Me refiero a lo de inconexas.
Una de ellas se produjo en misa, pero tranquilícense: no es que me haya caído del caballo y visto la luz. Al menos, de momento.
Se trata de la misa que, en el convento de las Trinitarias de Madrid, la Real Academia Española celebra cada año, por tradición secular, en memoria del buen don Miguel de Cervantes y los académicos fallecidos ese año.
Tocaba éste, con mucha tristeza por nuestra parte, recordar a Antonio Mingote y a José Luis Sampedro, y allí fuimos los compañeros, conscientes de las paradojas de la vida: una misa por el bondadoso y escéptico Mingote y, caso todavía más insólito, por el republicanísimo y ateo Sampedro.
Pero la vida tiene esas piruetas y algunas otras.
Una, por ejemplo, fue el Evangelio leído por un
sacerdote durante el oficio, en una versión puesta al día que nos hizo mirarnos
unos a otros con estupor.
Se trataba de la parábola de los siervos y las minas,
o talentos; y el páter, en un patético intento por actualizar la cosa, y sin
reparar mucho en la resabiada audiencia que ese día tenía en plan feligrés, no
habló de talentos o minas - el evangelista Lucas utiliza el término griego mina,
cien dracmas áticas o denarios, que no era mucho dinero - sino de millones,
nada menos.
El señor repartió a sus siervos tantos millones, dijo.
O leyó.
«Muy oportuno y actual…», se choteó por lo bajini Luis
Mateo Díez, que estaba cerca de mí.
«Y luego se
extrañan de perder clientela…», apuntó con frialdad científica José Manuel
Sánchez Ron.
La otra situación se dio más tarde, en los complicados semáforos de la plaza de
Colón; cuando, en un momento de confuso tráfico y embotellamiento, pasé
deliberadamente un semáforo en rojo, despacio, para facilitar el paso a los que
venían detrás y situarme en el semáforo siguiente, tres metros más allá y a la
izquierda.
La maniobra fue advertida por un policía municipal
que, exasperado, intentaba organizar lo imposible.
Yo llevaba la ventanilla abierta, así que cuando pasé
a su lado pude escuchar con toda claridad su:
«¿Qué pasa? ¿No
has visto el semáforo, o qué?», dicho con unos malos modos y un
desabrimiento inadmisibles en agentes de la autoridad municipal; quienes, hasta
para multar por la más descarada infracción, deberían dirigirse siempre a
cualquier ciudadano tocándose la visera, con
el debido respeto y con personal decoro.
Añado a esto que el agente de mi semáforo, sin duda
porque estaba pasando mal rato con el tráfico, llevaba la ropa en desorden, el
cuello despechugado, la gorra echada para atrás y necesitaba un afeitado
urgente.
Así que, decidido a pagar las multas que hicieran
falta, pero no a tolerar groserías, detuve el coche y respondí:
«Tiene usted razón, pero ¿por qué me tutea?».
Pasó al usted en el acto, tuvo los reflejos de
responder:
«No oigo lo que
me dice, señor», y me ordenó que siguiera adelante y no me quedara allí.
Por la noche, al llegar a casa, puse un rato la tele y
me vi frente a la tercera situación: un par de ministros retorciendo de manera
abyecta la lengua española, de la que parecían ignorar los más elementales
recursos - ministros del Gobierno de España, insisto -, para enumerar, sin que
se les notara mucho lo siniestro, nuevos expolios, exacciones y vilezas.
Para justificar una vez más su incompetencia, sus medias verdades, sus
promesas incumplidas, los embustes encadenados con que disimulan su parálisis
unos gobernantes enrocados en los privilegios de su puerca casta, sin el menor
ánimo de renovación o cambio real; una dictadura fiscal gobernada por una
pantalla de plasma, cuya única baza para mantenerse en el poder es la que le
regala, sin mérito y por la cara, la inexistencia de una oposición eficaz o al
menos respetable; la mediocre estupidez de una clase política que en su mayor
parte, sin distinción de siglas, es egoísta, inculta, grosera.
Pero ojo. Todo eso lo es en sintonía con el ambiente
general de esta España en la que trincan y medran.
Con lo que pide
la peña en este lugar indecoroso donde los policías tutean en los
semáforos, los políticos ignoran la sintaxis, y los curas torpes, olvidando que
sin distancia no hay mito que sobreviva, convierten los talentos en millones y
las arcas de la parábola en bancos con cajero automático.
Y en manos de unos y otros, en este infame compadreo que no pretende
igualdad de oportunidades para que todos lleguen a donde merezcan llegar, sino
rebajarlo todo al triste nivel de los más zafios y tarugos, nos vamos despacio,
inexorablemente, a la mismísima mierda.