Hoy
querría hablarles de héroes.
Conocí
a los primeros en las historias que me contaban mis padres y mis abuelos, en
los cuentos y en los tebeos.
Eso
incluía al Guerrero del Antifaz, al Capitán Trueno y al Jabato, y también
aquellas historietas semanales, publicadas en México por la editorial Novaro,
que todavía Javier Marías y yo intercambiamos con guiños cómplices: Batman,
Superman, El Llanero Solitario, Roy Rogers, Gene Autry, Red Ryder, Hopalong
Cassidy.
Al
mismo tiempo, con los primeros libros leídos, otra clase de héroes se fue
asentando en mi imaginación.
Fue
el turno de los mitos clásicos o protagonistas de hechos históricos como Hércules,
Aquiles, Ulises, Eneas, Jasón y sus compañeros, Leónidas, El Cid, Cortés,
Pizarro, Blas de Lezo, Napoleón.
A
eso hay que añadir el cine, decisivo para una generación que, como la mía,
asistió a los estrenos de Río Bravo, Ben-Hur o El día más largo, por citar sólo tres de
innumerables películas espléndidas.
Y
así, poco a poco, las historias de hombres extraordinarios enfrentados a
sucesos extraordinarios cedieron lugar a las de hombres ordinarios enfrentados
a sucesos inquietantes, excesivos, peligrosos.
Ordinarios,
también.
Fue
la época fecunda de los libros, desde Moby Dick a James Bond, los detectives de
Conan Doyle o Agatha Christie, los personajes de Stevenson, Verne, Cooper,
Dumas o Kipling, y los marinos de Joseph Conrad.
Viajes,
intrigas y aventuras donde es fácil la identificación del lector ávido con los
personajes zarandeados por el azar, el peligro, el amor, la guerra.
Otra
clase de héroe se asentó a partir de entonces en mi imaginación. Ojo
de Halcón, Rupert de Hentzau, fueron los primeros, entre otros, que me hicieron
asomar al lado oscuro del héroe.
Al
ángulo turbio de la vida.
Dijo el coronel Lawrence -yo ignoraba, al leerlo, que un día tocaría con mis manos los restos de los trenes volados por él en el desierto- que todos los seres humanos sueñan, pero no del mismo modo.
Dijo el coronel Lawrence -yo ignoraba, al leerlo, que un día tocaría con mis manos los restos de los trenes volados por él en el desierto- que todos los seres humanos sueñan, pero no del mismo modo.
Y
es cierto.
Yo
tuve mi modo: me eché la mochila a la espalda y fui a la isla de los piratas en
busca de héroes, intentando hacerlos míos. Confirmar su existencia.
Tuve
suerte, porque los conocí. A
todos.
De
algunos, incluso, fui y sigo siendo amigo.
Descubrí
que su existencia era real, y no imaginación de escritores o guionistas. Volví con sus
historias en la mochila, y eso hago ahora: contarlas a mi manera.
Pero
en el viaje hasta ellos descubrí importantes modificaciones en la imagen del héroe
original.
Ningún
rastro hallé -ignoro si fui infortunado o afortunado en eso- de los héroes primeros de corazón
puro. Dicho
en clásico, conocí a menos Héctores que Ulises.
Y
así comprendí, también, que tiene poco mérito ser héroe a la vista del mundo y de la Historia.
Que
eso lo puede ser cualquiera, puesto por el azar en el sitio adecuado.
Que
lo difícil, lo heroico, es ser Odiseo peleando solo, enfrentado al dolor, al
fracaso, intentando volver a casa con sangre
en las uñas y la memoria, sin otras armas que la astucia y el valor, en un
paisaje hostil y bajo un cielo sin dioses.
Por
eso los héroes de mis novelas son como son. Corazones -en alusión melvilliana-
hechos de húmedos y goteantes noviembres. Héroes cansados.
Y,
lo más paradójico de todo es que descubrí, al caminar hasta ellos, que no hace
falta viajar a la isla de los piratas para encontrarlos; quizá porque en esa isla, que está aquí mismo, vivimos todos.
Puede
que ese largo y azaroso viaje que en otro tiempo hice me sirviera para
comprender. Para reconocerlos.
Para
saber, como sé ahora, que no hace falta embarcarse en el Arabella con el capitán Blood, ni
alistarse en la legión con los hermanos Geste, o arponear ballenas con el joven
Ismael.
A
menudo, para conocer a un héroe, hombre o mujer, basta con acercarse al bar de
la esquina, pedir un café y observar en torno.
Caminar
por la ciudad atento a los rostros, a las miradas, a la manera de situarse,
también aquí, bajo un cielo del que los dioses emigraron hace tiempo,
dejándonos la fría y dura soledad del hombre moderno, o del que siempre hemos sido.
Quizá,
si esos muchachos que buscan en un juego de ordenador o en una película de
vampiros a los héroes de hoy estudiasen la
expresión de su padre cuando, derrotado, vuelve a casa tras verse rechazado
para un trabajo, la de su madre reventada tras lidiar afuera y adentro con la
vida, la del hermano mayor que hace la maleta para jugársela lejos, allí donde
consiga un trabajo y un salario dignos, comprenderían que los héroes no han
muerto, sino que siguen vivos, muy cerca.
Entre
nosotros.
Esperando una palabra
de reconocimiento y el afecto de una sonrisa.
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