lunes, 18 de noviembre de 2013

EL PERRO ANTISISTEMA, de Aturo Pérez Reverte - 18/11/2013

Tengo la foto delante, mientras tecleo esto.
Y me encanta.
Ha sido tomada en una calle de Atenas, pero podría haber ocurrido en cualquier lugar de Europa; o, al menos, en no importa qué lugar de la Europa indignada, furiosa, que en los últimos tiempos, harta de tanto cuento, tanto recorte y tanta indecencia oficial, se echa a la calle, cada vez con más energía, para ajustar cuentas, o intentarlo, con la clase política y financiera: con los responsables últimos – los primeros, tampoco hay que olvidarlo, somos nosotros mismos - de la trampa siniestra en la que desde hace tiempo estamos metidos.
Para escupir con dureza en la cara de esa casta desvergonzada, intocable en sus infames privilegios, que ha hecho de nuestras vidas su negocio y de Bruselas su criminal coartada.
La imagen tiene mucha fuerza.
Muestra la primera línea de una manifestación violenta, de ésas con lanzamiento de piedras, barricadas y contenedores de basura incendiados.
Está tomada de frente, desde el lado de la policía, abarcando el despliegue de manifestantes que se enfrentan a los antidisturbios: pañuelos cubriendo la cara, pasamontañas, cascos de motorista, sudaderas de felpa con la capucha subida.
Algunos, prevenidos hasta lo profesional, llevan máscaras antigás, y al fondo tremolan algunas banderas rojas.
El suelo entre ellos y los policías está alfombrado de piedras y trozos de ladrillo que acaban de volar por los aires.
En realidad es una foto de guerra, pienso al mirarla.
De esta otra guerra cercana, fruto natural de tantas mentiras, incompetencia, latrocinios e injusticias, que hace tiempo estalló en nuestras ciudades y corazones, y que canallas encorbatados se esfuerzan en negar, en desmentir, con sonrisas hipócritas, retórica imbécil y palabras huecas que a pocos lúcidos engañan.
El perro está en esa primera línea.
Es un chucho de pelaje dorado y hocico flaco, y sin duda su amo es alguno de los manifestantes que, más próximos a él, se enfrentan a los policías: no sé si el que lleva puesto un casco de motorista o el que, a la izquierda de la imagen, se mueve medio agachado con una máscara antigás ocultándole el rostro y una bandera roja recogida en la mano.
El perro está casi entre ambos, también en movimiento, abiertas las patas para plantarlas con coraje en el suelo, algo adelantada una de ellas, subidas las orejas por efecto de la acción.
Le ciñe el cuello algo oscuro, que parece un collar o uno de esos pañuelos perroflautas tipo John Wayne.
Y mira con resuelta atención hacia donde miran los hombres que están a su lado, entreabierta la boca como para un gruñido o un ladrido de cólera.
No parece asustado en absoluto por el tumulto, ni intimidado con el estruendo de los pelotazos de la policía y los gritos de los manifestantes.
Está allí, valeroso, firme, corriendo leal junto a su amo, dando la cara en plena refriega como dispuesto, también él, a abalanzarse contra las barreras de la ley y el orden establecidas por los de siempre.
Uno tiene el lacrimal reacio, a estas alturas.
Sin embargo, o quizá por eso, consuela comprobar que todavía hay cosas que te remueven otras cosas por dentro.
La estampa de ese perro decidido, fiel, enfrentado a la policía sin abandonar a su amo en plena refriega, es una de ellas.
Lo miro en la foto y, mientras sonrío, se me ocurre que quizá no esté ahí sólo por eso.
A su manera, sin saberlo, puede que ese chucho también libre su propia guerra antisistema.
Batiéndose no sólo por su amo, sino por sí mismo.
Por sus colegas: cachorrillos regalos de Navidad que meses más tarde acabarán abandonados en una cuneta; por los perros maltratados, apaleados hasta morir por canallas sin conciencia; por los que acaban ahorcados en el monte cuando son viejos, arrojados vivos a un pozo o liquidados de un escopetazo; por los que enloquecen amarrados con dos metros de cadena o mueren de hambre y sed; por los que son sacrificados sin necesidad pudiendo salvarse; por los que nadie reclama y acaban deslizando su sombra por el corredor de la muerte; por los que infames sin escrúpulos utilizan en peleas clandestinas donde se juegan enormes cantidades de dinero; por esos perrillos drogados que, ante la pasividad de las autoridades, algunos mendigos utilizan para mover a piedad y luego se desembarazan oscuramente de ellos...
Y sí.
Miro la foto del perro antisistema que se enfrenta a la policía en una calle de Atenas y concluyo que tal vez también él tenga cuentas propias que ajustar.
Y que todo será más noble y luminoso mientras junto a un hombre que lucha haya un buen perro valiente.

UNA HISTORIA DE ESPAÑA XIII, de Arturo Pérez Reverte - 11/11/13

En los albores del siglo XIII, el reino de Aragón se hacía rico, fuerte y poderoso.
Petronila (una huerfanita de culebrón casi televisivo, heredera del reino) se había casado y comido perdices con el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV; así que en el reinado del hijo de éstos, Alfonso II (el que se batió como un tigre en Las Navas), quedaron asentados Aragón y Cataluña bajo las cuatro barras de la monarquía aragonesa.
Aquella familia tuvo la suerte de parir un chaval fuera de serie: se llamaba Jaime, fue el primer rey de Aragón con ese nombre, y pasó a la Historia con el apodo de El Conquistador no por las señoras entre las que anduvo, que también - era muy aficionado a intercambiar fluidos -, sino porque triplicó la extensión de su reino.
Hombre culto, historiador y poeta, Jaime I dio a los moros leña hasta en el turbante, tomándoles Valencia y las Baleares, y poniendo en el Mediterráneo un ojo de águila militar y comercial que aragoneses y catalanes ya no entornarían durante mucho tiempo.
Su hijo Pedro III arrebató Sicilia a los franceses en una guerra que salió bordada: el almirante Roger de Lauría los puso mirando a Triana en una batalla naval - hasta Trafalgar nos quedaban aún seiscientos años de poderío marítimo -, y en el asedio de Gerona los gabachos salieron por pies con epidemia de peste incluida.
La expansión mediterránea catalano - aragonesa fue desde entonces imparable, y las barras de Aragón se pasearon de tan triunfal manera por el que pasó a ser Mare Nostrum que hasta el cronista Desclot escribió -en fluida lengua catalana- que incluso «los peces llevan las cuatro barras de la casa de Aragón pintadas en la cola».
Hubo, eso sí, una ocasión de aún mayor grandeza perdida cuando Sancho el Fuerte de Navarra, al palmar, dejó su reino al rey de Aragón.
Esto habría cambiado tal vez el eje del poder en la historia futura de España; pero los súbditos vascongados no tragaron, subió al trono un sobrino del conde de Champaña, y la historia de la Navarra hispana quedó por tres siglos vinculada a Francia hasta que la conquistó, incorporándola por las bravas a Aragón y Castilla, Fernando el Católico (el guapo que sale en la tele con la serie Isabel).
Pero el episodio más admirable de toda esta etapa aragonesa y catalana de nuestra peripecia nacional es el de los almogávares, las llamadas compañías catalanas: gente de la que ahora se habla poco, porque no era, ni mucho menos, políticamente correcta.
Y su historia es fascinante.
Eran una tropa de mercenarios catalanes, aragoneses, navarros, valencianos y mallorquines en su mayor parte, ferozmente curtidos en la guerra contra los moros y en los combates del sur de Italia.
Como soldados resultaban temibles, valerosos hasta la locura y despiadados hasta la crueldad.
Siempre, incluso cuando servían a monarcas extranjeros, entraban en combate bajo la enseña cuatribarrada del rey de Aragón; y sus gritos de guerra, que ponían la piel de gallina al enemigo, eran Aragó, Aragó, y Desperta ferro: despierta, hierro.
Fueron enviados a Sicilia contra los franceses; y al acabar el desparrame, los mismos que los empleaban les habían cogido tanto miedo que se los traspasaron al emperador de Bizancio, para que lo ayudaran a detener a los turcos que empujaban desde Oriente.
Y allá fueron, 6.500 tíos con sus mujeres y sus niños, feroces vagabundos sin tierra y con espada.
De no figurar en los libros de Historia, la cosa sería increíble: letales como guadañas, nada más desembarcar libraron tres sucesivas batallas contra un total de 50.000 turcos, haciéndoles escabechina tras escabechina.
Y como buenos paisanos nuestros que eran, en los ratos libres se codiciaban las mujeres y el botín, matándose entre ellos.
Al final fue su jefe el emperador bizantino quien, acojonado, no viendo manera de quitarse de encima a fulanos tan peligrosos, asesinó a los jefes durante una cena, el 4 de abril de 1305.
Luego mandó un ejército de 26.000 bizantinos a exterminar a los supervivientes.
Pero, resueltos a no dar gratis el pellejo, aquellos tipos duros decidieron morir matando: oyeron misa, se santiguaron, gritaron Aragó y Desperta ferro, e hicieron en los bizantinos una matanza tan horrorosa que, según cuenta el cronista Muntaner, que estaba allí, «no se alzaba mano para herir que no diera en carne».
Después, ya metidos en faena, los almogávares saquearon Grecia de punta a punta, para vengarse.
Y cuando no quedó nada por quemar o matar, fundaron los ducados de Atenas y Neopatria, y se instalaron en ellos durante tres generaciones, con las bizantinas y tal, haciendo bizantinitos hasta que, ya más blandos con el tiempo, los cubrió la marea turca que culminaría con la caída de Constantinopla.
(Continuará).

viernes, 15 de noviembre de 2013

SEÑOR LABRUNA, de Rodolfo Braceli - Argentina

Estimado señor Labruna:

Por intermedio de la presente me dirijo a usted, antes que nada deseando que al recibo de esta carta se encuentren habitados de buena salud usted, la familia de usted y las amistades de usted.
Antes de expresarle el motivo de estas líneas quiero presentarme: soy maestro de escuela, es decir, honrado pero pobre.
Tengo 35 años de edad, no soy casado, no tengo hijos, en realidad vivo solo en una casita de piedra que está apoyada sobre la espalda de mi escuelita.
Por esas vueltas que tiene la vida nací en Santa Cruz, en un pueblito que se llama Los Antiguos, cerca del volcán Hudson; nací bien al sur pero desde hace diez años vivo bien al norte, mucho más arriba de San Salvador de Jujuy, pasando el Trópico de Capricornio, entre la quebrada de Humahuaca y el río Miraflores.
Fácil de llegar si algún día se le ofrece la ocasión.
Señor Labruna, yo sé que usted es una persona que no tendrá tiempo para cartas demasiado largas, pero le ruego que me tenga paciencia.
El sitio donde vivo no figura en el mapa. No hay pueblo alrededor de mi escuelita.
Los niños vienen de casas dispersas que están a media hora, a una hora, a dos.
Yo soy el maestro de los seis grados y cuando el tiempo permite que vengan todos son veintinueve los niños que aquí se juntan.
Más que nada les enseño a leer y escribir y después les enseño a comprender lo que leen.
Sabiendo esto, algún día podrán ser libres no sólo cuando cantan el himno y sabrán que ser pobres no es todo lo que se puede ser.
Señor Labruna, no vaya a tomar a mal lo que ahora paso a contarle: yo soy hincha de Boca, lo soy desde que tengo uso de razón y uso de pasión.
Pero eso no me impide tener por usted mi más alta estima y admiración.
Yo sé que usted es de River y jugará en River hasta el último minuto del último partido de su vida - quiera Dios que sea bien pasados los cuarenta años de su edad -.
Pero debo confesarle que soy un convencido que usted tiene todas las características de un jugador típicamente boquense.
Usted no arruga jamás, usted es capaz de dar vuelta un resultado en los últimos cinco minutos del partido, usted no le tiene miedo a nada.
A usted, señor Labruna, los insultos de la hinchada contraria lo hacen jugar mejor.
Hace un año y dos meses, acercándose al alambrado donde estaba la vibrante hinchada bostera de mi Boca, usted, desafiante, simulando mal olor, se apretó la nariz con el índice y el pulgar.
El coraje que tuvo para hacer eso en la mismísima cancha de Boca demuestra lo que le digo: usted es un típico jugador de Boca.
Pero Dios tiene sus planes y designios y estableció, para siempre, que usted fuera jugador de River.
Señor Labruna: se preguntará usted cómo hago, tan fuera del mundo como estoy, para estar tan enterado del fútbol y de sus hazañas.
Le cuento: todos los domingos, si el tiempo así lo permite, para escuchar los partidos bajo a caballo hasta San Salvador de Jujuy. Allí me espera un amigo que tiene una preciosa radio y una preciosa hermana.
Usted no se imagina la felicidad que significa escuchar al maestro Fioravanti: es como ver los partidos.
Ciertamente vale la pena cabalgar dos horas de ida y dos horas y media de vuelta.
Por esta vez, señor Labruna, no quiero quitarle más tiempo. Que esta primera carta sirva para testimoniarle mi grande admiración.
Reciba mi apretón de manos.
Quiero decirle que si usted me contesta, le daré suerte, aunque usted no la necesita.
Su seguro admirador,

  Estupor Corcuera

Ésta fue la primera carta de Estupor Corcuera a Ángel Labruna. Sucedía en la Argentina y en el mundo el mes de Octubre de 1947.
Después de esa carta, Corcuera, cada semana le escribió a Labruna. Siempre se las enviaba a la cancha de River, seguro de que las recibiría.
En cada carta le contaba cosas menudas referidas a sus alumnos, a la escuelita de piedra, a algún temporal de nieve, a cierto caballo que se mancó, a lo difícil que es aprender a leer cuando no se está bien comido, y bien abrigado.
Todas las cartas Estupor Corcuera las cerraba con la misma frase: Quiero decirle, señor Labruna, que si usted me contesta, le daré suerte, aunque usted no la necesita.
Labruna no contestaba. Y no por desgano; no le salía.
Generalmente las leía una hora antes de los partidos.
En 1951, cuatro años después de la primera, Labruna un domingo se encontró con que no había carta. En los dos domingos siguientes tampoco hubo.
Lo que Labruna experimentó no se lo alcanzaba a explicar con palabras: sintió un vago malestar, sintió que realmente le faltaba algo.
Y se dijo: soy un chambón, ¿cómo es posible que me haya pasado cuatro años sin contestarle a este hombre?
Creyó que nunca más recibiría otra carta de aquel maestro desde el remoto norte, Jujuy adentro, pasando el Trópico de Capricornio, entre la quebrada de Humahuaca y el río Miraflores.
Labruna no lo supo explicar a los demás pero estaba ganado por la tristeza.
Pero el domingo siguiente se encontró con las cartas atrasadas, y la que correspondía a ese domingo. Corcuera le pedía disculpas, le decía que una especie de pulmonía le había impedido salir de su casita en el medio de la montaña. Pero ya estaba bien.
Al final le reiteraba el saludo y la frase de siempre: Quiero decirle, señor Labruna, que si usted me contesta, le daré suerte, aunque usted no la necesita.
Como a los cinco años desde la primera carta un día Labruna decidió contestarle a Estupor Corcuera.
Compró un block, sobres, y empezó por fin a responder. Después de la primera, de la segunda, a lo sumo de la tercera línea, se atascaba.
Estrujaba la hoja y arrancaba con otra.
Finalmente tiró al diablo el block y los sobres.
Dijo esto no es para mí, escribiendo no hay caso conmigo, no entro al área ni por puta.
Allí fue que Labruna se juró ir un día a la casita escuela donde vivía Estupor, allá, en la bella desolación, al norte del paraíso.
Y el día llegó después de una noche estrellada.
Era lunes y Diciembre.
El cielo estaba azul, sin nubes, inobjetable.
Labruna cabalgó con un paisano que conocía de memoria aquellas eternidades. La última parte del cerro era una especie de cuesta y tuvo que hacerla solo y de a pie.
Un trayecto de unos veinte minutos agravado por el paquetón que traía.
Siguió una senda hecha por la costumbre.
El paisano, para alentarlo en ese último tramo, le había dicho con cierto alarde literario:
- Aquí lo estaré esperando no bien pasen tres horas desde este minuto. Vea, amigo, vaya sin apuro, porque aquí el aire es mañoso. Siga por donde la senda de las piedras suaves se lo van diciendo.
Abro comillas:
El camino lleva al sol en los hombros. El camino no acaba de llegar. Cierro comillas. Hasta más luego.
Labruna hizo caso: empezó a subir la cuesta sin apuro. Notó enseguida que el aire le resultaba poco.
Miró hacia atrás: el paisano ya se había borrado del paisaje. Allá, adelante, la escuelita de piedras estaba cerca pero demasiado lejos.
Necesitó morder el aire; sí, porque le resultaba poco.
Y ahí comprendió eso de que el camino no acaba de llegar. Sintió miedo, casi una ráfaga de terror. No quiso mirar hacia atrás de nuevo. Mirando nada más que las piedras suaves siguió avanzando.
El ruido del silencio le golpeaba las sienes.
No daba ya más. Sintió que se derrumbaba.
- ¡Señor Labruna! ¡yo sabía que usted un día iba a venir por aquí! -
Estupor Corcuera se adelantó y le dio un abrazo.
Con el largo abrazo lo sostuvo.
Labruna fue encontrando el aire y las palabras:
- Mucho gusto, Corcuera... encantado de conocerlo -
Estupor lo hizo pasar a la cálida penumbra de la casa que era escuela.
Partió enseguida una cebolla al medio y le dijo que se la comiera.
Labruna hizo caso. La cebolla lo resucitó.
Terminó de encontrarse con el aire y empezó conversar de todo un poco con Corcuera.
Lo primero que hizo fue entregarle el paquetón con algunos obsequios: cuadernos, cajas de colores, dos bolsitas con harina y una baraja.
Como a la media hora los dos maestros estaban jugando al truco.
Después comieron un locro de aroma emocionante que ya estaba en trámite desde la mañana.
Brindaron con vino clarete. Y se les pasó el rato tan rápido como se pasa la vida.
Cuando llegó el momento de bajar la cuesta, Estupor Corcuera le indicó a Labruna que lo siguiera.
El maestro caminaba adelante, llevando bajo el brazo una de las dos pequeñas bolsas de harina con que fue obsequiado.
Antes de iniciar el recorrido Labruna vio con extrañeza que Estupor le hacía varios agujeritos a la bolsa. Y ahora la bolsa iba dejando un reguero, un sendero de harina. Alarmado le avisó a Corcuera.
- No se preocupe, señor Labruna. Eso sí: usted vaya pisando por el caminito que va dejando la harina. Por favor le pido. Por favor -
Labruna sin preguntar hizo caso: caminó por el angosto sendero de la harina.
Al llegar al final de la cuesta se encontraron con el paisano que, puntual, ya estaba esperando.
Labruna se animó a preguntarle a Corcuera algo que venía rumiando desde que llegó:
- Dígame, Estupor: ¿por qué en todas sus cartas dijo que me iba a dar suerte? -
- Señor Labruna, ¿qué otra cosa le puede dar un pobre? -
Se abrazaron fuerte, rápido.
Ni a Corcuera ni a Labruna les quiso salir una sola palabra más. Sabían que se habían visto por primera vez, y por última vez.
Ya al galope, Labruna se dio vuelta y alcanzó a ver cómo el maestro estaba subiendo la cuesta.

Iba poniendo y demorando sus pies, uno a uno, exactamente sobre las pisadas, una a una, que recién él dejó marcadas, en la harina.

martes, 5 de noviembre de 2013

ESTAMOS DISTRAÍDOS, de Roberto Fontanarrosa

Mi amiga Colette solía decir, y hace ya mucho tiempo, "Estamos entrando en la edad del nunca me había pasado"...
Y es así.
Decimos:
"Es curioso. Nunca me había pasado, me agaché a recoger un tenedor y se me trabaron cuatro vértebras de la columna".

Escuchamos: 
"Es notable. Nunca me había pasado. Mordí un caramelo de limón y un premolar se me partió en ocho pedazos"

Es que, así como se habla de un Primer Mundo y de un Tercero sin que nadie conozca a ciencia cierta cual es el Segundo, nosotros hemos pasado de la Primera Edad a la Tercera sin recalar por la Segunda y el cuerpo acusa recibo de tal apresuramiento.
El tiempo mismo, incluso, ha tomado una consistencia gelatinosa, plástica, mutante.

Calculamos:
"¿Cuánto hace que se mudó Ricardo a su nueva casa?".
Y arriesgamos:
"Tres, cuatro años".
Hasta que alguien, conocedor, nos saca de la duda: "Catorce..."

Suponemos ante el amigo encontrado ocasionalmente en la calle:
"Tu pibe debe andar por los seis, siete años"
"Tiene diecinueve..!" nos contesta el amigo  
"¡Vení Tacho!". Y nos presenta a una bestia de un metro ochenta, pelo verde, un clavo miguelito clavado en la ceja y un cardumen de granos sulfurosos en la mejilla.

Se corrobora entonces aquello que, dicen, decía John Lennon:
"El tiempo es algo que pasa mientras nosotros estamos distraídos haciendo otra cosa".
Y suerte que estamos distraídos haciendo otra cosa. Mucho peor es aburrirse. Es dulce rememorar ciertos momentos, pero más me entusiasma pensar en las cosas que tengo para hacer. 
Es que muchos de esos ciertos momentos son muy viejos.

Y por lo tanto vale recordar el consejo dado por Javier Villafañe cuando alguien le preguntó cómo hacía para conservarse tan joven pasados los ochenta años.

- "No me junto con viejos", respondió el maestro.

Yo quiero agregar lo que un día dijo Jean Louis Barrault, famoso mimo francés:
"La edad madura es aquella en la que todavía se es joven, pero con mucho más esfuerzo"

lunes, 4 de noviembre de 2013

PUTAS, CHULOS Y AYUNTAMIENTO, de Arturo Pérez Reverte - 4/11/13

Nunca fui muy de putas. Y sigo sin serlo.
Eso no es obstáculo para que en otros tiempos azarosos las tratara bastante.
Las putas y su ambiente era un territorio por el que te movías a menudo con los compañeros, entre otras cosas porque tras una dura jornada laboral en Yamena, Managua, Beirut o Sarajevo, con los malos - a ese nivel nunca había buenos - pegándote cebollazos, al llegar la noche había pocas posibilidades de que la marquesa Casati te invitara a tomar el té en su residencia del lago de Como.
Quiero decir que conozco el percal: estoy en el mundo, tengo amigos y recuerdos.
De cuando, siendo joven plumilla, iba a escuchar al Príncipe Gitano - Cariño de legionario y todo eso - en un club de la Gran Vía de Madrid, o del año que pasé frecuentando el cabaret de Pepe el Bolígrafo en El Aaiún, por citar dos casos, data mi afectuoso conocimiento de aquellas putas estilo franquista, con traje de noche, que te llamaban niño e hijo mío mientras vaciaban sus copas en el cubo del hielo.
Del nuevo estilo puticlub y polvete ucraniano tengo menos información, aunque lo imagino.
Y cuando en Madrid paso por la calle Montera, el paisanaje salta a la vista.
Tengo datos, vamos. Motivos para rajar.
Las ordenanzas municipales más recientes, tanto en Madrid como en otros lugares de España, tienden a combatir la prostitución acosando al cliente: multa al que pillen arrimándose a una lumi.
Un padre de familia al que apetezca darse un homenaje puede ver enturbiada su pequeña fiesta por un guardia que levante acta.
Eso tiene sus peligros, claro.
Uno es acabar como en Estados Unidos, joya de la hipocresía sexual, donde te acercas a una señora, preguntas cuánto y te pone las esposas porque es una policía camuflada.
Imaginen, conociendo este país, lo que puede ocurrir cuando la necesidad apriete a los ayuntamientos: todos los guardias a la calle, vestidos de putas y de chaperos, a recaudar como locos.
El descojone.
La prostitución, masculina o femenina, es vieja como el mundo.
No habrá quien la erradique mientras existan hambre, miseria o ambición, y haya de por medio un cuerpo atractivo para negociar precio y asunto.
Lo demás son milongas, fariseísmos oficiales y charlatanería de imbéciles que excretan agua bendita.
La única opción realista sería legalizar el uso del propio chichi, o equivalentes, cuando es acto deliberado y voluntario.
Eso se hace en países serios de Europa, con resultados razonables; y es la única forma de que una actividad inevitable se realice con garantías sanitarias y legales, en un marco de derechos y libertades de la gente metida en el ajo, propio de una sociedad inteligente y avanzada.
Utilizar al cliente como cabeza de turco o chivo recaudatorio es injusto, e inútil.
Tampoco la prostituta, cuando ejerce de su grado, debería ser molestada por ello, sino protegida y garantizados sus derechos y su salud.
En quien debería centrarse el rigor de una sociedad decente y segura de sí, es en el proxeneta: el canalla que manipula, extorsiona y explota, lucrándose con la miseria, el miedo, la necesidad.
Ahí es donde las ordenanzas municipales y la Justicia deberían actuar, severísimas.
Y es lo que no ocurre.
Aparte los proxenetas nacionales, que abundan, el buenismo estúpido que aquí legisla en lugar de la razón práctica, el coladero de nuestras leyes, convierten a España en paraíso de los que acuden frotándose las manos.
Quien esclaviza a mujeres u hombres, si no tiene otras cuentas pendientes, está en la calle al poco tiempo, sin problemas.
También ellos merecen una oportunidad, se argumenta. Arrepentimiento y tal. Reinserción social.
Mientras te preguntas, boquiabierto, cómo se reinserta un animal con tatuajes hasta en el ciruelo, con antecedentes policiales en más de media Europa hasta que, para su felicidad y confort, acabó instalándose en este país de gilipollas llamado España.
Y prepárense.
Si Eurovegas - proyecto quizá necesario por otras razones - acaba instalándose aquí, el efecto llamada será formidable. Vendrá gentuza a chorros, y con ella proxenetas y redes de prostitución de todo nivel y pelaje.
Y esta España nuestra, ambigua, irreal, llena de complejos, no está preparada para cierta clase de desafíos.
Las leyes, el deficiente ejercicio de la justicia, la falta de reacción oficial ante cierta clase de violencias, son un juego de niños para esa tropa acostumbrada a lidiar en lugares mucho más broncos.
Se harán los amos, sin duda.
Delincuentes en general y proxenetas en particular.
Y mientras, los policías municipales, en nombre de la moral y la decencia pública, multarán al pobre diablo al que pillen hablando con la infeliz mujer de la esquina.

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