Aquel amigo de mi padre no mató a muchos. Ocho o diez, a lo sumo.
Hombres.
También creía haberle disparado a una mujer, por error; pero eso nunca pudo confirmarlo. Eran otros tiempos, me decía.
Años lejanos de guerra civil, juventud, tiempos artesanos.
Nada de visores nocturnos, intensificadores de luz, infrarrojos y otras sutilezas de ahora.
Una manta en el suelo para no helarte.
Un Máuser y paciencia. Mucha paciencia.
El Máuser era un Coruña 35 -aún pueden verse en museos- al que le había limado la rebaba del gatillo, o algo así, e iba suave como la seda.
Bastaba una presión leve, y bang.
Cazaba seres humanos. Vidas. No había nada en su casa que recordase aquello: ni condecoraciones, ni fotografías, ni armas de ninguna clase.
Tardé años en saber en qué bando estuvo; perdedores y ganadores, daba lo mismo. Tampoco yo tenía claro eso de los bandos, y sigo sin tenerlo.
Todo había sido cuestión de azar, técnica, condiciones personales. Estar aquí o allá en el momento adecuado.
Hay quien es bueno para el violonchelo, o el cálculo, o el sexo. Él era bueno para aquello: tenía buen pulso, era paciente y tenaz. Por eso le dieron un fusil y le asignaron un tejado, una ventana, una tronera. Tenía diecisiete años.
Después, muchos años más tarde, a veces, me sentaba a su lado y él me contaba.
Yo estaba aquí, el objetivo allá. Dibujaba distancias imaginarias en el aire, o sobre una hoja de papel. Trayectorias. Frutas sobre la mesa. Olor a tabaco negro.
He visto asesinar manzanas, naranjas, peras, pasas, nueces, piñones, vasos de vino.
Bang, bang.
O tal vez debería escribir asesinar a. Asesinar a manzanas y nueces, etcétera.
Cada una de aquellas manzanas y nueces tenía derecho a preposición gramatical.
El vino sobre el mantel, además, me hacía pensar en la sangre.
Y vas a volver loco al niño, decía su mujer. Cómo se te ocurre. Dios mío. Cómo se te ocurre contarle esas cosas.
Luego se iba, y entre el humo de tabaco negro flotaba un silencio cómplice.
Gracias a él aprendí a caminar, a moverme siempre como si hubiese un fusil apuntándome y yo me recortase en el círculo de un visor.
Y sigo haciéndolo.
Cuando era pequeño jugaba a lados buenos y lados malos, camino del colegio. Asomado a la ventana, elegía víctimas imaginarias. Dispara, cambia de posición, dispara de nuevo. Sin ruido, sin alardes. Así tardan más en localizarte, o no lo hacen nunca.
Otras veces me ponía en lugar del objetivo para estudiar su comportamiento. Subía y bajaba la acera, me detenía en las esquinas. Aprendí pronto una obviedad utilísima.
Un arma tiene dos extremos: uno bueno y uno malo.
La culata es el bueno, y el cañón es el malo.
Si estás en ese extremo, o crees estarlo -es bueno creerlo siempre-, no te pares nunca. Muévete. Es más difícil acertarle a un blanco móvil que a un blanco fijo.
Una vez quise probar.
Doce años. Carabina Gamo, perdigones. Me movía por un campo de batalla imaginario, y el pájaro estaba posado en una rama desnuda del cerezo, sobre un fondo gris casi bélico.
Cielo de nubes bajas. Sucias -cuando al fin conocí una guerra, la confirmé como una inmensa nube baja, sucia y gris-.
Me acerqué despacio, arrastrándome, entre los helechos.
La paciencia era básica, le había oído decir mil veces.
Tanto como el pulso, la concentración y la capacidad de pasar horas y días y semanas operando en absoluta soledad.
Yo estaba resuelto a ser paciente. Me detuve y apunté, tomando mi tiempo. Da igual que se vayan, sabía. Y confirmé luego.
Si esperas, siempre terminan pasando una y otra vez ante la mira. Hasta los mismos. Vaya si pasan. Y aquel no se fue.
Retuve el aire al oprimir el gatillo con suavidad, y sentí en el hombro el pequeño retroceso del arma. Tump, hizo.
El pájaro -un gorrión- emitió un quejido corto y seco.
No sé si los gorriones se quejan. Tal vez sólo pió, o como se diga lo que hacen los pájaros cuando les meten un perdigón en el buche.
O creí oírlo piar.
Luego cayó como una piedra, vertical, cloc, al suelo.
Quizá si no se hubiera quejado, o piado, habría sido diferente.
Para mí. Para el resto de mi vida.
Pero el gemido, o lo que fuera, me paralizó, inmóvil, la carabina pegada a la cara, un ojo todavía entornado y el otro abierto tras el punto de mira.
No me acerqué a cobrar la pieza. Me quedé allí quieto, mirando el pequeño ovillo de plumas grises sobre la hierba.
Pensando.
Luego retrocedí entre los helechos y me fui en silencio.
No volví a matar.
Ni un animal, ni un pez. Nunca.
Deliberadamente, al menos -lo no deliberado es otra cosa-.
Y quizá el título llame a engaño. Decepcione.
Pero ésta no es la historia de un psicópata, sino la de un remordimiento.
Las montañas se abren para que entren la ruta y el río juntos al pueblo, uno de los más lindos de la Argentina, al pie de esa piedra impresionante que es el Fitz Roy. Ese pueblo es EL CHALTÉN, en la patagónica Santa Cruz. Esta página permite mirar el lugar en que subo algunas cosas de mi archivo personal. La mayor parte pertenece a otras gentes; las menos, son propias. Algunas están muy arraigadas en mi vida, con mis afectos. A una parte de ellas algunos talentosos le han puesto música. (rt)
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