Hay que ser muy hipócrita para sorprenderse
por el asesinato de un pibe en el verano de Villa Gesell.
Cualquier habitante de Villa Gesell sabe que el
verano y los jóvenes son una bomba de tiempo lista para estallar cuando
menos se lo espera.
Basta con caminar las playas del centro en el mes de enero
y perderse en la masa inabarcable de piberío en curda para darse cuenta que un
mínimo cruce puede desatar una batalla campal.
De nada sirven los refuerzos
policiales. Por lo general, los policías esperan que los pibes se revienten a
golpes para caerles encima.
No se trata de aumentar la represión, como
plantean algunos, sino de pensar la contención.
Pero a quién puede
importarle la contención en una ciudad que espera el verano y el explosivo
turismo joven para compensar la malaria de los meses largos del frío.
No hay
verano que no ocurran grescas, violaciones y colapsos alcohólicos.
Suelo
escuchar las críticas a los boliches. Se los responsabiliza, pero ninguna
gestión se anima a clausurarlos porque, se sabe, los boliches son el imán que
magnetiza los pibes.
Además, ¿el problema son los boliches?
Cuando publiqué Cámara Gesell fui
puteado y amenazado.
Las fuerzas vivas me la tuvieron jurada durante un tiempo
largo, que atentaba contra el turismo, me acusaban, hasta que se dieron cuenta
de que era mejor quedarse en el molde.
Porque si bien lo mío era la ficción de
una ciudad balnearia conurbanizada, la misma se basaba en datos indiscutibles
de la realidad: la especulación estaba ahí.
La especulación que proviene,
históricamente, desde el fordista Carlos Gesell, el fundador.
Un poco de
historia: Carlos Gesell forestó estos médanos para obtener madera más económica
para la fabricación de cunitas y al fracasar su negocio inició un ingenioso
plan de loteos.
Parece una broma macabra: muchos de los chicos que durmieron en
las cunitas de la legendaria Casa Gesell fueron padres y sus hijos y nietos
luego llegan a este balneario donde hoy mueren sus chicos.
Cuando se lo
presenta al Viejo Gesell como ecologista me causa gracia.
A ningún ecologista
se le ocurre crear una ciudad en los médanos.
Qué es lo que hizo el venerable
Don Carlos..?
Paradojalmente, este hábil comerciante, considerado curiosamente un
hippie pionero, era hijo de Silvio Gesell, un economista radical que despotricó
contra la usura y fue citado por Ezra Pound.
Nada que ver con su padre, aquí
está su invento.
También se ha dicho que la Villa fue la cuna del rock
nacional.
Es curioso este mito: es sabido que el Viejo se paraba ante los
micros que llegaban cargados de jóvenes y fiscalizaba a ver cuánto dinero
traían para sus vacaciones.
Me animo a una hipótesis: el interés, el dinero,
está enraizado fuertemente en la historia de este balneario que se planteaba
como un Woodstock de cuarta.
Así las cosas, esto que es hoy un balneario que
presume de ser territorio juvenil es un matadero.
A ver: no hay verano que
en Gesell no haya pibes víctimas.
Ninguna novedad.
Basta caminar las calles del
centro y la playa en las primeras horas de la mañana para ver a los pibes dados
vuelta errando por la 3, cuerpos machucados después de una pelea, tirados
contra una pared, ahogados en su propio vómito, o bien en la playa
inconscientes.
Entonces, ¿de qué nos asombramos?
¿Acaso no es de dominio
público que nuestro hospital, siempre colapsado en los meses de fuera de
temporada, aún más en verano, empieza a recibir en la tarde temprano a chicas y
chicos con coma alcohólico?
¿De quién es la responsabilidad? ¿Del chancho o de
quién le da de comer?
El chanchito, la gran alcancía del invierno, es la multitud
de pibas y pibes, en su mayoría de clase media, que todos los veranos,
especialmente en enero, vienen a Villa Gesell a desabrocharse como pueden la
represión familiar, escolar y del sistema todo.
A la hora de atender sus
necesidades de esparcimiento veraniego (sic), los padres prefieren mirar para
otro lado, quitárselos de encima, les alquilan por internet, y los despachan
alegremente convenciéndose que los chicos son responsables.
No, los chicos
no son responsables.
Y en este punto habría que empezar a pensar la
educación, la sexual y tanta deuda pendiente.
En estos días leí una profusa
variedad de artículos de sociólogos, psicólogos y feministas que abordan la
situación a partir de ese asesinato puntual.
Acuerdo con todas estas
interpretaciones.
Aquí se visualizan el machismo, el patriarcado y las
manadas en un territorio liberado de inhibiciones.
Pero hay que sumarle
también una cuestión de clase, los pibes de colegios privados que se divierten
matando a patadas y ya grandulones tiran un cordero desde un helicóptero.
A
esta suma de violencia social, que es política, creo interesante agregarle,
conociendo el terreno, la hipocresía:
“En Villa Gesell vivimos del
turismo. Y la temporada nos va salvar”.
En efecto, escribo estas líneas con pena, dolor y
furia.
No quiero abusar de la autoreferencia. Pero me cuesta.
He visto,
años atrás, a la Bonaerense razziar un boliche de la 3 y arrojar los pibes por
la ventana. En la calle, otros policías los esperaban, los apaleaban y se los
cargaban.
También, es cierto, me cuesta escribir porque me lastima
recordar otro verano, hace ya diez años, cuando acompañé a una piba violada a
hacer su denuncia en la comisaría local.
La bonaerense disponía ese verano
de una cantidad considerable de denuncias de violación. Y se hablaba de un
sátiro de los médanos.
Las pesquisas terminaban siempre capturando como
sospechoso algún perejil, al que era fácil culparlo de lo que podía haber hecho
y también de lo que no.
Ahora, ante este crimen, no habría, en todo caso,
que denunciar una vez más a la dirigencia geselina, toda la dirigencia, que
desde hace décadas, no establece una política de turismo que contemple la
contención del aluvión adolescente.
Entren a cualquier supermercado y observen
qué compran los pibes: botellas de vodka, tequila, ginebra, fernet, cerveza, un
pan lactal y algo de fiambre.
Es cierto, uno puede preguntarse si quienes les
alquilan a los pibes, por lo general departamentos de cuarta, taperas y
sucuchos, no son conscientes.
Es que nadie, ningún propietario, ningún
supermercadista, ningún kiosquero, después de los largos meses de invierno,
como dije, se quiere perder la temporada salvadora.
Pero, ¿de qué hablo?
Hablo de los intereses de una
sociedad capitalista y eso que un sociólogo supo denominar técnicamente el ocio
represivo.
Aunque parezca un desvío en estas reflexiones, los jueguitos
electrónicos, hay que subrayarlo, son matriz pedagógica y negocio importante de
la temporada. Para los más chicos, las máquinas con batallas de superhéroes
contra monstruos, batallas espaciales, la posibilidad de manejar un
lanzamisiles en una pantalla que atruena.
Si es en esta diversión violenta
e hipermachista que los padres instruyen a sus hijos, cómo pretender que
esos hijos, en la adolescencia, se comporten de otro modo.
Irrefutable, ahora mataron un pibe a la salida de
un boliche.
Todos estos factores enumerados buscan explicar el crimen.
¿Quiénes
lo mataron? ¿Los que lo patearon? ¿O fueron sus padres?
¿Por qué no, también,
como copartícipes, los especuladores que confían que la temporada los va a
salvar?
Conjeturas y no tanto.
Hay una sociedad capitalista y patriarcal,
profundamente machista, que debe hacerse cargo de su muerte.
Y también de
los pibes que murieron en temporadas pasadas y los que volverán a morir en las
venideras.
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