Esta noche
ceno con tres amigos, para agradecerles un par de cosas: Jeosm, Rise y Lose.
Hay deudas que uno no logra pagar en su vida, aunque lo intente, y la que tengo
con ellos no podré liquidarla nunca.
Pero hago
lo que puedo: las reglas son las reglas.
Una de esas
maneras es juntarnos de vez en cuando, tomarnos unos vinos - menos Lose, que no
prueba el alcohol - y luego irnos a cenar y reír un rato.
Yo suelo
estar callado, porque los que tienen cosas interesantes que contar son ellos.
Así que me limito a ponerlo fácil, hacer preguntas y escuchar.
Lose acaba
de hacerse su chapa - su metro - número 511, y esta noche es la estrella. Él se
lleva el homenaje.
Pero es
que, además, Lose es un interesante personaje.
Con decir
que sus colegas lo definen de guasa como «un
enfermo», está dicho todo. O casi.
Tiene
treinta años y es menudo, bajito, pero su aparente fragilidad engaña un huevo.
Cuando se
arranca y te cuenta, crece cuatro palmos.
Lose es un guerrero urbano duro, de
acero inoxidable.
Siempre
bromeamos sobre los macarras de pastel y chulitos de discoteca; que no tienen
media hostia, pero con los que las nenas se licuefactan, o se licuan, o como se
diga.
Qué sabrán ellas, le comento.
Para leer
biografías en la cara hay que tener unos años y ser lista, y ni todas tienen
los años suficientes ni todas lo son.
Tendrían
que verte avanzar en la noche, saltar tapias, meterte a oscuras por
respiraderos, reptar bajo sensores electrónicos, colarte por la cara en trenes
camino de Ámsterdam, o de Berlín, con cuatro euros en el bolsillo - llevas en
el paro desde que el cabo Finisterre era soldado raso -, dispuesto a hacerte
aquel metro o aquel tren de cercanías que viste en Internet o del que te hablan
los amigos. Dormir en cajeros automáticos o bajo cartones, pasando frío, hambre
y miseria, bajo la lluvia, al acecho como un cazador paciente.
Robar unos
alicates en una ferretería de Budapest, tú que no hablas ni inglés, para cortar
la alambrada que te separa de las vías del tren con el que sueñas.
Para vivir cinco minutos de gloria.
Para volar treinta segundos sobre
Tokio.
Hablamos largo y estrecho mientras despachamos anchoas y fideos al horno. Él y los colegas se abren a mí con lealtad, y me enorgullece que lo hagan.
Hablamos largo y estrecho mientras despachamos anchoas y fideos al horno. Él y los colegas se abren a mí con lealtad, y me enorgullece que lo hagan.
Saben,
porque lo hemos hablado, que no apruebo el asunto. El vandalismo que ensucia,
afea y destruye.
Pero
también saben que respeto la parte respetable: los códigos, el compañerismo, la
retorcida épica de sus incursiones nocturnas - misiones, las llaman -.
De su
deporte de riesgo, como dice uno de ellos.
No apruebo,
pero intento comprender. Y Lose es uno de los elementos claves para eso. Para
penetrar lo que tienen en la cabeza.
Un sujeto valioso.
Con sus
puntas de entrañable sociópata, desde que a los diez o doce años se puso
delante de una pared virgen y mártir:
«¿Artista?
Yo no he sido artista en mi puta vida».
Lo he visto
planificar con los amigos, ejecutar, contarlo.
Y, pese a
la mili que llevo a cuestas, me quedo fascinado. Mirándolo. Escuchándolo.
Así,
comprendo el respeto con el que lo tratan sus colegas.
Mi propio
contradictorio y desconcertado asombro.
Entiendo
por qué Lose, con su metro sesenta y su engañosa sonrisa tímida, es el rey de
Madrid y de allí donde se mete.
Un héroe oscuro de nuestro
desquiciado tiempo.
Se ríe
mientras nos cuenta. Así es él. Con esa mezcla de candidez y audacia que lo
hace tan singular.
Hace una
semana justa, a estas mismas horas, estaba corriendo con los vigilantes detrás,
a ciegas en la noche, arriesgándose a romperse el alma.
Iba con
unos colegas, pero cuando les dieron el marrón todos los jurados se fueron
derechos a él. «Como soy el más bajito, siempre se tiran a por mí. Al más
fácil», comenta resignado. Estoico.
Alguna vez,
aunque es incapaz de hacerle daño a una mosca, Lose se lleva un nunchako de
artes marciales, y cuando se le echan encima los jurados, lo saca y hace
molinetes poniendo cara de loco, zas, zas, zas, para que se queden lejos y le
dé tiempo de salir corriendo.
Pero no
siempre funciona. Anoche lo ligaron y pretendían que se comiera lo suyo y lo
que no era suyo.
Pero él, naturalmente, sólo pasaba
por allí, y el pasamontañas lo llevaba por el frío.
Y en mitad
de la conversación, en plena calle, con tres policías dándole una bofetada de
vez en cuando, nos tomas el pelo o qué, a su madre - que le cocina macarrones,
su plato favorito - se le ocurre llamarlo por teléfono.
«Oye,
hijo, que ese Pérez-Reverte acaba de hablar de ti en la radio».
Y Lose, con
los tres maderos alrededor, los mira y responde: «Ahora no puedo atenderte, mama,
que estoy ocupao».
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