sábado, 22 de enero de 2022

UNA HISTORIA DE EUROPA (XII a XVI), de Arturo Pérez Reverte - 27/9/2021 al 22/11/2021

XII.
Es muy posible que nunca haya habido en la historia de la Humanidad alguien tan inteligente como lo fueron los griegos del siglo V antes de Cristo, con la Atenas de la época como centro intelectual de todo.

No me pregunten por qué, pero las cinco décadas que siguieron a la victoria de Salamina producen verdadero asombro.
Porque lo que llamamos identidad europea, la base que generó el pensamiento, las ciencias, el arte, la literatura forjada en los dos mil quinientos años transcurridos hasta hoy, nació allí y fue cuajando en un largo proceso que tuvo aquel mundo fascinante como referencia.

Europa y el llamado Occidente son lo que son (en su parte buena, por supuesto) precisamente porque aquella Grecia fue lo que fue.
Nunca en la Historia, excepto tal vez en la Florencia del Renacimiento, el Madrid del Siglo de Oro y el París de la Ilustración, se dio un caso semejante de concentración de figuras ilustres y de talento en el pequeño espacio de una ciudad.

Aquella Atenas, gobernada por un hombre ilustre llamado Pericles, se convirtió en una ciudad próspera y hermosa; una ciudad - estado que se regía por reglas democráticas con consultas populares, y que albergaba a grandes artistas, grandes escritores de teatro seguidos por las masas, grandes matemáticos y grandes filósofos: hombres sabios que se dedicaban a pensar y tenían maravillosas ideas.
Se equivocaron muchas veces, claro. Ni ellos eran perfectos.
Su ciencia tampoco era la nuestra, con hipótesis, pruebas y experimentación.
Pero sus intuiciones y aciertos fueron infinitos.

Esos extraordinarios fulanos consideraban la geometría como una guía para comprender el Universo (la geometría que se sigue enseñando hoy en los colegios es griega) y trabajaban sólo con la reflexión y con un sistema de inspiradas conjeturas, pero fueron tan lejos con todo eso que te dejan turulato.
Ellos intuyeron, por ejemplo, veinticinco siglos antes de que se confirmara el asunto, que toda materia estaba formada por pequeñas partículas llamadas átomos (palabra griega que significa imposible de cortar, indivisible).

Por supuesto, vista con ojos del siglo XXI, sobre todo por los demagogos baratos que hoy pretenden regir el mundo (demagogia, por cierto, es otra palabra griega), aquella sociedad distaba de la perfección.
La vida, y hay que ser muy estúpido o muy sectario para no comprenderlo, funcionaba de otra manera.
La democracia no alcanzaba a todos por igual, y cuando así era en sus momentos más radicales, o casi lo era, los propios atenienses se quejaban de ello, y más de uno y de dos admiraban la férrea disciplina de la vecina Esparta (paradójicamente, las obras de teatro de más éxito popular, como las de Aristófanes, abundan en críticas a los excesos del pueblo).

En cuanto a la guerra, por supuesto, también era despiadada (Jenofonte nos lo cuenta con frío detalle), y tras recibirse la rendición incondicional de una ciudad enemiga (veinticuatro póleis fueron aniquiladas en esa época) se degollaba a los varones adultos, se vendía como esclavos a mujeres y niños, y a otra cosa, mariposa.

Lo de la esclavitud, sin embargo, resultaba muy llevadero en Atenas en comparación con lo que luego fue en Roma, puestos a considerar. Si es cierto que había tres esclavos por cada ciudadano ateniense libre (y a veces los más crueles amos daban a sus siervos las suyas y las de un bombero), podían comprar su libertad y había leyes que los protegían.
O sea que, comparativamente, pueden considerarse los esclavos mejor tratados de la Historia.

Por otra parte, y en lo que a las mujeres se refiere, la situación de las atenienses resulta curiosa.
Paradójicamente, las que más derechos ciudadanos tenían eran las prostitutas, pues allí su profesión se consideraba socialmente útil.
Los griegos las llamaban etairas; palabra que (esto es interesante) podía significar lo mismo puta profesional que compañera, amante o amiga.
Menos prejuicios, imposible.
Los hombres, o al menos los que podían permitírselo, las contrataban por razones no solo sexuales, las llevaban a fiestas, al teatro y cosas así (lo que hoy llamaríamos escort de lujo, no siempre con derecho a consumar la faena).
Y había de todo, claro: señoras de diverso nivel y actividad social, de baja estofa y de tiros largos, según la clientela.

Pero la clase superior de las que hoy conocemos como hetairas (véase diccionario de la RAE) abundaba en mujeres educadas, independientes y que pagaban impuestos al Estado por los beneficios obtenidos.
Ciudadanas ejemplares, o sea.
Señoras, en fin, a menudo tan admiradas y respetables que incluso Pericles, el gran gobernante de Atenas bajo el que floreció aquella edad de oro griega, se casó con una de ellas.
Aspasia, se llamaba la dama.
Y cuentan los historiadores que era un trueno de señora.

XIII.
Sobre aquellos años dorados de la Atenas del siglo V antes de Cristo, antes de que (como ocurre siempre en la Historia) todo o casi todo se fuera al carajo, campea una figura entrañable que marcaría el intelecto de la Europa que estaba por venir: se trata de Sócrates, cuyo pensamiento, transmitido y desarrollado por sus discípulos y seguidores Jenofonte, Platón y Aristóteles (él nunca escribió nada), sentaría las bases de la filosofía occidental.

Creía aquel fulano que el verdadero conocimiento proviene del interior de cada cual, y que transmitir sabiduría en crudo no es sino adoctrinamiento.
Que el educador debía ser comadrona de ideas, orientando al alumno para que hallase sus propias respuestas y creyera ser (y en cierto modo fuese) verdadero descubridor de lo que el maestro le enseñaba.

Ese genial Sócrates era feo, desastroso (su mujer le pegaba unas palizas de órdago), pobre y honrado, y se enorgullecía de serlo.
A pesar de eso, o tal vez por eso, fue referente intelectual de su tiempo, maestro de hijos de familias nobles y figura polémica entre sus conciudadanos: unos lo respetaban y otros lo odiaban.

Al fin sus enemigos consiguieron que fuese condenado a muerte. Apoyado por mucha gente, Sócrates pudo huir pero no quiso (opinaba que, incluso en su propio caso, la ley estaba por encima del parecer de las masas y del populismo), prefirió arrostrar su destino y bebió voluntariamente, con un par de huevos fritos, un veneno llamado cicuta que lo dejó tieso como la mojama pero consagró para siempre su nombre.

Atenas, por su parte, iba a pagar caro ese y otros errores.
Su edad de oro duró sólo medio siglo, agostada por un conflicto con su antigua aliada Esparta que se llamó guerra del Peloponeso, y que contaría muy bien el historiador Tucídides.
Simplificando mucho podríamos decir que el origen fueron los celos que la Esparta dura y militar sentía por el poder de la Atenas culta y próspera.
Y considerando que bélicamente las diferencias entre unos y otros eran muchas (los hoplitas espartanos eran soldados profesionales y los atenienses los mejores marinos de su tiempo), la guerra discurrió bastante equilibrada, supliendo Atenas con moral y audacia lo que Esparta oponía de disciplina y rigor castrense.

Aquello fue una larga serie de partidas de ajedrez de las que muchas acabaron en tablas, duró la friolera de veintisiete años, arruinó a unos y otros, y acabó con ambos contendientes extenuados y cansados; hasta el punto de que, aunque fue Esparta la que salió mejor librada, ni una ni otra volvieron a ser lo que habían sido.

La batalla de Egospótamos señaló el final de la guerra con el marcador favorable a Esparta, que pudo imponer duras medidas a los atenienses: derribo de sus murallas, instalación de una guarnición espartana y liquidación (esto fue lo más triste) del régimen democrático, sustituido por una dictadura que se llamó Oligarquía de los Treinta (una panda de hijos de puta que hizo una escabechina asesinando a demócratas y opositores).
Luego, con el tiempo, a trancas y barrancas se acabó restaurando la democracia, pero Atenas ya no era sino sombra de lo que fue: el siglo áureo había pasado.

Sin embargo, su prestigio intelectual se mantuvo intacto y llega hasta nuestros días.
En el imperio romano que estaba de camino, las familias con posibilidades enviarían sus hijos a estudiar a Atenas, por el caché que daba el asunto (más o menos, incluso más, que estudiar ahora en Estados Unidos, Gran Bretaña o Suiza).
Durante la noche oscura de las invasiones bárbaras que acabó arrasando Europa siglos más tarde, la herencia socrática, platónica y aristotélica sobrevivió en los monasterios medievales; y también el Renacimiento, los neoclásicos y los románticos se inspiraron en aquella Grecia cuyo inmenso legado llega hasta hoy, pese a los analfabetos que en Bruselas (y en los sucesivos ministerios de Educación y Cultura españoles) se obstinan en envilecerlo y desmantelarlo todo.

De todas formas, volviendo al pasado y en otro orden de cosas, Grecia iba todavía a dar mucho juego en el siglo IV antes de Cristo, tallando a golpe de espada la configuración del Mediterráneo oriental y del mundo conocido.
Desde un pequeño territorio situado al norte, tierra de pastores considerados extranjeros o barbaros por los griegos de pata negra, un ambicioso rey local había observado la lucha entre atenienses y espartanos, así como la decadencia de ambos, y vio llegado el momento de agarrarlos a todos por el pescuezo (o por donde más doliera), y hacerse dueño del paisaje.
Ese rey se llamaba Filipo de Macedonia, y su hijo sería conocido como Alejandro Magno.

XIV.
Filipo II era tuerto (perdió un ojo en una batalla) y muy listo.
Rey de Macedonia al comienzo de la jugada, decidió hacerse amo de Grecia aprovechando la decadencia de Atenas y Esparta.
Él liquidó los conceptos de polis y democracia con mano izquierda y mucho arte.
Conocía la alta cultura griega porque de jovencito había sido rehén en Tebas y sabía tocar las teclas oportunas, sobre todo la ojeriza que los helenos tenían a los persas por el recuerdo de las invasiones.
Así que se presentó en plan protector reivindicativo, y la peña mordió el anzuelo.
El único que lo vio venir fue el brillante político y orador ateniense Demóstenes (un figura que se habría merendado en cinco minutos a todos los analfabetos, golfos y moñas que hoy medran y trincan en el parlamento español).
Pero ni los discursos de este fulano, que por ir contra Filipo se llamaron filípicas, frenaron la cosa.

Macedonia conquistó territorios, consiguió recursos y una marina, contrató mercenarios y creó una nueva táctica militar con una formación de infantería llamada phálanx (falange) que superó la eficacia de los hoplitas espartanos.
Además, incorporó unidades de caballería tracia que cambiaron las reglas de la guerra.
Y así, combinando la zanahoria y el palo, tras la batalla de Queronea, que en el año 338 antes de Cristo dio el triunfo a Macedonia, Filipo se convirtió en hegemón de allí.

La polis griega, o sea, la idea de ciudad - estado, no desapareció del todo (aún duraría siglos y conocería transformaciones), pero la participación en los asuntos públicos del demos, el pueblo, se fue por completo al carajo.

Sin embargo, el ambicioso rey macedonio disfrutó poco del éxito, pues uno de sus hombres de confianza (todos tenemos un mal día) se lo cargó a puñaladas por un vaya usted a saber.
Y entonces, en una de esas carambolas fascinantes que tiene la vida, aquel asesinato llevó al trono al hijo de Filipo, Alejandro, un chaval de veinte años que había tenido por maestro nada menos que al filósofo Aristóteles, y cuyo deslumbrante y rápido paso por la Historia, en sólo 13 años de reinado y conquistas, iba a marcar el futuro del mundo.
Porque Alejandro fue la repanocha, y considerar lo que hizo esa criatura en tan corto espacio de tiempo te deja de pasta de boniato. 

Lo primero fue dar una buena mano de hostias a las ciudades griegas que creían (ilusas ellas) que con la muerte de Filipo iban a poder ponerse flamencas.
Lo segundo fue devolver a los persas la jugada del siglo anterior, organizando una impresionante expedición militar que cruzó el Helesponto, penetró 25.000 kilómetros en Asia (han leído bien, sí, 25.000 kilómetros), libró y venció las batallas del río Gránico, Iso y Arbelas, se hizo amo absoluto de Persia, Mesopotamia, Siria y Egipto, y tras pacificar esos países llegó hasta la frontera de la india tras cruzar Afganistán. Que tiene tela.

Además, como era ferviente lector de Homero y amigo de las ciencias y el progreso, llevó con él a una buena pandilla de matemáticos, geógrafos, botánicos y astrónomos.
Respetó las tradiciones locales siempre que pudo (y cuando no, hizo como en Gordium, donde había un nudo sagrado, el Nudo Gordiano, imposible de deshacer, que cortó con un tajo de su espada), fundó ciudades que llevaron su nombre (como la de Alejandría, que lo conserva), casó a sus generales con señoras de las noblezas locales y, como en las películas, él mismo desposó a una guapa y elegante princesa persa llamada Roxana.

Fatigados sus soldados de tanto caminar y tantas conquistas, al fin se retiró a Babilonia, donde murió a los 33 años tras haber conquistado el mayor imperio nunca conocido.
Un imperio que a su muerte, como suele ocurrir, sus ambiciosos generales dividieron y destrozaron entre ellos.

Nunca, en la historia de la Humanidad, volvió a haber nadie como Alejandro: ni siquiera Julio César (lean las Vidas paralelas de Plutarco) o Napoleón Bonaparte.
Aventurero, militar y explorador, el macedonio conquistó en su década asombrosa el primero y más grande de los imperios europeos.
Y el mundo helénico que expandió de forma tan fulgurante hizo posible que en Mesopotamia calculasen la duración del año en 365 días; que Euclides asentase la geometría; que Arquímedes fuera el primer científico moderno; que Herófilo descubriese (antes que Miguel Servet) la circulación de la sangre; que Eratóstenes calculase la longitud del meridiano y dirigiese la biblioteca de Alejandría; que Heráclides concluyera que la Tierra gira sobre su eje y que Aristarco (adelantándose en varios siglos a Copérnico) estableciese que orbita en torno al sol.
Lo mejor de la Europa que estaba por llegar fraguaba despacio en todo aquello, siglo a siglo, en espera de un pueblecito oscuro y apenas conocido llamado Roma.


El 21 de abril del año 753 antes de Cristo, un joven llamado Rómulo mató a su hermano gemelo Remo.
Estaban fundando una ciudad a la manera etrusca, con surcos de arado para delimitar el contorno.
Uno se lo tomó a guasa, saltó el surco en vez de entrar por la puerta, y el otro lo puso mirando a Triana o a los montes Albanos, o como se dijera entonces.
Le dio matarile, vamos.

La historia suena a leyenda, por supuesto; pero es que, desde el principio del principio, Roma estuvo vinculada a la leyenda.
Porque aún se daba otra más vieja, o sea, que los dos hermanos descendían del guerrero Eneas: uno de los pocos supervivientes de Troya, que fugitivo de los griegos habría ido a desembarcar en la costa del Lacio, o latina.

Lo que ya no es leyenda es que hacia el siglo VIII a. C. había en las tierras cercanas al río Tíber, por arriba y por abajo, varias pequeñas ciudades (pobladas por latinos, sabinos y etruscos) que se llevaban muy mal entre ellas.
La más poderosa era Alba Longa, de la que procedían Rómulo y Remo.

Siempre según la leyenda, las dos criaturas fueron arrojadas al río por un malvado tío abuelo y amamantados por una loba, etcétera.
Y cuando fueron mayores, tras ajustar las cuentas al tío, decidieron establecerse por su cuenta en un bonito lugar rodeado por siete colinas.
El fratricida Rómulo fue el primer rey de la nueva ciudad, poblada por hombres jóvenes y fuertes que acudieron con ganas de hacer carrera sin distinción de esclavos y libres, ansiosos de novedad, según escribe Tito Livio.

Así que imagínense ustedes la cuadrilla, no precisamente compuesta por intelectuales.
Sin embargo, las mujeres escaseaban en la zona; así que Rómulo y sus compadres las robaron por la cara a un pueblo vecino, los sabinos, que estaba bien surtido (tecleen en Google Rapto de las sabinas, que hay cuadros y todo).
La faena dio lugar a un buen pifostio bélico, apaciguado por las damas al interponerse entre sus raptores y sus padres y hermanos. No estamos mal con estos chicos nuevos, dijeron, y tampoco los hombres sabinos sois como para tirar cohetes.

El caso es que al final fueron todos felices y comieron espaguetis con perdices, decidiendo latinos y sabinos gobernar juntos en plan cuñados, con reyes y tal.
Fue así como siguieron creciendo y haciéndose más fuertes, dedicados a machacar a otro pueblo poderoso de la zona, que eran los etruscos.
Como dice Indro Montanelli en su Historia de Roma (amena y recomendable, como su Historia de los griegos), rara vez se ha visto desaparecer a un pueblo de la faz de la tierra y a otro borrar sus huellas con tan obstinada ferocidad.

Los etruscos, que parecían gente interesante y simpática, habitaban sobre todo la actual Toscana, pero eran una potencia comercial con colonias y todo, buenos navegantes, poseían un grado de civilización superior y miraban a los del Tíber por encima del hombro, tratándolos de rústicos y catetos.
En realidad, leyendas aparte, la primera Roma fue probablemente un poblado o colonia etrusca donde los otros se fueron arrimando, primero como lugareños o inmigrantes, haciéndose después dueños del cotarro.
Que los etruscos desaparecieran fue una pena, porque vestían bien, eran cultos, sabían de comercio y de urbanismo.
Además, las señoras etruscas tenían fama de guapas y elegantes, y las hubo doctas en matemáticas y medicina.
También eran bastante libres de costumbres, o eso se dice (incluso el autor teatral Plauto lo dijo), hasta el punto de que en la futura Roma, que al principio fue austera y aburridamente moralista, se llamaba etruscas o de costumbres toscanas a las mujeres ligeras de cascos. Zorriputis, dicho en seco.

El caso es que latinos y sabinos, que ya empezaban a ser romanos, odiaron a los etruscos con la misma inquina que luego dedicarían a los cartagineses, combatiéndolos hasta conseguir su destrucción total.
Y es que un detalle fundamental en su futuro fue que aquellos primeros ciudadanos de Roma eran gente muy peligrosa (enemigo público número uno los llamó Montanelli).
Sabían odiar como nadie, tenaces hasta la tumba, y ésa fue una de las causas de su éxito.

El caso es que siete fueron los reyes de Roma desde Rómulo, hasta que el último, Tarquinio el Soberbio, fue derrocado más o menos en el año 509 antes de Cristo.
Entonces el pueblo eligió a los dos primeros cónsules democráticos de su historia (No se consentirá rey alguno ni persona que sea peligro para la libertad, proclamaron), y nació de ese modo la famosa república romana.

Aquellos surcos de arado sobre los que Rómulo había derramado la sangre de su hermano Remo estaban a punto de convertirse en caput mundi: capital del imperio más asombroso, influyente y decisivo de la Historia.

XV.
En menos de noventa años, entre el siglo IV y el III antes de que naciera Jesucristo, los romanos conquistaron el resto de la península italiana.
Todo fue ocurriendo sin prisa pero sin pausa, con una política territorial oportunista, agresiva e implacable.
Libraron guerras con todos sus vecinos, los sometieron y les impusieron su lengua, el latín. No fue fácil, claro.

Aquellos romanos que se habían librado de sus reyes para instaurar una república vivieron no pocos sobresaltos, incluido el saqueo de la capital por unos bárbaros celtas conocidos como galos (los de Astérix y Obélix, pero un poquito antes) y una larga enemistad con Cartago de la que hablaremos otro día.
Lo que importa ahora es que, a punto de empezar su expansión por las orillas del Mediterráneo y convertirse en dueña del mundo, creciendo en población y dinero gracias a sus conquistas, Roma se fue dotando de estructuras políticas, sociales y militares decisivas para su grandeza.

Fue el tiempo (más tarde añorado y tal vez exagerado por historiadores e intelectuales romanos) de la austeridad, el trabajo y las virtudes republicanas.
No había todavía un ejército profesional ni se contrataban mercenarios: el soldado era el propio ciudadano.
Se dejaba el arado para combatir a los enemigos y se retornaba a él cuando llegaba la paz.
La autoridad se basaba, o decía basarse, en la rectitud moral, la disciplina, la religión, el trabajo y la familia, cuya figura principal era la paterna (el paterfamilias), con imperio absoluto sobre sus componentes, incluido el derecho de vida y muerte.

Las hijas vivían sometidas hasta que su papi las entregaba en matrimonio, limitándose a cambiar de dueño.
La máxima autoridad política era el senado, controlado al principio por las familias patricias (patricios eran los más ricos y privilegiados, y plebe el pueblo en general), y que más tarde, con la evolución social, fue combinándose con instituciones y figuras más igualitarias. 

En el aspecto religioso, los romanos salieron eclécticos: tenían dioses a los que respetaban escrupulosamente (muchos de origen griego), pero no ponían pegas a adoptar los de los pueblos conquistados, con lo que llegó un momento en que su Panteón estaba hasta las trancas: tenía deidades para todos los gustos, y Petronio (un guaperas elegante de los tiempos de Nerón) llegó más tarde a chotearse diciendo que había más dioses que ciudadanos. 

Por lo demás, la prosperidad crecía con el comercio y los esclavos, que era mano de obra conseguida en las conquistas o vendida por los piratas.
Aparecieron los equites o caballeros, clase media alta y ricachona, y el pueblo reclamó acceder a todas las magistraturas del Estado.
Como nadie regala nada, no faltaron disturbios, pero se impusieron nuevos modos; y a partir de entonces, en todo lo oficial figuraron las siglas SPQR (Senatus Populusque Romanus).

Se llegó así a dos figuras novedosas.
Una fue la del dictador, palabra todavía desprovista de sentido negativo: un fulano serio y respetable al que se otorgaban durante seis meses todos los poderes, en momentos de grave peligro para la república, y que renunciaba al cumplir su mandato.
La otra fueron los tribunos de la plebe, representantes del pueblo cuya influencia equilibró la de los cónsules (altos magistrados procedentes de la pomada dirigente), y cuyas figuras históricas acabarían influyendo, con el paso de los siglos, en el parlamentarismo británico, la Revolución Francesa y la constitución norteamericana (que ya es influir).

Los tribunos más dicharacheros y famosos fueron los hermanos Graco: dos chicos de buena familia que se pusieron de parte del pueblo (populismo de clase alta mezclado con ideas sinceras) y dieron la brasa a cónsules y senadores hasta que sus enemigos, como se veía venir, les dieron las suyas y las del pulpo.

El caso fue que la lucha por la igualdad, las conquistas, el comercio y otros etcéteras necesitaban garantías formales; y eso dio lugar a algo que hoy sigue vigente o influye en buena parte de la Europa actual: el Derecho romano.
O sea, un conjunto de leyes que regularon comercio, libertades y obligaciones, y que se fueron sucediendo y ampliando desde mediados del siglo V a. C.
De esa forma, entre pitos y flautas, y al menos hasta finalizar la segunda guerra contra Cartago, aquella cada vez más sólida y asombrosa República conoció momentos de tanto equilibrio entre cónsules, senado y pueblo, que el historiador Polibio (un griego que llegó a Roma como prisionero y se enamoró de ella hasta las cachas) llegó a escribir: Nadie, aunque sea romano, podrá decir con certeza si el sistema de gobierno es aristocrático, democrático o monárquico.
Lo que para aquellos interesantes tiempos republicanos resulta una definición estupenda.

XVI.
Si miramos un mapa del Mediterráneo, comprobaremos que Italia tiene forma de bota y que frente a la puntera de esa bota, como si fuese a dar una patada a un balón, está Sicilia, que sería el balón. Pues bueno: justo detrás de ese balón, desde el siglo VIII antes de Cristo, estaba Cartago.
Y lo del fútbol y las patadas no está cogido por los pelos, ni mucho menos.
Porque aquel partido fue encarnizado y sangriento, y decidió el futuro de una Europa que, de haber sido otro el resultado, tal vez sería hoy más africana de lo que es.

El asunto es que Cartago era un antiguo establecimiento fenicio, ciudad - estado que había crecido de modo espléndido con la metalurgia, la construcción naval, el comercio y la agricultura (el Manual agrario del cartaginés Mago tuvo enorme influencia cuando se tradujo al griego y al latín).
Y mientras Tiro y Sidón declinaban en el Oriente mediterráneo, este enclave se hacía rico y poderoso al otro lado del mismo mar.

Cuando hacia el siglo IV a. C. empezó a darse codazos serios con Roma, Cartago era de verdad impresionante.
Además de casi toda la costa mediterránea de África, estaba asentada en Sicilia, media España y sur de Francia.
Sus marinos eran los más expertos: se aventuraban más allá del estrecho de Gibraltar (llegaron hasta Canarias y las Azores), y navegaron hacia arriba la costa de Europa y hacia abajo la de África, como lo probó una antigua tabla de bronce en la que se narraba el Periplo de Hannón, general y navegante cartaginés que, echándole agallas, barajó el litoral atlántico africano para conseguir establecimientos comerciales y llegó hasta Camerún.
Que ahora parece fácil, claro, pero imaginen la hazaña.

En cuanto a las aguas del norte, otro marino cartaginés, un tal Himilcón, siguiendo las antiguas rutas náuticas de fenicios y tartesos, alcanzó, o eso dicen, las islas Oestrímindas o Casitérides (o sea, Irlanda y Gran Bretaña) en busca de plomo y estaño.
Todo eso fue posible, entre otras cosas, porque en Cartago había mucho dinero y muchas ganas de tener más.

La gente con viruta iba a instalarse allí como ocurre hoy en Mónaco, Suiza, Wall Street, la City de Londres y lugares parecidos, y su estructura económica era la más avanzada de su tiempo, hasta el punto de que mientras en otros lugares (la creciente Roma, por ejemplo) sólo acuñaban monedas, en Cartago circulaban ya billetes de banco en forma de tiras de cuero estampilladas con su respaldo en oro o plata.

A los cartagineses de clase alta les gustaba vivir bien, su urbanismo era moderno y tenían bibliotecas.
Funcionaban con un senado de familias de clase alta, como los romanos, y tenían sus propios dioses.
Los principales se llamaban Tanit, que era una señora, y Baal: un grandísimo hijo de puta al que sacrificaban niños para tenerlo contento (cuando tocaba a los ricos entregar a uno suyo, compraban el de una familia pobre y ahí nos las den todas).
Las mujeres estaban bastante marginadas e incluso solían ir con velo, pero (o eso afirman Polibio, Plutarco y Apiano, historiadores que barren para casa) la moral orillaba lo disoluto, o sea lo guarro, y los cartagineses eran comedores, bebedores y puteros.

En lo militar no se rompían los cuernos propios: la cosa bélico - patriótica la subcontrataban a un ejército de mercenarios (sobre cuya rebelión en el 241 a. C. escribió Flaubert una novela mala e irreal llamada Salambó, pero curiosa de leer).
Mercenarios, por cierto, entre los que había un buen manojo de los que luego serían llamados españoles: turdetanos, bastetanos, oretanos, baleares, etcétera.

Esto era normal, habida cuenta de que para entonces la presencia cartaginesa en la península ibérica era notable.
Un general llamado Amílcar Barca había desembarcado en la antigua colonia fenicia de Gádir (Cádiz) en busca de poder militar, materias primas, soldados y metales preciosos.
Pero aquel cartaginés no sabía con qué gente tan peligrosa se jugaba los cuartos; porque en cuanto se descuidó media hora, un caudillo local le dio matarile a traición.
Tomó el relevo su pariente Asdrúbal, que se casó con una de allí para asegurarse el pescuezo.
Entre lo grande de Asdrúbal se cuenta fundar en el Levante peninsular la importante ciudad de Qart - Hadast (después llamada Cartago Nova y Cartagena) para tener una plaza fuerte y un puerto seguro desde donde controlar las minas de plata y plomo de la región.
De esa forma, casi toda la península ibérica al sur del Ebro quedó bajo control (relativo, claro) de los cartagineses.
Y por esa razón, en el conflicto que se avecinaba entre Cartago y Roma, o sea, el gran partido de fútbol que ya iba estando a punto de caramelo, la futura España tendría un papel importante, del que hablaremos en el próximo capítulo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.

FORMULARIO DE CONTACTO

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *

BUSCAR EN ESTE BLOG

SEGUIDORES

SIGUEN LOS ÉXITOS, de Hracio Verbitzky - 17/3/2024

Diseño, Alejandro Ros. Animación, Silvia Canosa Las discrepancias entre el gobierno de los Hermanos Milei y la Vicepresidenta Victoria Vil...