Se llama Sherlock, y es un tipo duro, de Segovia.
Un buen ejemplar de teckel de
pelo fuerte, pardo leonado, con cejas y bigote casi rubios. Lo rubio viene de
su padre, que es alemán y se llama Karsten.El pelo recio y perfecto se lo debe a la madre, Berta, que es guapa y española.
Una familia, en resumen, de cazadores con larga estirpe, lo que significa muchas generaciones acosando bichos en el campo.
Casta curtida, en resumen.
Con unos dientes espectaculares que se pasan unos a otros, de generación en generación. Colmillos que da miedo verlos cuando les agarras la boca y se la abres mientras ellos te miran como pensando: «A ver qué carajo quiere éste». Colmillos sólidos, blancos, bien aguzados.
De ésos que hacen que te alegres de no ser zorro o jabalí.
Lo crió un cazador joven que se ocupa de esta clase de perros.
Un tipo experimentado, que sabe lo que hace.
La camada de cinco cachorros era espléndida. Elegí a Sherlock porque era el más tranquilo de sus hermanos. Me miraba sereno, flemático, con esos ojos grandes y negros. Como preguntándome qué pasa contigo, chaval, no se trata de que tú me elijas a mí, sino también de que yo te elija a ti, así que vamos a llevarnos bien.
Y fue lo que hizo: elegirme.
Pasado el tiempo de cría, lo traje a casa. Y empezó a crecer. A adaptarnos el uno al otro. La vida en familia.
Al cabo de un tiempo apareció su vena sentimental. Lo pasaba mal solo. Lloraba. Así que le buscamos compañera.
Y llegó Rumba, toda una señorita.
Pelo rizado, pizpireta, lista y destrozona como la madre que la parió.
Tímida al principio -había sido maltratada-, no tardó en hacerse la reina del asunto. Sherlock, flemático, la deja hacer.
Por no discutir, ni le gruñe.
Ella se lo trajina bien. Le lame el pescuezo cuando está tenso, lo relaja.
Lo putea, a ratos. Creo que son felices juntos.
Sin embargo, Sherlock no nació para la vida doméstica. Y se le nota.
Es un buen chico en casa,
adora a Rumba. Nos adora a todos.
Es cariñoso de lametones y se
traga Mad Men sin rechistar, acurrucado en el sofá contra mi costado,
sobando plácidamente.
Nada que objetar por ahí.
Pero vino al mundo a cazar
jabalíes.
Tiene tristezas específicas,
nostalgias de lo suyo, como un marino arrojado del mar o un soldado sin
batallas.
Lejos de la acción como vive,
las aventuras de sus antepasados, inscritas en su instinto perruno, afloran en
forma de singular melancolía.
A veces, mientras duerme a mi
lado, lo veo agitarse, mover las patas y gruñir sordamente, muy bajito, y
adivino lo que tiene en la cabeza. Lo mismo ocurre cuando en ocasiones, sin
motivo aparente, se aparta de mí y de todos, Rumba incluida, para ir a un
rincón donde se queda quieto, hosco y solitario, mirando el vacío como Humphrey Bogart en su bar de Casablanca.
Entonces sé, o creo saber, que
rumia nostalgias de cazador, olor a tierra húmeda, hierba verde y rastro fresco
de animales.
Quizá piensa en sus hermanos,
que se quedaron en el campo y ahora tendrán el hocico lleno de marcas y los
colmillos desportillados de pelear.
Quizá, desde el confort de la
vida doméstica, Sherlock envidia sus vidas lejanas, colmadas de recuerdos
apasionantes; ésos que los perros de caza se gruñen unos a otros en las noches
tranquilas mientras recuerdan a los colegas:
«¿Te acuerdas de Pancho, al que
mató aquel jabalí, o de Chispa, que nunca salió de aquella peligrosa
madriguera?»
mientras envejecen con los
huesos maltrechos y el pellejo lleno de costurones, calentándose en fuegos de
leña junto al amo que acaricia sus orejas deformadas por mordiscos de jabalí.
Su pelaje surcado de
cicatrices que Sherlock nunca tendrá.
Estoy seguro de que, cuando se
aísla de todos y mira la nada, recordando lo que jamás vivió, él huele el humo
de esa leña, siente la nostalgia del frío, la incertidumbre, el peligro.
Segrega adrenalina, o lo que segreguen los perros.
Corre con la imaginación y la
memoria genética por un bosque embarrado, bajo la lluvia, junto a sus hermanos,
tenaz, incansable tras el rastro de un animal salvaje.
Un jabalí con el que, pese a
que un teckel no levanta dos palmos del suelo, peleará a muerte, con bravura
inaudita, cuando le dé alcance.
O un zorro en cuya madriguera
se introducirá sin dudarlo, valiente hasta la locura, para morir allí o para
sacar al enemigo fuera, aferrándolo por el cuello a dentelladas, rojo el hocico
de sangre propia y ajena.
Como le ordena su naturaleza.
Como mandan las viejas reglas.
Un tipo interesante, Sherlock.
No les quepa duda.
Con densidad psicológica y
sólidos silencios.
Comprendo a Rumba cuando se
acerca a él, se tumba a su lado y le apoya la cabeza en el lomo.
Si yo fuera perra, me lo follaría…
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.