sábado, 29 de abril de 2017

UN TIPO DURO, de Arturo Pérez Reverte - 9/4/16

Una planta de oncología de un hospital no es el lugar más divertido del mundo.
Sin embargo, el renacuajo está ahí, en su camilla, y las enfermeras y auxiliares sonríen, y a veces hasta sueltan una carcajada.
También ríen otros pacientes. No pueden evitarlo.
Leo tiene cuatro años y sobre el pijama lleva puesto un traje de espadachín, con capa, sombrero y espada de plástico. Una vez más, otro día de los pocos que hasta hoy ha vivido, el enano aguanta estoicamente las siete horas periódicas de quimio y radioterapia mientras espera -su familia y los médicos, en realidad, son quienes lo esperan- encontrar a un donante con una médula compatible.
El crío no para en la camilla.
Blande en alto la espada una y otra vez tirando ágiles estocadas al aire. Luchando contra enemigos imaginarios, o no tanto.
Batiéndose contra el cáncer.
Y a cada momento, como un mantra, una y otra vez, repite algo que -es demasiado joven para haberlo leído- alguien, un familiar, una enfermera, ha debido decirle: 
«No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente».
A su lado están sus abuelos. 
Una pareja encantadora de médicos, que cuentan la historia de Leo.
Un bebé prematuro de veintitrés semanas que logró sobrevivir peleando por su vida como un minúsculo jabato. Abandonado por su madre, una cría de 17 años a la que le gustaba coquetear peligrosamente con el alcohol, las drogas y los chicos, embarazada sin saber de quién. Incapaz de soportar la responsabilidad de ser madre soltera, en cuanto se recuperó del parto puso pies en polvorosa.
Hasta hoy. No se ha vuelto a saber de ella.
Tampoco es que sus padres la echen de menos. Los dos coinciden en afirmar que lo mejor de sus vidas es su nieto. Ese pequeño Alatriste que blande su espada de plástico en la camilla.
Leo.
Y son ellos, Carmen y Michael, los abuelos, quienes cuentan despacio, sonriendo con frecuencia, la heroica biografía del diminuto espadachín.
Leo es un niño superdotado, que va a un centro educativo especial para niños como él. Asiste allí con puntualidad, menos cuando, como ahora, el intenso tratamiento médico lo deja hecho polvo.
Y no es que carezca de fuerza de voluntad, sino al contrario. Nadie más vital, con más energía. Con más ilusión por ver, por conocer, por mirar. Por vivir.
A los cuatro años de edad lee perfectamente, pues aprendió él solo antes de cumplir los tres. Tiene un vocabulario riquísimo y su sintaxis es perfecta.
Habla el inglés con tanta naturalidad como el castellano, y entiende el francés.
Le encantan los libros, hasta el punto de que es un lector rápido, inteligente y voraz.
Y su bici. Y su monopatín. Y dibujar.
También le gusta hacer chapuzas de bricolaje con su abuelo. Y adora la música, hasta el punto de que está aprendiendo a tocar la guitarra y la batería.
Por no hablar de la naturaleza y los animales, claro.
Su sueño es tener un burrito que se llame Platero, como el del libro que leyó hace poco.
De momento tiene un perro, tres gatos y una iguana.
No siempre va todo bien en el tratamiento.
Leo está demacrado. Ha perdido peso, tiene vómitos y náuseas. Le han salido llagas en la boca. El impacto químico y radiológico es duro, pero también él lo es.
A cada momento, en cada detalle, en cada gesto, aflora su instinto de supervivencia.
Siempre que va al hospital pide que le pongan el traje de Alatriste, aunque a veces insiste en llevar debajo una camiseta del amor de su vida, su chica: Lisa Simpson.
«Es la niña más lista del mundo -afirma rotundo mientras le brillan los ojos-. Y la más guapa. No es como otras nenazas, que sólo saben llorar».
Y luego, volviendo a su espada, repite de nuevo:
«No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente», hasta que se queda dormido.
Clara, una chica que asiste como voluntaria, le lleva un libro del capitán Alatriste.
Y al despertar hojean unas páginas juntos.
«Genial», dice Leo, al reconocer la primera frase.
Y al cabo de un rato, con la espada en las manos, se duerme otra vez.
El duro descanso del guerrero, a la espera del siguiente combate por la vida.
Le quedan dos meses de tratamiento, y después deberá recuperarse, a la espera de un donante; de la médula anónima que lo salvará.
Ahora está tan débil que un simple resfriado podría matarlo. Es difícil predecir si vivirá o no.
Saber si dentro de unos años, lejos ya de este campo de batalla, será el hombre más honesto o el más piadoso.
Pero de lo que no cabe duda es de que es un niño valiente.

martes, 18 de abril de 2017

UNA HISTORIA DE ESPAÑA, de Arturo Pérez Reverte - 10/8/15

Pues ahí estábamos, dándonos otra vez palos entre nosotros para no faltar a la costumbre, en plena primera guerra carlista. En la que, para rizar nuestro propio rizo histórico de disparates, se daba una curiosa paradoja: el pretendiente don Carlos, que era muy de misa de ocho y pretendía imponer en España un régimen absolutista y centralista, era apoyado sobre todo por navarros, vascos y catalanes, allí donde el celo por los privilegios forales y la autonomía política y económica, diciéndolo en moderno, era más fuerte.
O sea, que la mayor parte de las tropas carlistas, con tal de reventar al gobierno liberal de Madrid, luchaba apoyando a un rey que, cuando reinara, si era fiel a sí mismo, les iba a meter los fueros por el ojete.
Pero la lógica, la coherencia y otras cosas relacionadas con la palabra pensar, como vimos en los capítulos anteriores de esta bonita y edificante historia, siempre fueron inusuales aquí.
Lo importante era ajustar cuentas; que sigue siendo, con guerras civiles o sin ellas, con escopeta o con pase usted primero, nuestro deporte nacional. Y a ello se dedicaron unos y otros, carlistas y liberales, con el entusiasmo que para esas cosas, fútbol aparte, solemos desplegar los españoles.
Todo empezó como sublevación y guerrillas - había mucha práctica desde la guerra contra Napoleón-, y luego se formaron ejércitos organizando las partidas dispersas, con los generales carlistas Zumalacárregui en el norte y Cabrera en Aragón y Cataluña.
El campo solía ser de ellos; pero las ciudades, donde estaba la burguesía con pasta y la gente más abierta de mollera, permanecieron fieles a la jovencita Isabel II y al liberalismo. Al futuro, dentro de lo que cabe, o lo que parecía iba a serlo. Don Carlos, que necesitaba una ciudad para capital de lo suyo, estaba obsesionado con tomar Bilbao; pero la ciudad resistió y Zumalacárregui murió durante el asedio, convirtiéndose en héroe difunto por excelencia.
En cuanto al otro héroe, Cabrera, lo apodaban el tigre del Maestrazgo, con lo que está dicho todo: era una verdadera mala bestia.
Y cuando los gubernamentales - porque escabechando gente eran tan malas bestias unos como otros - fusilaron a su madre, él puso en el paredón a las mujeres de varios oficiales enemigos, y luego se fumó un puro. La criatura.
Ése era el tono general del asunto, vamos, el estilo de la cosa, represalia sobre represalia, tan español todo que hasta lo hace a uno sonreír de ternura patria (a quien le apetezca ver imágenes de esa guerra, que teclee en Internet y busque los cuadros de Ferrer-Dalmau, que tiene un montón de ellos sobre episodios bélicos carlistas).
No podían faltar, por otra parte, las potencias extranjeras mojando pan en la salsa y fumándose nuestro tabaco: al pretendiente don Carlos, como es lógico, lo apoyaron los países más carcas y autoritarios de Europa, que eran Rusia, Prusia y Austria; y al gobierno liberal cristino, que luego fue de Isabel II, lo respaldaron, incluso con tropas, Portugal, Inglaterra y Francia.
Como detalle folklórico bonito podemos señalar que cada vez que los carlistas trincaban vivo a un extranjero que luchaba junto a los liberales, o viceversa los del otro bando, lo ponían mirando a Triana.
Eso suscitó protestas diplomáticas, sobre todo de los ingleses, siempre tan susceptibles cuando los matan a ellos; aunque ya pueden imaginar por dónde se pasaban aquí las protestas, en un país del que Richard Ford, hablando precisamente de la guerra carlista, había escrito:
«Los españoles han sido siempre muy crueles. Marcial los llamaba salvajes. Aníbal, que no era tan benigno, ferocísimos»; 
añadiendo, para dejar más nítida la cosa:
«Cada vez que parece que pudiera ocurrir algo inusual, los españoles matan a sus prisioneros. A eso lo llaman asegurar los prisioneros».
Y, bueno.
Fue en ese delicioso ambiente como transcurrieron, no una, sino tres guerras carlistas que marcarían, y no para bien, la vida política española del resto de ese siglo y parte del siguiente.
La primera acabó después de que el general liberal Espartero venciera en la batalla de Luchana, a lo que siguió el llamado abrazo de Vergara, cuando él y el carlista Maroto se besaron con lengua y pelillos a la mar, compadre, vamos a llevarnos bien y qué hay de lo mío.
La segunda, más suave, vino luego, cuando fracasó el intento de casar a Isabelita II con su primo el hijo de don Carlos.
Y la tercera, gorda otra vez, estalló más tarde, en 1872, cuando la caída de Isabel II, la revolución y tal.
Pero antes ocurrieron cosas que contaremos en el siguiente capítulo. Entre ellas, una fundamental: las guerras carlistas llevaron a los militares que las habían peleado a intervenir mucho en política.
Y como escribió Larra, que tenía buen ojo, «Dios nos libre de caer en manos de héroes». 

[Continuará]


AHORA, de Ismael Serrano

Ahora que la adolescencia es un septiembre lejano,
humo de cerveza en un portal, un verano inacabado.
Algunos años en la Facultad de Ciencias,
papeles escritos, ron de Cuba, hojas de hierba.
Un tren dormido en una vía muerta,
la luz de la ventana azul que siempre estaba abierta.

Ahora que quedan tan lejos las playas de Corfú,
las estaciones de trenes de Praga, Hamburgo o Estambul.
Los viajes que trajeron a otros vistiendo nuestros cuerpos,
la luz de una cafetería, los amores conversos.
Ahora que te cansas y las piscinas cierran,
y apura el último baño la luz de las estrellas.

Ahora que regreso a los lugares
adonde quise huir y nadie me espera allí.
Ahora que casi llego a fin de mes,

que amo a una mujer. Que amo a una mujer.

Ahora que pago las facturas, que me besé en La Habana,
que sueño con Lacandona, que ya no escribo cartas.
Que cumplimos más años que promesas,
que se hunden nuestros corazones como la vieja Venecia.
Que llego tarde a los cines y al fin del planeta,
que alquilo un pequeño piso en un castillo de arena.

Ahora que duelen las resacas y cortan como una navaja.
Ahora que nadie nos saluda por los bares de Malasaña.
Que pido auxilio, besos y comida por teléfono,
que fumo flores y lloro a veces mientras duermo.
Ahora que tiemblo como un niño abandonado.
Ahora que viejos amigos nos han traicionado.

Ahora es el momento de volver a empezar,
que empiece el carnaval.
La orgía en el Palacio de Invierno,
de banderas y besos.
Se cayeron mis alas y yo no me rendí,
así que ven aquí, brindemos.

Que hoy es siempre todavía.
Que nunca me gustaron las despedidas.

LAS HIJAS DE MOHAMED, de Arturo Pérez Reverte

Mohamed es camarero en un lugar que frecuento hace años.
Es marroquí de Casablanca: moro, dice él sin complejo ninguno.
Con orgullo, incluso.
Moro de la morería, ríe cuando hablamos; como aquellos que hace siglos, comenta y sigue riendo, os tuvimos puteados a los españoles; entre otras cosas porque, después de ochocientos años aquí, también éramos españoles.
Ojo con eso.
Mohamed lo dice así y ríe todo el rato, porque es un tipo simpático. Un amigo inteligente y laborioso. Trabaja sin descanso desde la mañana hasta la tarde, pero nunca ha tenido un mal gesto ni una mala palabra. Para nadie.
Es un profesional de confianza, altamente cualificado, al que todos aprecian y respetan.
Cuando estamos tranquilos se niega a cobrarme la copa de vino, así que suelo pedírsela a uno de sus compañeros para que me dejen pagarlo. Pero Mohamed, siempre atento, le echa la bronca al colega.
Aquí manda el moro, dice. Y vuelve a reír, disfrutando la cosa.
Siempre nos saludamos con Salam Aleikum y algunas frases que aún recuerdo de su lengua.
Mohamed es de esos tipos a los que, si yo fuera millonetis, me llevaría a casa para que se ocupara de todo. Lo contrataría, pagándole un pastón.
Cuando estoy con él, a menudo pasa a este lado de la barra y charlamos un rato. Me habla mucho de su familia, de su vida en España.
Ya soy español de pleno derecho, me dijo hace tiempo. Con todo en regla. Lo contó orgulloso, feliz, dándome una palmada en la espalda, seguro de que yo me alegraba de escuchar aquello. Y así era, pues, como la mayor parte de los marroquíes que conozco, y son muchos, Mohamed es un hombre valiente, digno y tenaz.
Cruzó el Estrecho a los quince años, con menos papeles que un conejo de monte, resuelto a buscarse una vida mejor. Y trabajó muy duro para eso. Para tener un curro decente, un salario decoroso, una casa adecuada.
Para ser respetable y respetado.
En vísperas del último Ramadán, Mohamed me contó que se iba de vacaciones a Casablanca con su mujer y sus hijas, a ver a la familia. A pasar allí las fiestas.
Le tomé el pelo un rato, preguntándole si iría al estilo tradicional, con el coche cargado de equipaje cubierto con plástico azul y las crías pidiéndole parar en cada área de descanso para hacer pipí.
No, hombre, respondió. Voy en avión, como debe ser. No seas cabrón, Reverte.
Y luego me puso otro vino.
Hablamos de esos días en su tierra, del ayuno y la comida de noche, de la deliciosa y nutritiva herira, del ambiente estupendo que hay en las calles; un ambiente que conozco bien, pues lo viví muchas veces cuando era reportero dicharachero de Barrio Sésamo, y tengo muchos ramadanes felices en la memoria.
Mohamed se enternecía hablando de eso, de su ciudad, de su barrio, de su familia.
En España habéis perdido esa idea de la familia, dijo con orgullo: todos los abuelos, tíos y primos juntos, conociéndose, visitándose, ayudándose. Celebrando lo bueno y doliéndose de lo malo.
Os envidio, dije un par de veces, escuchándolo. Y él sonreía, bonachón. Como dándome el pésame.
Está bien que lleves a tus hijas, añadí, para que no pierdan el recuerdo de la familia. Dentro de veinte o treinta años, tal vez ni siquiera en Marruecos las cosas sean así.
Todo se pierde al fin, amigo mío. Todo cambia.
En ese momento me interesé por sus hijas. ¿Llevan hiyab?, quise saber. Son muy pequeñas, respondió.
Pregunté si lo llevarían cuando crecieran, y Mohamed se puso serio un instante, me miró y encogió los hombros con una mezcla de fatalismo y orgullo. No dijo nada, pero lo conozco bien y supe qué decía aquella mirada. La sonrisa que retornaba despacio a su boca.
De vosotros depende, era la respuesta. De que vosotros, europeos, hagáis necesario, o no, ese pañuelo en la cabeza de mis hijas.
De que nos protejáis con firmeza frente a los que lo exigen en nombre de Dios; pero también, por otra parte, tengáis la inteligencia precisa para que mis hijas, en este Occidente que a menudo no sabe lo que quiere, no se vean obligadas a recurrir a ese pañuelo como símbolo de dignidad, de independencia y de orgullo.
Dadles motivos para no llevarlo. Convencedlas, con inteligencia y respeto, de que su identidad debe integrarse en la de todos, sin renunciar por eso a lo que son, a lo que soy, a lo que somos. Persuadidlas de que un compañero de colegio, un vecino, un novio no musulmán, también pueden ser una familia.
Un futuro.
Eso dijeron el silencio, primero, y luego la sonrisa suave de Mohamed.
Después me puso delante otra copa de vino; y, como él no bebe alcohol, porque es buen creyente, me apoyó a modo de brindis una mano en el hombro…

UNA HISTORIA DE ESPAÑA (XLVIII), de Arturo Pérez Reverte - 27/7/15

Las guerras carlistas fueron tres, a lo largo del siglo XIX, y dejaron a España a punto de caramelo para una especie de cuarta guerra carlista, llevada luego más al extremo y a lo bestia, que sería la de 1936 (y también para el sucio intento de una quinta, el terrorismo de ETA del siglo XX, en el que para cierta estúpida clase de vascos y vascas, clero incluido, Santi Potros, Pakito, Josu Ternera y demás chusma asesina serían generales carlistas reencarnados).
De todo eso iremos hablando cuando toque, porque de momento estamos en 1833, empezando la cosa, cuando en torno al pretendiente don Carlos se agruparon los partidarios del trono y el altar, los contrarios a la separación Iglesia-Estado, los que estaban hasta el cimbel de que los crujieran a impuestos y los que, sobre todo en el País Vasco, Navarra, Aragón y Cataluña, querían recobrar los privilegios forales suprimidos por Felipe V: el norte de España más o menos hasta Valencia, aunque las ciudades siguieron siendo liberales.
El movimiento insurreccional arraigó sobre todo en el medio rural, entre pequeños propietarios arruinados y campesinos analfabetos, fáciles de llevar al huerto con el concurso del clero local, los curas de pueblo que cada domingo subían al púlpito para poner a parir a los progres de Madrid:
«Hablad en vasco - decían, y no recuerdo ahora si el testimonio es de Baroja o de Unamuno -, que el castellano es la lengua de los liberales y del demonio».
Con lo que pueden imaginarse la peña y el panorama. La finura ideológica.
En el otro bando, cerca de la regente Cristina y de su niña Isabelita, que tantas horas de gloria privada y pública iba a darnos pronto, se situaban, en general, los políticos progresistas y liberales, los altos mandos militares, la burguesía urbana y los partidarios de la industrialización, el progreso social y la modernidad.
O sea, el comercio, los sables y el dinero.
Y también - nunca hay que poner todos los huevos en el mismo cesto - algunas altas jerarquías de la Iglesia católica situadas cerca de los núcleos de poder del Estado; que aunque de corazón estaban más con los de Dios, Patria y Rey, tampoco veían con buenos ojos a aquellos humildes párrocos broncos y sin afeitar: esos curas trabucaires que, sin el menor complejo, se echaban al monte con boina roja, animaban a fusilar liberales y se pasaban por el prepucio las mansas exhortaciones pastorales de sus obispos - lo que igual a ustedes les suena a reciente.
El caso es que la sublevación carlista, léase (simplificando la cosa, claro, esto no es más que un artículo de folio y medio) campo contra ciudad, fueros contra centralismo, tradición frente a modernidad, meapilas contra liberales y otros etcéteras, acabaría siendo un desparrame sanguinario a nuestro clásico estilo, donde las dos Españas, unidas en la vieja España de toda la vida, la de la violencia, la delación, el odio y la represalia infame, estallaron y ajustaron cuentas sin distinción de bandos en lo que a vileza e hijoputez se refiere, fusilándose incluso a madres, esposas e hijos de los militares enemigos; mientras que por arriba, como ocurre siempre, alrededor de don Carlos, de la regente y la futura Isabel II, unos y otros, generales y políticos con boina o sin ella, disfrazaban el mismo objetivo: hacerse con el poder y establecer un despotismo hipócrita que sometiera a los españoles a los mismos caciques de toda la vida. A los trincones y mangantes enquistados en nuestro tuétano desde que el cabo de la Nao era soldado raso.
Lo expresaba muy bien Galdós en uno de sus Episodios Nacionales:

«La pobre y asendereada España continuaría su desabrida historia dedicándose a cambiar de pescuezo, en los diferentes perros, los mismos dorados collares». En fin.
Como lo de los carlistas fue muy importante en nuestra historia, el desarrollo de la cosa militar, Zumalacárregui, Cabrera, Espartero y compañía, lo dejaremos para otro capítulo.
De momento recurramos a un escritor que también trató el asunto, Pío Baroja, que era vasco y cuya simpatía por los carlistas puede resumirse en dos citas:

«El carlista es un animal de cresta colorada que habita el monte y que de vez en cuando baja al llano al grito de ¡rediós!, atacando al hombre».
Y la otra: 
«El carlismo se cura leyendo, y el nacionalismo, viajando».
Un tercer aserto vale para ambos bandos: 

«Europa acaba en los Pirineos».
Con tales antecedentes, se comprende que en el 36 Baroja tuviera que refugiarse en Francia, huyendo de los carlistas que querían agradecerle las citas; aunque, de haber estado en zona republicana, el tiro se lo habrían pegado los otros.
Detalle también muy español: como criticaba por igual a unos y a otros, era intensamente odiado por unos y por otros.


[Continuará]


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