viernes, 8 de diciembre de 2017

LA EUROPA QUE ESTAMOS MATANDO, de Arturo Pérez Reverte - 4/12/17

Es posible que me equivoque; pero creo que a la Europa cultural, a esa antigua, formidable e interesante señora que en sus 3.000 años de memoria incluye desde Homero, Platón, Sócrates, Virgilio y aquellos fulanos –y fulanas– de entonces hasta los de hace pocos días, pasando por Shakespeare, Leonardo, Cervantes, Velázquez, Montaigne, Voltaire, Van Gogh y el resto de la peña, no la matarán el terrorismo islámico, la inmigración o la multiculturalidad; ni siquiera la pandilla de políticos semianalfabetos que legisla y trinca en Bruselas con el objetivo, que se diría deliberado, de igualarlo todo en la mediocridad y aplastar la inteligencia allí donde todavía puede brillar.
En mi opinión, lo que destruye la Europa que en otro tiempo fue faro intelectual y referencia moral del mundo es el turismo de masas: la invasión descontrolada, imparable, de multitudes – entre las que nos contamos ustedes y yo – que circulan arrasándolo todo a su paso.
Transformándolo, allí donde se posan como plaga de langosta, en un escenario diferente al que fue, reconvertido ahora a su, o nuestra, imagen y semejanza.

Nada puede sobrevivir, porque es imposible, a diez o veinte mil turistas arrojados de golpe por cruceros y viajes baratos – suena mejor low cost –, en un solo fin de semana sobre ciudades como Roma, Florencia, París, Madrid o Barcelona. Y no se trata únicamente del efecto de masas que las hace intransitables, complica el acceso a museos y puntos de interés, degrada el entorno, ensucia y satura.
Se trata también, y sobre todo, de cómo los lugares van perdiendo poco a poco, y a veces con extraordinaria rapidez, los rasgos que los hacían singulares, adaptándose, qué remedio, a la nueva situación.

Tiendas de toda la vida, restaurantes, librerías, comercios, establecimientos que durante décadas o siglos dieron carácter local, desaparecen o se adaptan a los nuevos visitantes. 
Ofreciendo, naturalmente, lo que ese nuevo cliente exige, o exigimos: tiendas de souvenirs, bares y cafeterías impersonales, comida rápida y sobre todo ropa, mucha ropa.
De Algeciras a Estambul, de Palermo a Oslo, de cada dos comercios que cierran y reabren, uno lo hace como tienda de ropa. O de teléfonos móviles, también, a fin de que todos podamos ir dándole con el dedo a la pantallita; e incluso enterarnos, gracias a ella, de lo que tenemos alrededor sin necesitar la tontería viejuna de mirarlo.
Paseando por lugares cuya historia ignoramos, fotografiándonos ante monumentos y cuadros que nos importan un carajo, pero que se indican como parada obligatoria. Trofeo del safari.

Pienso en eso en Lisboa, sentado en la terraza de la pastelería Suiça, mientras compruebo en qué hemos convertido, también, esta hermosa ciudad hasta hace poco elegante y tranquila.
Los operadores turísticos se lanzan ahora sobre Portugal, y todo está lleno de gente en calzoncillos que bloquea las calles caminando tras guías políglotas que levantan en alto banderitas y paraguas de colores.
Eso trae dinero, claro.
A ver quién se resiste a eso, así que toda Lisboa está en fase de adaptarse a los nuevos tiempos y las nuevas gentes. No hay un taxi libre, ni una mesa en un café.
Los abueletes que necesitan subir al Barrio Alto ya no pueden utilizar el elevador de Santa Justa, porque colas enormes de turistas aguardan turno para subir en él y hacerse una foto.
Frente a La Brasileira, docenas de guiris que ni saben quién fue Pessoa ni les importará jamás se retratan junto a la estatua del escritor que, de verse tan sobado, se ciscaría en su puñetera madre.
Y el barrio de Alfama, donde antes te atracaban de noche como Dios manda, y podías pasear a oscuras sólo si te arriesgabas a ello, ahora rebosa de locales de fado, con ingleses y alemanes preguntando dónde pueden comer la típica paella portuguesa.
Esto es hoy Lisboa.

En la vieja Suiça, donde intento leer tranquilo, un grupo de anglosajones especialmente escandaloso y bestial bebe alcohol, grita, canta y maltrata al veterano camarero de chaquetilla blanca. Harto de esos animales, entristecido por la suerte de la ciudad antigua y señorial, me levanto y ocupo una mesa que ha quedado libre en el extremo opuesto de la terraza.
Al poco se acerca el camarero, trayendo mi bebida. Entonces miro hacia aquellos escandalosos hijos de puta y le digo al camarero: «He tenido que venir a una mesa que esté lejos».
Y el camarero, con ademán triste y elegante de viejo lisboeta, se encoge de hombros, sonríe melancólico y responde: «Ya no hay mesas lo bastante lejos».

REGRESO A TÁNGER, de Arturo Pérez Reverte - 12/11/17

He vuelto a Tánger tras las huellas de Eva, la agente soviética, y de Lorenzo Falcó, el desalmado y elegante espía franquista. Estuve allí unos días, recordando, y al hacerlo regresé a 1937.
Bajé desde la habitación 108 del hotel Continental por la calle Dar Baroud para comer en el pequeño restaurante Rif, y paseé luego entre los puestos del mercado, me senté en el Zoco Chico ante los cafés Central y Fuentes, donde hace ochenta años se enfrentaban españoles nacionales y republicanos, y anduve de noche, despacio y alerta, por las calles estrechas de la ciudad vieja, escuchando el eco de mis pasos en los recodos, subiendo hacia la casa de Moira Nikolaos en busca de una copa de absenta y un cigarrillo de haschís, y tal vez de una entrevista clandestina con el capitán de un mercante cargado con oro de la República.

Atento, en cada recodo o rincón, a esquivar una cuchillada en el vientre, o un balazo. El mundo, me susurraba Falcó al oído a cada momento, es un lugar peligroso. Así que ándate con ojo, compañero.
Y yo lo oía reír quedo y cruel, a mi lado, en la oscuridad.
Es curioso esto de leer y escribir cosas.
Desde hace treinta años, desde que cuento historias, me resulta imposible regresar a una ciudad donde transcurra una novela sin proyectarla a mi alrededor. 
Es cierto que eso ya me ocurría antes, como lector.
Nadie que lea libros, o al menos nadie entre la clase de lector que algunos somos, puede ver París, Roma u Oviedo, por citar tres lugares al azar, como los ve quien nunca anduvo de conversación con Hemingway, Stendhal o Clarín.
Los libros que llevas encima amueblan el mundo y obran el milagro de difuminar el presente e inyectar las páginas leídas en cada escenario.
Ése es, creo, el resultado más feliz de la lectura: permite advertir cosas que quienes no leen no pueden ver.

Hace posible una realidad paralela que llega a superponerse a la auténtica, o a combinarse con ella, logrando que a veces puedas recordar más a la luz de lo leído que de lo vivido.
Conseguir que París era una fiesta, Paseos por Roma o La Regenta alcancen más realidad en tu imaginación y tu memoria que una fotografía o una simple mirada.
Lo que, en el mundo que nos espera o que estamos teniendo ya, no deja de ser un extraordinario privilegio.
Pero si eso ocurre con los libros leídos, calculen con los escritos.
Cada novelista tiene su método, e imagino que no habrá dos iguales. El mío es vivir durante el tiempo en que tardo en escribir cada historia, que va de uno a dos años, sumergido en el mundo que narro. Y lo hago rodeado de objetos relacionados con ello, fundamentalmente lecturas.
De cada diez libros que leo, seis o siete suelen estar relacionados con la novela en curso; incluso los que en apariencia nada tienen que ver, pero que ayudan a crear un estado de ánimo favorable a la escritura.
Libros que estimulan, dan ganas de trabajar y disparan mecanismos interesantes.
A eso hay que añadir innumerables planos, revistas, fotografías, películas, viajes a los lugares y largos paseos con cuadernos de notas y la mirada atenta de cazador voraz.

Y así es posible la grata sensación de caminar por las ciudades de mis novelas borrando a los turistas, y los automóviles, y todo cuanto esté de más, o no sea útil para lo que se desarrolla en mi cabeza.
Ver el mundo no como es en realidad, sino como en mis novelas yo quiero, o pretendo, o necesito, que sea.
Por eso me es imposible regresar a ciertos lugares sin verlos a través de las novelas que escribí.
Ya no puedo caminar por Tánger, como digo, sin la compañía de Eva y Falcó; ni sentarme en un café de París sin ver en la mesa contigua a Lucas Corso e Irene Adler; ni pasear por Culiacán sin toparme con Teresa Mendoza cambiando dólares en la calle Juárez; ni entrar en el Negresco de Niza sin cruzarme con el bailarín y estafador Max Costa; ni ver una torre costera mediterránea sin imaginar dentro a un pintor de batallas; ni caminar por Cádiz sin esperar de un momento a otro el estallido de una bomba francesa, en cuyo lugar de impacto el comisario Tizón hallará el cadáver de una mujer asesinada.
Todo ese mundo me escolta, palpita alrededor, se sienta a mi mesa, conversa conmigo, puebla los lugares que revisito.
Me acompañará siempre mientras tenga memoria y tenga vida.
Y no imaginan ustedes la asombrosa felicidad que produce escuchar en el café Procope la risa amarga del abate Bringas, oír en la calle Bordadores el tintineo de los floretes de don Jaime Astarloa o arrodillarte a besar la carne cálida y húmeda de Olvido Ferrara mientras afuera, en Venecia, cae despacio la nieve sobre las góndolas negras.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

EL FARMACÉUTICO GALLEGO, de Arturo Pérez Reverte - 6/11/17

Hay tópicos nacionales de todas clases: los portugueses melancólicos, los italianos caóticos, los alemanes de piñón fijo, los ingleses arrogantes, borrachos y egoístas. 
Y lo que quieran ustedes añadir al asunto. 
Muchos de esos lugares comunes son falsos, y otros —establezcan cuál o cuáles— corresponden a la exacta realidad. 
En España, como en todas partes, esos tópicos los tenemos en abundancia: los andaluces indolentes y graciosos, los aragoneses nobles y testarudos, los catalanes laboriosos pero lentos en sacar la cartera, y cosas así. 
Y uno de los más reconocidos es el de los gallegos. 
Me refiero a su proverbial hermetismo, magistralmente expresado en esa imagen del ciudadano al que te encuentras en la escalera y no sabes si está subiendo o bajando. 
O si está parado.

El otro día tuve ocasión de comprobar en carne propia que a veces los tópicos se ajustan a la más absoluta realidad. 
Al menos, en lo que a los gallegos se refiere. 
Me encontraba en Santiago de Compostela, alojado en el hotel donde lo hago cada vez que viajo allí, situado en un buen lugar de la plaza del Obradoiro, junto a la catedral. 
Se acercaba la hora de comer, así que cogí un paraguas y salí a dar una vuelta por una calle cercana donde abundan los restaurantes. 
Como animal de costumbres que soy, me encaminé directamente al que frecuento cuando estoy en esa ciudad, pero lo encontré cerrado. 
Me quedé indeciso, pues no conocía ninguno de los otros locales de esa calle, que son una docena. 
Y como en aquel momento me dolía la cabeza y necesitaba un Actrón —esos dolores de cabeza que le he prestado a mi amigo Lorenzo Falcó, y que en los años 30 él soluciona con aspirinas—, entré en una farmacia, aprovechando para pedirle al farmacéutico que me recomendase un lugar próximo. 
Un buen restaurante.

El farmacéutico, un tipo de mediana edad, con un acento tan gallego que parecía imitado y no real - estilo Manuel Jabois o Luis, el limpiabotas del Palace -, se me quedó mirando, inexpresivo.

Buenos, lo que se dice buenos, hay muchos — dijo.

—Lo supongo —respondí—. Pero habrá alguno que pueda usted recomendarme.

Se rascó la cabeza.

Hay varios, ¿eh? — comentó.

—Ya supongo.

Unos mejores y otros no tanto, pero los hay buenos.

— Con que me diga uno es suficiente.

Volvió a rascarse la cabeza.

El problema es que si le recomiendo uno, igual soy injusto con otros.

— Puede. Pero tengo hambre, ¿sabe?… Con uno dicho así, al azar, me las arreglo.

El farmacéutico encogió los hombros, fruncido el ceño.

¿Prefiere carne, pescado o marisco? — inquirió.

— Me da igual —repuse esperanzado—. Lo que me apetece es comer bien.

Es que algunos son mejores en carne, y otros en pescado y marisco.
Respiré hondo. Seis veces. O quizá fueron siete.

— A estas alturas me da igual carne que pescado. Se lo juro.

Volvió a rascarse la cabeza.

No es lo mismo —objetó—. Porque cada uno tiene su especialidad.

Me metí el nudillo de un dedo índice entre los dientes y mordí fuerte.

— Por Dios… Dígame uno, carne o pescado. El que sea.

Se quedó pensando otro largo momento.

Pues la verdad —concluyó— es que no me atrevo a decirle uno en concreto.

Decidí cortar por lo sano.

— ¿A cuál suele ir usted?

A veces voy a uno y a veces voy a otro.
— ¿A veces?

Depende. Unas sí y otras no. Pero casi siempre como en casa.

Me agarré al mostrador, tambaleante. La farmacia me daba vueltas.

— ¿Y cuál fue el último restaurante al que fue?

Pues fui a uno, pero no sabría decirle ahora cuál.
Estaba a punto de echarme a llorar. Saqué la cartera.

— ¿Qué le debo del Actrón?

Ocho euros con cincuenta y cinco céntimos.
Salí a la calle haciendo eses, mareado, y me metí en el primer restaurante que vi abierto. 
Y las cosas como son, oigan. Comí de puta madre.

jueves, 16 de noviembre de 2017

EL CASO RUFIÁN, de Arturo Pérez Reverte - 20/3/17

Durante uno de los últimos debates de investidura brilló con luz propia una nueva estrella parlamentaria: el diputado Gabriel Rufián, de Esquerra Republicana de Cataluña. 
Nieto de un albañil de Granada y de un taxista de Jaén, el joven independentista, nacido en Santa Coloma de Gramanet, milita en un catalanismo radical del que se nutrió toda su intervención en la tribuna: un discurso a medio camino entre la retórica de Paulo Coelho y el humor de Tip y Coll; con el detalle terrible de que allí, en el Parlamento, el joven diputado catalán estaba hablando en serio. 
O lo pretendía. 
Para definir el estilo y al individuo, nada más exacto que el comentario publicado en La Vanguardia por el periodista Sergi Pàmies: «Una cursilería low cost con toques de confucianismo de bazar que, si el espectador supera los primeros momentos de vergüenza ajena, puede degenerar en ternura».
«Soy lo que ustedes llaman charnego», empezó diciendo Rufián, y siguió por ahí.
Sentado ante el televisor, asistí fascinado a su intervención.
A menudo el joven diputado aludía a cosas de contenido social con las que estoy completamente de acuerdo.
Pero lo embarullaba su discurso sesgado, zafio, pobre de sintaxis, hasta el punto de que llegué a preguntarme si se había preparado antes de subir a la tribuna con algún reconfortante volátil o espirituoso.
Pero al poco comprobé que nada de eso. Negativo.
Aquél era el estilo propio, el tono auténtico.
El individuo.

Me quedé de pasta de boniato.
Y acto seguido, lo dije en Twitter: 
«La España que sentó en el parlamento a Gabriel Rufián merece irse al carajo».
No me refería a la España catalana votante de ERC, sino a la España en general, en la que me incluyo.
«La España de Aznar, de Zapatero, de Rajoy», precisé.
Pero como de costumbre, la habitual falta de comprensión lectora hispana motivó una racha de comentarios irritados 

«Pérez-Reverte manda al carajo a Cataluña» y cosas por el estilo-, entre ellos uno del propio Rufián: 
«No se preocupe, que ya nos vamos».

Zanjé por mi parte el asunto con un último comentario: 
«A usted no le llaman charnego en España, sino en Cataluña. Y ése es el problema, creo. Su necesidad de que no se lo llamen».

Y sí. Lo sigo creyendo y lo creo cada vez más.
En la biografía de Gabriel Rufián, semejante a la de otros jóvenes independentistas, hay una línea clave: cuando él mismo afirma que descubrió la lengua y la cultura catalanas «cuando mis padres me matricularon en un instituto de Badalona».
Es decir, cuando se vio inmerso en un sistema educativo que, desde hace mucho, tiene por objeto cercenar cualquier vínculo, cualquier memoria, cualquier relación afectiva o cultural con el resto de España.
Un sistema perverso, posible gracias al disparatado desconcierto que la educación pública es en España, con diecisiete maneras de ser educado y/o adoctrinado, según donde uno caiga.
Donde las autoridades locales se pasan por la bisectriz leyes y razones, y donde su egoísmo cateto, provinciano e insolidario, aplasta cualquier posibilidad de empresa común, de memoria colectiva y de espíritu solidario.

Y no sólo eso.
Porque en el caso Rufián, y de tantos como él, se da otra circunstancia aún peor: el abandono de la gente, de los ciudadanos decentes, en manos de la gentuza política local. A cambio de gobernar de cuatro en cuatro años, los sucesivos gobiernos de la democracia han ido dando vitaminas a los canallas y dejando indefensos a los ciudadanos.
Y ese desamparo, ese incumplimiento de las leyes, esa cobardía del Estado ante la ambición, primero, y la chulería, después, de los oportunistas periféricos, dejó al ciudadano atado de pies y manos, acosado por el entorno radical, imposibilitado de defenderse, pues ni siquiera las sentencias judiciales sirven para una puñetera mierda.
Así que la reacción natural es lógica: mimetizarse con el paisaje, evitar que a sus hijos los señalen con el dedo.
Tú más catalán, más vasco, más gallego, más valenciano, más andaluz que nadie, hijo mío.
No te compliques la vida y hazte de ellos.

Así, gracias al pasteleo de Aznar, la estupidez de Zapatero, la arrogancia de Rajoy, generaciones de Rufiancitos han ido creciendo, primero en el miedo al entorno y luego como parte de él.
Y van a más, acicateados por la injusticia, la corrupción y la infamia que ven alrededor.

No les quepa duda: en un par de generaciones, o antes, esos jóvenes votarán independencia con más entusiasmo, incluso, que los catalanes o vascos de vieja pata negra.
A estas alturas del disparate nacional no queda sino negociar y salvar los muebles, como mucho.
Porque yo también me iría, si fuera ellos.
Por eso digo que la imbécil y cobarde España que hizo posibles a jóvenes como Gabriel Rufián, merece de sobra irse al carajo.
Y ahí nos vamos, todos, oigan. Al carajo.

martes, 14 de noviembre de 2017

POR FIN, de Pablo Alborán

Que intenso es esto del amor.
Que garra tiene el corazón.
Si jamás pensé que sucediera.
Así bendita toda conexión
entre tu alma y mi voz.

Si jamas creí
que me iba a suceder a mi.Por fin lo puedo sentir,
te conozco y te reconozco.

Que por fin se lo que es vivir
con un suspiro en el pecho
con cosquillas por dentro
y por fin se porque estoy así..
Tú me has hecho mejor,
mejor de lo que era,
y entregaría mi voz
a cambio de una vida entera.

Tú me has hecho entender
que aquí nada es eterno.
Pero tu piel y mi piel
pueden detener el tiempo.

No he parado de pensar
hasta donde soy capaz de llegar.
Sé que mi vida está
en tus manos y en tu boca.

Me he convertido en
lo que nunca imaginé.
Has dividido en dos
mi alma y mi sed.

Porque una parte va contigo,
aunque a veces no lo sepas ver.
Por fin lo puedo sentir.
Te conozco y te reconozco.

Que por fin sé lo que es vivir
con un suspiro en el pecho
y con cosquillas por dentro.
Por fin sé porque estoy así.

Tú me has hecho mejor,
mejor de lo que era
y entregaría mi voz
a cambio de una vida entera.

Tú me has hecho entender
que aquí nada es eterno. 
Pero tu piel y mi piel
pueden detener el tiempo.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

EL HERIDO, de Miguel Hernández

Para el muro de un hospital de sangre.

I

Por los campos luchados se extienden los heridos.
Y de aquella extensión de cuerpos luchadores
salta un trigal de chorros calientes, extendidos
en roncos surtidores.

La sangre llueve siempre boca arriba, hacia el cielo.
Y las heridas suenan, igual que caracolas,
cuando hay en las heridas celeridad de vuelo,
esencia de las olas.

La sangre huele a mar, sabe a mar y a bodega.
La bodega del mar, del vino bravo, estalla
allí donde el herido palpitante se anega,
y florece, y se halla.

Herido estoy, miradme: necesito más vidas.
La que contengo es poca para el gran cometido
de sangre que quisiera perder por las heridas.
Decid quién no fue herido.

Mi vida es una herida de juventud dichosa.
¡Ay de quien no esté herido, de quien jamás se siente
herido por la vida, ni en la vida reposa
herido alegremente!

Si hasta a los hospitales se va con alegría,
se convierten en huertos de heridas entreabiertas,
de adelfos florecidos ante la cirugía.
de ensangrentadas puertas.

II

Para la libertad sangro, lucho, pervivo.
Para la libertad, mis ojos y mis manos,
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.

Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,
y entro en los hospitales, y entro en los algodones
como en las azucenas.

Para la libertad me desprendo a balazos
de los que han revolcado su estatua por el lodo.
Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,
de mi casa, de todo.

Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.

Retoñarán aladas de savia sin otoño
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño:
porque aún tengo la vida.

NANAS DE LA CEBOLLA, de MIguel Hernández

La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.,
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla:
hielo negro y escarcha
grande y redonda.

En la cuna del hambre
mi niño estaba,
con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.

Una mujer morena,
resuelta en luna,
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la luna
cuando es preciso.

Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto,
que en el alma al oírte,
bata el espacio.

Tu risa me hace libre,
me pone alas,
soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.

Es tu risa la espada
más victoriosa.
Vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.

La carne aleteante,
súbito el párpado,
el vivir como nunca,
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea,
desde tu cuerpo!

Desperté de ser niño.
Nunca despiertes.
Triste llevo la boca.
Ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.

Ser de vuelo tan alto,
tan extendido,
que tu carne parece
cielo cernido.
¡Si yo pudiera
remontarme al origen
de tu carrera!

Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes:
como cinco jazmines
adolescentes.

Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego,
correr dientes abajo
buscando el centro.

Vuela niño en la doble
luna del pecho.
Él, triste de cebolla.
Tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.

martes, 7 de noviembre de 2017

EL POTERAS Y SU ENEMIGO, de Arturo Pérez Reverte - 30/10/17

Repasando, casi por azar, unos viejos volúmenes de novelas policíacas -Peter Cheyney, Harmon Coxe, Eric Ambler-, acabo de encontrar uno de Ellery Queen que me transporta más de medio siglo atrás en el tiempo, al lector que yo era a los doce o trece años.
Por suerte para mí, las bibliotecas de mis abuelos estaban especializadas en asuntos diferentes: la de mi abuelo paterno era más de clásicos y gran literatura del XIX, mientras que mi abuela materna y mi tía Pura, su hermana, eran lectoras apasionadas de bestsellers contemporáneos -Vicky Baum, Colette, Somerset Maugham- y novela policíaca, de la que tenían un armario lleno hasta arriba; en el que, cuando iba a visitarlas, yo buceaba con entusiasmo de cazador precoz, pues podía llevarme lo que me apeteciera.
Allí descubrí a Hammett y Chandler, entre otros.
Y uno de aquellos hallazgos tempranos, las novelas de Ellery Queen, tuvo serios efectos colaterales.

Yo tenía doce años y estaba en tercero de bachillerato en los Maristas de Cartagena, donde pasé mi infancia de estudiante hasta que me expulsaron dos años después.
Era un pésimo alumno, pues sólo me interesaban la literatura, el latín y la historia.
Todo lo demás eran suspensos. E indisciplina.
Cada profesor, religiosos en su mayor parte, tenía para nosotros su apodo: el Cuellotoro, el Dumbo, el Tomate, el Pulga (uno de los más logrados era el del profesor de matemáticas, un seglar elegante y fumador de rubio emboquillado llamado don Francisco Márquez, cuyo magnífico sobrenombre era Paco Farolas).
Y el de mi clase, ese curso, era el hermano Emilio, alias el Poteras.

El Poteras y yo nos odiábamos sin disimulo.
Era de esos profesores con la mano larga, muy dados a pegar a los alumnos - en aquel tiempo eso era normalísimo -, pero solía ejercer esa potestad con excesiva saña.
Yo no era un alumno fácil, por otra parte.
Si tocaba hacer un ejercicio de redacción, me las arreglaba para que estuviera muy bien escrito, pero al mismo tiempo fuese esencialmente insultante para él - recuerdo bien un tema libre: La pesca del calamar con potera -.
Y las represalias, por supuesto, estaban a la altura.
Castigos y leña al mono.
Los padres no intervenían en esas cosas, pues la disciplina a la brava formaba parte del sistema.
Aquello, los chicos teníamos que comérnoslo solos.
Doblabas la bisagra, o mantenías el desafío en plan guerrillero y afrontabas las consecuencias. 
Algunos - Miguel Cebrián, Manolico el Nabo, Julio Mínguez- las encarábamos con la cabeza bien alta. 
ramos pequeños cimarrones en pantalón corto. Indomables cabroncetes, cada uno a su estilo. 
Peligrosos como la madre que nos parió.

Una novela de Ellery Queen inspiró una de mis campañas contra el Poteras. 
Apropiándome de la idea - un asesino que envía mensajes previos en verso a sus víctimas -, durante un mes le estuve mandando a mi acérrimo enemigo breves mensajes anónimos con versos míos (recuerdo uno de ellos: En este tu penúltimo día / tu matador te envía / este mensaje grato / que te hará bicarbonato).
Por supuesto, yo era un delincuente imberbe, un criminal ingenuo; y los mensajes estaban escritos en papel cuadriculado de cuaderno escolar, a bolígrafo y con mi letra. Al Poteras le bastaron cinco minutos para identificarme, y me sometió a un duro interrogatorio.
Lo negué todo, con un par de infantiles cojoncillos, y no pudo sacarme nada.
Al día siguiente le mandé un nuevo mensaje, y a los pocos días, otro.
El siguiente interrogatorio tuvo lugar en el aula desierta, a la hora del recreo, y no creo haber recibido tantas bofetadas en mi vida.
No abrí la boca más que para negarlo todo.
Además, procuraba sonreír entre hostia y hostia, como los héroes de las películas.
Me dejó ir, por imposible, y al día siguiente le mandé otro mensaje.

El nuevo interrogatorio tuvo lugar en el colegio unos días más tarde, pero en el despacho del director: éste, el Poteras, mi padre, y yo en posición de firmes ante ellos.
El Poteras, descompuesto, acumulaba mensajes sobre la mesa, comparaba la letra con la de mis ejercicios escolares, me acusaba de delincuente infantil.
Yo seguía negándolo todo.
Ésa no es mi letra, sostenía impasible.
Por fin, harto de aquello, muy serio, mi padre dijo: «Cuando vean a mi hijo dejando personalmente uno de esos papeles, avísenme». Luego me sacó de allí.
Caminamos en silencio por la calle, uno junto al otro, mientras él me miraba de reojo.
Al fin dijo: «Ya lo has matado, ya vale».
Y me dio un buen pescozón.
Entonces no me di cuenta, pero ahora comprendo que sonreía.

TURISTAS DE LA IDIOTEZ, de Arturo Pérez Reverte - 23/10/17

El ser humano es, ante todo y en líneas generales, un hijo de puta.
Luego, ya en detalle, puede ser también otras cosas.
Esta frase inicial, que les regalo a ustedes porque es mía, no proviene de libros ni conversaciones de barra de bar, sino de una certeza visual propia, empírica, ilustrada de primera mano allí donde los hijos de puta suelen mostrarse en todo su esplendor.
Una impresión precoz, casi juvenil, que los años y la experiencia han acabado convirtiendo en absoluta certeza.

Contaba hace poco el novelista mexicano Jorge Zepeda Patterson que, tras el último terremoto que asoló su ciudad y causó daños en su casa, observó un fenómeno que él llama turismo humanitario: gente de variada condición, habitantes de barrios adinerados y suburbios humildes, que acudía a las zonas de desastre con el pretexto de prestar ayuda, pero que en realidad se dedicaba a pasear entre las ruinas con casco, chaleco reflectante y mascarilla protectora, haciéndose fotos.
Ocurrió sobre todo el primer fin de semana; y entre los abnegados voluntarios de los equipos de rescate, que realmente trabajaban intentando salvar vidas y se dejaban el alma y la piel en ello, pululaban ociosos de ambos sexos disfrazados de socorristas, haciéndose selfis ante las ruinas e, incluso, teniendo el descaro de agacharse para posar junto a los perros rescatadores.

La cosa, en realidad, no es nueva.
En tiempos de la erupción sobre Pompeya o de la caída de Bizancio no había teléfonos móviles con cámara incorporada, pero estoy seguro de que el personal se las apañaba con algún método equivalente.
La desgracia ajena motiva mucho, y uno suele arrimarse a ella con morboso deleite, como en esas antiguas fotos de bandoleros metidos en un cajón, rodeados de gente que posa, o la del Che Guevara de cuerpo presente y en nutrida compañía.
Quizá la diferencia esté en el careto que ahora pone la peña.
Antes todos posaban solemnes, por aquello de la circunstancia.
Sin embargo, hace tiempo que pocos guardan las formas.
Se sonríe ante la cámara, incluso se hacen gestitos divertidos y posturas simpáticas, una pierna por alto, un ojo guiñado y todo eso, lo mismo si tienes detrás la torre Eiffel que media docena de fiambres de patera ahogados en una playa.

No es de ahora, insisto, aunque el tiempo y la tecnología mejoran y afinan.
Recuerdo dos variedades de cantamañanas habituales en la guerra de los Balcanes y el cerco de Sarajevo.
Una eran los políticos, filósofos y escritores de ambos sexos que se dejaban caer por allí un par de días para hacerse una foto con chaleco antibalas, en plan turistas japoneses, y luego explicar al mundo con detalle de qué iba la tragedia. Otra eran los periodistas ful o los falsos cooperantes humanitarios, chusma intrusa a la que nadie había dado vela en aquel entierro, que aparecían y desaparecían cuando tenían las fotos o el vídeo, tras haber incordiado todo lo imaginable a los profesionales que estábamos haciendo nuestro trabajo.
Y esa clase de gente, adaptada a los nuevos tiempos y escenarios, sigue ahí, metiéndose de por medio cámara en alto. Dando por saco.
Pendientes de la foto, o de ellos mismos en la foto, sin mirar apenas lo que tienen detrás.
Lo mismo en el museo del Prado que en el terremoto mexicano, o en una matanza en las Ramblas de Barcelona. Grabando tragedias en vez de evitarlas, teléfonos móviles dispuestos, registrando agresiones y tragedias en vez de actuar contra los agresores o socorrer a las víctimas.
Hasta a sus propias familias se lo hacen.
O se lo hacemos.

Y es que ya no miramos directamente la realidad. Ni siquiera lo creemos necesario.
Las imágenes, sean de horror o de felicidad, sólo interesan para su posterior reproducción y difusión.
Es nuestro minuto de gloria.
Colgar fotos en Instagram y vídeos en Youtube se ha vuelto objetivo de nuestras vidas, como esos corredores de los encierros taurinos que, en vez de disfrutar con la adrenalina y el peligro, van con el móvil en la mano intentando grabar al toro; o las docenas de imbéciles y cobardes que graban en sus teléfonos la paliza mortal a un desgraciado en lugar de evitarla.
Hasta una violación grabaríamos, como por otra parte ya se ha hecho.
Cuanto hacemos está destinado a ser testimonio turístico: yo estaba allí, mira lo que comí ese día, mira cómo le sacudían a ése, mira cómo se desangraban las víctimas del terrorista. A ver si conseguimos hacerlo viral, oye. Que lo vea la familia, los amigos.
Que lo vean todos, y por supuesto que me vean.
Incluso los que no me conocen y a quienes importo un carajo.

Y todavía hay quien pregunta por qué prefiero los perros a las personas.

EN COMPAÑÍA DE TONTOS, de Arturo Pérez Reverte - 9/10/17

Puestos a ser justos, no sólo es España. Gracias a Dios.
Las habas de la estupidez y la mala fe se cuecen en todas partes; y si eso no consuela demasiado, al menos lo hace más llevadero.
Saber, por ejemplo, que la estatua de Colón en Barcelona no es la única que tiene la piqueta de demolición en el cogote, consuela un poco.
Nada hay más tranquilizador que la estupidez compartida, global, en un mundo donde, ya desde la más remota antigüedad – y ahí seguimos –, juntas a un fanático o un malvado con 1.000 tontos y, matemáticamente, obtienes 1.001 hijos de la gran puta.

La tendencia actual de borrar la parte oscura del pasado y reinventar éste con la parte buena, o la que cada uno considera como tal, está sumiendo el mundo en un caos cultural ajeno a los hechos y razones que lo definen. Ignoramos que la historia no es buena ni mala, sino sólo historia, y borrándola creemos corregirla o librarnos de ella, cuando el resultado es justo lo contrario.
Sin memoria, sin las claves que nos explican, somos monigotes en manos de oportunistas y sinvergüenzas, o rehenes de los estúpidos apóstoles de lo políticamente correcto.
Y más cuando éstos se empeñan en que miremos el pasado, tan diferente en espíritu y maneras, con ojos del presente.
Exigiéndole, por ejemplo, a una banda de aventureros hambrientos, duros, ambiciosos y desesperados que se comportaran en el siglo XV con los criterios morales de una oenegé del siglo XXI.
Así nunca pueden salir las cuentas.
Todos tuvimos bisabuelos que lucharon en guerras, invasiones, conquistas y reconquistas.
Que mataron y murieron por un plato de comida, por una ambición, por una mala suerte, por una idea.
Ocultarlos es amputarnos a nosotros mismos.
Olvidar que somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos.

Al pobre Colón, como digo, lleva tiempo cayéndole la del pulpo.
Él sólo quería descubrir un mundo nuevo al otro lado del Atlántico, y se jugó el tipo para conseguirlo, gracias al apoyo que le dieron los reyes de España – ese país ahora de pronto inexistente – allá por el año 1492. Pero ya ven.
Ha acabado comiéndose un marrón genocida como el sombrero de un picador: Cristina Kirchner le demolió la estatua en Buenos Aires, Ada Colau y la CUP quieren demolérsela en Barcelona, e innumerables cantamañanas de toda condición y pelaje andan buscándole las vueltas a don Cristóbal. Jugándole la del chino.

La última que yo sepa, se la han montado en Los Ángeles, California, ciudad hispana por excelencia empezando por el nombre (Nuestra Señora Reina de los Ángeles) y por quienes la fundaron. Pues bueno.
Allí, con el silencio cuando no el aplauso de la abrumadoramente mayoritaria comunidad hispana, o sea, gente que se apellida Sánchez y Martínez, han suprimido el Columbus Day o Día de Colón – con el único voto en contra de un concejal de origen italiano, para más guasa –, y colocado en su lugar el Día de los Pueblos Indígenas.
Lo cual estaría muy bien en muchos sitios, sobre todo de México para abajo; pero en Estados Unidos suena a sarcasmo guarro, porque allí precisamente, en la pulcra América anglosajona, y a diferencia de la sucia y grasienta América hispana, los pueblos indígenas fueron sistemáticamente exterminados, y los escasos supervivientes confinados en infames reservas.
Y así, el gran John Ford pudo decirle a Peter Bogdanovich en una entrevista: «Los indios son un pueblo digno incluso en la derrota, pero eso no está bien visto en los Estados Unidos. Al público le gusta ver cómo matan a los indios. No los consideran seres humanos».

Así que, en fin. Qué quieren que les diga.
Estos días va a estrenarse una película dirigida por Agustín Díaz Yanes, Oro, basada en un relato del arriba firmante, donde se cuenta mi manera de ver lo que fue la conquista de América: una sucesión de episodios fascinantes, terribles, épicos a veces y, desde luego, crueles y poco simpáticos. Pero asumiendo cuanto de terrible haya que asumir de la Historia, del horror y de la vida, que en el caso de la Conquista es mucho, el hecho cierto es que los indios de la América hispana siguen ahí, vivitos y coleando, compartiendo una lengua formidable entre quinientos millones de personas.
Y muchos, por simple justicia histórica, han venido a vivir a España; mientras en los Estados Unidos ni están ni se les espera, entre otras cosas porque allí, con la Biblia y la cochina supremacía blanca por delante, se los cargaron a todos.
Así que, por mí, como hispano que soy, como español que asume sin complejos su pasado en lo bueno y lo malo, la municipalidad de Los Ángeles puede irse a hacer puñetas.
A excepción del concejal de origen italiano, claro.
Ese tío cachondo.

miércoles, 25 de octubre de 2017

LOS MUERTOS HABLAN, de Santiago Trinchero - 20/10/17

“Los muertos hablan”, dicen los médicos forenses y los especialistas invitados a los paneles de la televisión para recubrir de seriedad el circo mediático.
“Los muertos hablan”, repiten, porque la ciencia médica permite seguir los rastros de la vida arrebatada, las formas en que ese cuerpo dejó de respirar.
“Los muertos hablan”, insisten los funcionarios judiciales confiados en que la verdad está escondida en una prueba de ADN o en un peritaje de balística.
“Los muertos hablan”, murmura la casta política, porque la autopsia se revela como el final del suplicio de los focus group, de los pedidos de disculpas fingidos, de toda esa parsimonia hipócrita que dice estar acongojada cuando en realidad siente un profundo alivio.

Un tuit más y mañana a votar.

Pero tienen razón, los muertos hablan.
No lo hacen solamente en el lenguaje de la ciencia. No.
Los muertos hablan porque son vitrinas del horror cotidiano y a cuenta gotas.
León Trotsky dice en "El gran sueño" que las tragedias, las individuales y colectivas, siempre ponen al desnudo las verdaderas pasiones e impulsos de una persona.
Los muertos hablan un lenguaje sensible.
El grito del “Ni una menos” no salió de la boca de millones de mujeres por los avances recientes en la criminalística.
Fue porque esas muertas arañaron con sus ecos las fibras sensibles de un tejido social.


Santiago Maldonado, Luciano Arruga, Mariano Ferreyra, hablan. Todavía hablan.

¿Qué te corre por la sangre si no sos capaz de parar un segundo y escuchar lo que tienen para decir?
Ellos sintetizan en sus voces las lecciones que no aprenderías ni leyendo todos los libros que se han escrito sobre la desigualdad social y sobre la lucha de clases.
Santiago nos habla del problema de la tierra en un país tan extenso que es un insulto que unas pocas miles de familias acaparen el fruto de esa riqueza; y que eso de que “los argentinos venimos de los barcos”, fue un cuentito que nos contaron en el colegio para que no miremos cuando miramos la indignante miseria endémica y la más repulsiva impunidad con la que conviven cotidianamente nuestros pueblos originarios.

Hay una Argentina india y la viven cagando a balazos.

Luciano lleva en su cuerpo las marcas de una mafia que hizo temblar a la Cosa Nostra siciliana.
Las fuerzas de seguridad son carteles criminales que lucran con el pequeño y gran delito.
Si te negás a colaborar con su perverso ciclo podés terminar muerto en un calabozo o al costado de una autopista.
Hay una Argentina pobre y villera, que vive cotidianamente con sus barrios plagados de policías, prefectos y gendarmes que se comportan como ejércitos de ocupación.

Hay una Argentina del apartheid, donde los pases de circulación se reemplazaron por la portación de cara.

Mariano Ferreyra nos habla de la repugnante convivencia del poder político con bandas que retoman las más abyectas tradiciones de la Triple A.
Que el cuentito de que los sindicatos son de Perón es una verdad garantizada a los tiros y culatazos por jaurías de perros sin corazón, dirigidas por burócratas que en su mal lograda vida laburaron, pero son sendos secretarios generales, en la medida de que mantengan el valor de la fuerza de trabajo en los niveles aceptables.
Entendiendo por niveles aceptables que más o menos no nos caguemos de hambre y que el empresariado se siga enriqueciendo como jeques arábes que, en vez de petróleo, nos extraen a nosotros la sangre.

Hay una Argentina obrera, que vive en niveles de precarización tan elevados que harían que Martinez de Hoz aplaudiera de pie a todos los gabinetes de ministros de esta democracia que lo sucedió.

Yo no quiero terminar muerto al costado de una vía, de un río, en una morgue con una etiqueta en el dedo gordo que diga NN.
No quiero eso para mis seres queridos.
Yo no vine a este mundo roto a decir “uy, qué cagada lo de este pobre pibe, esta pobre piba”.

Entre el mundo que tenemos y el mundo que queremos dejar a nuestras espaldas cuando partamos, hay una pequeñísima clase de parásitos y mercenarios dispuestos a matarnos para seguir viviendo de nosotros.

Los muertos hablan, nos dicen de qué lado tenemos que estar.

jueves, 19 de octubre de 2017

EN TIEMPOS OSCUROS, de Eduardo Galeano

"En tiempos oscuros, tengamos el talento suficiente para aprender a volar en la noche... como murciélagos...
En tiempos oscuros, seamos lo suficientemente sanos, como para vomitar las mentiras que nos obligan a tragar... cada día...
En tiempos oscuros, seamos lo suficientemente valientes como para tener el coraje de estar solos... y lo suficientemente valientes, como para arriesgarnos a estar juntos...
En tiempos oscuros, seamos lo suficientemente maduros, como para saber que podemos ser compatriotas y contemporáneos, de todos los que tienen una voluntad de belleza y una voluntad de justicia, sin importar, dónde nacieron ni dónde se encuentran... porque no creemos en las fronteras de los mapas del tiempo...
En tiempos oscuros, seamos lo suficientemente tercos, como para seguir creyendo, contra toda evidencia... que la condición humana vale la pena...
En tiempos oscuros, seamos lo suficientemente locos, como para ser llamados locos... seamos lo suficientemente inteligentes, como para ser desobedientes, cuando recibimos órdenes contradictorias a nuestra conciencia... o contra el sentido común".

miércoles, 18 de octubre de 2017

OJALÁ, por Raquel Robles - 18/10/17

¿Alguien en el mundo puede entender que un cuerpo roto pueda significar algo parecido a un alivio?
¿En qué mundo de inmundicia vivimos en el que preferimos un huesito, una cadena de adn, un pedacito de pelo, a la incertidumbre?
¿Y puede alguien entender que al mismo tiempo no queramos encontrar nunca nada para poder seguir en el limbo de la ilusión cruel de que tal vez, quizás, de algún modo mágico, pueda volver el ser amado que no hay modo de no saber que está muerto?
¿Cómo lograron hacernos esto?
¿Cómo lograron que la incertidumbre fuera la condena y el nudo que no queremos deshacer a esa imagen en la que ellos siempre vuelven?

Hay un cuerpo rescatado del agua.
Y siempre el agua, siempre los ríos, siempre los peces acunando a nuestros seres queridos.
¿Será Santiago?
En definitiva, es alguien que ha muerto y ha quedado a merced del agua. Y eso ya es un dolor suficiente.
Pero en este país nunca es suficiente.
Porque secuestraron en las narices de todos a treinta mil personas, las torturaron las asesinaron y ocultaron sus cuerpos – porque eso es lo que el eufemismo “desaparecido” quiere decir - y no es suficiente.
Miguel Bru, tampoco alcanzó.
Julio López todavía no llenó el vaso.
Y probablemente Santiago sea otra perla amarga en el collar que llevamos en nuestros propios cuerpos doloridos.

En este país se puede “estar harto del tema de los desaparecidos” y la vida sigue.
Se puede tardar once años para preparar un juicio contra torturadores y decir que es verdad que ocho o nueve personas son responsables de la gestión de un centro clandestino de detención en el que fueron machucados los cuerpos de cientos.
Se puede hacer un chiste también.
El cuerpo encontrado en río tal vez conserve algo para que los forenses puedan investigar por las bajas temperaturas del agua “como Walt Disney”.
Y la vida sigue.

Es tan violento que la vida siga cuando el dolor es un estilete que te va cortando en tiritas. 
Y sin embargo, si no siguiera, cómo podríamos batir al enemigo.
Aunque sea así, como inventó la historia que dijo el Sargento Cabral.
La esperanza es nuestra condena y nuestra victoria.
Hayao Miyazaki, ese que nos salvó la vida de niños con las series Heidi y Marco, el que hizo El castillo vagabundo y el Viaje de Chihiro, en su última película nos dio la clave: el viento se levanta, hay que intentar vivir.
Pero cómo..?

Vivir, respirar, no ahogarse con el cuerpo que los perros encontraron a cuatro días de las elecciones, podría ser ya bastante heroico.
Sin embargo para nosotros tampoco es suficiente.
Estar mirando en la televisión, en las redes sociales, pegados a las pantallas de los teléfonos hasta que alguien nos diga si es o no es Santiago, si Santiago sigue siendo un desaparecido o es un asesinado, en esta categoría loca que hemos inventado los argentinos, como si desaparecido no significara también asesinado, no parece suficiente.
Estar pensando en las elecciones, en la anécdota importante o fútil, según para quién, de las elecciones frente a la brutalidad de este jueguito morboso al que nos someten (¿es o no es? ¿reconocés la ropa en este cuerpo sin cara? ¿podremos saber qué le hicieron después de dos meses de río?) también parece insuficiente.
Violento inclusive.

Nada, ninguna cosa que podamos hacer, nos devolverá la vida de Santiago, ni la de Julio, ni la de Miguel, ni la de Silvia, asesinada por testimoniar en un juicio por delitos de lesa humanidad.
Tampoco a las miles de personas que destrozó la dictadura.
Ni los años que millones vivieron en el exilio o en el horror de las cárceles argentinas.
Pero no hacer nada es sin dudas lo más desacertado que podemos hacer.
Y mirar la tele, decir qué barbaridad, esperar que nuestro mundo cambie votando así o asá es bastante parecido a hacer nada.

El gran Kurt Vonnegut en su "Matadero Cinco" propuso una explicación más racional al delirio del genocidio nazi: la abducción de los cuerpos por extraterrestres.
Convengamos que es menos loco pensar en un plato volador que te saca del tiempo y del espacio a que el ser humano sea capaz de masacrar a seis millones de personas.
En su libro, el protagonista, Billy Pillgram es llevado a su planeta por los tralfamadorianos:
Lo más importante que he aprendido en Tralfamadore es que cuando una persona muere, sólo muere aparentemente.
Continúa muy viva en el pasado, y por lo tanto es muy estúpido que la gente llore en su funeral.
Todos los momentos, el pasado, el presente y el futuro, siempre han existido y siempre existirán.
Los tralfamadorianos pueden contemplar todos los momentos de la misma forma que usted, por ejemplo, puede observar cualquier trecho de las Montañas Rocosas.
Se dan cuenta de la permanencia de todos los momentos, y pueden contemplar cualquiera de ellos que les interese.
Aquí en la Tierra creemos que un momento sigue al otro, como los guisantes dentro de la vaina, y que cuando un momento pasa ya ha pasado para siempre, pero no es más que una ilusión.”
No podemos saber si el paso del tiempo es una ilusión o no.
Lo que quizás podamos afirmar es que todo vuelve a repetirse sin repetirse jamás.

Este año fui a la casa de donde se llevaron a mis padres. Hacía mucho tiempo que no iba. Estaba alquilada.
Los inquilinos querían entregármela porque se iban.
Me di cuenta de que nunca la había visto así, despojada, sin nada, sólo las paredes y el verde del fondo y ese lugar donde estaba la conejera con mis queridos conejos, donde aún hoy se niega a crecer el pasto.
Me puse a llorar. Como una loca.
No sabía que iba a llorar, pero sucedió.
El inquilino que se iba me recogió del piso, me alzó porque yo era una masa informe que sólo sabía llorar y me dijo “no te preocupes flaca, no van a volver”.
Él me hablaba de los militares, y tal vez sea un poco inocente creer que no van a volver cuando pasan cosas como la desaparición de Santiago y la vida, como vimos, sigue.
Pero lo más increíble, lo más terrible es que yo me preocupé. Me anoticié.
Yo no pensé en los militares. Yo pensé en mi papá y en mi mamá. No van a volver.
Una mujer de 46 años llorando como una nena de 4 porque alguien le dice que “no van a volver”.

La muerte es la muerte. Es lo real, lo irreductible.
Pero la muerte encarnada en un cuerpo es la certeza de un duelo que comienza.
La muerte encarnada en el aire es que pasen los años, las décadas y cada vez volver a entender que la magia es una posibilidad demasiado remota.
Ojalá que el cuerpo que encontraron en el río sea Santiago.
Ojalá que el cuerpo que encontraron en el río no sea Santiago.

jueves, 12 de octubre de 2017

EN COMPAÑÍA DE TONTOS, de Arturo Pérez Reverte - 9/10/17

Puestos a ser justos, no sólo es España.
Gracias a Dios.
Las habas de la estupidez y la mala fe se cuecen en todas partes; y si eso no consuela demasiado, al menos lo hace más llevadero.
Saber, por ejemplo, que la estatua de Colón en Barcelona no es la única que tiene la piqueta de demolición en el cogote, consuela un poco.
Nada hay más tranquilizador que la estupidez compartida, global, en un mundo donde, ya desde la más remota antigüedad – y ahí seguimos –, juntas a un fanático o un malvado con 1.000 tontos y, matemáticamente, obtienes 1.001 hijos de la gran puta.
La tendencia actual de borrar la parte oscura del pasado y reinventar éste con la parte buena, o la que cada uno considera como tal, está sumiendo el mundo en un caos cultural ajeno a los hechos y razones que lo definen. Ignoramos que la historia no es buena ni mala, sino sólo historia, y borrándola creemos corregirla o librarnos de ella, cuando el resultado es justo lo contrario.
Sin memoria, sin las claves que nos explican, somos monigotes en manos de oportunistas y sinvergüenzas, o rehenes de los estúpidos apóstoles de lo políticamente correcto.

Y más cuando éstos se empeñan en que miremos el pasado, tan diferente en espíritu y maneras, con ojos del presente. Exigiéndole, por ejemplo, a una banda de aventureros hambrientos, duros, ambiciosos y desesperados que se comportaran en el siglo XV con los criterios morales de una oenegé del siglo XXI.
Así nunca pueden salir las cuentas.

Todos tuvimos bisabuelos que lucharon en guerras, invasiones, conquistas y reconquistas.
Que mataron y murieron por un plato de comida, por una ambición, por una mala suerte, por una idea.
Ocultarlos es amputarnos a nosotros mismos.
Olvidar que somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos.

Al pobre Colón, como digo, lleva tiempo cayéndole la del pulpo.
Él sólo quería descubrir un mundo nuevo al otro lado del Atlántico, y se jugó el tipo para conseguirlo, gracias al apoyo que le dieron los reyes de España – ese país ahora de pronto inexistente – allá por el año 1492.
Pero ya ven. Ha acabado comiéndose un marrón genocida como el sombrero de un picador: Cristina Kirchner le demolió la estatua en Buenos Aires, Ada Colau y la CUP quieren demolérsela en Barcelona, e innumerables cantamañanas de toda condición y pelaje andan buscándole las vueltas a don Cristóbal. 
Jugándole la del chino.

La última que yo sepa, se la han montado en Los Ángeles, California, ciudad hispana por excelencia empezando por el nombre (Nuestra Señora Reina de los Ángeles) y por quienes la fundaron.
Pues bueno.
Allí, con el silencio cuando no el aplauso de la abrumadoramente mayoritaria comunidad hispana, o sea, gente que se apellida Sánchez y Martínez, han suprimido el Columbus Day o Día de Colón – con el único voto en contra de un concejal de origen italiano, para más guasa –, y colocado en su lugar el Día de los Pueblos Indígenas.
Lo cual estaría muy bien en muchos sitios, sobre todo de México para abajo; pero en Estados Unidos suena a sarcasmo guarro, porque allí precisamente, en la pulcra América anglosajona, y a diferencia de la sucia y grasienta América hispana, los pueblos indígenas fueron sistemáticamente exterminados, y los escasos supervivientes confinados en infames reservas.
Y así, el gran John Ford pudo decirle a Peter Bogdanovich en una entrevista: 
«Los indios son un pueblo digno incluso en la derrota, pero eso no está bien visto en los Estados Unidos.
Al público le gusta ver cómo matan a los indios.
No los consideran seres humanos».

Así que, en fin. Qué quieren que les diga.
Estos días va a estrenarse una película dirigida por Agustín Díaz Yanes, Oro, basada en un relato del arriba firmante, donde se cuenta mi manera de ver lo que fue la conquista de América: una sucesión de episodios fascinantes, terribles, épicos a veces y, desde luego, crueles y poco simpáticos. Pero asumiendo cuanto de terrible haya que asumir de la Historia, del horror y de la vida, que en el caso de la Conquista es mucho, el hecho cierto es que los indios de la América hispana siguen ahí, vivitos y coleando, compartiendo una lengua formidable entre quinientos millones de personas.
Y muchos, por simple justicia histórica, han venido a vivir a España; mientras en los Estados Unidos ni están ni se les espera, entre otras cosas porque allí, con la Biblia y la cochina supremacía blanca por delante, se los cargaron a todos.

Así que, por mí, como hispano que soy, como español que asume sin complejos su pasado en lo bueno y lo malo, la municipalidad de Los Ángeles puede irse a hacer puñetas.
A excepción del concejal de origen italiano, claro.
Ese tío cachondo.

jueves, 5 de octubre de 2017

EL DESPRECIO, de Osvaldo Soriano - 12 / 1994

De todos los racismos el peor es el cotidiano, el chiquito que no culpabiliza.
El que piensa, como le escuché decir una madrugada a un conductor de radio: “Yo no soy racista, sólo digo primero nosotros, después ellos”.
Ellos no votan, no tiene voz ni ley que los ampare.
Pobres primero, negros después.
Ahí están como esclavos en fábricas de barrios y suburbios. Bolivianos, peruanos, cabecitas.
La Asamblea del Año XIII ya pasó y ellos ni siquiera saben que alguna vez los esclavos fueron liberados también en Buenos Aires.

Afuera se dice cualquier cosa de los argentinos, menos que seamos cordiales o democráticos.
Para no desentonar, a veces nos comportamos como fieras.
Nada de trasladar al barrio gente que viene de las villas.
Que se vuelvan al Norte. Que se jodan si son pobres.
No tienen tarjeta de crédito. Y encima admiran a quienes los desprecian.
Vienen a robarnos, a quitarnos el trabajo, a violar a nuestras mujeres. A inquietar nuestra conciencia de pequeños propietarios, taxistas, quiosqueros, honestos comerciantes. Alguien podría pensar que somos grandes cabrones que descargan su impotencia en el más infeliz.

De ningún modo.
Un general de Pinochet dijo una vez a la televisión francesa que no era cierto que la raza blanca se preservara en Chile y la Argentina.
“Sólo en Chile”, adujo, porque los argentinos son “casi todos hijos de italianos”.
Frases al azar: “Contra los bolitas no tengo nada pero que se vuelvan a su casa”.
“Yo tengo un amigo judío”.
“Qué racista, si yo escucho a Guerrero Marhineitz”.
“Los uruguayos son buena gente, lástima que nos manden sólo a los ladrones”.
Naturalmente, los peruanos son estafadores, los chilenos punguistas, los bolivianos coqueros y analfabetos.
Ah, ¡qué suerte ser argentino!
¡Qué bueno ser rubio y de ojos celestes!
Igualitos a Menem. Igualitos a Dios.

Dios me perdone, cito a Sartre:
“Hay una repugnancia hacia el judío como hay una repugnancia hacia el chino o el negro en ciertas colectividades.
Y esa repulsión no nace del cuerpo, ya que muy bien puede uno amar a una judía si ignora su raza: se comunica al cuerpo por el espíritu.
Es un compromiso del alma, pero tan profundo y total que se extiende a lo fisiológico, como en el caso de la histeria”.

¿Qué reclama un racista?
Casi nada: que exista otro más débil que él.
Le pueden quitar todo a un valiente argentino, menos la nacionalidad.
Y si el único orgullo imperdible es ése, ¿por qué no esgrimirlo como un mérito, como una amenaza?
Fatalidad o bendición, la condición nacional conoce una sola manera de alzarse por sobre su pequeñez: ser propietario.
Y eso es lo que no pueden lograr los indocumentados, los colados que trabajan por cincuenta pesos y el plato de sopa. Esa gente, que no es gente para el que la explota, sirve de ejemplo: cuanto peor le va, más consuela a los desdichados que tienen derecho a votar.

Sobre la clase alta, y como reflejo sobre la clase media, opera el miedo al otro, el que es diferente a sus sueños.
La ilusión de casi todo argentino de a pie, si es que todavía le quedan ilusiones, es salir en la tele y figurar en la revista Caras.
No hay negros ahí, a no ser Pelé o Ricky Maravilla.
Está Palito, claro, pero cuánto hace que Palito es un triunfador blanco como la leche.
El ansia del pequeño propietario de llegar a las páginas de Caras es proporcional al miedo de terminar en una villa.
Ese miedo, que resume tantos otros, enciende una súbita pasión por la ecología en los barrios que temen el arribo de los villeros expulsados por la modernidad menemista.

La histeria racista es más vieja que las naciones.
Cuentos de gallegos y chistes de judíos son la medida expresable de nuestra xenofobia.
A veces hay sorpresas: la moda de detestar a los peruanos parece irreconciliable con el espíritu chauvinista si tenemos en cuenta que Perú debe ser el único país del continente donde no se detesta a los argentinos.
Más aún: les debemos misiles, pertrechos y una inquebrantable solidaridad durante la guerra.
Pero, claro, unos tipos se roban unas líneas de teléfonos, alguna cartera, uno que otro televisor y nosotros, que nunca robamos nada, decidimos que todos los peruanos, menos Mario Vargas Llosa que se hizo español, son unos canallas.

Ahora son los bolivianos.
En una de ésas ni hablan castellano.
Trabajan de sol a sol y más.
Llega la policía y ¿a quién se lleva? A ellos.
Los que siempre violan la ley son los negros.
De golpe, Germinal de Zola vuelve a adecuarse a una época que no es la de esa novela.
En los alrededores de canchas, estaciones y colegios hay pintadas que injurian a uruguayos, coreanos, paraguayos, bolivianos y peruanos.
Muchos boliches a los que van los chicos rechazan a los de piel oscura.
Debe ser una emocionante manera de sentirse superior, argentino hasta la muerte.

lunes, 2 de octubre de 2017

EL COSTE DE LA DESMEMORIA HISTÓRICA, de Vicenc Navarro - 28/9/17

La escasa recuperación de la Memoria Histórica en los círculos políticos, mediáticos e incluso académicos españoles explica que no se haya corregido la tergiversada historia de este país, tergiversación que continúa dominando el relato del pasado y del presente.
No hay plena conciencia ni hay pleno reconocimiento, por ejemplo, de que la Guerra Civil fue un golpe militar contra un sistema democrático gobernado por unas fuerzas políticas promotoras de reformas urgentes y necesarias, que estaban afectando los intereses de las clases privilegiadas y dominantes que, siendo una minoría de la población, necesitaron de una enorme y cruel represión frente a la mayoría de la población, que eran las clases populares.
De no ser por la enorme resistencia popular en la mayor parte de los territorios españoles, aquel golpe militar se hubiera impuesto en cuestión de dos o tres meses.
Pero a pesar de la ayuda de las tropas nazis alemanas y fascistas italianas, y de la escasa ayuda militar que el gobierno republicano recibió de los supuestamente democráticos gobiernos occidentales (temerosos estos de que las reformas altamente populares del Frente Popular contaminaran a sus propias clases populares), no pudieron conseguir someter a la mayoría de la población hasta tres años más tarde, estableciendo uno de los regímenes más represivos, crueles y terroristas (es decir, que el terror era una política del Estado) que hayan existido en Europa durante el siglo XX.
Nunca hay que olvidar que por cada asesinato que cometió Mussolini, el régimen de Franco cometió diez mil.

La Guerra Civil fue una lucha de clases. Pero también fue una lucha de dos visiones de lo que es España


No hay duda de que la Guerra Civil fue una lucha de clases, de las oligarquías y de las burguesías en contra de la clase trabajadora de los distintos pueblos y naciones de España.
Los vencedores de aquella lucha de clases establecieron el Estado dictatorial, y, cuarenta años más tarde, fueron las fuerzas dominantes en la transición de la dictadura a la democracia, definida erróneamente como modélica.
Y digo erróneamente porque el desequilibrio de fuerzas en aquel proceso fue tan grande a favor de los vencedores de la Guerra Civil y en contra de los vencidos (las izquierdas que lideraban las fuerzas democráticas) que era imposible que el resultado de aquella transición fuera modélico.
Su producto, la democracia española, era y continúa siendo enormemente limitada y el Estado del Bienestar fue y continúa siendo muy insuficiente.
Los datos que avalan tal observación están ahí para el que quiera verlos.
Los muestro en mis libros (ver Bienestar insuficiente, democracia incompleta. De lo que no se habla en nuestro país.Anagrama, 2002; y El subdesarrollo social de España: causas y consecuencias. Anagrama, 2006).

Ahora bien, hay otra parte de la desmemoria histórica que está incluso más ocultada.
Es poco conocido hoy en España que además de la lucha de clases que apareció en la mayoría de los pueblos y naciones de España, hubo otra lucha que se sintió con especial énfasis en las naciones “periféricas”, como Catalunya y el País Vasco (y también en Galicia).
La represión en contra de la cultura e identidad nacional en Catalunya fue una característica de aquel golpe militar y del régimen que estableció.
Puedo dar constancia de ello, como catalán que soy.
No soy muy dado a referirme a experiencias personales, pero me permito hacer una excepción en este artículo en mi intento de explicar una dimensión poco conocida del pasado de nuestro país a mis amigos al sur del Ebro, a quien está dirigido predominantemente este artículo.
Cuando yo era un niño, alrededor de los 10-11 años, un gris (la policía franquista) en Barcelona se molestó por dirigirme a él, en la calle, en catalán – mi lengua materna - diciéndome “no hables como un perro, habla como un cristiano”.
Recuerdo bien la frase, a la que respondí escupiéndole en la cara.
Además de la paliza y el bofetón que me dio, me llevó al cuartelillo de la policía, desde donde llamaron a mis padres, maestros republicanos que fueron brutalmente represaliados por su apoyo a las reformas educativas de la República y a la Generalitat de Catalunya (ver Una breve historia personal de nuestro país. biografía de Vicenç Navarro, en www.vnavarro.org).
Mi padre me acarició la cabeza, y hablando para sí mismo dijo “Tan jove, ja” (tan joven, ya), y mi madre, delante de los grises, me dio uno de los besos más grandes y más políticos que una madre haya dado a su hijo en Catalunya, mostrando lo enormemente orgullosa que estaba de mí.

En muchas partes de España parece no conocerse que siempre ha habido en Catalunya un sentimiento de identidad que no tiene por qué ser excluyente o insolidario.
Es cierto que este sentimiento puede lamentablemente traducirse en un nacionalismo excluyente.
Así pasó con Jordi Pujol, el mayor punto de referencia político del nacionalismo catalanista conservador, cuando escribía que los “inmigrantes” murcianos y andaluces que venía a trabajar a Catalunya (a los que la burguesía catalana y los nacionalistas pujolianos llamaban “charnegos”) tenían una capacidad intelectual inferior a la de los catalanes.
Ahora bien, siempre hubo otro sentimiento identitario solidario característico de las izquierdas catalanas, opuesto al anterior.
En el mismo periodo que Jordi Pujol promovía aquel nacionalismo, yo escogí ser médico de los “charnegos” en el barrio más pobre de Barcelona, el Somorrostro.
La resistencia antifascista que se había infiltrado en el sindicato fascista, el SEU, fundó el SUT (el Servicio Universitario del Trabajo), que había establecido el único centro sanitario en aquel barrio y cuyos habitantes representaban la clase trabajadora venida de otras parte de España que estaba construyendo el país y luchando, muchos de ellos, en la resistencia antifascista.
Las izquierdas catalanas siempre vimos que la lucha social y la lucha por la recuperación de la identidad catalana estaban unidas, pues la causa de su opresión era la misma: el Estado fascista. Y esta diversidad de identidades regionales y nacionales era la riqueza del país.
Nuestro deseo era que tal diversidad quedara reflejada en la configuración del Estado cuando se estableciera la democracia.

La España plurinacional fue siempre la visión preferente dentro de las izquierdas catalanas y españolas

La tergiversada historia de España, heredada de la dictadura, ha ocultado que siempre ha habido dos versiones de España.
Una, la uninacional, de las derechas españolas, cuya máxima expresión se dio durante el fascismo. Esta visión de España es la visión de los vencedores de la Guerra Civil.
Pero la de los vencidos era la visión plurinacional y pluri-identitaria, característica de las izquierdas.
No se conoce en España que tanto el PSOE como el PCE, durante la resistencia antifascista, tenían en su programa el reconocimiento de dicha plurinacionalidad, garantizada por el derecho de decisión o autodeterminación, que aseguraba que la deseada unión de España estuviera basada en la voluntad de las distintas regiones y naciones de España, en lugar de estar unidas por la fuerza, tal como exige la actual Constitución Española, que asigna nada menos que al Ejercito la función de asegurar tal unión (cláusula impuesta por el Monarca y el Ejército en el redactado de la Constitución).
En esta última versión, la uninacional, se consideraba a la visión plurinacional como la anti - España, siendo brutalmente reprimida por el régimen dictatorial, y todavía ocultada o discriminada durante el régimen del 78 iniciado en la inmodélica transición, como resultado de la pervivencia de la cultura franquista, todavía muy extendida en los aparatos del Estado español, incluyendo su judicatura y sus órganos de seguridad.

La represión fascista contra los que la dictadura definió como rojos y separatistas

La mayor represión fruto del golpe militar fascista y del régimen que le siguió fue dirigida a los que fueron definidos como rojos y separatistas, categorías que incluían en Catalunya a aquellas personas que habían luchado por una España justa, libre y democrática (a las que definían como rojos), y a aquellas personas que luchaban por una España plurinacional (a las que definían como separatistas).
Y lo peor de esta represión era que a uno se le definiera como rojo y separatista, como lo fue gran parte de mi familia, incluyendo mi padre, al que se le supuso separatista por haber sido secretario de la Asociación en Defensa de la República Catalana en la Federación Española.
Mi padre era federalista, no secesionista. Y amaba profundamente a España y a Catalunya.
Era valenciano de origen y maestro ilusionado, junto con mi madre, también maestra ilusionada, con las reformas docentes realizadas por la Generalitat de Catalunya y por la II República.
Que los considerasen a ellos, mis padres (y mis tíos y tías que tuvieron que dejar España y más tarde luchar contra el nazismo en la Francia ocupada) como anti-España, es absurdo y ofensivo en extremo, pues lucharon y dieron lo mejor de su vida por otra España diferente a la España monárquica borbónica, centrada en la capital del Reino, Madrid (que no tenía nada que ver con el Madrid popular), radial, jerárquica, corrupta e injusta.
Su España era republicana, democrática, justa y plurinacional.
Pero para los “nacionales” (así se definían a sí mismas las fuerzas fascistas), los que apoyaban la otra visión de España eran antiespañoles. Para ellos, separatistas eran todos aquellos que no compartían su visión uninacional.
El president Companys (al que los fascistas fusilaron), que había sido director de una revista titulada Nueva España, y que fue Ministro del gobierno español republicano, era un federalista, no un secesionista.
Y sorprenderá también a muchos lectores saber que los mártires y héroes cuya vida y muerte se homenajea el día nacional de Catalunya, el 11 de septiembre, por defender los derechos de Catalunya frente a Felipe V, de la realeza borbónica, también luchaban por el bien de España, dato que las derechas nacionalistas españolistas y los independentistas siempre ocultan en su historia tergiversada de España.
Cito textualmente las palabras del General Villarroel, que dirigió a los luchadores que se enfrentaron a las fuerzas borbónicas que los derrotaron, eliminando los derechos de la nación catalana:
Señores, hijos y hermanos: hoy es el día en que se han de acordar del valor y gloriosas acciones que en todos tiempos ha ejecutado nuestra nación. No diga la malicia o la envidia que no somos dignos de ser catalanes e hijos legítimos de nuestros mayores. ¡Por nosotros y POR LA NACIÓN ESPAÑOLA PELEAMOS! Hoy es el día de morir o vencer” (el original no está en mayúsculas, las añado para que se pueda leer bien).
Queda claro que los héroes masacrados por las tropas borbónicas luchaban por otra visión de España, claramente plurinacional, cuya memoria es recordada el 11 de septiembre, la Fiesta Nacional de Catalunya.
El Día Nacional en la primera versión de España – la uninacional borbónica - es el día de la Raza (tal como se llamaba) en el que se celebra la victoria y conquista de un nuevo continente.
En Catalunya, sin embargo, el Día Nacional es un homenaje a los derrotados defendiendo otra visión de Catalunya y de España.

El renacer del plurinacionalismo


Esta visión plurinacional ha continuado viva en las izquierdas catalanas durante la época democrática.
Fue precisamente un gobierno de izquierdas - el gobierno tripartito del socialista Pasqual Maragall - el que preparó el Estatut de Catalunya que fue vetado, después de ser aprobado por el Parlament de Catalunya, por las Cortes Españolas y refrendado por la población en Catalunya, por el Tribunal Constitucional (TC), controlado por el PP.
Tal veto (de partes esenciales de aquel Estatut, como considerar a Catalunya como una nación) y la pasividad del PSOE han creado la situación actual.
La derecha española en general, y el PP en particular, han sido una fábrica de independentistas.
El nacionalismo españolista y su versión y expresión uninacional son la mayor causa del crecimiento del independentismo.
Dicho esto, me niego a creer que el gobierno Rajoy esté aplicando claras políticas represivas que están incrementando el independentismo como resultado de su incompetencia, como algunas voces de izquierdas están indicando.
El Sr. Rajoy encaja perfectamente en el molde extremista del nacionalismo uninacional heredado del franquismo.
Cree, como también creen muchas personas de derechas, e incluso de izquierdas, que los partidos independentistas son los responsables de haber creado este enorme movimiento en Catalunya, sin querer darse cuenta de que la realidad es precisamente lo contrario.
Ha sido el hecho de ver desoídas las justas demandas de redefinición de España lo que ha convertido el deseo de reconocimiento en un deseo de separación.
Y el hecho de que la visión uninacional sea todavía la dominante en España, en parte debido a la renuncia por parte de las izquierdas tradicionales de su visión plurinacional, explica el comportamiento electoralista de Rajoy, totalmente comprensible desde el punto de vista electoral, pues lo beneficia a nivel de votos.

La demanda por un referéndum


En Catalunya, según las encuestas, la mayoría favorece una consulta o un referéndum sobre si Catalunya debería separarse o no de España.
Tal apoyo va (según la encuesta) de un 70 a un 80%.
Sin embargo, la mayoría no es favorable a la independencia.
La prohibición del “referéndum” por parte del Estado y del gobierno Rajoy, consecuente con su historia de falta de sensibilidad hacia las peticiones provenientes de Catalunya, ha generado una gran protesta, claramente instrumentalizada por los partidos independentistas que gobiernan Catalunya, que han utilizado a su vez métodos sectarios y antidemocráticos en su instrumentalización del referéndum, el cual se ha transformado más en un plebiscito de apoyo a la independencia que en un auténtico proceso de debate democrático sobre los méritos o deméritos de tal opción, libremente expresados en los medios públicos de la Generalitat.
En realidad, tales medios han sido meros instrumentos independentistas.

Esto ha dado pie a desarrollar una enorme represión contra las instituciones de la Generalitat de Catalunya que está siendo llevada a cabo por los aparatos del Estado uninacional (el judicial y el policial) bajo el gobierno Rajoy, represión que están afectando los derechos políticos y civiles de toda la población mediante medidas que, como han indicado varios juristas y constitucionalistas de conocido prestigio (como el Sr. José Antonio Martín Pallín, fiscal y magistrado emérito del Tribunal Supremo, el Sr. Baltasar Garzón o el profesor Javier Pérez Royo), son ilegales.

Crítica a algunas respuestas de sectores de izquierdas


Ante esta situación es sorprendente el silencio de la intelectualidad española.
Me parece bien que unas personas de izquierdas publicaran en El País (hoy uno de los diarios más hostiles a la transformación social y nacional de España) una carta indicando que el referéndum no es un referéndum.
Debo ser una de las personas en Catalunya que ha sido más crítica con Junts Pel Sí y su mal llamado referéndum.
Ahora bien, me parece muy mal que no critiquen la continua y agresiva intervención del Estado, tanto por parte del gobierno como por parte de los aparatos del Estado, dirigidos por un coronel de la Guardia Civil, procedente de una familia de Fuerza Nueva y hermano de un ex miembro del TC, hecho ampliamente conocido en Catalunya.
El sistema judicial y constitucional español dista mucho de ser el sistema democrático que el país tendría si hubiera habido una ruptura con el Estado anterior.
Y lo mismo ocurre con las fuerzas de seguridad. Es preocupante que miembros de la Guardia Civil saludaran a miembros de la ultraderecha que los vitoreaban cuando estaban reprimiendo manifestaciones totalmente pacíficas y no violentas.
Hemos visto estos días la llegada a Barcelona de grupos civiles fascistas que están intentando agredir a la población, que se está manifestando pacíficamente.
Estos mismos grupos fascistas rodearon el centro de Zaragoza, donde fuerzas democráticas estaban reunidas para realizar un acto político que pudiera contribuir a resolver uno de los mayores problemas que hoy existen en España.
No ha habido ninguna detención de miembros de dichos grupos.
Y los políticos que acudieron al acto tuvieron que encerrarse en el lugar donde éste se realizaba.

La llamada a la movilización democrática


Cualquier persona democrática, sea o no catalana, consciente de la historia real y no tergiversada del país, necesita movilizarse y decir NO a esta ocupación de Catalunya por los aparatos del Estado central, dirigidos por un gobierno corrupto que utiliza el Estado y sus aparatos de represión para fines partidistas y personales.
Escribir ahora diciendo que el referéndum propuesto por la Generalitat de Catalunya no es legal me parece insuficiente.
Lo que estamos viendo hoy es la movilización de las fuerzas herederas del fascismo, los súper patriotas de siempre, que están, como también hicieron en el 36, recurriendo a una represión que (por desgracia y como resultado de la insuficiente recuperación de la memoria histórica está contando con la simpatía de amplios sectores de la población española), reforzando así su dominio sobre España y su Estado.
La victoria de Rajoy en su enfrentamiento con la Generalitat de Catalunya (conseguida, una vez más, con la pasividad del PSOE) debilitará enormemente a las fuerzas democráticas en España.
De ahí la importancia de las fuerzas españolas que se reunieron en Zaragoza representando esa otra España, la plurinacional, sin la cual será también imposible resolver el gran problema social creado a su vez por el mismo Estado uninacional (también con la pasividad del PSOE).
La democracia en España está en peligro y el máximo responsable de ello es la persistencia de la cultura franquista en el Estado español.

El movimiento democrático iniciado en Catalunya que debería extenderse al resto de España

La represión ha movilizado a la mayoría de las asociaciones progresistas de la sociedad civil, desde los sindicatos mayoritarios CCOO y UGT, hasta los movimientos vecinales, asociaciones de pequeños empresarios, clubs de fútbol, etc. que se están organizando para oponerse a tanta represión.
La gran mayoría de dichas asociaciones no son independentistas, pero se sienten ofendidas por la brutal represión que está hoy teniendo lugar en Catalunya.
Y un elemento muy importante es que se ha diluido el protagonismo que los partidos independentistas y los movimientos afines como la ANC y OMNIUM CULTURAL han tenido hasta ahora, dirigiendo las movilizaciones.
Los sindicatos son las asociaciones civiles más grandes de Catalunya, y junto con la clase trabajadora, que no es independentista y no se movilizó en las campañas independentistas, se están ahora movilizando para defender las instituciones catalanas y la democracia.
Es significativo que los trabajadores del puerto no estén abasteciendo a los barcos que han utilizado las tropas enviadas a Catalunya para ocuparla.
El movimiento pro - independentista grande, pero no mayoritario, se está ampliando en un movimiento más grande a favor de la democracia, de las instituciones catalanas y de la plurinacionalidad de España.
Hoy, significativamente reunidos en el Museo de Historia de Catalunya, han aprobado un manifiesto en el que se convoca a la sociedad civil catalana a defender la democracia en Catalunya, violada ahora por el intervencionismo judicial y político del Estado español.
Por el bien de Catalunya y de España es importante que se haga esta movilización de todas las fuerzas democráticas en contra de las políticas antidemocráticas y represoras que están siguiendo los herederos de la dictadura que oprimió tanto a las clases populares de los distintos pueblos y naciones de España.

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