lunes, 29 de octubre de 2012

EL FRANCOTIRADOR PRECOZ, de Arturo Pérez Reverte - 29/10/12

Aquel amigo de mi padre no mató a muchos. Ocho o diez, a lo sumo.
Hombres.
También creía haberle disparado a una mujer, por error; pero eso nunca pudo confirmarlo. Eran otros tiempos, me decía.
Años lejanos de guerra civil, juventud, tiempos artesanos.
Nada de visores nocturnos, intensificadores de luz, infrarrojos y otras sutilezas de ahora.
Una manta en el suelo para no helarte.
Un Máuser y paciencia. Mucha paciencia.
El Máuser era un Coruña 35 -aún pueden verse en museos- al que le había limado la rebaba del gatillo, o algo así, e iba suave como la seda.
Bastaba una presión leve, y bang.
Cazaba seres humanos. Vidas. No había nada en su casa que recordase aquello: ni condecoraciones, ni fotografías, ni armas de ninguna clase.
Tardé años en saber en qué bando estuvo; perdedores y ganadores, daba lo mismo. Tampoco yo tenía claro eso de los bandos, y sigo sin tenerlo.
Todo había sido cuestión de azar, técnica, condiciones personales. Estar aquí o allá en el momento adecuado.
Hay quien es bueno para el violonchelo, o el cálculo, o el sexo. Él era bueno para aquello: tenía buen pulso, era paciente y tenaz. Por eso le dieron un fusil y le asignaron un tejado, una ventana, una tronera. Tenía diecisiete años.
Después, muchos años más tarde, a veces, me sentaba a su lado y él me contaba.
Yo estaba aquí, el objetivo allá. Dibujaba distancias imaginarias en el aire, o sobre una hoja de papel. Trayectorias. Frutas sobre la mesa. Olor a tabaco negro.
He visto asesinar manzanas, naranjas, peras, pasas, nueces, piñones, vasos de vino.
Bang, bang.
O tal vez debería escribir asesinar a. Asesinar a manzanas y nueces, etcétera.
Cada una de aquellas manzanas y nueces tenía derecho a preposición gramatical.
El vino sobre el mantel, además, me hacía pensar en la sangre.
Y vas a volver loco al niño, decía su mujer. Cómo se te ocurre. Dios mío. Cómo se te ocurre contarle esas cosas.
Luego se iba, y entre el humo de tabaco negro flotaba un silencio cómplice. 
Gracias a él aprendí a caminar, a moverme siempre como si hubiese un fusil apuntándome y yo me recortase en el círculo de un visor.
Y sigo haciéndolo.
Cuando era pequeño jugaba a lados buenos y lados malos, camino del colegio. Asomado a la ventana, elegía víctimas imaginarias. Dispara, cambia de posición, dispara de nuevo. Sin ruido, sin alardes. Así tardan más en localizarte, o no lo hacen nunca.
Otras veces me ponía en lugar del objetivo para estudiar su comportamiento. Subía y bajaba la acera, me detenía en las esquinas. Aprendí pronto una obviedad utilísima.
Un arma tiene dos extremos: uno bueno y uno malo.
La culata es el bueno, y el cañón es el malo.
Si estás en ese extremo, o crees estarlo -es bueno creerlo siempre-, no te pares nunca. Muévete. Es más difícil acertarle a un blanco móvil que a un blanco fijo.
Una vez quise probar.
Doce años. Carabina Gamo, perdigones. Me movía por un campo de batalla imaginario, y el pájaro estaba posado en una rama desnuda del cerezo, sobre un fondo gris casi bélico.
Cielo de nubes bajas. Sucias -cuando al fin conocí una guerra, la confirmé como una inmensa nube baja, sucia y gris-.
Me acerqué despacio, arrastrándome, entre los helechos.
La paciencia era básica, le había oído decir mil veces.
Tanto como el pulso, la concentración y la capacidad de pasar horas y días y semanas operando en absoluta soledad.
Yo estaba resuelto a ser paciente. Me detuve y apunté, tomando mi tiempo. Da igual que se vayan, sabía. Y confirmé luego.
Si esperas, siempre terminan pasando una y otra vez ante la mira. Hasta los mismos. Vaya si pasan. Y aquel no se fue.
Retuve el aire al oprimir el gatillo con suavidad, y sentí en el hombro el pequeño retroceso del arma. Tump, hizo.
El pájaro -un gorrión- emitió un quejido corto y seco.
No sé si los gorriones se quejan. Tal vez sólo pió, o como se diga lo que hacen los pájaros cuando les meten un perdigón en el buche.
O creí oírlo piar.
Luego cayó como una piedra, vertical, cloc, al suelo.
Quizá si no se hubiera quejado, o piado, habría sido diferente.
Para mí. Para el resto de mi vida.
Pero el gemido, o lo que fuera, me paralizó, inmóvil, la carabina pegada a la cara, un ojo todavía entornado y el otro abierto tras el punto de mira.
No me acerqué a cobrar la pieza. Me quedé allí quieto, mirando el pequeño ovillo de plumas grises sobre la hierba.
Pensando.
Luego retrocedí entre los helechos y me fui en silencio.
No volví a matar.
Ni un animal, ni un pez. Nunca.
Deliberadamente, al menos -lo no deliberado es otra cosa-.
Y quizá el título llame a engaño. Decepcione.
Pero ésta no es la historia de un psicópata, sino la de un remordimiento. 

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