martes, 20 de marzo de 2018

LA JOVEN DEL VIOLÍN, de Arturo Pérez Reverte - 19/3/18

 Sentado en la terraza del bar Laredo de Sevilla, con un libro en las manos – Memorias de un librero, de Héctor Yánover – y una copa de manzanilla sobre la mesa, levanto de vez en cuando la vista para mirar a la gente que pasa.
 De vez en cuando, grupos de turistas desembocan en la plaza de San Francisco viniendo por la calle Sierpes, camino de la Giralda y el Patio de los Naranjos; y otros, que van por libre, se pasean despacio mirando el edificio del Ayuntamiento.
 Es una mañana muy sevillana, luminosa y tranquila. Y para hacerla todavía más agradable, suena música de violín.

 La violinista llegó hace un momento, dejó en el suelo el estuche abierto de su instrumento y empezó a tocar Fascinación. La tengo a unos cinco metros.
 Es joven, gordita y guapa, con el pelo recogido en dos trenzas cortas. Su aspecto es simpático. Tiene los ojos claros y al principio me parece extranjera, pero al rato pasan dos conocidos suyos, deja de tocar un momento y la oigo cambiar unas palabras en perfecto español. Después sigue tocando.
 Mientras desliza el arco sobre las cuerdas, su expresión se torna muy dulce. La observo detenidamente y concluyo que no está fingiendo. Con certeza ama la música que hace, es feliz con el violín encajado en el hueco del hombro y la mandíbula, tocándolo con elegante maestría.
 No sé casi nada de música, pero sí lo bastante para saber cuándo un intérprete es bueno o malo.
 Y ésta es muy buena. 
 No de esos aguafiestas que estás hablando y se te sitúan al lado con un altavoz y un chundarata insoportable, amargándote el aperitivo; y luego, encima, pretenden que les pagues por ello. Nada de eso.
 La chica del violín es una artista de verdad. Una violinista seria.

 Pese a todo, el estuche del suelo sigue vacío. Nadie de los que pasan, y son muchos, deja una moneda.
 Ocurre, además, algo que me desagrada siempre, y que observo a menudo en lugares semejantes: turistas equipados con cámaras o teléfonos móviles, que creen que quienes están en la calle haciendo pompas de jabón, o disfrazados de astronauta, o tocando el violín, están allí para que ellos puedan hacer fotos por la cara, completamente gratis. Que les paga el Ayuntamiento para que alegren el itinerario.
 Gente tacaña, o estúpida, que se acerca, hace la foto o, lo que es peor, pide que la fotografíen junto al artista o personaje de turno, y luego sigue su camino sin dejar nada a cambio.

 Eso es lo que ocurre con la chica del violín. La miran, se paran a su lado, se hacen fotos con ella y nadie deja caer un euro.
 Es más: en la mesa contigua a la mía hay una pareja. Un hombre y una mujer negros, muy bien vestidos. Ella es grandota y abundante; y él, un tipo corpulento con un pesado reloj de oro en la muñeca y un teléfono pegado a la oreja, por el que habla en inglés, a grito pelado, sin importarle la música y quienes la escuchamos.
 Y yo miro a la violinista, su dulce expresión absorta en la música, los ojos claros que entorna a veces como si se sintiera transportada por ella, y me pregunto con tristeza cuántos sueños mueren aquí, frente a esta terraza de un bar de Sevilla, o frente a no importa qué bar del mundo. Cuántas horas de esfuerzo, de practicar, de confiar en poder dedicarse un día a vivir de lo que sin duda era una pasión, y que, tras vaya usted a saber cuántas decepciones, fracasos y amarguras, acaban en un estuche abierto en el suelo, en una melodía que apenas nadie atiende en serio, en una joven con trenzas y ojos claros que, absorta en la música que ama, la ofrece en la calle a fin de ganarse la vida con lo que sabe, como la dejan, como puede.

 La chica toca ahora Moon River; y una vacaburra, acompañada por un animal varón de apariencia aún más grosera que ella, se acerca, se hace una foto al lado y sigue su camino sin mirar siquiera a la chica del violín, que cuando les sonríe lo hace ya al vacío.

 Entonces llego a ese pasaje del libro en el que Yánover habla del cliente que preguntó:
 «¿Tienen Crimen y castigo, de Doctor Jekyll?».
 Y me digo que ya es suficiente, que mi capacidad de tristeza se ha colmado de sobra esta mañana; así que cierro el libro, me levanto, y antes de irme dejo un billete en la funda vacía.   
Al incorporarme, encuentro un destello de agradecimiento en la mirada clara de la joven. Entonces le guiño un ojo y ella hace lo mismo, sin dejar de tocar.

 Y mientras me alejo, cuando dirijo una última mirada a la violinista cuya melodía va quedando a mi espalda, veo que la negra de la mesa se ha levantado y también deja algo en el estuche.

CEDIENDO EL PASO, de Arturo Pérez Reverte - 5/3/18

 Camino por el lado izquierdo de una calle de Lisboa, subiendo del Chiado al barrio Alto: una de ésas que tienen aceras estrechas que sólo permiten el paso de una persona a la vez. Me precede un individuo joven, sobre los treinta y pocos años.
 Un tipo normal, como cualquiera. 
 Un fulano de infantería que camina con las manos en los bolsillos. Podría ser portugués, o inglés, o español; de cualquier sitio. Va razonablemente vestido.
 De frente, por la misma acera, camina hacia nosotros una señora mayor, casi anciana.
 Por reflejo automático, sin pensarlo siquiera, bajo de la acera a la calzada para dejar el paso libre, atento al tráfico, no sea que un coche me lleve por delante.
 Lo hago mientras supongo que el individuo que me precede hará lo mismo; pero éste sigue adelante, impasible, pegado a las fachadas, obligando a la señora a dejar la acera y exponerse al tráfico.

 Cuando la mujer queda atrás, me adelanto un poco para ver la cara de ese cenutrio. Lo miro, me mira él a mí como preguntándose qué diablos miro, y en su estólida expresión, en la forma en que continúa su camino, comprendo que sería inútil recriminarle algo.
 No lo iba a entender aunque se lo cantara en fado y con fondo de guitarras, me digo. No es consciente de lo que ha ocurrido. No ha hecho apartarse a la señora por descuido, ni por deliberación; ni siquiera por no exponerse al tráfico él mismo.
 Es, sencillamente, que no le ha pasado por la cabeza. Que ni le pasa, ni le pasará nunca.
 Y si yo ahora le dijera que es una grosera mala bestia, antes de liarnos a guantazos –ganaría él, porque es mucho más joven– me miraría sorprendido, preguntándose por qué.

 Y ése es el punto, concluyo desolado.
 Que en el mundo de ese fulano, en la forma natural, instintiva, que semejante sujeto tiene de abordar la vida y la relación con los demás – él y los millares y millones que son como él –, ceder el paso o gestos parecidos ya no forman parte de sus reflejos. De su adiestramiento social. De su educación.
 Da lo mismo, a estas alturas, que quien venga por la acera sea mujer, niño, anciano o joven de su mismo sexo y edad.   Lo más elemental del mundo, ceder el paso a cualquiera, al que viene de frente, va a cruzar el umbral de una puerta o te cruzas en un pasillo, resulta para él algo impensable, por completo ajeno a su comprensión y a su forma de mirar el mundo. No existe, y punto.
 Nadie se lo ha enseñado en casa o en el colegio, o nadie le ha insistido en ello. Lo suyo es irreprochable, por tanto.
 Es un grosero honrado, un animal consecuente.
 Una bestia inocente, limpia de polvo y paja.

 Ustedes saben que lo que acabo de contar no es una anécdota casual. Siempre hay justos en Sodoma, claro. Por suerte aún quedan muchos y muy nobles.
 Pero su número decrece, sin duda.
 Basta un trayecto en metro o autobús, un rato en los bancos de espera de una estación de tren de cercanías: jambos o pavas despatarrados en un asiento, dándole al móvil mientras un anciano, una mujer embarazada o quien diablos toque, cualquiera a respetar, están de pie a su lado.  

 Descarados que se ponen delante cuando estás esperando un taxi y le hacen señas primero, en vez de preguntar si lo esperabas tú; brutos que empujan para pasar primero, ignorando que exista algo parecido a una disculpa; cretinos de ambos sexos que permanecen callados mirando al vacío cuando saludas al entrar en una sala de espera; gentuza que no ha pronunciado nunca las palabras ‘por favor’ y ‘gracias’, e ignora lo mucho que esas expresiones facilitan la vida propia y ajena; patanes que, cuando les sostienes la puerta para que no les dé en las narices, pasan por tu lado sin mirarte siquiera, sin un gesto de agradecimiento o una sonrisa.
 Chusma incivil, en suma. Bajuna morralla que ignora, porque ya casi nadie lo impone en ninguna parte, que la educación, la cortesía, las buenas maneras son la única forma de hacer soportable la ingrata promiscuidad a que nos obliga la vida.

 Claro que, a veces, uno también tiene ocasión de tomarse pequeños desquites; como aquella vez en el hotel Colón de Sevilla, cuando mi compadre Juan Eslava Galán y yo entramos en un ascensor, saludando corteses a un individuo que estaba dentro, y éste siguió mirando el vacío sin despegar los labios, tan apático y silencioso como una almeja cruda.
 Entonces Juan, con esa eterna guasa pícara que tiene, se volvió a mirarme, suspiró hondo y dijo con aire contrariado: «Vaya por Dios. Otra vez nos toca subir con un mudo».

lunes, 12 de marzo de 2018

ZAPATOS ROTOS, de Matilde Alba Swann

Toda mi angustia tuvo la forma de un zapato,
de un zapatito roto, opaco, desclavado.

El patio de la escuela... Apenas tercer grado...
Qué largo fue el recreo, el más largo el año.
Yo sentía vergüenza de mostrar mi pobreza.
Hubiera preferido tener rotas las piernas
y entero mi calzado.

Y allí contra una puerta, recostada, mirando,
me invadía el cansancio de ver
cómo corrían los otros por el patio.

Zapatos con cordones, zapatos con tirillas,
todos zapatos sanos. Me sentía en pecado,
vencida y diminuta, mi corazón sangrando...

Si supieran los hombres cuánto a los diez años
puede sufrir un niño por no tener zapatos...
Qué anticipo de angustia.
Todavía perdura doliéndome el pasado.
El patio de la escuela y aquel recreo largo...

Mi piececito trémulo, miedoso, acurrucado.
Mi infancia entristecida, mi mundo derrumbado.

Un pájaro sin alas tendido al pie de un árbol.
La pobreza no tiene perdón a los diez años.

MUJERES, de Arturo Pérez Reverte - 12/3/18

Acabo de mirar un viejo bloc de notas para confirmar que aquello sucedió en los Balcanes en septiembre de 1991.
El ejército serbio, que todavía era yugoslavo, intentaba aplastar la sublevación nacionalista croata.
Por delante, preparando el terreno, iban los irregulares chetniks, una milicia despiadada para la que el degüello de hombres y la violación de mujeres eran legítimas armas de guerra. 
Aquello dejaba un rastro de pueblos en llamas, casas destruidas, enjambres de moscas zumbando sobre cadáveres tirados por todas partes.
El paisaje de Croacia, como más tarde Bosnia, era idéntico al fondo de El triunfo de la muerte, de Brueghel.
Parecía el mismo lugar y la misma guerra.
En realidad, lo era.

Estábamos allí ganándonos el jornal: Márquez con su cámara
, Jadranka, nuestra intérprete croata, y el arriba firmante.
Aquel día la Armija yugoslava atacaba fuerte en Okučani, y allá nos fuimos temprano, para contarlo en el telediario.
Cuando llegamos el pueblo ardía, y mientras los hombres peleaban al otro lado, intentando contener a los tanques serbios, mujeres, niños y ancianos intentaban escapar por la carretera.
De vez en cuando caía un zambombazo de artillería que aceleraba la desbandada y el pánico.
Dejamos el coche a un lado y nos pusimos a trabajar.
Las imágenes no las describo porque esa misma noche salieron en el telediario.
De pie entre aquella locura, sereno como siempre, el ojo pegado al visor y un cigarrillo en la boca, Márquez lo grababa todo.
Después nos metimos en el pueblo en dirección a donde sonaban los tiros, para completar el curro.
De pronto dejamos de ver gente. Sólo calles desiertas, ruido de tiros y cristales rotos.
Territorio comanche.

Jadranka era alta, tranquila y muy valiente.
Le pagábamos una pasta por trabajar con nosotros, pero lo que hacía no podía pagarse con dinero.
Aquel otoño, en tres meses de combates y sobresaltos, vi su cabello, originalmente oscuro, encanecer por completo. Negro en Petrinja y gris en Vukovar.
En aquella campaña Jadranka nos sacó de muchos apuros; y nosotros a ella, de alguno.
La única vez que Márquez y yo renunciamos a una gran exclusiva fue a causa de Jadranka, para evitar que cayera en manos de los serbios. Pero no me arrepiento, ni Márquez tampoco.
De todas formas, ésa es otra historia.
Aquel día en Okučani estuvo estupenda, como siempre. Y fue ella quien nos señaló al pequeño grupo de gente que corría entre las casas en llamas: dos mujeres jóvenes con niños pequeños, un anciano que apenas podía caminar y una mujer también mayor, enlutada.

Márquez y yo les salimos al paso. Y se asustaron.
Dos tíos con casco y chaleco antibalas que aparecen de pronto entre la humareda y les apuntaban con una cámara, parecida a un arma, no era en absoluto tranquilizador.
Y entonces, de pronto, me di cuenta de que la anciana llevaba en las manos una escopeta de caza, y que al vernos se la echaba a la cara, a bocajarro, dispuesta a mandarnos al otro barrio sin más trámite.
Decidida y mortal.
Alcé las manos y grité «¡Novinar, novinar!» para que supiera que éramos periodistas, pero seguía apuntándonos con el dedo en el gatillo, y si no llega a interponerse Jadranka, largando en croata, la abuela nos limpia el forro.
Pocas veces estuve tan seguro de que nos iban a matar.

Después, mientras los ayudábamos a salir de allí, Jadranka nos fue traduciendo la historia.
Los hombres de la familia combatían en las afueras del pueblo; y el abuelo, descompuesto por la edad y el terror, no servía para nada.
Los chetniks violaban a las mujeres jóvenes, así que era la abuela la que cuidaba de sus nueras, su marido y sus nietos, llevando para protegerlos la vieja escopeta de caza de la familia.
Era una vieja bajita, regordeta, de casi setenta años, con un pañuelo en la cabeza y un hatillo donde llevaba unos mendrugos de pan, tres latas de sardinas y una docena de cartuchos de postas.
Miraba a Márquez con suspicacia y desafío mientras éste la filmaba, sin soltar el arma, con el dedo rozando el guardamonte.
Como si no acabara de fiarse del todo.

Y mientras yo la observaba caminar y volverse de vez en cuando a comprobar que sus nueras, nietos y marido la seguían, y veía a su lado a Jadranka, erguida pese a la fatiga, tiznada de humo y sucia de barro, con aquel pelo que ya agrisaban las primeras canas, pensé que los hombres miramos desde fuera a las mujeres.
Vivimos con ellas, las amamos, halagamos, toleramos y utilizamos.
Creemos conocerlas, pero en realidad no sabemos nada. Absolutamente nada.

Hasta que cualquier día, en Okučani o en donde sea, las forzamos a coger la escopeta y pelear.

Y entonces te hielan la sangre.

martes, 6 de marzo de 2018

INFILTRADOS E INFILTRADAS, de Arturo Pérez Reverte - 19/2/18

Se me acaba de caer otro mito, oigan. Uno más.
El asunto, esta vez, es que en mi acrisolada ingenuidad tenía la convicción de que infiltrar policías en bandas de atracadores, traficantes, terroristas y gente así, era un asunto que se llevaba en el más absoluto secreto. Estrictamente confidencial, vamos.
Lo pensaba no por haberlo visto en el cine, que también, sino por experiencia propia. En mis tiempos de reportero tuve ocasión de conocer a varios de esos serpicos. Recuerdo a uno que estuvo dentro de una peligrosa banda de atracadores, jugándose el pescuezo, hasta que los trincaron a todos en un atraco en el que él conducía el coche.
Y de otro que, en un final muy a la española, estuvo dentro de un comando de ETA hasta que lo llamó su jefe a las cuatro de la mañana para decirle: 
«Pírate de ahí ciscando leches, porque mañana sale tu nombre y tu foto en un reportaje de Interviú».

Creía, como digo, que eso de infiltrar maderos o picoletos entre los malos era una cosa delicada, que por razones obvias se llevaba a cabo con discreción extrema. Siempre supuse que un comisario, tras observar el comportamiento y condiciones humanas de uno de sus elementos o elementas –también conocí a una infiltrada que trabajó en Melilla y tenía más ovarios que el caballo de Espartero–, le echaba el ojo y lo preparaba para el asunto, o éste se presentaba voluntario porque le iba la adrenalina, la marcha o la pasta a cobrar. 
En cualquier caso, que todo se llevaba a cabo con la clandestina opacidad necesaria.
Sin embargo, me equivocaba. Errado andaba.
Porque esto es España, oigan. La del telediario.
El paraíso de los ministros de Interior bocazas y de los tontos del ciruelo.

¿Adivinan ustedes cómo se recluta en España a policías para infiltrarlos entre delincuentes y terroristas?
Pues sí, lo han adivinado: mediante convocatorias públicas que además salen en los periódicos.
«Interior selecciona a 40 policías para infiltrarlos en grupos criminales», titulaba sin complejos un diario hace un par de semanas.
A continuación exponía los criterios de selección –idiomas, pruebas psicotécnicas y psicológicas– y luego, eso es lo más bonito, detallaba en qué iba a consistir la tarea de quienes superasen tales pruebas: identidades falsas, negocios y empresas pantalla, vehículos con matrículas chungas y cosas así.
Y para rematar, señalaba objetivos concretos: tráfico de órganos, trata de seres humanos, secuestro, prostitución, narcotráfico, pederastia en Internet, terrorismo y otros palos. Todo un programa de infiltración, como ven. Bien desmenuzado, a fin de que no haya dudas.
Un alarde admirable de transparencia informativa, para que luego no vayan diciendo que en España no lo sometemos todo a la luz y el escrutinio públicos.
Aunque si uno rasca, siempre encuentra algún resabio fascista por ahí; como cuando, para completar tan necesaria información, uno de los diarios que publicaron la noticia preguntó a la Policía cuántos agentes encubiertos hay en activo –los ciudadanos y ciudadanas españoles y españolas tienen derecho y derecha a saber–, pero el portavoz policial, en un censurable acto de oscurantismo predemocrático franquista, se negó a dar esa información.
Por lo menos, ahora sabemos que habrá cuarenta más de los que hay. Algo es algo.

Dicho lo cual, no sé a qué esperan los políticos.
A qué aguardan los cancerberos de nuestra integridad moral para entablar un debate parlamentario sobre el asunto.
Para preguntar cómo y por qué, en flagrantes usos policiales del pasado, se infiltra pasma encubierta en grupos malevos; para pedir una lista de sus nombres y apellidos y comprobar si cumple el concepto de igualdad, con tantos infiltrados como infiltradas; para establecer hasta qué punto eso no atenta contra los derechos de los que, aunque nos pese, también deben gozar los delincuentes, a los que –buscando siempre su reinserción y nunca la venganza social, que es mala, Pascuala– debemos combatir cara a cara y a la luz del día, con limpias prácticas democráticas y no con tenebrosos subterfugios y engaños propios de otras épocas.
No sé a qué esperan, insisto, para tener allí largando al ministro Zoido, que con ese verbo ágil que tanto bien hace siempre a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado a los que dirige y representa, nos tranquilice al respecto, el artista.
Porque infiltrados, sí, vale. De acuerdo.
Pero con convocatoria oficial, luz y taquígrafos, y dentro de un orden.

Creo haberlo escrito ya alguna vez; pero, con su permiso, vuelvo a escribirlo ahora: en España llevamos mucho tiempo siendo gilipollas por encima de nuestras posibilidades.

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