A
los incautos que creen que los últimos siglos de la reconquista fueron de
esfuerzo común frente al musulmán hay que decirles que verdes las han segado.
Se hubiera acabado
antes, de unificar objetivos; pero no fue así.
Con
los reinos cristianos más o menos consolidados y rentables a esas alturas, y la
mayor parte de los moros de España convertidos al tocino o confinados en
morerías (en juderías, los hebreos), la cosa consistió ya más bien en una
carrera de obstáculos de reyes, nobles y obispos para ver quién se quedaba con
más parte del pastel.
Que iba siendo
sabroso.
Como
consecuencia, las palabras guerra y civil, puestas juntas en los libros
de Historia, te saltan a la cara en cada página.
Todo
cristo tuvo la suya: Castilla, Aragón, Navarra.
Pagaron
los de siempre: la carne de lanza y horca, los siervos desgraciados utilizados
por unos y otros para las batallas o para pagar impuestos, mientras individuos
de la puerca catadura moral, por ejemplo, del condestable Álvaro de Luna,
conspiraban, manipulaban a reyes y príncipes y se hacían más ricos que el tío
Gilito.
El
tal condestable, que era el retrato vivo del perfecto hijo de puta español con
mando en plaza, acabó degollado en el cadalso - a veces uno casi lamenta que se
hayan perdido ciertas higiénicas costumbres de antaño -; pero sólo era uno más,
entre tantos (y ahí siguen).
De
cualquier modo, puestos a hablar de esos malos de película que aquella época
dio a punta de pala, el primer nombre que viene a la memoria es el de Pedro I,
conocido por Pedro el Cruel: uno de los más infames - y de ésos hemos tenido
unos cuantos - reyes y gobernantes que en España parió madre.
Este
fulano metió a Castilla en una guerra civil en la que no faltaron ni brigadas
internacionales, pues intervinieron tropas inglesas a su favor, nada menos que
bajo el mando del legendario Príncipe Negro, mientras que soldados franchutes
de la Francia ,
mandados por el no menos notorio Beltrán Duguesclin, apoyaban a su hermanastro
y adversario Enrique de Trastámara.
La
cosa acabó cuando Enrique le tendió un cuatro (como dicen en México) a Pedro en
Montiel, lo cosió personalmente a puñaladas, chas, chas, chas, y a otra cosa,
mariposa.
Unos
años después, y en lo que se refiere a Portugal - del que hablamos poco, pero
estaba ahí -, el hijo de ese mismo Enrique II, Juan I de Castilla, casado con
una princesa portuguesa heredera del trono, estuvo a punto de dar el campanazo
ibérico y unir ambos reinos; pero los portugueses, que iban a su propio rollo,
y eran muy dueños de ir, eligieron a otro.
Entonces,
Juan I, que tenía muy mal perder, los atacó en plan gallito con un ejército
invasor; aunque le salió el tiro por la culata, pues los abuelos de Pessoa y
Saramago le dieron las suyas y las del pulpo en la batalla de Aljubarrota.
Por
esas fechas, al otro lado de la península, el reino de Aragón se convertía en
un negocio cada vez más próspero y en una potencia llena de futuro: a Aragón,
Cataluña, Valencia y Mallorca se fueron uniendo el Rosellón, Sicilia y Nápoles,
con una expansión militar y comercial que abarcaba prácticamente todo el
Mediterráneo occidental: los peces con las famosas barras de Aragón en la cola.
Pero el virus de la guerra civil también pegaba fuerte allí, y durante diez
largos años aragoneses y catalanes se estuvieron acuchillando por lo de siempre:
nobles y alta burguesía - dicho de otro modo, la aristocracia política eterna -,
diciéndose yo quiero de rey a éste, que me hace ganar más pasta, y tú quieres a
ése.
Mientras
tanto, el reino de Navarra (que incluía lo que hoy llamamos País Vasco) también
disfrutaba de su propia guerra civil con el asunto del príncipe de Viana y su
hermana doña Blanca, que al fin palmaron envenenados, con detalles entrañables
que dejan chiquita la serie Juego de
tronos.
Navarra
anduvo entre Pinto y Valdemoro, o sea, entre España y Francia, dinastía por
aquí y dinastía por allá, hasta que en 1512 Fernando de Aragón la incorporó por
las bravas, militarmente, a la corona española.
A
diferencia de los portugueses en Aljubarrota, los navarros perdieron la guerra
y su independencia, aunque al menos salvaron los fueros - todos los estados
europeos y del mundo se formaron con aplicación del mismo artículo catorce: si
ganas eres independiente; si pierdes, toca joderse -.
Eso
ocurrió hace cinco siglos justos, y significa por tanto que los vascos y
navarros son españoles desde hace sólo veinte años menos que, por ejemplo, los
granadinos; también, por cierto, incorporados manu militari al reino de España, y que, como veremos
en el siguiente capítulo, si es que lo
escribo, lo son desde 1492.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.