y torturar, y la realizaban en unidades militares o dependientes de las Fuerzas Armadas.
Estas actividades, que se produjeron a lo largo y a lo ancho del país, no pueden ser el fruto de la actividad de pequeños grupos aislados de oficiales.
No se puede concebir que en un ejército exista un grado de insubordinación tal, que permita que oficiales inferiores realicen, a lo largo y a lo ancho del país y durante varios años, acciones contrarias a las que ordenan sus comandantes.
Es por eso, señores jueces, que con la referencia a excesos, los comandantes quieren atribuir a sus subordinados la responsabilidad que les corresponde.
Las huecas referencias del general Videla afirmando que se hace responsable de todo pero que los hechos no sucedieron, exponen un pensamiento primario que, dando un valor mágico a las palabras, pretende con ellas que desaparezca la realidad que se quiere negar.
Pero no es Videla el único de los comandantes que pretende eludir la realidad con el carácter mágico de las palabras.
La misma calidad personal que permitió al almirante Massera pronunciar su discurso condenando la muerte, en el mismo lugar donde decenas de personas eran asesinadas por sus ordenes, lo lleva hoy a afirmar que él asume su responsabilidad sin diluirla hacia abajo pero que, a la vez, sólo tuvo noticias, y por los familiares, de tres casos de personas que habían desaparecido.
Para dimensionar el valor de la palabra en un soldado, quisiera recordar aquí el último discurso parlamentario que pronunció Carlos Pellegrini. Refiriéndose a la condición del militar, afirmó: "El está armado, tiene el privilegio de estar armado en medio de ciudadanos desarmados. A él le damos las llaves de nuestras fortalezas, de nuestros arsenales; con una señal de su espada se mueven nuestros batallones, se abren nuestras fortalezas y toda esta actividad y todo este privilegio se lo damos bajo una sola y única garantía, bajo la garantía de su honor y de su palabra".
Agregó también que por eso "la palabra de un soldado tiene algo de sagrado; faltar a ella es algo más que un perjurio". (…)
Por eso debe individualizarse y castigar a los responsables de las infamias cometidas, para que no se equipare a quienes torturaron y robaron en beneficio propio, con los honestos.
Lo exige el prestigio de las Fuerzas Armadas Argentinas y el de los oficiales que las integran.
La combinación de clandestinidad y de mentira produjo efectos que trastornaron a la sociedad argentina...
Sin embargo, aquí se ha acreditado que fueron secuestradas criaturas de meses, jóvenes de 14 años, una anciana de 77, mujeres embarazadas, obreros e industriales, campesinos y banqueros, familias enteras, vecinos de sospechosos, funcionarios del Proceso de Reorganización Nacional y funcionarios del actual gobierno, ex ministros del gobierno peronista, integrantes del Partido Comunista, y un actual candidato a diputado de la Unión del Centro Democrático. También un embajador del gobierno militar, funcionarios judiciales, oficiales de la Marina, cualquiera podía ser devorado por el sistema.
La afirmación de que sólo los que infringían la ley iban a ser sancionados encubría la realidad.
En la Argentina, todos estábamos en libertad condicional...
Enseñar a leer, dar catequesis, pedir la instauración del boleto escolar o atender un dispensario, podían ser acciones peligrosas. Todo acto de solidaridad era sospechado de subversivo. (…)

Señores Jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria.
Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino.

SEÑORES JUECES: ‘NUNCA MÁS..!”

lunes, 20 de abril de 2015

UNA HISTORIA DE ESPAÑA XLII, de Arturo Pérez Reverte - 20/4/15

La escabechina de la Independencia, que en Cataluña llamaron del Francés, fue una carnicería, atroz, larga y densa, españolísima de maneras, con sus puntitos de guerra civil sobre todo al principio, cuando los bandos no estaban del todo claros.
Luego ya se fue definiendo, masa de patriotas por una parte y, por la otra, españoles afrancesados con tropas - de grado o a la fuerza - leales al rey francés Pepe Botella, que eran menos pero estaban con los gabachos, que eran los más fuertes.
En cuanto al estilo, que como digo fue muy nuestro, el mejor corresponsal de guerra que hubo nunca, Francisco de Goya, dejó fiel constancia de todo aquel desparrame en su estremecedora serie de grabados "Los desastres de la guerra"; así que, si les echan ustedes un vistazo - están en internet -, me ahorran a mí muchas explicaciones sobre cómo actuaron ambas partes.
Napoleón, que había puesto a toda Europa de rodillas, creía que esto iba a solventarlo con cuatro cañonazos; pero estaba lejos de conocer el percal.
En los primeros momentos, con toda España sublevada, los franceses las pasaron canutas y se comieron en Bailén una derrota como el sombrero de Jorge Negrete, dejando allí 20.000 prisioneros.
Tomar Zaragoza y Gerona, que se defendieron a sangre y fuego cual gatos panza arriba, también les costó sangrientos y largos asedios.
Tan chunga se puso la cosa que el propio Napoleón tuvo que venir a España a dirigir las operaciones, tomar Somosierra y entrar en Madrid, de donde su hermano Pepe, ante la proximidad de las tropas patriotas españolas, había tenido que salir ciscando leches.
Al fin los ejércitos imperiales se fueron haciendo dueños del paisaje, aunque hubo ciudades donde no pudieron entrar o estuvieron ocupándolas muy poco tiempo.
La que nunca llegaron a pisar fue Cádiz, allí en la otra punta, que atrincherada en lo suyo resistió durante toda la guerra, y donde fueron a refugiarse el gobierno patriota y los restos de los destrozados ejércitos españoles.
Sin embargo, aunque España, más o menos, estaba oficialmente bajo dominio francés, lo cierto es que buena parte nunca lo estuvo del todo, pues surgió una modalidad de combate tan española, tan nuestra, que hoy los diccionarios extranjeros se refieren a ella con la palabra española: guerrilla.
Los guerrilleros eran gente dura y bronca: bandoleros, campesinos, contrabandistas y gente así, lo mejor de cada casa, sobre todo al principio.
Fulanos desesperados que no tragaban a los gabachos o tenían cuentas pendientes porque les habían quemado la casa, violado a la mujer y atrocidades de esa clase.
Luego ya se fue sumando más gente, incluidos muchos desertores de los ejércitos regulares que los franceses solían derrotar casi siempre cuando había batallas en campo abierto, porque lo nuestro era un descojono de disciplina y organización; pero que luego, después de cada derrota, de correr por los campos o refugiarse en la sierra, volvían a reunirse y peleaban de nuevo, incansables, supliendo la falta de medios y de encuadramiento militar con esa mala leche, ese valor suicida y ese odio contumaz que tienen los españoles, cuando algo o alguien se les atraviesa en el gaznate.
Así, la guerra de la Independencia fue, sobre todo, una sucesión de derrotas militares que a los españoles parecían importarles un huevo, pues siempre estaban dispuestos para la siguiente.
Y de ese modo, entre ejércitos regulares desorganizados y con poco éxito, pero tenaces hasta el disparate, y guerrilleros feroces que infestaban los campos y caminos, sacándole literalmente las tripas al franchute que pillaban aparte, los invasores dormían con un ojo abierto y vivían en angustia permanente, en plan americanos en Iraq, con pequeñas guarniciones atrincheradas en ciudades, y fortines de los que no salían más que en mogollón y sin fiarse ni de su padre.
Aquello era una pesadilla con música de Paco de Lucía.
Imaginen, por ejemplo, el estado de ánimo de ese correo francés a caballo, Dupont o como se llamara el desgraciado, galopando solo por Despeñaperros, tocotoc, tocotoc, mirando acojonado hacia arriba, a las alturas del desfiladero, cayéndole el sudor por el cogote, loco por llegar a Madrid, entregar el despacho, tomarse una tila y luego relajarse en un puticlub, cuando de pronto ve que le sale al camino una partida de fulanos morenos y bajitos cubiertos de medallas religiosas y escapularios, con patillas, trabucos, navajas y una sonrisa a lo Curro Jiménez que le dicen:
«Oye, criatura, báhate der cabayo que vamo´ a converzá un rato».
Ahí, en el mejor de los casos, el gabacho se moría de infarto, él solo, ahorrándose lo que venía luego.
A algunos se les oía gritar durante días.
[Continuará]

sábado, 18 de abril de 2015

CAMINOS DEL ESPEJO, de Alejandra Pizarnik

Y sobre todo mirar con inocencia.
Como si no pasara nada, lo cual es cierto.
Pero a ti quiero mirarte hasta que tu rostro se aleje de mi miedo, como un pájaro del borde filoso de la noche.
Como una niña de tiza rosada en un muro muy viejo, súbitamente borrada por la lluvia.
Como cuando se abre una flor y revela el corazón que no tiene.
Todos los gestos de mi cuerpo y de mi voz para hacer de mi la ofrenda, el ramo que abandona el viento en el umbral.
Cubre la memoria de tu cara con la máscara de la que serás, y asusta a la niña que fuiste.
La noche de los dos se dispersó con la niebla.
Es la estación de los alimentos fríos.
Y la sed, mi memoria es de la sed. 
Yo abajo, en el fondo, en el pozo. 
Yo bebía, recuerdo.
Caer como un animal herido en el lugar que iba a ser de revelaciones.
Como quien no quiere la cosa. Ninguna cosa. Boca cosida. Párpados cosidos. Me olvidé. Adentro el viento. Todo cerrado y el viento adentro.
Al negro sol del silencio las palabras se doraban.
Pero el silencio es cierto. Por eso escribo.
Estoy sola y escribo.
No, no estoy sola.
Hay alguien aquí que tiembla.
Aun si digo sol y luna y estrella me refiero a cosas que me suceden.
¿Y que deseaba yo?
Deseaba un silencio perfecto. Por eso hablo.
La noche tiene la forma de un grito de lobo.
Delicia de perderse en la imagen presentida.
Yo me levanté de mi cadáver, yo fui en busca de quien soy.
Peregrina de mi, he ido hacia la que duerme en un país al viento.
Mi caída sin fin a mi caída sin fin en dónde nadie me aguardó, pues al mirar quien me aguardaba, no vi otra cosa que a mi misma.
Algo caía en el silencio.
Mi ultima palabra fue, yo pero me refería al alba luminosa.
Flores amarillas constelan un circulo de tierra azul. El agua tiembla llena de viento.
Deslumbramiento del día, pájaros amarillos en la mañana.
Una mano desata tinieblas, una mano arrastra la cabellera de una ahogada que no cesa de pasar por el espejo.
Volver a la memoria del cuerpo, he de volver a mis huesos en duelo, he de comprender lo que dice mi voz.

EL INFIERNO MUSICAL, de Alejandra Pizarnik

Golpean con soles.
Nada se acopla con nada aquí.
Y de tanto animal muerto en el cementerio de
huesos filosos de mi memoria.
Y de tantas monjas como cuervos que se precipitan a hurgar entre mis piernas.

La cantidad de fragmentos me desgarra.
Impuro diálogo.
Un proyectarse desesperado de la materia verbal.
Liberada a sí misma. 
Naufragando en sí misma.

ANILLOS DE CENIZA, de Alejandra Pizarnik

A Cristina Campo

Son mis voces cantando
para que no canten ellos,
los amordazados grismente en el alba,
los vestidos de pájaro desolado en la lluvia.

Hay, en la espera,
un rumor a lila rompiéndose.
Y hay, cuando viene el día,
una partición de sol en pequeños soles negros.

Y cuando es de noche, siempre,
una tribu de palabras mutiladas
busca asilo en mi garganta
para que no canten ellos,
los funestos, los dueños del silencio.

LA ENAMORADA, de Alejandra Pizarnik

Esta lúgubre manía de vivir.
Esta recóndita humorada de vivir,
te arrastra, Alejandra: no lo niegues.

Hoy te miraste en el espejo
y te fue triste. Estabas sola.
La luz rugía, el aire cantaba,
pero tu amado no volvió.

Enviarás mensajes, sonreirás,
tremolarás tus manos. Así volverá
tu amado, tan amado.

Oyes la demente sirena que lo robó.
El barco con barbas de espuma
donde murieron las risas.
Recuerdas el último abrazo.
Oh, nada de angustias.

Ríe en el pañuelo, llora a carcajadas,
pero cierra las puertas de tu rostro,
para que no digan luego
que aquella mujer enamorada fuiste tú.
Te remuerden los días,
te culpan las noches,
te duele la vida tanto, tanto.
Desesperada ¿adónde vas?

Desesperada ¡nada más!

lunes, 13 de abril de 2015

LA PELOTA, de Eduardo Galeano

Era de cuero, rellena de estopa, la pelota de los chinos.
Los egipcios del tiempo de los faraones la hicieron de paja o cáscaras de granos, y la envolvieron en telas de colores.
Los griegos y los romanos usaban una vejiga de buey, inflada y cosida.
Los europeos de la Edad Media y del Renacimiento dis­putaban una pelota ovalada, rellena de crines.
En América, hecha de caucho, la pelota pudo ser saltarina como en ningún otro lu­gar.
Cuentan los cronistas de la corte española que Hernán Cor­tés echó a brincar una pelota mexicana, y la hizo volar a gran al­tura, ante los desorbitados ojos del emperador Carlos.
La cámara de goma, hinchada por inflador y recubierta de cuero, nació a mediados del siglo pasado, gracias al ingenio de Charles Goodyear, un norteamericano de Connecticut.
Y gracias al ingenio de Tossolini, Valbonesi y Polo, tres argentinos de Córdoba, nació mucho después la pelota sin tiento.
Ellos inven­taron la cámara con válvula, que se inflaba por inyección, y desde el Mundial del 38 fue posible cabecear sin lastimarse con el tiento que antes ataba la pelota.


Hasta mediados de este siglo, la pelota fue marrón. Después, blanca.
En nuestros días, luce cambiantes modelos, en negro so­bre fondo blanco.
Ahora tiene una cintura de setenta centíme­tros y está revestida de poliuretano sobre espuma de polietileno.
Es impermeable, pesa menos de medio kilo y viaja más rápido que la vieja pelota de cuero, que se ponía imposible en los días lluviosos.
La llaman con muchos nombres: el esférico, la redonda, el útil, la globa, el balón, el proyectil.
En Brasil, en cambio, nadie duda de que ella es mujer.
Los brasileños le dicen gordita, gordu - chinha, la llaman nena, menina, y le dan nombres como Man­eota, Leonor o Margarita.
Pelé la besó en Maracaná, cuando hizo su gol número mil, y Di Stéfano le erigió un monumento a la entrada de su casa, una pelota de bronce con una placa que dice: Gracias, vieja.
Ella es fiel.
En la final del Mundial del 30, las dos selecciones exigieron jugar con pelota propia.
Sabio como Salomón, el juez decidió que el primer tiempo se disputara con pelota argentina y el segundo tiempo con pelota uruguaya.
Argentina ganó el pri­mer tiempo y Uruguay el segundo.
Pero la pelota también tiene sus veleidades, y a veces no entra al arco porque en el aire cam­bia de opinión y se desvía.
Es que ella es muy ofendidiza.
No so­porta que la traten a patadas, ni que le peguen por venganza.
Exige que la acaricien, que la besen, que la duerman en el pecho o en el pie.
Es orgullosa, quizás vanidosa, y no le faltan motivos: bien sabe ella que a muchas almas da alegría cuando se eleva con gracia, y que son muchas las almas que se estrujan cuando ella cae de mala manera.

EL POLÍTICO Y EL LIMPIABOTAS, de Arturo Pérez Reverte - 13/4/15

Leí hace unos días el librito "España, república de trabajadores", que el ruso y muy estalinista Illia Ehrenburg escribió tras hacer un corto viaje por nuestro país en 1931: un libro amargo pero interesante, de útil lectura incluso ahora - o especialmente ahora -, que no traza el mejor retrato posible de la España de entonces, y critica el modo desastroso con que, según opinión de ese ilustre viajero, - que al poco tiempo se convirtió en alta personalidad del régimen soviético -, los españoles encarábamos aquella todavía joven democracia: nuestro recién conquistado gobierno popular.
Y cuando uno lee el libro, al fin publicado con su texto íntegro, se le caen bastantes palos del sombrajo.
No porque la Rusia estalinista de entonces, por contraste, fuese precisamente el paraíso del proletariado; pero sí porque la descripción y opiniones de Ehrenburg, demoledoras, superficiales, disparatadas a veces, explican sin embargo, muchas cosas de las que ocurrieron después.
Eso convierte el libro en recomendable lectura para saber cómo se nos veía entonces desde fuera; y también, dicho sea de paso, para que templen su entusiasmo los simples que hoy describen la Segunda República como una Arcadia feliz, rota sólo por obra y gracia de un par de obispos y cuatro generales malvados.
Aquello nos lo cargamos entre todos, desde luego.
Y el libro de Ehrenburg, aunque parcial y relativo, torpe a menudo, relaciona bien algunos porqués.
Pero, en realidad, de lo que yo quiero hablarles hoy es de limpiabotas.
De una anécdota reciente que retuve quizá porque en ese momento, hace sólo unos días, me encontraba leyendo lo de Ehrenburg, y el libro se refiere también a los limpiabotas de aquellos años, criticando la obsesión de los españoles de entonces por llevar los zapatos limpios y relucientes.
Unos cuantos muertos de hambre, viene a decir, pasaban la tarde entera con una peseta haciendo tertulia en una mesa de café, pero en cuanto disponían de alguna calderilla, todos llamaban altivamente al limpiabotas.
La lectura de esas líneas me hizo pensar en lo que los tiempos han cambiado, y en la práctica desaparición en España del útil oficio de limpia. Hay quien se alegra de ello, pues lo considera denigrante y servil, pero no comparto esa opinión.
Llevar los zapatos limpios, de casa o de fuera, sobre todo si son un par de buenos zapatos, es una magnífica tarjeta de presentación; pero es que, además, ese trabajo, como otro cualquiera, da de comer a gente que se gana dignamente su jornal.
Remarco lo de dignamente, pues nunca vi nada deshonroso en el oficio de limpiabotas u otros similares.
Al contrario, recurro a ellos cuando los necesito, conozco a varios hasta casi la amistad, y algunos - como uno de la Campana de Sevilla, ex legionario, ya fallecido, al que hace años dediqué un artículo - pueden dar lecciones de dignidad a la mayor parte de sus clientes, como las daba Alfonso, el cerillero del café Gijón, o las da Luis, el melancólico y profesional limpiabotas del Palace de Madrid, que lleva su oficio con estoica imperturbabilidad y sólo se lamenta, cuando hay confianza, de que cada vez hay más clientes con zapatillas deportivas, y eso no hay cristo que lo embetune.
Sobre Luis, el limpia, es la anécdota.
Porque estaba yo el otro día por allí, presentando libros y de charla con Miguel, el más impecable maître de restaurante del mundo, cuando advertí que un político de los que viven con suite o frecuentan el Palace - y no precisamente de su bolsillo -, de ésos que basan su negocio en proclamar lo poco españoles que son y lo menos que van a serlo cuando puedan, estaba allí sentado, leyendo el periódico mientras Luis le limpiaba los zapatos.
Y lo miré, claro, pensando: tiene flecos la cosa. Cualquiera puede limpiarse los zapatos, si lo necesita. Puede y debe hacerlo.
Todo el que pase por aquí, que es el hotel más elegante de Madrid, o se detenga en plena calle, ante los boleros mejicanos que atienden en la Gran Vía, por ejemplo.
Pero no un político, rediós, en este lugar, a cien pasos del Parlamento.
No ese fulano, que lleva más de veinte años enrocado aquí por la cara, pisando moqueta, y ahí sigue, haciéndose limpiar los zapatos en público, con absoluta indiferencia, dándole igual lo que piense quien lo vea.
Con total e indecorosa desvergüenza.
Así que no pude contenerme y le dije al limpia, cuando el otro ya se levantaba: «Luis, esos zapatos los hemos limpiado y pagado a medias entre usted y yo».
Y Luis, que es sabio y gallego hasta en los cepillos, me miró en silencio, guardó el betún en la caja, sacó un pañuelo arrugado, se sonó la nariz y no dijo nada.

sábado, 11 de abril de 2015

BANDERÍN SOLFERINO, UN MINUTO FATAL EN LA VIDA DE ISIDRO BALESTRA, JUEZ DE LÍNEA, de Juan Sasturain

Moralejo puso una extraña pelota - extraña para él - a las espaldas del cuatro mendocino y allá picó Carlitos Bianchi mientras el arquero y el flaco de la cueva levantaban manos infructuosas, lo miraban mendigando el gesto, cuidaban el empate como a un hijo.
Pero Isidro Balestra - los ojos, el aliento implacable de la hinchada de Vélez en la nuca - corría, el elocuente banderín pegado al tobillo, acompañaba habilitando el pique del reiterado goleador, esperaba el desenlace.
Y hubo un centro pasado, Larraquy que llega forzado al segundo palo, cabezazo por arriba y todo el mundo "uuuuh...!" de la tribuna encima y detrás de Balestra.
Miró el tablero y pensó ya se acaba.
Retomó el trote y entonces lo oyó, clarito, ahí atrás.
- Por qué no levantaste la bandera, hijo de puta.

Se dio vuelta y ya no dudó.
El cuatro estaba lejos, volvía rengo y dolorido de una arada inútil.
El banco de los visitantes estaba más lejos aún.
Y el último hincha mendocino había dicho sus últimas palabras al promediar el primer tiempo, también allá lejos, mucho más lejos todavía.
Esa tarde, Vélez era dueño de todos los ruidos y los gritos, menos de ése explícito susurro.
Y ya no dudó.
Sencillamente, supo quién era.
Y se quedó en el molde.

El referí avisó que dos minutos más.
Hubo un lateral para el visitante ahí, a los pies de Balestra, y el rengo tardó un lustro en llegar.
Amagó y amagó: al final se la tiró un poco larga al dieciséis, un pibe todavía frío, recién entrado.
Ischia lo madrugó. Puso la gamba fuerte, tiró la pelota adelante y se fue.
El arquero salió como los bomberos.
La pelota entró al área por el vértice, con Ischia un poco lejos, forzado.
El arquero mendocino - todo el barro de las dos áreas de esa tarde lo tenía encima - había ganado varios mano a mano y venía por uno más, casi en el aire, perfilado para el vuelo arrastrado.
Y llegaron juntos.

Hubo un choque frontal y desparramo.
Mientras se desenredaban, la pelota salió para arriba, picó y se fue para el arco.
Sólo dos jugaban ahí.
Dos y Balestra, pegado a la raya, diez metros más allá.
El resto estaba lejos: hasta el referí que trotaba esperando la hora.
Pero todavía faltaba.

Penosamente se rehicieron y el volante ganó un tiempo, consiguió el armado mínimo de la vertical como para acomodarse y mandarla adentro. Todo Vélez empujaba el pie embarrado.
Pero todavía faltaba.

Como en una cámara lenta infernal y analítica, el arquero se paró, se jugó la mano y la vida en el gesto final y metió el manotazo ahí, justo y final.
Y mientras Ischia caía, toda la hinchada de Liniers caía con él en el grito de la apelación, el mendocino se embarazaba con la pelota, rodaba y se aferraba a ella, dueño de la pelota y de la tarde.
Pero todavía faltaba.

Sonó el silbato. Balestra miró el reloj y tembló.
El árbitro lo miraba a él, testigo de cargo, espectador privilegiado, palabra, banderita autorizada.
Y el referí se venía, hacía gestos de espantar moscas, torcía levemente la diagonal hacia donde Isidro Balestra era el punto final del recorrido de la procesión que se encolumnaba tras un ambiguo fraile negro.
Ya estaba a cinco metros, y el árbitro lo miraba a los ojos con hipócrita ruego.
Pero todavía faltaba.

Porque precisamente en ese momento, por encima o debajo del clamor que bajaba de las populares, de las puteadas que saltaban de los grupos de jugadores como saltan las pulgas de un perro, lo oyó otra vez, clarito, inapelable:
- Guarda con lo decís, hijo de puta. No fue penal: el arquero no lo tocó.

Cuando Isidro Balestra tomó el tren en Liniers eran las 20.25.
El vagón estaba lleno de gente cansada, y nadie prestó atención al hombre de bolso Adidas y la curita y los anteojos negros prestados, que leía la sexta con dificultad.
Si Vélez había empatado cero a cero y el escándalo sobre la hora le costaría la suspensión de la cancha; si el árbitro Feola no había sancionado un evidente penal a favor del local luego de consultar con el linesman; si los desbordes habían terminado en pedrea y agresión contra “la autoridades del match”; si el director técnico Lorenzo se quejaba arbitrariamente de los arbitrajes; si a él le dolía mucho la ceja derecha, a nadie le importaba ya.
Como un ladrón, ocultaba en el bolso las evidencias de su participación en el hecho: un pantaloncito y camisa negra, un escudito

Lástima que no le dieron la banderita solferino, suerte que su mujer no estaría en casa y podría ver tranquilo el partido por TV, podría verle un poco mejor la cara al oficial de policía que lo puteó toda la tarde desde el borde de la cancha, ahí, junto a él, con ese perro amenazante y sin duda mendocino; podría ver realmente si fue o no fue penal del arquero, podría verse caer y oír qué decía Macaya Márquez.

Cuando su mujer regresó esa noche, tarde y con una maceta, como siempre que iba a Moreno a lo de su hermana, Isidro Balestra, banderín solferino, estaba dormido frente al televisor encendido.
Ischia picaba, adelantaba la pelota, salía el arquero mendocino y había un choque.
La mujer apagó; el fútbol la aburría.

lunes, 6 de abril de 2015

FABRICANDO NUESTRA PROPIA RATONERA, de Arturo Pérez Reverte - 6/4/15

Ninguna ratonera funciona sin la complicidad del ratón.
Por lo menos, ésas clásicas de madera y alambre con un trocito de queso, que, cuando la bestezuela incauta hinca los dientes, disparan un resorte y atrapan al miserable roedor por el pescuezo.
Y no está de más recordarlo a la hora de considerar en qué nos estamos convirtiendo, en España.
En qué pandilla de gilipollas pretendemos transformar a los niños que un día, más pronto que tarde, tendrán nuestras vidas y nuestra vejez en sus manos.
Lo mismo es que a veces me levanto atravesado y veo las cosas turbias, pero mucho me temo que buena parte de los esfuerzos educativos que hacemos en la actualidad - incompetencia cultural y chulería estéril del ministro Wert aparte - se encaminan a fabricar esa ratonera.
A hacer que nuestros cachorros, y nuestro futuro con ellos, metan la cabeza en esa trampa de estupidez y demagogia imbécil, tan ajena a la realidad.
Tan distante de la vida.
Algunas veces, en esta página, he mencionado ejemplos: los animales salvajes pasados por el filtro de los dibujos animados y el buenismo absurdo, capaces de convertir un puma mejicano, una serpiente de cascabel o un tiburón blanco en tiernas mascotas de compañía.
O, ya en cosa de seres humanos, aquella fiesta escolar dedicada a los piratas que narré un día, en la que la maestra, al extrañarse algunos padres de que se prohibiera a los niños acudir con espadas o pistolas, argumentó: «Es que también había piratas buenos».
Sin olvidar ese carnaval escolar dedicado al Oeste, donde se pedía expresamente a los padres que sus hijos acudieran sin pistolas, rifles, arcos ni flechas; y, más importante todavía, mejor disfrazados de indios que de vaqueros, para que los niños hijos de inmigrantes hispanoamericanos no se sintieran acomplejados, víctimas y en minoría.
Es como lo de los lobos, y se lo dice a ustedes un defensor acérrimo de estos animales.
Porque una cosa es defender la existencia del lobo, que incluye su derecho a cazar y matar tal como ese depredador lo ejerce desde hace siglos - y también a ser matado cuando sus intereses chocan con los de los humanos -; y otra, vender a las criaturas la imagen de que el lobo es una criatura angelical, tan inofensiva como un perro de compañía.
Que se lo pregunten a los ganaderos rurales de León y Asturias, a ver qué opinan, y si esas opiniones son aptas para incluirse en los libros de texto.
O a mí mismo y algún compañero de otros tiempos, que podríamos contar con detalle lo que una manada de lobos hambrientos puede hacer con unos refugiados bosnios, niños incluidos, cuando éstos huyen dispersos por los bosques, sobre la nieve.
Así que, en línea con lo que comento, permítanme dos o tres ejemplos más, últimas adquisiciones en cuanto a ratoneras y demagogia se refiere.
Una proviene de algunos historiadores, desde luego no tan mediocres como Emilio de Diego o José Luis Corral - semejante exceso de caspa ya requiere hacer oposiciones -, pero sí lo bastante cantamañanas para empeñarse, desde hace algún tiempo, en desterrar el término Reconquista de la guerra de ocho siglos que en España se mantuvo contra el Islam, sustituyéndolo por el muy políticamente correcto Expansión de los reinos cristianos en la Península; que suena, en efecto, muy de ahora; como si todo hubiera transcurrido en elegantes negociaciones en torno a una mesa con cigarros puros y un cafelito.
Échate un poquito para allá, Mohamed, haz el favor.
O sea. Que me expando.
Podríamos seguir citando ejemplos, pero se me acaba la página.
Aun así, creo que todavía caben dos.
Uno es de hace poco, en un colegio de Madrid, cuando una profesora, llevada por la buena voluntad que caracteriza estos deliciosos tiempos, comunicó a sus alumnos que Cristóbal Colón no descubrió América, «porque ésta ya estaba allí con sus habitantes»; y lo que hizo Colón, y como tal debía figurar en los ejercicios de clase, so pena de mala nota, fue «llegar a América después de un largo viaje». Reconocerán ustedes que éste, como ejemplo de gilipollez docente, es excelso, y supera al de la Reconquista.
Pero estoy seguro de que apreciarán más el que acaba de enviarme un padre, con fotocopia de un libro de texto en la que, lamentablemente, no figura el nombre de la editorial escolar responsable del asunto: «Antonio Machado fue elegido miembro de la Real Academia. Pasados unos años (no se especifica en qué nos estuvimos ocupando los españoles durante esos años) fue a Francia con su familia y allí vivió hasta su muerte».

miércoles, 1 de abril de 2015

LA DESMEMORIA, de Eduardo Galeano

Chicago está llena de fábricas.
Hay fábricas hasta en pleno centro de la ciudad, en torno al edificio más alto del mundo.
Chicago está llena de fábricas; Chicago está llena de obreros.
Al llegar al barrio de Heymarket, pido a mis amigos que me muestren el lugar donde fueron ahorcados, en 1886, aquellos obreros que el mundo entero saluda cada primero de mayo.
- Ha de ser por aquí -, me dicen.
Pero nadie sabe.
Ninguna estatua se ha erigido en memoria de los mártires de Chicago en la ciudad de Chicago.
Ni estatua, ni monolito, ni placa de bronce, ni nada.
El primero de mayo es el único día verdaderamente universal de la humanidad entera, el único día donde coinciden todas las historias y todas las geografías, todas las lenguas y las religiones y las culturas del mundo; pero en los Estados Unidos, el primero de mayo es un día cualquiera.
Ese día, la gente trabaja normalmente, y nadie, o casi nadie, recuerda que los derechos de la clase obrera no han brotado de la oreja de una cabra, ni de la mano de Dios o del amo.
Tras la inútil exploración de Heymarket, mis amigos me llevan a conocer la mejor librería de la ciudad.
Y allí, por pura curiosidad, por pura casualidad, descubro un viejo cartel que está como esperándome, metido entre muchos otros carteles de cine y música rock.
El cartel reproduce un proverbio del África: hasta que los leones tengan sus propios historiadores, las historias de cacería seguirán glorificando al cazador.


LA YERBA MATE, de Eduardo Galeano

La luna se moría de ganas de pisar la tierra.
Quería probar las frutas y bañarse en algún río.
Gracias a las nubes, pudo bajar.
Desde la puesta del sol hasta el alba, las nubes cubrieron el cielo para que nadie advirtiera que la luna faltaba.
Fue una maravilla la noche en la tierra.
La luna paseó por la selva del alto Paraná, conoció misteriosos aromas y sabores, y nadó
largamente en el río.
Un viejo labrador la salvo dos veces.
Cuando el jaguar iba a clavar sus dientes en el cuello de la luna, el viejo degolló a la fiera con su cuchillo; y cuando la luna tuvo hambre la llevo a su casa.
"Te ofrecemos nuestra pobreza", dijo la mujer del
labrador, y le dio unas tortillas de maíz.
A la noche siguiente, desde el cielo, la luna se asomó a la casa de sus amigos.
El viejo labrador había construido su choza en un claro de la selva, muy lejos de las aldeas. Allí vivía, como en un exilio, con su mujer y su hija.
La luna descubrió que en aquella casa no quedaba nada que comer. Para ella habían sido las últimas tortillas de maíz.
Entonces iluminó el lugar con la mejor de sus luces y pidió a las nubes que dejasen caer, alrededor de la choza, una llovizna muy especial.
Al amanecer en esa tierra habían brotado unos árboles desconocidos.
Entre el verde oscuro de las hojas, asomaban las flores blancas.
Jamás murió la hija del viejo labrador.
Ella es la dueña de la yerba mate y anda por el mundo ofreciéndosela a los demás.
La yerba mate despierta a los dormidos, corrige a los haraganes, y hace hermanas a las gentes que no se conocen.

HISTORIA DE TRES MUJERES, de Eduardo Galeano

1935, Buenos Aires: Alfonsina

A la mujer que piensa se le secan los ovarios.
Nace mujer para producir leche y lágrimas, no ideas; y no para vivir la vida, sino para espiarla detrás de las ventanas a medio cerrar.
Mil veces se lo han explicado y Alfonsina Storni nunca lo creyó.
Sus versos más difundidos protestan contra el hombre enjaulador.
Cuando hace años llegó a Buenos Aires desde las provincias, Alfonsina traía unos viejos zapatos de tacones torcidos y en el vientre un hijo sin padre legal.
En esta ciudad trabajo en lo que hubiera; y robaba formularios del telégrafo para escribir sus tristezas.
Mientras pulía palabras, verso a verso, noche a noche, cruzaba los dedos y besaba las barajas que le anunciaban viajes, herencias y amores.
El tiempo ha pasado, casi un cuarto de siglo; y nada le regaló la suerte.
Pero peleando a brazo partido Alfonsina ha sido capaz de abrirse paso en el masculino mundo.
Su cara de ratona traviesa nunca falta en las fotos que congregan a los escritores argentinos más ilustres.
Este año, en el verano supo que tenía cáncer. Desde entonces escribe poemas que hablan del abrazo del mar y de la casa que la espera allá en el fondo, en la avenida de las madréporas.


1935, Buenos Aires: Evita

Parece una flaquita del montón, paliducha, ni fea ni linda, que us
a ropa de segunda mano, y repite sin chistar las rutinas de la pobreza.
Como todas, vive prendida a los novelones de la radio, los domingos va al cine, y sueña con ser Norma Shearer, y todas las tardecitas, en la estación del pueblo, mira pasar el tren hacia Buenos Aires.
Pero Eva Duarte está harta: trepa al tren y se larga.
Esta chiquilina no tiene nada.
No tiene padre ni dinero; no es dueña de ninguna cosa.
Ni siquiera tiene una memoria que la ayude.
Desde que nació en el pueblo de los Toldos, hija de madre soltera, fue condenada a la humillación, y ahora es una nadie entre los miles de nadies que los trenes vuelcan cada día en Buenos Aires, multitud de provincianos de pelo chuzo y piel morena, obreros y sirvientas que entran en la boca de la ciudad y son por ella devorados: durante la semana Buenos Aires los mastica y los domingos escupe los pedazos.
A los pies de la gran mole arrogante, altas cumbres de cemento, Evita se paraliza.
El pánico no la deja hacer otra cosa que estrujarse las manos, rojas de frío y llorar. Después se traga las lágrimas, aprieta los dientes, agarra fuerte la valija de cartón y se hunde en la ciudad.

1916, Buenos Aires: Isadora

Descalza, desnuda, apenas envuelta en la Bandera Argentina, Isadora Duncan baila el Himno Nacional.
Una noche comete esa osadía en un café de estudiantes de Buenos Aires, y a la mañana siguiente, todo el mundo lo sabe: el empresario rompe el contrato, las buenas familias devuelven sus entradas al Teatro Colon y la prensa exige la expulsión inmediata de esta pecadora norteamericana que ha venido a la Argentina a mancillar los símbolos patrios.
Isadora no entiende nada.
Ningún francés protestó cuando ella bailó la Marsellesa con un chal rojo, azul y blanco por todo vestido.
Si se puede bailar una emoción, si se puede bailar una idea, ¿por que no se puede bailar un himno?
La libertad ofende.
Mujer de ojos brillantes, Isadora es enemiga declarada de la escuela tradicional, el matrimonio, la danza clásica, y de todo lo que enjaule al viento.
Ella baila porque bailando goza, y baila lo que quiere, cuando quiere y como quiere, y las orquestas callan ante la música que nace de su cuerpo.

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