Estás una tarde de lluvia dándole un repaso a la
Historia Romana de Apiano; y cuando te metes en el libro Sobre Iberia, empiezas,
como digo, sonriendo al leer aquello de «a la que algunos llaman ahora
Hispania en vez de Iberia», y piensas que no iría mal a ciertos
oportunistas y analfabetos, los que sostienen que la palabra España es concepto
discutido y discutible, leer al amigo Apiano y enterarse de que los romanos ya
nos llamaban así en el siglo II, cuando los emperadores Trajano y Adriano; que,
para más recochineo, nacieron en esa
Hispania que ahora dicen que nunca existió.
Y si algo queda claro leyendo a Apiano o a
cualquiera de sus colegas, es que España
ya era entonces cualquier cosa menos discutible.
No sólo por razones geográficas y administrativas,
sino por la peña que la poblaba: nuestros paisanos de entonces, que tanto
recuerdan a los de ahora.
Sus maneras familiares e inequívocas, a poco que te
fijes.
Si algo hemos sido aquí toda la vida es
indiscutidos de pata negra.
Indiscutibles hasta el disparate.
Y es que lees y te tronchas. Con risa más bien
desesperada, claro. Horrorizándote al mismo tiempo.
Sobre Iberia abunda en ejemplos.
Ese romano que llega muy sobrado con la toga, las
legiones y los planos del acueducto bajo el brazo y pregunta: oigan, ¿con quién
hay que hablar aquí?
Pero no se aclara mucho, así que pacta con la tribu
de los moragos -vamos a inventar nombres-, que son los primeros que se topa.
Pero resulta que los moragos son vecinos de los
berrendos, que odian a los moragos porque les pisan los sembrados y sus mujeres
son más guapas. Así que los berrendos se niegan a pactar con Roma, más que nada
por joder a los moragos.
Mientras tanto, los castucios, cuyas minas de plata
son codiciadas por todos, se llevan mal con los berrendos y los moragos. Y en
vez de unirse los tres y darle de hostias al cónsul Flavio Vitorio y a sus
legionarios, cada uno va a su aire, con lo que al final allí no manda nadie y
todo es un carajal.
Así que el tal Vitorio se cabrea; y como no hay
modo de ponerlos de acuerdo, pasa a cuchillo a los castucios y a los berrendos,
de momento, y vende a sus mujeres y niños como esclavos, para gran gozo de los
moragos; que a su vez, secretamente, negocian con los cartagineses por si
acaso.
Pero resulta que de la anterior matanza escaparon
unos cuantos, que se echan al monte mandados por un jefe llamado Turulato. Y el
tal Turulato se dedica a sabotear acueductos y cosas así, de manera que
destituyen en Roma a Flavio Vitorio y mandan al nuevo cónsul Marco Luchino, que
pacta con Turulato. Entonces los moragos, mosqueados por el éxito de Turulato,
se sublevan contra Roma y resisten en la ciudad de Cojoncia, donde antes que
rendirse se suicidan todos heroicamente.
El compadre Luchino se las promete felices y sigue
con el acueducto, pero hete aquí que otro pueblo de allende el Betis, los
lepencios, se subleva porque ese año no llueve y culpa de eso a Roma.
El cónsul Luchino, que va conociendo el percal,
convoca a los lepencios para negociar, prometiéndoles todo, y cuando están
juntos los degüella a mansalva y vende como esclavos, etcétera.
A ver si acabamos el acueducto de una puta vez, dice.
Pero de la matanza escapan varios lepencios con sus
familias, así que vuelta a empezar.
Y cuando a éstos rebeldes los acorralan en la
ciudad de Ayamontesia y se suicidan todos y parece que al fin la cosa funciona,
Turulato, que se aburre de pactar y quiere un estatuto asimétrico para
Lusitania, se subleva otra vez.
Y al agotado Luchino le da un ataque de nervios
horroroso y lo sustituye el cónsul Voreno Claro, que soborna a los fieles
capitanes de Turulato; y éstos le dan a su jefe setenta y ocho puñaladas
mientras asiste a una corrida de toros en Rondis. Después, el cónsul Claro, que
cada vez lo tiene más claro, convoca a los fieles capitanes que se cargaron a
Turulato, los pasa a cuchillo y a sus familias las vende, etcétera.
Pero en ésas se le sublevan los quelonios, tribu de
aquende el Miño.
Así que el cónsul los extermina, se suicidan, los
vende y tal.
Y justo cuando acaba, se amotinan los malagones, en
la otra punta de Hispania.
Y al cónsul Claro lo sustituyen por el cónsul Cayo
Siniestro.
Y entonces…
¿Discutida y discutible? Venga ya.
España es tan añeja y auténtica como esta cita de
Sobre Iberia referida a un rebelde hispano vencido por Pompeyo y enviado a Roma
como esclavo con su gente: «La arrogancia de estos bandidos era tan
grande, que ninguno soportó la esclavitud, sino que unos se dieron muerte a sí
mismos, otros mataron a sus compradores y otros perforaron las naves durante la
travesía».
Y es que llevamos dos mil años siendo los mismos. O
casi.
Con el acueducto sin terminar…
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