aprendí a soportar el dolor.
Es mi ritual, mi oración,
mi homenaje, mi refugio.
Grito hecho palabra, hecha música, hecha grito.
Velas e incienso en cada rincón de la casa.
Cenizas como tiempo derrumbado.
Fuego efímero. La vida.
Reconocer tu cuerpo.
Quién soy yo para reconocer tu cuerpo?
En la planilla firmo: hijo.
Qué es hijo? Qué, tu cuerpo inhabitado?
Dónde estás, mujer que fue de mí
lo que de todos es: primer llamado,
Primer y último refugio ante el miedo de la noche,
de la incertidumbre, de la nada?
Una rosa, más que apenas una rosa:
señal de la belleza,
encarnación de lo eterno,
aquí y ahora.
Rosa que echó espinas
para que la vida duela menos.
Estoica rosa de los vientos
señalando direcciones, sin ir.
Agua de rosas
manando en el servicio,
que aceptaste como natural designio
de mujer de tu generación.
Lo diste todo
y nada reclamaste,
roja rosa, rozagante,
batallando cada día bajo lluvia o sol.
Lo diste todo.
Por él,
y por nosotros,
que te debemos los días y las noches
Esta noche de adiós,
me hace preguntar cuánto de vos quedaba en pie,
en la neblina espesa
que a veces te envolvía.
Te protegiste, acaso, en un nuevo laberinto de espinas,
para que estos años
sin él,
no te dejaran de golpe frente a todo?
Me quedé con ganas de decirnos más,
pero imagino que siempre debe ser así.
Me tocan ahora a mí los años sin ancla,
la orfandad que vos tuviste que vivir desde tan chica.
Rosa,
primera palabra que aprendí en latín,
declinándose en calles de infancia,
manito con pan que roba gusto a magia al borde de la olla.
Hombre de palabras que no encuentra hoy ninguna
que lo salve del dolor.
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