lunes, 25 de junio de 2018

TRES VERDADES SOBRE LILIANA BODOC, de su hijo.

(Texto leído por el hijo de Liliana, Galo Bodoc, durante el homenaje que se le realizó en la Feria del Libro. Es extenso pero vale cada palabra)
Hoy me toca estar aquí frente a ustedes, aunque preferiría un millón de veces estar sentado a su lado, oyendo maravillado la voz de mi vieja, sus palabras siempre caricias, siempre enseñanzas.
Pero aquí estoy, aquí estamos, sin Liliana.
Por eso hoy voy a montarme en el impulso de su estallido para fundar, simbólica pero definitivamente, el comienzo de esta nueva vida, más sola, más triste sí, pero colmada de propósito y de compromiso.
Me sumo a esta ceremonia con un interés que trasciende el hecho de contarles algo sobre ella o sobre nuestro desamparo.
Estoy acá para encarar definitivamente el misterio de este nuevo mundo, que retoña desde los restos trágicos de aquel otro mundo que existía hasta hace un instante.
Así que, si me lo permiten, aprovecharé para inaugurar hoy, junto a ustedes, este nuevo mundo sin madre.
Consumaré este acto confesándoles tres grandes verdades sobre Liliana. Luego intentaré explicarlas brevemente.

Estas tres confesiones que hoy elijo revelar son las siguientes:
1-Liliana Bodoc nos mintió.
2-Liliana Bodoc no fue mi madre.
3-Liliana Bodoc no murió.

PRIMERA PARTE - LILIANA BODOC NOS MINTIÓ
Liliana nos mintió, nos mintió sistemáticamente.
Siempre que tuvo una oportunidad, nos mintió. Sin dudarlo, con premeditación y elaboración. Nos mintió por escrito, nos mintió con su voz, nos mintió garabateando a cada lector una dedicatoria única y personal, nos mintió con cada uno de sus personajes.
Liliana nos mintió voluntariamente, propulsada por un firme e irrevocable propósito: decir la verdad.
Y aunque nos contó una historia inverosímil, que hace agua por donde se la mire, caímos embrujados por su calidez y su humildad.
Y así, embelesados, fuimos capaces de creer la historia más disparatada, que ella repitió impunemente en cientos de entrevistas y ante cada consulta.
Liliana nos contó siempre que había sido una mujer que se la pasaba limpiando la casa y cocinando.
Y que de pronto, a los 40 años, leyó a Tolkien y se le ocurrió escribir una épica fantástica, que fuera una alegoría de la invasión a América.
Y que entonces esa señora gris y desgastada, dejó los trapos y así, de golpe y porrazo, escribió nada más y nada menos que: La saga de los confines.
¿En serio alguien es capaz de creer esto?
¿No es una historia insostenible?
¿No se cae a pedazos el argumento?
Por supuesto que sí, porque esta historia es insuficiente.
Es la historia de su cáscara, no la historia de su alma.
Porque la verdad es que Liliana fue una mujer que atravesó la oscuridad y la muerte, la soledad y un enorme desamparo ideológico y emocional.
Que desde los seis años, cuando su mamá se deshizo frente a sus ojos, transitó perdida por un mundo sin sentido, buscando desesperadamente un lenguaje capaz de explicar el dolor, la muerte.
Un lenguaje capaz de revertir el odio o, al menos, capaz de darle pelea.
Ese viento que descalabró la vida, la dejó sola en un paisaje absurdo.
Y en esa inmensidad que solo instaura la muerte, el lenguaje racional se torna inútil, inservible, escaso.
Entonces "la Lili" comenzó a mentir. Pero no para obtener algún valor o para zafar de algún lío o para cagar a alguien... mentir para poder decir la verdad.
Porque comenzó a descubrir que solo la palabra que dice sin decir, la palabra que rodea al silencio, la palabra que hace, es la materia prima apropiada para construir un lenguaje que abarque tanta desolación, un lenguaje como un puente para cruzar a la orilla del otro y poder abrazarlo y llorar juntos hasta volver a reír.
Un idioma que le hable al corazón y le mienta al cerebro, para que se calle por un rato y nos deje amar sin miedo, dar sin intereses, caminar sin apuro, hacer sin utilidad, llorar sin vergüenza, equivocarnos sin culpa... y mirarnos, reconocernos.
Acá estamos, somos nosotros. hermanas, hermanos. Podemos recordarnos. Podemos perdonarnos. Podemos tolerarnos. Podemos compartir el mundo.
Para esto nos mintió Liliana.
Porque el ángel que viene a ayudarnos nunca avisa que es ángel, porque eso denigraría su propósito y le quitaría voluntad al otro.
Porque quien necesita andar anunciando sus actos de bien, ponerles títulos y destacarlos, no ayuda por amor sino por vanidad.
Ella nos reveló la capa más simple de su historia, para demostrarnos que todas y todos podemos salir de la oscuridad, para que no vayamos a creer que hay que ser un elegido, un ser superior, una excepción.
Por eso, en vez de apoltronarse en el sillón de su popularidad y sentirse alguien especial, se arremangó y más que nunca visitó la casa de la gente sencilla, fue a tocar la puerta de los tristes, de las explotadas, de los perdidos.
Fue a asegurarles que el destino se hace, no se hereda, no se impone.
Que el destino se elige. O por lo menos se lucha.
Que se forja con trabajo, con dolor, con errores, con paciencia. Y con un ingrediente irremplazable: con los demás.
Que no se escribe en soledad, sino con la pluma y la sangre de todos los que pasaron antes, con la voz y la urgencia de los que no pueden hacerlo.
Liliana mintió, no como mienten los cobardes ni los estafadores, no mintió como los políticos ni como los infieles ni como los que hacen caridad.
Ella escribió sus libros como ventanas, como armas, como abrazos. No como libros.
Escribió libros como revoluciones.
Liliana escribió sus libros como escriben en el silencio los tambores.

SEGUNDA PARTE - LILIANA BODOC NO FUE MI MADRE
Mucho más que un desgarro profundo nos dejó la partida de Liliana.
El final de su cuerpo desplegó un gigantesco estandarte que nos reúne detrás de un propósito y nos convoca a salir a la vida a hacer, a poner en práctica, todo lo que nos enseñó con su palabra y con sus actos.
Su trascendencia confirmó la consumación de su propósito original.
Liliana consiguió finalmente transformar su orfandad temprana y sola, en este triunfo irrevocable de nuestra reciente orfandad, rodeada de abrazos y de amigos.
Y así, no solo sanó sus heridas, sino más bien dejó a disposición un despliegue de herramientas, modos, mapas y medicinas, para que los demás puedan sanar las suyas.
Liliana ofrendó cada instante de su vida, al intento urgente de evitar que los otros padecieran el sinsentido de la no madre. Con ese propósito, se constituyó en madre de quien fuera que necesitara una.
Fue una y otra vez, incansablemente, madre incondicional y madre presente.
Fue madre biológica, madre emocional, madre intelectual, madre política, madre simbólica, madre furiosa, madre caricia. Donde ella estuviera, nadie habría de sentir la oquedad profunda de la orfandad.
Pero para llegar hasta aquí, hasta este último gran salto que hoy honramos y esta presencia acrecentada que percibimos, Liliana tuvo que atravesar un infierno.
Y también tuvo que morir.
No ahora, sino hace muchos años. Cuando se sintió impotente ante tanta urgencia de amor, aturdida por las burlas de la mediocridad. Cuando percibió su imposibilidad de abrazar a todos los huérfanos y alzar a todos los derrotados. Entonces se fue apoderando de ella una profunda desilusión. Una nostalgia como una debilidad recurrente. Con los días se fue poniendo gris, desenfocada, triste. Y durante muchos años nos visitó la calamidad.
Pero un día ocurrió algo que rajó la realidad y dejó expuesta una posibilidad.
Fue durante unas vacaciones en Chapadmalal cuando, en otro de los incontables intentos de reconquistar nuestra felicidad, nos dispusimos a leer en familia la gran saga de Tolkien. Ignorábamos completamente que estábamos descubriendo juntos una grieta en el muro, una especie de error en el sistema. Un vacío.
Y ante la visión de esta, quizás última oportunidad, a Liliana le brilló el alma con un pensamiento.
Recuerdo que lo expresó esa misma noche, cuando charlábamos sobre lo que habíamos leído. Ella reflexionó y nos dijo, como si Nakín le estuviera susurrando desde el tiempo mágico, que alguien debería escribir una saga épica en tono latinoamericano. Una epopeya imaginaria que redima y empodere a nuestro continente, a nuestro mundo.
Así como Tolkien había hecho con el suyo.
Dijo "alguien" porque no importaba quién. Esta saga era fundamental para nuestro pueblo y para nuestra historia.
Era urgente para nuestro tercer mundo, para nuestra revolución.
Terminaron las vacaciones, terminó El Señor de los Anillos y volvimos a casa. Pero algo había cambiado definitivamente.
Liliana nos miraba diferente, como si hubiera despertado de un antiguo letargo.
Y una mañana cualquiera, no pudo retener más la certeza que se había instalado en su corazón. Y con sencillez, casi pidiéndonos permiso, nos anunció que se iba a poner a escribir esa saga ausente que imaginamos juntos, aquella noche en que buscábamos desesperadamente ser felices.
Y así lo hizo.
Y por eso escribió como escribió. Con ese lenguaje único y sin embargo colectivo. Porque Liliana no escribió para ella, escribió para nosotros, escribió porque a nuestro pueblo le faltaba una bandera fantástica para enfrentar al odio en el terreno de la emoción.
A partir de aquella revelación y contra todos los pronósticos, se encomendó a la tarea de concebir una poderosa máquina de asedio, para golpear la muralla del odio, allí donde la hegemonía mostraba una resquebrajadura.
Dispuesta a dejar la vida en este intento, se entregó sin descanso a construir un gigantesco cañón de palabras. Y cuando finalmente estuvo listo, apuntó a la grieta del muro gris y disparó el único proyectil con el que contaba: su amor.
Y en esa enorme explosión se inmoló aquella mujer desolada y triste.
Fue hace más de veinte años que murió mi madre, fue cuando nació la nuestra. Cuando surgió de las cenizas esta guerrera enorme: Liliana Bodoc.
Por eso digo que no fue mi madre. Digo que no fue exclusivamente mi madre, ni la madre de Romina, mi hermana. ¿No fue la madre de nuestros hijos, Alondra y Gael? (Se suman otras voces)
-Sí, es cierto. Ellos la llaman mabuelita.
Liliana fue la madre de sus hermanos. ¡Fue incluso la madre de su marido!
-Sí, efectivamente, hijo. Muchas veces fue mi madre además de mi compañera.
Liliana fue la madre de su padre, de los vecinos, de los hambrientos. Liliana fue la madre de sus lectores, de sus amigos. Pensemos.
Pensemos juntos, recordemos. ¿no la sintieron a veces como una madre?
En sus libros, en sus palabras, en su sonrisa, en su humildad. ¿No fue madre de ustedes también alguna vez? ¿Acaso no fue tu madre alguna vez?
-Sí, fue mi madre cuando, casi sin conocerme, me preguntó por mis hijos y por mis sueños. ¿Acaso no fue tu madre?
-Sí, fue mi madre cuando me vio la tristeza y me regaló palabras como medicinas. ¿Fue tu madre alguna vez?
-Sí, fue mi madre cuando un viento se llevó la mía. ¿Tu madre?
-Sí, fue mi madre cuando llegó hasta nuestra escuelita, sin esperar nada más que un abrazo de todos los chicos.
-Sí, fue mi madre cuando me quedé sola como Elisa.
-Sí, fue mi madre cuando la sombra se olvidó de serlo.
-Sí, fue mi madre cuando me habló como el tambor de Kupuka.
-Sí, fue mi madre cuando compartió el pan de vieja Kush.
-Sí, fue mi madre cuando me incentivó a escribir,
-a vivir,
-a confiar,
-¡a rebelarme!
-Sí, fue mi madre cuando nos recordó que
(Todos juntos) -¡La educación no es un acto de generosidad, es un acto de justicia!
-¿Saben cuándo fue mi madre? Cuando le dio sentido y propósito a la muerte de... de... (Se olvida. Silencio incómodo) A la muerte de.
(Todos responden) -¡Sabino Colque! ¡Wilkilen! ¡Kume! ¡Dulkancellin! ¡Zope Zopahua! ¡Kupuka! ¡El Masticador! ¡Elek! ¡Los Lulus! ¡Jesús! ¡Un linyera! ¡Vieja Kush! ¡Tabaquito! ¡Padure! ¡Bérnaba! ¡Bruno! ¡Sairi Rumiñavi! ¡Los jugadores de Yocoy! ¡Atima Imaoma! ¡Acila! (Recuerda de pronto lo que iba a decir antes) -¡A la muerte de su mamá!
(Convocando la atención de los demás) -¡Pará, pará, pará! A su propia muerte le dio sentido. (Repite invitando a la reflexión) A su propia muerte.
(Todos en canon) -Su trascendencia. Su salto. Su consumación. Su viaje. Su expansión. Su mutación. Su misterio. Su eco. Su plenitud. Su eternidad. Su presencia.
-Liliana fue nuestra madre cuando declaró el fin de un mundo.
-Y el nacimiento de un nuevo mundo posible.
-Yo creo que fue nuestra madre. cuando fue madre de Santiago Maldonado.
(Todos susurran) -¿Dónde está? ¿Cómo fue? ¿Qué pasó?
-Y madre de los niños y niñas de la murga de la villa.
-Y de los docentes.
-Y de los estudiantes.
-Y de los jubilados.
-Y de las derrotadas.
-Y de los olvidados.
-Y de los desaparecidos y de las desaparecidas.
(Arengando) -¡Madre de madres fue Liliana!
(Todas las mujeres al unísono) -¡Madre y bandera de las mujeres que luchan y tuercen el rumbo de la historia!
(Todos individualmente, para sí mismos) -Sí, fue mi madre. ¡claro que fue mi madre! (dirigiéndose a alguien en particular)
Fue mi madre y la tuya. Fue nuestra madre. (Repiten hasta que comienzan a dudar. Quedan en silencio pensando.
Y finalmente todos llegan a la misma pregunta) ¿Fue mi madre?
(Repiten esta pregunta varias veces y se aíslan hasta quedar en silencio. Luego van descubriendo la respuesta individualmente y comienzan a repetirla) No, Liliana no fue mi madre. No fue mi madre. No fue.
(Interrumpiendo repentinamente) -¡No, señoras y señores, claro que no! ¡Liliana Bodoc no FUE mi madre!
(Todos al unísono y con fuerza) -¡Liliana Bodoc ES mi madre! (Silencio) ¿Acaso no es hoy nuestra madre?
(Todos en voz baja, reconociendo a quienes tienen al lado) -Sí, es nuestra madre. Nuestra madre. (poniéndose de pie uno a uno) ¡Gracias, madre! ¡Gracias! Gracias, mamá.

TERCERA PARTE - LILIANA BODOC NO MURIÓ
Si vivir es tener entidad, es poseer la capacidad de modificar la realidad y de influir en los sucesos. Si vivir es decir, es hacer, es estar, es reunir, transformar. ¿Cómo podríamos asumir que Liliana murió?
Si estamos convocados aquí por su existencia, si aún nos habla, aún nos cuenta. Si ahora que abandonó su cuerpo y repartió su corazón, podemos percibir como se expande y se hace bandera. Cómo puede estar muerta si nos hace reír, nos hace llorar. Si nos agrupa, nos enseña. No está muerto quien pelea, pero menos muerto está quien canta. Y ahora mismo puedo escuchar como canta. (Se escucha una voz femenina)
Cómo va a estar muerta si ahora la veo en los ojos de mi viejo, en la maternidad de mi hermana, en la felicidad de mi hija, en el compromiso de sus lectores.
No, esa no me la creo. Es completamente inverosímil.
Liliana descartó su físico, porque el cuerpo es denso y limitado, y ella necesitaba abrazarnos a todas y a todos a la vez, y no dejar a nadie fuera de su abrazo.
Cómo va a estar muerta si cada vez que recuerdo sus manos, lo cotidiano se vuelve mágico.
Sus manos, sus pájaros en el aire.

AHORA LE TOCA A LA LENGUA ESPAÑOLA, de arturo Pérez Reverte - 25/6/18

No me había dado cuenta hasta que hace unos días, mientras lamentaba las incorrecciones ortográficas de una cuenta oficial en Twitter de un ministerio, leí un mensaje que acababan de enviarme y que me causó el efecto de un rayo. De pronto, con un fogonazo de lucidez aterradora, fui consciente de algo en lo que no había reparado hasta ese momento.
El mensaje decía, literalmente: «Las reglas ortográficas son un recurso elitista para mantener al pueblo a distancia, llamarlo inculto y situarse por encima de él».

No fue la estupidez del concepto lo que me asombró - todos somos estúpidos de vez en cuando, o con cierta frecuencia -, sino la perfecta formulación, por escrito, de algo que hasta entonces me había pasado inadvertido: un fenómeno inquietante y muy peligroso que se produce en España en los últimos tiempos.
En determinados medios, sobre todo redes sociales, empieza a identificarse el correcto uso de la lengua española con un pensamiento reaccionario; con una ideología próxima a lo que aquí llamamos derecha.
A cambio, cada vez más, se alaba la incorrección ortográfica y gramatical como actividad libre, progresista, supuestamente propia de la izquierda.
Según esta perversa idea, escribir mal, incluso expresarse mal, ya no es algo de lo que haya que avergonzarse.
Al contrario: se disfraza de acto insumiso frente a unas reglas ortográficas o gramaticales que, al ser reglas, sólo pueden ser defendidas por el inmovilismo reaccionario para salvaguardar sus privilegios, sean éstos los que sean.

Ello es, figúrense, muy conveniente para determinados sectores; pues cualquier desharrapado de la lengua puede así justificar sus carencias, su desidia, su rechazo a aprender; de forma que no es extraño que tantos –y de forma preocupante, muchos jóvenes– se apunten a esa coartada o pretexto.
No escribo mal porque no sepa, es el argumento. Lo hago porque es más rompedor y práctico. Más moderno.
Todo eso, que ya por sí es inquietante, se agrava con la utilización interesada que de ello hacen algunos sectores políticos, en esta España tan propensa secularmente a demolerse a sí misma.
Jugando con la incultura, la falta de ganas de aprender y la demagogia de fácil calado, no pocos trileros del cuento chino se apuntan a esa moda, denigrando por activa o pasiva cualquier referencia de autoridad lingüística; a la que, si no se ajusta a sus objetivos políticos inmediatos, no dudan, como digo, en calificar de reaccionaria, derechista e incluso fascista, términos que en España hemos convertido en sinónimos.
Con el añadido de que a menudo son esos mismos actores políticos los que también son incultos, y de este modo pretenden enmascarar sus propias deficiencias, mediocridad y falta de conocimientos.

Otras veces, aunque los interesados saben perfectamente cuáles son las reglas, las vulneran con toda deliberación para ajustar el habla a sus intereses específicos, sin importarles el daño causado.
Tampoco el sector más irresponsable o demagógico del feminismo militante es ajeno al problema.
Resulta de lo más comprensible que el feminismo necesario, inteligente, admirable - el disparatado, analfabeto y folklórico es otra cosa -, se sienta a menudo encorsetado por las limitaciones de una lengua que, como todas las del mundo, ha mantenido a la mujer relegada a segundo plano durante siglos.
Aunque es conveniente recordar que el habla es un mecanismo social vivo y cambiante, pero también forjado a lo largo de esos siglos; y que las academias lo que hacen es registrar el uso que en cada época hacen los hablantes y orientar sobre las reglas necesarias para comunicarse con exactitud y limpieza, así como para entender lo que se lee y se dice, tanto si ha sido dicho o escrito ahora como hace trescientos o quinientos años.
Por eso los diccionarios son una especie de registros notariales de los idiomas y sus usos.

Forzar esos delicados mecanismos, pretender cambiar de golpe lo que a veces lleva centurias sedimentándose en la lengua, no es posible de un día para otro, haciéndolo por simple decreto como algunos pretenden.
Y a veces, incluso con la mejor voluntad, hasta resulta imposible.

Si Cervantes escribió una novela ejemplar llamada La ilustre fregona, ninguna feminista del mundo, culta o inculta, ministra o simple ciudadana, conseguirá que esa palabra cervantina, fregona, pierda su sentido original en los diccionarios.
Se puede aspirar, de acuerdo con las academias, a que quede claro que es un término despectivo y poco usado - cosa que la RAE, en este caso, hace años detalla -, pero jamás podrá conseguir nadie que se modifique el sentido de lo que en su momento, con profunda ironía y de acuerdo con el habla de su tiempo, escribió Cervantes.
Del mismo modo que, yéndonos a Lope de Vega, cualquier hablante debe poder encontrar en un diccionario el sentido de títulos como La dama boba o La villana de Getafe.

Se está llegando así a una situación extremadamente crítica. Del mismo modo que se ha logrado que partidarios o defensores sinceros del feminismo sean tachados de machistas cuando no se pliegan a los disparates extremos del feminismo folklórico, a los defensores de la lengua española, de sus reglas ortográficas y gramaticales, de sus diccionarios y de su correcto uso, se les está colgando también la etiqueta de reaccionarios y derechistas - lo sean o no - por oposición a cierta presunta o discutible izquierda que, ajena a complejos lingüísticos, convierte la mala redacción y la mala expresión en argumentos de lucha contra el encorsetamiento reaccionario de una casta intelectual que - aquí está el principal y más dañino argumento - mantiene reglas elitistas para distanciarse del pueblo que no ha tenido, como ella, el privilegio de acceder a una educación (como si ésta no fuera gratuita y obligatoria en España hasta los dieciséis años).
Del mismo modo que, según marca esta tendencia, quien no se pliega al chantaje del feminismo folklórico es machista y todo machista es inevitablemente de derechas, quien respeta las reglas del idioma es reaccionario, está contra la libertad del pueblo, y por consecuencia es también de derechas. Pues, como todo el mundo sabe, no existen machistas de izquierdas, ni maltratadores de izquierdas, ni taurinos de izquierdas, ni acosadores de izquierdas, ni tampoco cumplidores de las reglas del idioma que lo sean. Resumiendo: como toda norma es imposición reaccionaria y todo acto de libertad es propio de la izquierda, quien defiende las normas básicas de la lengua es un fascista.

En conclusión, todo buen y honrado antifascista debe escribir y hablar como le salga de los cojones. O de los ovarios.
No sé si los españoles somos conscientes - y me temo que no - de la gravedad de lo que está ocurriendo con nuestro idioma común.
Del desprestigio social de la norma y el jalear del disparate, alentados por dos factores básicos: la dejadez e incompetencia de numerosos maestros (algunos ejercicios escolares que me remiten, con preguntas llenas de faltas ortográficas y gramaticales, de atroz sintaxis, son para expulsar de la docencia a sus perpetradores), que tienen a los jóvenes sumidos en el mayor de los desconciertos, y el infame oportunismo de la clase política, que siempre encuentra en la demagogia barata oportunidad de afianzar posiciones.

Pero no pueden tampoco eludir su responsabilidad los medios informativos; sobre todo las televisiones, donde hace tiempo desapareció la indispensable figura del corrector de estilo - un sueldo menos -, y que con tan contumaz descaro difunden y asientan aberraciones lingüísticas que desorientan a los espectadores y destrozan el habla razonablemente culta.
Y más, teniendo en cuenta que el Diccionario de la Lengua Española no lo hace sólo la RAE, sino también las academias de 22 países de habla hispana (de ahí tantas palabras que llaman la atención o indignan a quienes ignoran ese hecho), abarcando el habla no sólo de 50 millones de españoles que nos creemos dueños y árbitros de la lengua, sino de 550 millones de hispanohablantes, muchos de los cuales ven con estupor nuestro disparate suicida y perpetuo.
Tampoco la Real Academia Española, todo hay que decirlo, es ajena a los daños causados y por causar.
En vez de afirmar públicamente su magisterio, explicando con detalle el porqué de la norma y su necesidad, exponiendo cómo se hacen los diccionarios, las gramáticas y las ortografías, dando referencias útiles y denunciando los malos usos como hace la Academia Francesa, en los últimos tiempos la Española vacila, duda y a menudo se contradice a sí misma, desdiciéndose según los titulares de prensa y las coacciones de la opinión pública y las redes sociales, intentando congraciarse y no meterse en problemas.
Esa pusilanimidad académica que algunos miembros de la institución llevamos denunciando casi una década ante la timorata pasividad de otros compañeros, ese abandono de responsabilidades y competencias, esa renuncia a defender el uso correcto - y a veces hasta el simple uso a secas - de la lengua española, ese no atreverse a ejercer la autoridad indiscutible que la Academia posee, envalentonan a los aventureros de la lengua.
Y crecidas ante esa pasividad y esos complejos, cada día surgen nuevas iniciativas absurdas, a cuál más disparatada, para que la RAE elimine tal acepción de una palabra, modifique otra y se pliegue, en suma, a los intereses particulares y, lo que es peor, a la ignorancia y estupidez de quienes en creciente número, con la osadía de la ignorancia o la mala fe del interés político, se atreven a enmendarle la plana.

Por eso, en el contexto actual, pese a que de las nueve mujeres académicas admitidas en tres siglos seis han ingresado en los últimos ocho años, pese a su formidable e indispensable labor para quienes hablan la lengua española, la Academia es considerada por muchos despistados - basta asomarse a Twitter - una institución reaccionaria, machista, apolillada y autoritaria. Cuando en realidad, gracias a algunos de sus académicos, sólo es una institución acomplejada, indecisa y cobarde.
Y ojo. Aquí no se trata de banderitas y pasiones más o menos nacionales.
Aquí estamos hablando de un patrimonio lingüístico de extraordinaria importancia; un tesoro inmenso de siglos de perfección y cultura.
De algo que además nos da prestigio internacional, negocio, trabajo y dinero.
Hablamos de una lengua, la española, que es utilizada por cientos de millones de hispanohablantes que hasta hoy, gracias precisamente a la Real Academia Española y a sus academias hermanas, manejan la misma Ortografía, la misma Gramática y el mismo Diccionario; cosa que no ocurre con ninguna otra lengua del mundo.

Constituyendo así entre todos, a una y otra orilla del Atlántico, un asombroso milagro panhispánico.
Un espléndido territorio sin fronteras.
Una verdadera patria común, cuya auténtica y noble bandera es El Quijote.

lunes, 18 de junio de 2018

QUE SE JODA ESPAÑA...!!!, de Arturo Pérez Reverte - 11/6/18

Ocurrió el otro día.
Desde hace un par de años, Sevilla es algo más que Semana Santa y Feria de Abril.
El formidable periodista cultural Jesús Vigorra y la Fundación Cajasol han puesto en pie Letras en Sevilla, un experimento de primer orden que vincula el nombre de la ciudad a la cultura de alto nivel, la historia y la literatura.
Yo echo una mano gratis et amore cuando puedo, porque Jesús es muy amigo mío.
Los dos primeros ciclos, Literatura y Guerra Civil y Chaves Nogales, una tragedia española, fueron un éxito espectacular, como lo ha sido la tercera edición, España ¿Mito, o realidad?, por la que pasaron Alfonso Guerra, Julio Anguita, Santiago Muñoz Machado y destacados historiadores, políticos, diplomáticos y escritores, con un conmovedor final de lecturas sobre nuestra Historia a cargo de Juan Echanove y Emilio Buale, que puso al medio millar de personas allí reunido - mañana y tarde durante tres días - la piel de gallina.
Uno de los invitados fue Agustí Colomines, a quien conocí hace casi cuatro décadas en Barcelona cuando él era un joven independentista.
Culto, inteligente, profesor de Historia, arrogante y seguro de sí como buen pijonacionalista, Agustí pertenece a la élite catalana de toda la vida; ésa que en el fondo, y a veces en la forma, desprecia a los Rufianes y demás charnegos útiles. Asesor áulico de Artur Mas y de Puigdemont, Agustí es uno de los cerebros que idearon el proceso separatista hoy en curso.
Y en Sevilla estuvo a la altura de sí mismo.
Desde afirmar que para él Valencia y Baleares son como para los españoles Hispanoamérica, hasta señalar que los españoles no entienden un pimiento y que no hay quien pare el proceso catalán, no se privó de nada.
El público se lo quería comer vivo. No por lo que decía, sino por cómo lo decía.
El historiador Fernando García de Cortázar y el ex alcalde de La Coruña y embajador Paco Vázquez estaban indignados por las maneras despectivas y la suficiencia con que Agustí planteaba las cosas.
Pero aquello no era una tertulia de la tele; así que, cuando el rugido popular acallaba al invitado, tuve que coger el micrófono y recordar que allí habíamos ido a escuchar argumentos de primera mano, sin manipulaciones ni intermediarios, y no a vocear el desagrado con lo que se escuchaba.
«Además - dije - Agustí tiene el valor de estar aquí, pudiendo no estar. Tiene una fe y la defiende. Es coherente con su fe y su combate».
La gente reaccionó admirable y comprensivamente, y todo siguió su curso.
Fue entonces cuando, ya que tenía el micrófono en la mano, le hice a Agustí una pregunta:
«En un Estado sin complejos como Francia o Alemania, ¿habría sido posible el procés?».
Y él fue sincero:
«Probablemente no existiríamos».
Apunté que la Cataluña francesa no existe, y él dijo:
«Allí no hay problema nacional catalán porque lo eliminaron. Y si España no ha eliminado a Cataluña…».
Lo dejó ahí, pero me lo había puesto fácil:
«¿Que se joda?», pregunté.
«Pues sí —respondió, tajante—, que se joda».
No había más que hablar, y allí acabó el debate.
Y ahora, dándole a la tecla, recuerdo ese momento y pienso que nunca estuvo tan claro, tan sinceramente expuesto; y eso es lo que quiero agradecerle a Agustí. 
En vez del hipócrita mamoneo que a diario oímos en Cataluña sobre el proceso independentista, el largo marear la perdiz a que se nos tiene acostumbrados, fue higiénico que alguien como él dijera las cosas tal cual son.
A diferencia de Francia y su Revolución, del jacobinismo implacable que hizo de nuestros vecinos una nación fuerte, culta, unida y respetable, España perdió la ocasión, no sólo en ese momento, sino muchas veces después, incapaz de superarse a sí misma, insolidaria y dispersa.
Siguió en manos de curas y espadones, de monarcas incapaces, de oportunistas periféricos y centrales.
Y nunca tuvo el coraje de enfrentarse a sus difíciles realidades.
Por eso, en mi opinión, la culpa de lo que ocurre en Cataluña no la tiene Agustí Colomines, que desde su arrogancia egoísta e insolidaria lucha por aquello en lo que cree.
La tienen nuestra larga apatía, nuestros complejos y nuestra cobardía: la de un Estado que lleva tres décadas, o más bien tres siglos, dejándose demoler casi con alegría.
La culpa es nuestra: de los españoles en general, que a diferencia de esa Francia donde Cataluña, como dice Agustí, no es un problema porque no existe y donde hay una bandera francesa en cada escuela, merecemos de sobra lo que él dijo en Sevilla. 
«Que se joda España».
Así es, desde luego.
Y lo que todavía se va a joder...

LA CASA QUE NUNCA SERÁ, de Arturo Pérez Reverte - 4/6/18

Hay héroes solitarios, guerreros aislados cuyo tesón admira e incluso enternece: gente que lucha a contracorriente incluso cuando, tarde o temprano, comprueba que la victoria estaba descartada desde el principio, y que lo de verdad necesario era luchar.
Eso es decisivo en el caso de los padres, de los maestros, de todos aquellos que, de una u otra forma, influyen en niños y jóvenes.
En este sentido dije alguna vez – éste es mi artículo 1.300 en XLSemanal, así que casi todo lo he dicho alguna vez – que tal como está el paisaje, incluido el familiar, los buenos maestros son nuestra última esperanza. Y que debería hacerse con éstos una profesión de élite, rigurosamente seleccionada, con buena paga, respetada, mimada por la sociedad a la que sirve y cuyo futuro, en buena parte, de ella depende.
Pienso en eso al recibir carta de un profesor del instituto Mariano José de Larra de Madrid: uno de los que todavía creen que el combate vale la pena.
Me cuenta que hace salidas con los alumnos por el barrio de las Letras de Madrid, lugar mítico donde, en pocas calles, vecinos unos de otros, odiándose como españoles, volcando en filias y fobias su talento y su grandeza, Quevedo, Lope de Vega, Góngora, Calderón, Cervantes y otros autores vivieron y murieron durante el Siglo de Oro, el más fecundo y asombroso de nuestra cultura.
Pasea por tales calles con sus alumnos, cuenta el profesor, mostrándoles todo eso: la casa de Lope, la placa donde estuvo la vivienda que compró Quevedo para echar a Góngora, el convento donde enterraron a Cervantes y la casa en la esquina de la calle del León – o lugar en el que estuvo –, donde vivió sus últimos años y murió el autor de El Quijote.

Llegado a ese punto de su carta, el profesor, como buen héroe solitario y quijotesco, hace una sugerencia deliciosamente ingenua.
Usted que está en la Real Academia y sus compañeros, señor Reverte – dice –, en una formidable institución que en otro tiempo compró y puso a salvo la casa de Lope de Vega, situada en la misma calle, ¿no han pensado hacer lo mismo con la de Cervantes?
En estos tiempos en que tanto se derrocha en gastos efímeros, ¿imagina que en vez de una tienda de calzado, como la que hay en la planta baja, se reconstruyera la vivienda del mayor genio de las letras universales, y pudiera visitarla el público?
Piense usted – prosigue – en la recreación del ambiente en que pasó sus últimos días Cervantes, los interiores, la calle vista desde las ventanas enrejadas.
¡Lope y Cervantes de nuevo cara a cara, frente a frente, en la misma calle en la que vivieron!
¿Imagina lo que harían ingleses, franceses o alemanes si tuvieran eso?…
Y concluye con un párrafo cuyo tierno candor casi llena los ojos de lágrimas.
«¿El dinero? No faltarían mecenas. ¡Qué gran publicidad! Eso quedaría para el futuro».

¿Qué responderle al buen profesor?
¿Que la Real Academia Española, que con las otras 22 academias hermanas – la última, Guinea Ecuatorial – gestiona la delicada diplomacia de la unidad lingüística de 550 millones de hispanohablantes, lucha prácticamente sola, olvidada por el Estado, asfixiada económicamente por la mala voluntad del gobierno de Mariano Rajoy, que en dos legislaturas – a diferencia de sus predecesores – no ha encontrado media hora para visitar el edificio de la calle Felipe IV?

¿Que el poco dinero con que cuenta la RAE se destina a mantener las complejas y caras estructuras, la plantilla de personal contratado y los medios técnicos que hacen posible que un estudiante mexicano, un abogado argentino, un profesor colombiano, un médico cubano, utilicen el mismo Diccionario, la misma Ortografía y la misma Gramática?

¿Que entre españoles capaces de llamar a don Pelayo mito franquista, facha al almirante Cervera o democracia de baja calidad a la que disfrutamos, en este disparate donde cualquier imbécil analfabeto, cualquier pedorra sin cualificar, osan discutirle un concepto a Juan Pablo Fusi, Sánchez Ron, Gregorio Salvador, Javier Marías o Vargas Llosa, o sea, en este antiguo lugar hoy en plena demolición, la casa donde murió Cervantes importa menos que una final de liga o el resultado de Operación Triunfo?

Lo siento, querido profesor, es la respuesta.
Su noble sugerencia sólo conmueve a cuatro gatos, y ninguno tiene medios para llevarla a cabo.
Seguirá usted luchando solo, como aquí es costumbre.
Y cuando lleve a sus alumnos ante el lugar donde murió Cervantes, frente al portal de la zapatería, tendrá que suplir con sus palabras, en la soledad de su voluntad, su lucidez, su imaginación y su coraje, lo que la desidia y la incompetencia dan al olvido en esta España miserable, desmemoriada e ingrata.

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