jueves, 16 de noviembre de 2017

EL CASO RUFIÁN, de Arturo Pérez Reverte - 20/3/17

Durante uno de los últimos debates de investidura brilló con luz propia una nueva estrella parlamentaria: el diputado Gabriel Rufián, de Esquerra Republicana de Cataluña. 
Nieto de un albañil de Granada y de un taxista de Jaén, el joven independentista, nacido en Santa Coloma de Gramanet, milita en un catalanismo radical del que se nutrió toda su intervención en la tribuna: un discurso a medio camino entre la retórica de Paulo Coelho y el humor de Tip y Coll; con el detalle terrible de que allí, en el Parlamento, el joven diputado catalán estaba hablando en serio. 
O lo pretendía. 
Para definir el estilo y al individuo, nada más exacto que el comentario publicado en La Vanguardia por el periodista Sergi Pàmies: «Una cursilería low cost con toques de confucianismo de bazar que, si el espectador supera los primeros momentos de vergüenza ajena, puede degenerar en ternura».
«Soy lo que ustedes llaman charnego», empezó diciendo Rufián, y siguió por ahí.
Sentado ante el televisor, asistí fascinado a su intervención.
A menudo el joven diputado aludía a cosas de contenido social con las que estoy completamente de acuerdo.
Pero lo embarullaba su discurso sesgado, zafio, pobre de sintaxis, hasta el punto de que llegué a preguntarme si se había preparado antes de subir a la tribuna con algún reconfortante volátil o espirituoso.
Pero al poco comprobé que nada de eso. Negativo.
Aquél era el estilo propio, el tono auténtico.
El individuo.

Me quedé de pasta de boniato.
Y acto seguido, lo dije en Twitter: 
«La España que sentó en el parlamento a Gabriel Rufián merece irse al carajo».
No me refería a la España catalana votante de ERC, sino a la España en general, en la que me incluyo.
«La España de Aznar, de Zapatero, de Rajoy», precisé.
Pero como de costumbre, la habitual falta de comprensión lectora hispana motivó una racha de comentarios irritados 

«Pérez-Reverte manda al carajo a Cataluña» y cosas por el estilo-, entre ellos uno del propio Rufián: 
«No se preocupe, que ya nos vamos».

Zanjé por mi parte el asunto con un último comentario: 
«A usted no le llaman charnego en España, sino en Cataluña. Y ése es el problema, creo. Su necesidad de que no se lo llamen».

Y sí. Lo sigo creyendo y lo creo cada vez más.
En la biografía de Gabriel Rufián, semejante a la de otros jóvenes independentistas, hay una línea clave: cuando él mismo afirma que descubrió la lengua y la cultura catalanas «cuando mis padres me matricularon en un instituto de Badalona».
Es decir, cuando se vio inmerso en un sistema educativo que, desde hace mucho, tiene por objeto cercenar cualquier vínculo, cualquier memoria, cualquier relación afectiva o cultural con el resto de España.
Un sistema perverso, posible gracias al disparatado desconcierto que la educación pública es en España, con diecisiete maneras de ser educado y/o adoctrinado, según donde uno caiga.
Donde las autoridades locales se pasan por la bisectriz leyes y razones, y donde su egoísmo cateto, provinciano e insolidario, aplasta cualquier posibilidad de empresa común, de memoria colectiva y de espíritu solidario.

Y no sólo eso.
Porque en el caso Rufián, y de tantos como él, se da otra circunstancia aún peor: el abandono de la gente, de los ciudadanos decentes, en manos de la gentuza política local. A cambio de gobernar de cuatro en cuatro años, los sucesivos gobiernos de la democracia han ido dando vitaminas a los canallas y dejando indefensos a los ciudadanos.
Y ese desamparo, ese incumplimiento de las leyes, esa cobardía del Estado ante la ambición, primero, y la chulería, después, de los oportunistas periféricos, dejó al ciudadano atado de pies y manos, acosado por el entorno radical, imposibilitado de defenderse, pues ni siquiera las sentencias judiciales sirven para una puñetera mierda.
Así que la reacción natural es lógica: mimetizarse con el paisaje, evitar que a sus hijos los señalen con el dedo.
Tú más catalán, más vasco, más gallego, más valenciano, más andaluz que nadie, hijo mío.
No te compliques la vida y hazte de ellos.

Así, gracias al pasteleo de Aznar, la estupidez de Zapatero, la arrogancia de Rajoy, generaciones de Rufiancitos han ido creciendo, primero en el miedo al entorno y luego como parte de él.
Y van a más, acicateados por la injusticia, la corrupción y la infamia que ven alrededor.

No les quepa duda: en un par de generaciones, o antes, esos jóvenes votarán independencia con más entusiasmo, incluso, que los catalanes o vascos de vieja pata negra.
A estas alturas del disparate nacional no queda sino negociar y salvar los muebles, como mucho.
Porque yo también me iría, si fuera ellos.
Por eso digo que la imbécil y cobarde España que hizo posibles a jóvenes como Gabriel Rufián, merece de sobra irse al carajo.
Y ahí nos vamos, todos, oigan. Al carajo.

martes, 14 de noviembre de 2017

POR FIN, de Pablo Alborán

Que intenso es esto del amor.
Que garra tiene el corazón.
Si jamás pensé que sucediera.
Así bendita toda conexión
entre tu alma y mi voz.

Si jamas creí
que me iba a suceder a mi.Por fin lo puedo sentir,
te conozco y te reconozco.

Que por fin se lo que es vivir
con un suspiro en el pecho
con cosquillas por dentro
y por fin se porque estoy así..
Tú me has hecho mejor,
mejor de lo que era,
y entregaría mi voz
a cambio de una vida entera.

Tú me has hecho entender
que aquí nada es eterno.
Pero tu piel y mi piel
pueden detener el tiempo.

No he parado de pensar
hasta donde soy capaz de llegar.
Sé que mi vida está
en tus manos y en tu boca.

Me he convertido en
lo que nunca imaginé.
Has dividido en dos
mi alma y mi sed.

Porque una parte va contigo,
aunque a veces no lo sepas ver.
Por fin lo puedo sentir.
Te conozco y te reconozco.

Que por fin sé lo que es vivir
con un suspiro en el pecho
y con cosquillas por dentro.
Por fin sé porque estoy así.

Tú me has hecho mejor,
mejor de lo que era
y entregaría mi voz
a cambio de una vida entera.

Tú me has hecho entender
que aquí nada es eterno. 
Pero tu piel y mi piel
pueden detener el tiempo.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

EL HERIDO, de Miguel Hernández

Para el muro de un hospital de sangre.

I

Por los campos luchados se extienden los heridos.
Y de aquella extensión de cuerpos luchadores
salta un trigal de chorros calientes, extendidos
en roncos surtidores.

La sangre llueve siempre boca arriba, hacia el cielo.
Y las heridas suenan, igual que caracolas,
cuando hay en las heridas celeridad de vuelo,
esencia de las olas.

La sangre huele a mar, sabe a mar y a bodega.
La bodega del mar, del vino bravo, estalla
allí donde el herido palpitante se anega,
y florece, y se halla.

Herido estoy, miradme: necesito más vidas.
La que contengo es poca para el gran cometido
de sangre que quisiera perder por las heridas.
Decid quién no fue herido.

Mi vida es una herida de juventud dichosa.
¡Ay de quien no esté herido, de quien jamás se siente
herido por la vida, ni en la vida reposa
herido alegremente!

Si hasta a los hospitales se va con alegría,
se convierten en huertos de heridas entreabiertas,
de adelfos florecidos ante la cirugía.
de ensangrentadas puertas.

II

Para la libertad sangro, lucho, pervivo.
Para la libertad, mis ojos y mis manos,
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.

Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,
y entro en los hospitales, y entro en los algodones
como en las azucenas.

Para la libertad me desprendo a balazos
de los que han revolcado su estatua por el lodo.
Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,
de mi casa, de todo.

Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.

Retoñarán aladas de savia sin otoño
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño:
porque aún tengo la vida.

NANAS DE LA CEBOLLA, de MIguel Hernández

La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.,
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla:
hielo negro y escarcha
grande y redonda.

En la cuna del hambre
mi niño estaba,
con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.

Una mujer morena,
resuelta en luna,
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la luna
cuando es preciso.

Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto,
que en el alma al oírte,
bata el espacio.

Tu risa me hace libre,
me pone alas,
soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.

Es tu risa la espada
más victoriosa.
Vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.

La carne aleteante,
súbito el párpado,
el vivir como nunca,
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea,
desde tu cuerpo!

Desperté de ser niño.
Nunca despiertes.
Triste llevo la boca.
Ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.

Ser de vuelo tan alto,
tan extendido,
que tu carne parece
cielo cernido.
¡Si yo pudiera
remontarme al origen
de tu carrera!

Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes:
como cinco jazmines
adolescentes.

Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego,
correr dientes abajo
buscando el centro.

Vuela niño en la doble
luna del pecho.
Él, triste de cebolla.
Tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.

martes, 7 de noviembre de 2017

EL POTERAS Y SU ENEMIGO, de Arturo Pérez Reverte - 30/10/17

Repasando, casi por azar, unos viejos volúmenes de novelas policíacas -Peter Cheyney, Harmon Coxe, Eric Ambler-, acabo de encontrar uno de Ellery Queen que me transporta más de medio siglo atrás en el tiempo, al lector que yo era a los doce o trece años.
Por suerte para mí, las bibliotecas de mis abuelos estaban especializadas en asuntos diferentes: la de mi abuelo paterno era más de clásicos y gran literatura del XIX, mientras que mi abuela materna y mi tía Pura, su hermana, eran lectoras apasionadas de bestsellers contemporáneos -Vicky Baum, Colette, Somerset Maugham- y novela policíaca, de la que tenían un armario lleno hasta arriba; en el que, cuando iba a visitarlas, yo buceaba con entusiasmo de cazador precoz, pues podía llevarme lo que me apeteciera.
Allí descubrí a Hammett y Chandler, entre otros.
Y uno de aquellos hallazgos tempranos, las novelas de Ellery Queen, tuvo serios efectos colaterales.

Yo tenía doce años y estaba en tercero de bachillerato en los Maristas de Cartagena, donde pasé mi infancia de estudiante hasta que me expulsaron dos años después.
Era un pésimo alumno, pues sólo me interesaban la literatura, el latín y la historia.
Todo lo demás eran suspensos. E indisciplina.
Cada profesor, religiosos en su mayor parte, tenía para nosotros su apodo: el Cuellotoro, el Dumbo, el Tomate, el Pulga (uno de los más logrados era el del profesor de matemáticas, un seglar elegante y fumador de rubio emboquillado llamado don Francisco Márquez, cuyo magnífico sobrenombre era Paco Farolas).
Y el de mi clase, ese curso, era el hermano Emilio, alias el Poteras.

El Poteras y yo nos odiábamos sin disimulo.
Era de esos profesores con la mano larga, muy dados a pegar a los alumnos - en aquel tiempo eso era normalísimo -, pero solía ejercer esa potestad con excesiva saña.
Yo no era un alumno fácil, por otra parte.
Si tocaba hacer un ejercicio de redacción, me las arreglaba para que estuviera muy bien escrito, pero al mismo tiempo fuese esencialmente insultante para él - recuerdo bien un tema libre: La pesca del calamar con potera -.
Y las represalias, por supuesto, estaban a la altura.
Castigos y leña al mono.
Los padres no intervenían en esas cosas, pues la disciplina a la brava formaba parte del sistema.
Aquello, los chicos teníamos que comérnoslo solos.
Doblabas la bisagra, o mantenías el desafío en plan guerrillero y afrontabas las consecuencias. 
Algunos - Miguel Cebrián, Manolico el Nabo, Julio Mínguez- las encarábamos con la cabeza bien alta. 
ramos pequeños cimarrones en pantalón corto. Indomables cabroncetes, cada uno a su estilo. 
Peligrosos como la madre que nos parió.

Una novela de Ellery Queen inspiró una de mis campañas contra el Poteras. 
Apropiándome de la idea - un asesino que envía mensajes previos en verso a sus víctimas -, durante un mes le estuve mandando a mi acérrimo enemigo breves mensajes anónimos con versos míos (recuerdo uno de ellos: En este tu penúltimo día / tu matador te envía / este mensaje grato / que te hará bicarbonato).
Por supuesto, yo era un delincuente imberbe, un criminal ingenuo; y los mensajes estaban escritos en papel cuadriculado de cuaderno escolar, a bolígrafo y con mi letra. Al Poteras le bastaron cinco minutos para identificarme, y me sometió a un duro interrogatorio.
Lo negué todo, con un par de infantiles cojoncillos, y no pudo sacarme nada.
Al día siguiente le mandé un nuevo mensaje, y a los pocos días, otro.
El siguiente interrogatorio tuvo lugar en el aula desierta, a la hora del recreo, y no creo haber recibido tantas bofetadas en mi vida.
No abrí la boca más que para negarlo todo.
Además, procuraba sonreír entre hostia y hostia, como los héroes de las películas.
Me dejó ir, por imposible, y al día siguiente le mandé otro mensaje.

El nuevo interrogatorio tuvo lugar en el colegio unos días más tarde, pero en el despacho del director: éste, el Poteras, mi padre, y yo en posición de firmes ante ellos.
El Poteras, descompuesto, acumulaba mensajes sobre la mesa, comparaba la letra con la de mis ejercicios escolares, me acusaba de delincuente infantil.
Yo seguía negándolo todo.
Ésa no es mi letra, sostenía impasible.
Por fin, harto de aquello, muy serio, mi padre dijo: «Cuando vean a mi hijo dejando personalmente uno de esos papeles, avísenme». Luego me sacó de allí.
Caminamos en silencio por la calle, uno junto al otro, mientras él me miraba de reojo.
Al fin dijo: «Ya lo has matado, ya vale».
Y me dio un buen pescozón.
Entonces no me di cuenta, pero ahora comprendo que sonreía.

TURISTAS DE LA IDIOTEZ, de Arturo Pérez Reverte - 23/10/17

El ser humano es, ante todo y en líneas generales, un hijo de puta.
Luego, ya en detalle, puede ser también otras cosas.
Esta frase inicial, que les regalo a ustedes porque es mía, no proviene de libros ni conversaciones de barra de bar, sino de una certeza visual propia, empírica, ilustrada de primera mano allí donde los hijos de puta suelen mostrarse en todo su esplendor.
Una impresión precoz, casi juvenil, que los años y la experiencia han acabado convirtiendo en absoluta certeza.

Contaba hace poco el novelista mexicano Jorge Zepeda Patterson que, tras el último terremoto que asoló su ciudad y causó daños en su casa, observó un fenómeno que él llama turismo humanitario: gente de variada condición, habitantes de barrios adinerados y suburbios humildes, que acudía a las zonas de desastre con el pretexto de prestar ayuda, pero que en realidad se dedicaba a pasear entre las ruinas con casco, chaleco reflectante y mascarilla protectora, haciéndose fotos.
Ocurrió sobre todo el primer fin de semana; y entre los abnegados voluntarios de los equipos de rescate, que realmente trabajaban intentando salvar vidas y se dejaban el alma y la piel en ello, pululaban ociosos de ambos sexos disfrazados de socorristas, haciéndose selfis ante las ruinas e, incluso, teniendo el descaro de agacharse para posar junto a los perros rescatadores.

La cosa, en realidad, no es nueva.
En tiempos de la erupción sobre Pompeya o de la caída de Bizancio no había teléfonos móviles con cámara incorporada, pero estoy seguro de que el personal se las apañaba con algún método equivalente.
La desgracia ajena motiva mucho, y uno suele arrimarse a ella con morboso deleite, como en esas antiguas fotos de bandoleros metidos en un cajón, rodeados de gente que posa, o la del Che Guevara de cuerpo presente y en nutrida compañía.
Quizá la diferencia esté en el careto que ahora pone la peña.
Antes todos posaban solemnes, por aquello de la circunstancia.
Sin embargo, hace tiempo que pocos guardan las formas.
Se sonríe ante la cámara, incluso se hacen gestitos divertidos y posturas simpáticas, una pierna por alto, un ojo guiñado y todo eso, lo mismo si tienes detrás la torre Eiffel que media docena de fiambres de patera ahogados en una playa.

No es de ahora, insisto, aunque el tiempo y la tecnología mejoran y afinan.
Recuerdo dos variedades de cantamañanas habituales en la guerra de los Balcanes y el cerco de Sarajevo.
Una eran los políticos, filósofos y escritores de ambos sexos que se dejaban caer por allí un par de días para hacerse una foto con chaleco antibalas, en plan turistas japoneses, y luego explicar al mundo con detalle de qué iba la tragedia. Otra eran los periodistas ful o los falsos cooperantes humanitarios, chusma intrusa a la que nadie había dado vela en aquel entierro, que aparecían y desaparecían cuando tenían las fotos o el vídeo, tras haber incordiado todo lo imaginable a los profesionales que estábamos haciendo nuestro trabajo.
Y esa clase de gente, adaptada a los nuevos tiempos y escenarios, sigue ahí, metiéndose de por medio cámara en alto. Dando por saco.
Pendientes de la foto, o de ellos mismos en la foto, sin mirar apenas lo que tienen detrás.
Lo mismo en el museo del Prado que en el terremoto mexicano, o en una matanza en las Ramblas de Barcelona. Grabando tragedias en vez de evitarlas, teléfonos móviles dispuestos, registrando agresiones y tragedias en vez de actuar contra los agresores o socorrer a las víctimas.
Hasta a sus propias familias se lo hacen.
O se lo hacemos.

Y es que ya no miramos directamente la realidad. Ni siquiera lo creemos necesario.
Las imágenes, sean de horror o de felicidad, sólo interesan para su posterior reproducción y difusión.
Es nuestro minuto de gloria.
Colgar fotos en Instagram y vídeos en Youtube se ha vuelto objetivo de nuestras vidas, como esos corredores de los encierros taurinos que, en vez de disfrutar con la adrenalina y el peligro, van con el móvil en la mano intentando grabar al toro; o las docenas de imbéciles y cobardes que graban en sus teléfonos la paliza mortal a un desgraciado en lugar de evitarla.
Hasta una violación grabaríamos, como por otra parte ya se ha hecho.
Cuanto hacemos está destinado a ser testimonio turístico: yo estaba allí, mira lo que comí ese día, mira cómo le sacudían a ése, mira cómo se desangraban las víctimas del terrorista. A ver si conseguimos hacerlo viral, oye. Que lo vea la familia, los amigos.
Que lo vean todos, y por supuesto que me vean.
Incluso los que no me conocen y a quienes importo un carajo.

Y todavía hay quien pregunta por qué prefiero los perros a las personas.

EN COMPAÑÍA DE TONTOS, de Arturo Pérez Reverte - 9/10/17

Puestos a ser justos, no sólo es España. Gracias a Dios.
Las habas de la estupidez y la mala fe se cuecen en todas partes; y si eso no consuela demasiado, al menos lo hace más llevadero.
Saber, por ejemplo, que la estatua de Colón en Barcelona no es la única que tiene la piqueta de demolición en el cogote, consuela un poco.
Nada hay más tranquilizador que la estupidez compartida, global, en un mundo donde, ya desde la más remota antigüedad – y ahí seguimos –, juntas a un fanático o un malvado con 1.000 tontos y, matemáticamente, obtienes 1.001 hijos de la gran puta.

La tendencia actual de borrar la parte oscura del pasado y reinventar éste con la parte buena, o la que cada uno considera como tal, está sumiendo el mundo en un caos cultural ajeno a los hechos y razones que lo definen. Ignoramos que la historia no es buena ni mala, sino sólo historia, y borrándola creemos corregirla o librarnos de ella, cuando el resultado es justo lo contrario.
Sin memoria, sin las claves que nos explican, somos monigotes en manos de oportunistas y sinvergüenzas, o rehenes de los estúpidos apóstoles de lo políticamente correcto.
Y más cuando éstos se empeñan en que miremos el pasado, tan diferente en espíritu y maneras, con ojos del presente.
Exigiéndole, por ejemplo, a una banda de aventureros hambrientos, duros, ambiciosos y desesperados que se comportaran en el siglo XV con los criterios morales de una oenegé del siglo XXI.
Así nunca pueden salir las cuentas.
Todos tuvimos bisabuelos que lucharon en guerras, invasiones, conquistas y reconquistas.
Que mataron y murieron por un plato de comida, por una ambición, por una mala suerte, por una idea.
Ocultarlos es amputarnos a nosotros mismos.
Olvidar que somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos.

Al pobre Colón, como digo, lleva tiempo cayéndole la del pulpo.
Él sólo quería descubrir un mundo nuevo al otro lado del Atlántico, y se jugó el tipo para conseguirlo, gracias al apoyo que le dieron los reyes de España – ese país ahora de pronto inexistente – allá por el año 1492. Pero ya ven.
Ha acabado comiéndose un marrón genocida como el sombrero de un picador: Cristina Kirchner le demolió la estatua en Buenos Aires, Ada Colau y la CUP quieren demolérsela en Barcelona, e innumerables cantamañanas de toda condición y pelaje andan buscándole las vueltas a don Cristóbal. Jugándole la del chino.

La última que yo sepa, se la han montado en Los Ángeles, California, ciudad hispana por excelencia empezando por el nombre (Nuestra Señora Reina de los Ángeles) y por quienes la fundaron. Pues bueno.
Allí, con el silencio cuando no el aplauso de la abrumadoramente mayoritaria comunidad hispana, o sea, gente que se apellida Sánchez y Martínez, han suprimido el Columbus Day o Día de Colón – con el único voto en contra de un concejal de origen italiano, para más guasa –, y colocado en su lugar el Día de los Pueblos Indígenas.
Lo cual estaría muy bien en muchos sitios, sobre todo de México para abajo; pero en Estados Unidos suena a sarcasmo guarro, porque allí precisamente, en la pulcra América anglosajona, y a diferencia de la sucia y grasienta América hispana, los pueblos indígenas fueron sistemáticamente exterminados, y los escasos supervivientes confinados en infames reservas.
Y así, el gran John Ford pudo decirle a Peter Bogdanovich en una entrevista: «Los indios son un pueblo digno incluso en la derrota, pero eso no está bien visto en los Estados Unidos. Al público le gusta ver cómo matan a los indios. No los consideran seres humanos».

Así que, en fin. Qué quieren que les diga.
Estos días va a estrenarse una película dirigida por Agustín Díaz Yanes, Oro, basada en un relato del arriba firmante, donde se cuenta mi manera de ver lo que fue la conquista de América: una sucesión de episodios fascinantes, terribles, épicos a veces y, desde luego, crueles y poco simpáticos. Pero asumiendo cuanto de terrible haya que asumir de la Historia, del horror y de la vida, que en el caso de la Conquista es mucho, el hecho cierto es que los indios de la América hispana siguen ahí, vivitos y coleando, compartiendo una lengua formidable entre quinientos millones de personas.
Y muchos, por simple justicia histórica, han venido a vivir a España; mientras en los Estados Unidos ni están ni se les espera, entre otras cosas porque allí, con la Biblia y la cochina supremacía blanca por delante, se los cargaron a todos.
Así que, por mí, como hispano que soy, como español que asume sin complejos su pasado en lo bueno y lo malo, la municipalidad de Los Ángeles puede irse a hacer puñetas.
A excepción del concejal de origen italiano, claro.
Ese tío cachondo.

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