En el año 711, como dicen esos guasones versos que con tanta precisión clavan nuestra historia:
«Llegaron los sarracenos / y nos molieron a palos; / que Dios ayuda a los malos / cuando son más que los buenos».
Suponiendo que a los hispano-visigodos se los pudiera llamar buenos.
Porque a ver.
De una parte, dando alaridos en plan guerra santa a los infieles, llegaron por el norte de África las tribus árabes adictas al Islam, con su entusiasmo calentito, y los bereberes convertidos y empujados por ellos.
Para hacerse idea, sitúen en medio un estrecho de solo quince kilómetros de anchura, y pongan al otro lado una España, Hispania o como quieran llamarla -los musulmanes la llamaban Ispaniya, o Spania-, al estilo de la de ahora, pero en plan visigodo, o sea, cuatro millones de cabrones insolidarios y cainitas, cada uno de su padre y de su madre, enfrentados por rivalidades diversas, regidos por reyes que se asesinaban unos a otros y por obispos entrometidos y atentos a su negocio, con unos impuestos horrorosos y un expolio fiscal que habría hecho feliz a Mariano Rajoy y a sus más infames sicarios. Unos fulanos, en suma, desunidos y bordes, con la mala leche de los viejos hispanorromanos reducidos a clases sociales inferiores, por un lado, y la arrogante barbarie visigoda todavía fresca en su prepotencia de ordeno y mando.
Añadan el hambre del pueblo, la hipertrofia funcionarial, las ambiciones personales de los condes locales, y también el hecho de que a algún rey de los últimos le gustaban las señoras más de lo prudente -tampoco en eso hay ahora nada nuevo bajo el sol-, y los padres, y tíos, y hermanos y tal de algunas prójimas le tenían al lujurioso monarca unas ganas horrorosas. O eso dicen.
De manera que una familia llamada Witiza, y sus compadres, se compincharon con los musulmanes del otro lado, norte de África, que a esas alturas y por el sitio (Mauretania) se llamaban mauras, o moros: nombre absolutamente respetable que han mantenido hasta hoy, y con el que se les conocería en todas las crónicas de historias escritas sobre el particular -y fueron unas cuantas- durante los siguientes trece siglos.
Y entre los partidarios de Witiza y un conde visigodo que gobernaba Ceuta le hicieron una cama de cuatro por cuatro al rey de turno, que era un tal Roderico, Rodrigo para los amigos.
Y en una circunstancia tan española -para que luego digan que no existimos- que hasta humedece los ojos de emoción reconocernos en eso tantos siglos atrás, prefirieron entregar España al enemigo, y que se fuera todo a tomar por saco, antes que dejar aparte sus odios y rencores personales.
Así que, aprovechando -otra coincidencia conmovedora- que el tal Rodrigo estaba ocupado en el norte guerreando contra los vascos, abrieron la puerta de atrás y un jefe musulmán llamado Tariq cruzó el Estrecho (la montaña Yebel-Tariq, Gibraltar, le debe el nombre) y desembarcó con sus guerreros, frotándose las manos porque, gobierno y habitantes aparte, la vieja Ispaniya tenía muy buena prensa entre los turistas muslimes: fértil, rica, clima variado, buena comida, señoras guapas y demás.
Y encima, con unas carreteras, las antiguas calzadas romanas, que eran estupendas, recorrían el país y facilitaban las cosas para una invasión, nunca mejor dicho, como Dios manda.
De manera que cuando el rey Rodrigo llegó a toda candela con su ejército en plan a ver qué diablos está pasando aquí, oigan, le dieron las suyas y las del pulpo.
Ocurrió en un sitio del sur llamado La Janda, y allí se fueron al carajo la España cristianovisigoda, la herencia hispanorromana, la religión católica y la madre que las parió. Porque los cretinos de Witiza, el conde de Ceuta y los otros compinches creían que luego los moros iban a volverse a África; pero Tariq y otro fulano que vino con más guerreros, llamado Muza, dijeron:
«Nos gusta esto, chavales. Así que nos quedamos, si no tenéis inconveniente».
Y la verdad es que inconvenientes hubo pocos.
Los españoles de entonces, a impulsos de su natural carácter, adoptaron la actitud que siempre adoptarían en el futuro: no hacer nada por cambiar una situación; pero, cuando alguien la cambia por ellos y la nueva se pone de moda, apuntarse en masa.
Lo mismo da que sea el Islam, Napoleón, la plaza de Oriente, la democracia, no fumar en los bares, no llamar moros a los moros, o lo que toque.
Y siempre, con la estúpida, acrítica, hipócrita, fanática y acomplejada fe del converso.
Así que, como era de prever, después de La Janda las conversiones al Islam fueron masivas, y en pocos meses España se despertó más musulmana que nadie.
Como se veía venir.
(Continuará).
Las montañas se abren para que entren la ruta y el río juntos al pueblo, uno de los más lindos de la Argentina, al pie de esa piedra impresionante que es el Fitz Roy. Ese pueblo es EL CHALTÉN, en la patagónica Santa Cruz. Esta página permite mirar el lugar en que subo algunas cosas de mi archivo personal. La mayor parte pertenece a otras gentes; las menos, son propias. Algunas están muy arraigadas en mi vida, con mis afectos. A una parte de ellas algunos talentosos le han puesto música. (rt)
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