Erase
una vez una piel de toro con forma de España -llamada Ishapan: tierra de buenos
conejos :-), les juro que la palabra significaba eso-, habitada por un centenar
de tribus, cada una de las cuales tenía su lengua, e iba a su rollo.
Es
más: procuraban destriparse a la menor ocasión, y sólo se unían entre sí para
reventar al vecino que (a) era más débil, (b) destacaba por tener las mejores
cosechas o ganados, o (c) tenía las mujeres más guapas, los hombres más
apuestos y las chozas más lujosas.
Fueras
cántabro, astur, bastetano, mastieno, ilergete o lo que se terciara, que te
fueran bien las cosas era suficiente para que se juntaran unas cuantas tribus y
te pasaran por la piedra, o por el bronce, o por el hierro, según la época
prehistórica que tocara.
Envidia
y mala leche al cincuenta por ciento (véanse carbono 14 y pruebas genéticas de
ADN).
El
caso es que así, en plan general, toda esa pandilla de hijos de puta, tan
prolífica a largo plazo, podía clasificarse en dos grandes grupos étnicos:
iberos y celtas.
Los
primeros eran bajitos, morenos, y tenían más suerte con el sol, las minas, la
agricultura, las playas, el turismo fenicio y griego, y otros factores
económicos interesantes (véanse folletos de viajes de la época).
Los
celtas, por su parte, eran rubios, ligeramente más bestias y a menudo más
pobres, cosa que resolvían haciendo incursiones en las tierras del sur, más que
nada para estrechar lazos con las íberas; que aunque menos exuberantes que las
rubias de arriba, tenían su puntito meridional y su morbo cañí (véase Dama de
Elche).
Los
íberos, claro, solían tomarlo a mal, y a menudo devolvían la visita.
Así
que cuando no estaban descuartizándose en su propia casa, íberos y celtas se la
liaban parda unos a otros, sin complejos ni complejas.
Facilitaba
mucho el método una espada genuinamente aborigen llamada falcata: prodigio de
herramienta forjada en hierro (véase Diodoro de Sicilia, que la califica de
magnífica), que cortaba como hoja de afeitar y que, cual era de esperar en
manos adecuadas, deparó a íberos, celtas y resto de la peña, apasionantes
terapias de grupo y bonitos experimentos colectivos de cirugía en vivo y en
directo.
Ayudaba
mucho que, como entonces la península estaba tan llena de bosques que una
ardilla podía recorrerla saltando de árbol en árbol, todas aquellas ruidosas
incursiones, destripamientos con falcata y demás actos sociales podían hacerse
a la sombra, y eso facilitaba las cosas.
Y
las ganas.
Animaba
mucho, vamos.
De
cualquier modo, hay que
reconocer que en el arte de picar carne propia o ajena, tanto íberos como
celtas, y luego esos celtíberos resultado de tantas incursiones románticas piel
de toro arriba o piel de toro abajo, eran auténticos virtuosos.
Feroces
y valientes hasta el disparate (véanse el No-do de entonces y los telediarios
de Teleturdetania), la vida propia o ajena les importaba literalmente un
carajo; morían matando cuando los derrotaban y cantando cuando los
crucificaban, se suicidaban en masa cuando palmaba el jefe de la tribu o perdía
su equipo de fútbol, y las señoras eran de armas tomar.
O
sea. Si eras enemigo y caías vivo en sus manos, más te valía no caer.
Y
si además aquellas angelicales criaturas de ambos sexos acababan de trasegar
unas litronas de caelia
- cerveza de la época, como la San Miguel o la Cruzcampo, pero en basto -, ya
ni te cuento.
Imaginen
los botellones que liaban mis primos.
Y
primas.
Que
en lo religioso, por cierto, a falta todavía de monseñores que pastoreasen sus
almas prohibiéndoles la coyunda, el preservativo y el aborto, y a falta también
del bañador de Falete y de Sálvame
para babear en grupo, rendían culto a los ríos -de ahí procede el refrán
celtíbero de perdidos, al
río-, las montañas, los bosques, la luna y otros etcéteras.
Y
éste era, siglo arriba o siglo abajo, el panorama de la tierra de conejos
cuando, sobre unos 800 años antes de que el Espíritu Santo en forma de paloma
visitara a la Virgen María, unos marinos y mercaderes con cara de pirata
llamados fenicios, llegaron por el Mediterráneo trayendo dos cosas que en
España tendrían desigual prestigio y fortuna: el dinero -la que más- y el
alfabeto - la que menos -.
También
fueron los fenicios quienes inventaron la burbuja inmobiliaria adquiriendo
propiedades en la costa, adelantándose a los jubilados anglosajones y a los
simpáticos mafiosos rusos que bailan los pajaritos en Benidorm.
Pero
de los fenicios, de los griegos y de otra gente parecida, hablaremos en un
próximo capítulo.
O
no.
Las montañas se abren para que entren la ruta y el río juntos al pueblo, uno de los más lindos de la Argentina, al pie de esa piedra impresionante que es el Fitz Roy. Ese pueblo es EL CHALTÉN, en la patagónica Santa Cruz. Esta página permite mirar el lugar en que subo algunas cosas de mi archivo personal. La mayor parte pertenece a otras gentes; las menos, son propias. Algunas están muy arraigadas en mi vida, con mis afectos. A una parte de ellas algunos talentosos le han puesto música. (rt)
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