Sin duda.
La prueba
es que en cuanto se presenta una ocasión, y podemos, somos más gilipollas
todavía.
Ustedes, yo. Todos nosotros. Unos por activa y otros por pasiva. Unos
por ejercer de gilipollas compactos y rotundos en todo nuestro esplendor, y
otros por quedarnos callados para evitar problemas, consentir con mueca sumisa
y tragar como borregos - cómplices necesarios - con cuanta gilipollez nos
endiñan, con o sin vaselina. Capaces, incluso, de adoptar la cosa como propia a
fin de mimetizarnos con el paisaje y sobrevivir, o esperar lograrlo. Olvidando
- quienes lo hayan sabido alguna vez - aquello que dijo Sócrates, o Séneca, o uno
de ésos que salían en las películas de romanos con túnica y sandalias: que la
rebeldía es el único refugio digno de la inteligencia frente a la
imbecilidad.
Hace poco, en el correo del lector de un suplemento semanal que no era éste - aunque aquí podamos ser tan gilipollas como en cualquier otro sitio -, a un columnista de allí, Javier Cercas, lo ponían de vuelta y media porque, en el contexto de la frase «el nacionalismo ha sido el cáncer de Europa», usaba de modo peyorativo, según el comunicante, la palabra cáncer.
Hace poco, en el correo del lector de un suplemento semanal que no era éste - aunque aquí podamos ser tan gilipollas como en cualquier otro sitio -, a un columnista de allí, Javier Cercas, lo ponían de vuelta y media porque, en el contexto de la frase «el nacionalismo ha sido el cáncer de Europa», usaba de modo peyorativo, según el comunicante, la palabra cáncer.
Y eso era enviar «un desolador mensaje» e insultar a los enfermos que «cada día luchan con la esperanza de ganar la batalla».
Y, bueno.
Uno puede comprender que, bajo efectos del dolor propio o cercano,
alguien escriba una carta al director con eso dentro.
Asumamos, al menos, el
asunto en su fase de opinión individual.
El lector no cree que deba usarse la
palabra, y lo dice.
El problema es que no se limita a expresar su opinión, sino
que además pide al pobre Cercas «que no
vuelva a usar la palabra cáncer en esos términos».
O sea, lo
coacciona. Limita su panoplia expresiva. Su lenguaje.
Lo pone ante la
alternativa pública de plegarse a la exigencia, o - eso viene implícito - sufrir
las consecuencias de ser considerado insensible, despectivo incluso, con
quienes sufren ese mal.
Lo chantajea en nombre de una nueva vuelta de tuerca de
lo política y socialmente correcto.
Pero la
cosa no acaba ahí.
Porque en el mentado suplemento dominical, un redactor o
jefe de sección, en vez de leer esa carta con mucho respeto y luego tirarla a
la papelera, decide publicarla. Darle difusión.
Y así, lo que era una simple
gilipollez privada, fruto del natural dolor de un particular más o menos
afectado por la cosa, pasa a convertirse en argumento público gracias a un
segundo tonto del culo participante en la cadena infernal.
Se convierte, de ese
modo, en materia argumental para - ahí pasamos ya al tercer escalón - los
innumerables cantamañanas a los que se les hace el ojete agua de regaliz con
estas cosas. Tomándoselas en serio, o haciendo como que se las toman.
Y una vez
puesta a rodar la demagógica bola, calculen ustedes qué columnistas,
periodistas, escritores o lo que sea, van a atreverse en el futuro a utilizar
la palabra cáncer como argumento expresivo sin cogérsela cuidosamente con papel
de fumar.
Sin miedo razonable a que los llamen insensibles.
Y por supuesto,
fascistas.
Ahora,
queridos lectores de este mundo bienintencionado y feliz, echen ustedes cuentas.
Calculen cómo será posible escribir una puta
línea cuando, con el mismo
argumento, los afectados por un virus cualquiera exijan que no se diga, por
ejemplo, viralidad en las redes
informáticas, o cuando quien escriba la incultura es una enfermedad social sea
acusado de despreciar a todos los enfermos que en el mundo han sido.
Cuando
alguien señale -con razón- que las palabras idiota,
imbécil, cretino y estúpido,
por ejemplo, tienen idéntico significado que las mal vistas deficiente o subnormal.
Cuando llamar inmundo animal a un asesino de
niños sea denunciado por los amantes de los animales, decir torturado por el amor sea calificado
de aberración por cualquier activista de los derechos humanos que denuncie la
tortura, o escribir le violó la
correspondencia parezca una infame frivolidad machista a las
asociaciones de víctimas violadas y violados.
Cuando decir que Fulano de
Tal se portó como un cerdo irrite
a los fabricantes de jamones de pata negra, llamar capullo a un cursi siente mal a los
criadores de gusanos de seda, tonto
del nabo ofenda a quienes practican honradamente la
horticultura, o calificar de parásito
intestinal al senador Anasagasti -por citar uno al azar, sin
malicia- se considere ofensivo para los afectados por lombrices, solitarias y
otros gusanos.
Sin contar los miles de demandantes que podrían protestar, con
pleno derecho y libro de familia en mano, cada vez que en España utilizamos la
expresión hijos de puta.