Lo hago de vez en cuando, aunque no con demasiada
frecuencia.
Como él.
Son conversaciones breves, casi secas. De pocas palabras
y en nuestro viejo tono habitual: cómo estás, capullo, cacho cabrón, etcétera.
Te llamo cuando vaya a Madrid, o hazlo tú cuando pases
por Valencia. Todo eso.
Lo de siempre.
A veces nos vemos, comemos juntos -siempre trae en la
muñeca el Rolex que le regalé con los derechos de autor de Territorio
comanche-.
Y tomamos algo entre viejos rituales: más silencios que
palabras.
A veces gotean nombres de amigos muertos mezclados con
nombres de amigos vivos: Julio Fuentes, Miguel Gil, los otros que no llegaron a
viejos.
Y los que siguen ahí, envejeciendo unos peor que otros, o
todos mal.
Los que seguimos.
Ni Márquez ni yo somos de contarnos batallitas.
Hablamos de su crío, al que llamó Arturo. De cómo lo
lleva por las mañanas al colegio o pasean juntos frente al mar. De la vida
tranquila dedicada a él desde que se jubiló de la tele, de la Betacam, de los
hoteles con agujeros, de las carreteras inciertas, de las calles alfombradas
con cristales rotos.
De quedarse luego una hora en cuclillas en su habitación
en Zagreb, Sarajevo, Bagdad, Beirut, la cámara en el suelo, la espalda contra
la pared, las botas manchadas de sangre seca, fumando cigarrillos mientras se
le borraban despacio de la retina las imágenes grabadas ese día.
Cuando me cruzo con alguno de los otros viejos colegas y
me pregunta por Márquez, si se resignó a vivir como la gente normal, siempre
digo lo mismo: «Se habría pegado un tiro, supongo. ¿Qué otra cosa podía hacer
él?... Ese puñetero crío le salvó la vida».
Ayer estuvimos hablando por teléfono, como digo. Y no recuerdo bien por qué surgió el nombre de Petrinja.
Ayer estuvimos hablando por teléfono, como digo. Y no recuerdo bien por qué surgió el nombre de Petrinja.
El asilo, dije.
Ya sabes. Acabaremos todos como los del asilo de
Petrinja.
Hubo un silencio. «Te acuerdas, ¿no?», pregunté.
«Cómo no me voy a acordar», gruñó con su voz de carraca
vieja.
Eso fue todo.
Luego colgué, y con el teléfono en la mano me quedé
pensando. Recordando.
Estoy seguro de que también él se quedó igual.
Desde hace veintiún años, ese nombre nos acompaña como
una sombra negra.
Como un aviso.
Hay muchos otros nombres y sombras, por supuesto. Incluso
más dramáticos. O sangrientos.
Pero ése siempre fue especial. Y a medida que
envejecemos, lo es más.
El 14 de septiembre de 1991, Márquez y yo caminábamos por
las calles desiertas de Petrinja, en Croacia. La ciudad había sido evacuada
ante el avance de las tropas serbias.
Teníamos hambre, y un rato antes habíamos saqueado los
estantes de un supermercado: chocolate, pan duro y latas de conservas.
Al lado había una tienda de ropa con el escaparate roto,
y Márquez cogió de allí una corbata de pajarita y se la puso en el cuello sucio
de la camisa, bajo su barba de tres días.
Íbamos así, explorando aquello, en la dirección en la que
sonaban los tiros, procurando no recortarnos en puertas ni ventanas,
atentos a los francotiradores.
Pegados a los edificios porque de vez en cuando caía algo
cerca.
Y en ésas, al pasar ante un inmueble grande, oímos un
ruido dentro.
Como un gemido.
Entramos a curiosear, encendimos las linternas, y en el
sótano encontramos a una docena de personas tumbadas en camillas y en el suelo.
Era el asilo de ancianos; y los cuidadores, al huir de
los serbios, habían abandonado allí a los inválidos.
Los pobres viejos llevaban tres días sin agua ni comida,
entre el zumbido de las moscas y el hedor de sus propios excrementos.
Un par de ellos estaban muertos; y el resto, cerca de
estarlo.
Gemían y lloraban aterrorizados, y cuando sonaba alguna
bomba cerca chillaban enloquecidos de terror.
Suplicándonos.
Nada podíamos hacer por ellos, así que encendimos el
flash y los grabamos a todos para el telediario de las nueve, para que el
siempre sonriente Javier Solana, fino negociador comunitario, pudiera salir
luego diciendo en Bruselas que todo estaba controlado en los Balcanes, que en
el fondo los serbios eran buenos chicos y que las negociaciones de paz iban de
puta madre.
Trabajamos así durante diez minutos, sin hablar ni
mirarnos el uno al otro.
Luego dejamos en las camillas toda la comida y el agua
que teníamos y nos largamos de allí sin hacer comentarios.
Antes de salir a la calle vimos otro muerto: una bomba
había arrancado la pared, y frente al agujero estaba un cadáver sentado en una
silla y cubierto de polvo gris. Nos detuvimos a grabarlo -era un abuelete como
los otros, y la bomba lo había matado cuando se ataba los zapatos para escapar-
y discutimos un poco porque yo le dije a Márquez que le grabara la cara y él
dijo que prefería grabarlo de espaldas.
«Que te den por saco», zanjó.
Ésas fueron las únicas palabras que Márquez y yo
pronunciamos en el asilo de Petrinja.
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