jueves, 19 de abril de 2018

LA CALLE DE LA MELANCOLÍA, de Joaquín Sabina

Como quien viaja a lomos de una yegua sombría,
por la ciudad camino, no preguntéis adónde.
Busco acaso un encuentro que me ilumine el día,
y no hallo más que puertas que niegan lo que esconden.


Las chimeneas vierten su vómito de humo
a un cielo cada vez más lejano y más alto.
Por las paredes ocres se desparrama el zumo
de una fruta de sangre crecida en el asfalto.

Ya el campo estará verde, debe ser Primavera,
cruza por mi mirada un tren interminable.
El barrio donde habito no es ninguna pradera,
desolado paisaje de antenas y de cables.

Vivo en el número siete, calle Melancolía.
Quiero mudarme hace años al Barrio de la Alegría.
Pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía,
y en la escalera me siento a silbar mi melodía.

Como quien viaja a bordo de un barco enloquecido,
que viene de la noche y va a ninguna parte,
así mis pies descienden la cuesta del olvido,
fatigados de tanto andar sin encontrarte.

Luego, de vuelta a casa, enciendo un cigarrillo,
ordeno mis papeles, resuelvo un crucigrama;
me enfado con las sombras que pueblan los pasillos
y me abrazo a la ausencia que dejas en mi cama.

Trepo por tu recuerdo como una enredadera
que no encuentra ventanas donde agarrarse, soy
esa absurda epidemia que sufren las aceras,
si quieres encontrarme, ya sabes dónde estoy.

miércoles, 18 de abril de 2018

LO QUE YO QUIERO, de Joaquín Sabina

Yo no quiero un amor civilizado,
con recibos y escena del sofá...
Yo no quiero que viajes al pasado,
y que vuelvas del mercado con ganas de llorar...
Yo no quiero vecinas con pucheros.
Yo no quiero sembrar ni compartir.
Yo no quiero catorce de febrero,
ni cumpleaños feliz...

Yo no quiero cargar con tus maletas,
yo no quiero que elijas mi champú,
yo no quiero cortarme la coleta,
mudarme de planeta, brindar a tu salud...
yo no quiero domingos por la tarde,
yo no quiero columpio en el jardín...
lo que yo quiero, corazón cobarde,
es que mueras por mi...

Y morirme contigo si te matas,
y matarme contigo si te mueres,

porque el amor, cuando no muere mata,
porque amores que matan, nunca mueren...

Yo no quiero juntar para mañana,
nunca supe llegar a fin de mes.
Yo no quiero comerme una manzana,
dos veces por semana, sin ganas de comer...
Yo no quiero calor de invernadero.
Yo no quiero besar tu cicatriz.
Yo no quiero París con aguaceros,
ni lo quiero sin ti...

No me esperes a las doce en el juntado,
no me digas volvamos a empezar.
Yo no quiero ni libre ni ocupado,
ni carne ni pescado, ni orgullo ni piedad.
Yo no quiero saber porque lo hiciste.
Yo no quiero contigo ni sin ti...
Lo que yo quiero, muchacha de ojos tristes,
es que mueras por mi...


Y morirme contigo si te matas,
y matarme contigo si te mueres,
porque el amor, cuando no muere mata,
porque amores que matan, nunca mueren...

AVES DE PASO, de Joaquín Sabina

A las peligrosas rubias de bote,
que en el relicario de sus escotes
perfumaron mi juventud.
Al milagro de los besos robados,
que en el diccionario de mis pecados
guardaron su pétalo azul.

A la impúdica niñera madura,
que en el mapamundi de su cintura
al niño que fui espabiló.
A la flor de lis de las peluqueras,
que me trajo el tren de la primavera,
y el tren del invierno, me arrebató.

A las flores de un día,
que no duraban, que no dolían,
que te besaban, que se perdían.
Damas de noche,
que en asiento de atrás de un coche
no preguntaban si las querías.
Aves de paso,
como pañuelos cura-fracasos.

A la misteriosa viuda de luto,
que sudó conmigo un minuto
tres pisos en ascensor.
A la intrépida "cholula" argentina,
que en el corazón con tinta china
me tatuó "peor para el sol".


A las casquivanas novias de nadie,
que coleccionaban canas al aire
burlón de la "nit de Sant Joan".
A la reina de los bares del puerto,
que una noche después de un concierto
me abrió su almacén de besos con sal.

A las flores de un día,
que no duraban, que no dolían,
que te besaban, que se perdían.
Damas de noche,
que en asiento de atrás de un coche
no preguntaban si las querías.
Aves de paso,
como pañuelos cura-fracasos.

A Justine, a Marylin, a Jimena,
a la Mata-Hari, a la Magdalena,
a Fátima y a Salomé.
A los ojos verdes como aceitunas,
que robaban la luz de la luna de miel
de un cuarto de hotel, dulce hotel.

A las flores de un día,
que no duraban, que no dolían,
que te besaban, que se perdían.
Damas de noche,
que en asiento de atrás de un coche
no preguntaban si las querías.
Aves de paso,
como pañuelos cura-fracasos.

miércoles, 4 de abril de 2018

LUCES EN LA NOCHE, de Arturo Pérez Reverte - 2/4/18

 Hace casi treinta años que navego a bordo de un velero.
 Por lo general lo hago en cualquier época del año, y en el Mediterráneo.
 He dicho alguna vez, o lo he escrito, que navegar por ese viejo mar es hacerlo por la historia, la cultura y la memoria.   Pocas sensaciones conozco tan placenteras como estar leyendo un buen libro mientras el sol enrojece el horizonte al atardecer – siempre pasa un barco a lo lejos en ese contraluz mágico –, fondeado en una cala a la que se asoman las ruinas de un templo griego o una antigua torre vigía, sabiendo que en ese lugar recalaban hace doscientos años los jabeques de piratas berberiscos, y que bajo tu quilla hay restos de ánforas arrojados desde naves romanas.

 Quizá porque crecí entre marinos, en un puerto de mar y viendo pasar barcos a lo lejos, me gusta navegar.
 Y a estas alturas, con seis décadas y media de vida y trabajo a la espalda, lo considero una necesidad casi terapéutica.
 Si hubiera tenido un velero a los dieciséis años, tal vez mi biografía tendría otro rumbo en escenarios distintos, seguramente acuáticos.
 Quizá nunca habría escrito nada, o puede que sí. Un barco y unos libros para leer, según como sea cada cual, colman buena parte de una vida.
 En lo que a mí se refiere, uno de los momentos de mayor felicidad que conocí, más que salir entero de ciertos lugares difíciles, más que todas mis novelas publicadas, más que el mundo pateado durante medio siglo, es cuando aprobé el duro examen de capitán de yate, título máximo de la náutica no profesional.
 La sonrisa me duró mucho tiempo. En realidad me dura todavía.

 En el mar, sobre todo cuando se hacen navegaciones largas, hay momentos buenos, momentos malos, y otros –relacionados con los malos y con los buenos– en los que el goce de estar allí es insuperable.
 Encarar un temporal cuando no hay más remedio, gobernar de forma adecuada y, una vez rizado lo que haya que rizar, comprobar que tu barco toma la mar como Dios manda, saber que todo irá bien a menos que se rompa algo, es una de las sensaciones más hermosas que conozco.
 Confirma tu competencia náutica y la de tu tripulación, y lo hace sin testigos ni alardes, en la más perfecta y adecuada soledad. Situando tu legítimo orgullo de marino, como diría Joseph Conrad, a doscientas millas de la tierra más cercana.

 Lo que más me gusta es navegar de noche.
 Cuando el sol desaparece tras el horizonte, y aunque haya previsión de buen tiempo, tomo siempre un rizo a la mayor – en el Mediterráneo, un rizo de más es un sobresalto de menos – y preparo el velero para las horas de oscuridad: luces de navegación, linternas a mano, chalecos salvavidas, balizas, equipo de abandono del barco, visor nocturno, ropa de abrigo.
 Hay algo de temor excitante, de expectación contenida, de desafío ineludible, en ese ritual. Se parece a disponerse a entrar en combate.
 Y luego, cuando al fin llega la oscuridad y no hay luna, mientras haces tu cuarto de guardia y el velero avanza entre tinieblas en el interior de una esfera negra como la muerte, permaneces atento a la pantalla del radar y al AIS, te llevas los prismáticos a la cara para escrutar el mar cada diez minutos, vigilas las luces que vislumbras en la distancia, roja, verde, blanca; los destellos de faros y balizas que te advierten: mantente lejos de tierra, amigo.
 Peligro. Peligro.

 Maniobrar a un mercante de noche no es cualquier cosa.
 Vas a vela y tienes prioridad, pero sabes que da igual.
 Son las cuatro menos cinco de la madrugada, hay viento y fuerte marejada, y sabes que en ese rojo y verde que viene hacia ti hay un fulano soñoliento a punto de salir de guardia, que no presta atención a tu luz de navegación, ni al pantallazo de tu linterna en la vela, ni al puntito que marcas en sus pantallas.
 Cambias el rumbo, oprimes el botón de la radio. «I am in your course. Watch me, please».
 Y sigue la noche, bajo una bóveda de estrellas como jamás verás en tierra. Luces distantes, reflejos de la luna que sale al fin, delfines relucientes de plata dándose un festín entre bancos de peces.
 Bajas a la camareta para situarte en la carta, y vuelta arriba para escrutar la noche.
 Frío, tensión y ojos fatigados.
 Una taza de café te calienta las manos, lejos de la vida terrestre, con nada en la mente que no sea avanzar seguro en la oscuridad.
 Y al alba, al cruzarte con otro velero que viene de vuelta encontrada, conmovido por la cercanía de alguien que pasó la misma noche que tú, le mandas tres destellos de linterna a modo de saludo; y al momento, bajo la vela hermana que se aleja en la primera claridad gris, te responden otros tres destellos.

HOMBRES, de Arturo Pérez Reverte - 26/3/18

 Parado frente a un semáforo junto a dos niños varones de diez o doce años, oigo que uno le dice al otro: 
 «Adrián es un buen tío; nunca me dejaría tirado».

 Siguen su camino y me quedo pensando en la frase significativa con la que, en mi opinión, un enano imberbe acaba de resumir siglos de historia masculina. Porque, hasta hace muy poco tiempo, ese «nunca me dejaría tirado» parecía más propio de hombres que de mujeres.
 Resabio instintivo de algunas reglas básicas que durante miles de años ayudaron a la supervivencia de nuestra especie.

 Hablando en general – lo que no excluye infinitas excepciones –, dudo que hasta fecha reciente una niña o mujer adulta considerase importante señalar, en esos términos, que la dejasen tirada o no.
 Era menos habitual que una mujer mencionase la cohesión de grupo como factor clave, pues sus códigos de lealtad solían referirse a otras circunstancias.
 Lo más probable, llevando la frase a ese terreno, es que dijera algo como: «Marta me entiende y puedo contar con ella».

 Desde mi torpeza de varón me esfuerzo por analizarlo.
 A mi juicio, dejar tirado es jerga de grupo, y contar con ella es más individual e intenso.
 Más profundo.
 Creo que para una mujer, pese al cambio en la sociedad occidental, es aún importante la empatía personal, el apoyo concreto de quien tiene la misma memoria genética – y a veces el triste presente – de soledades y sumisiones; de siglos como rehén del hombre, pariendo, cuidando el hogar que daba calor a todos.
 Para esa mujer, históricamente sometida a hombres buenos y también a injustos y malos, para esa mirada sabia en silencios, contar con otra mujer, aunque fuera o sea sólo una, reconfortaba y reconforta.
 Rompía la soledad e iluminaba, o ilumina, el mundo.

 Ahí el hombre era distinto. Necesitaba menos comprensión que lealtad.
 Durante mucho tiempo y por asignación de roles, mientras ellas cuidaban a los cachorros, ellos salían al frío, la caza y la guerra, protegiendo desde fuera lo que las mujeres protegían desde dentro. Se enfrentaban a animales salvajes y tribus enemigas, mataban y morían; y cuando se alejaban entre el viento y la lluvia, muchos no regresaban.
 Eso les daba privilegios que nadie discutía.
 Privilegios que no pocos imbéciles ajenos al viento y la lluvia, a sacrificarse para que hembra y cachorros sobrevivan, incapaces incluso de fregar los platos, se empeñan hoy en mantener, aunque ya nada les dé derecho a ello.

 En aquel mundo áspero, peligroso, los varones iban en grupo a cazar o guerrear. Ahí no bastaba contar con uno; se necesitaban varios.
 Las reglas solidarias eran fundamentales, pues quebrantarlas suponía fracaso y muerte.
 No dejar tirado a uno de los tuyos era pura supervivencia.
 Y creo que en muchos de los actuales varones, en sus comportamientos y códigos, esos recuerdos instintivos de caza y guerra siguen presentes.
 Observen de qué forma tan distinta se comportan todavía, pese a la creciente, necesaria e imparable igualdad, los grupos de chicos y los de chicas.

 Por eso es importante comprender, sin que eso sea justificar.
 Entenderlos a ellos como a ellas.
 Criminalizar al varón, hacerlo avergonzarse de su masculinidad cuando ésta no es opresora ni nociva, resulta injusto. Hombres con sus códigos, y precisamente por tenerlos, han peleado y siguen haciéndolo con mucho valor y dureza. Y ya no hablo de caza o batallas, sino de padres de familia que se dejan la salud y la vida trabajando – como también hacen ellas ahora, dentro y fuera de casa, a veces en doble combate –, para sobrevivir en un mundo hostil donde, igual hoy que hace siglos, sigue haciendo mucho frío.

 En otros momentos de mi vida vi a muchos hombres, con sus torpezas y brutalidades, ser leales a esos códigos de grupo. Tragarse el miedo y caminar bajo el fuego porque al compañero no se le podía dejar solo; o porque, vuelto el mundo al horror de su implacable realidad, era necesario proteger a hembras y cachorros cuando las buenas intenciones, los progresos sociales, la igualdad tan duramente conseguida de la mujer, se iban al carajo.
 O se siguen yendo.
 Prueben a hablarle de feminismo a un chetnik serbio, a un yihadista o a uno de Boko Haram.

 Todo eso no me lo han contado.
 Lo vi en la centuria vigesimosecular que dejamos atrás y en casi dos décadas de la actual.
 Y si el péndulo de la vida volviese a oscilar aquí, no pocos de esos hombres a los que en este lado confortable del mundo se criminaliza y desprecia, incluso los peores, apretarían los dientes y saldrían a cumplir con las viejas reglas, para no dejarse tirados entre ellos y para no dejarlas tiradas a ellas.
 Obligados por códigos ancestrales que para bien y para mal, y no siempre por su culpa, todavía llevan en la sangre.
 Y es que, a pesar de quienes pretenden reducirlo todo a una estúpida simpleza, el ser humano es un animal apasionante y complejo.

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