sábado, 22 de enero de 2022

UNA HISTORIA DE EUROPA (XVII AL XX), de Arturo Pérez Reverte - 6/12/2021 al 17/1/2022

XVII.

Cartago y Roma eran demasiados gallos y demasiada chulería para un solo corral, y aquello sólo podía acabar de mala manera.
De todas formas, el proceso fue largo y sangriento: un siglo y pico, entre el año 264 y el 146 antes de Cristo, estuvieron arrimándose candela en varias guerras sucesivas, tal vez el conflicto armado más largo del mundo antiguo, que marcarían el futuro de Europa.

Las guerras púnicas (se llamaron así porque púnico era el dialecto fenicio que hablaban los cartagineses) fueron tres, y las conocemos bien porque fueron los primeros sucesos que animaron a los romanos a escribir su propia historia, primero en griego y luego en latín.
Eso sigue teniendo importancia, pues las lecciones tácticas y estratégicas de aquellas batallas fueron estudiadas durante veintidós siglos y lo siguen siendo hoy en las academias militares, hasta el punto de que Napoleón, Federico el Grande, Rommel o los generales de las dos guerras del Golfo las mencionaron a menudo.

La primera de esas guerras fue de especial ferocidad, librada en torno a Sicilia y Cerdeña, principalmente naval, y terminó con la victoria romana de las islas Égadas y su posesión de aquellas islas mediterráneas.
Para recuperarse del revolcón, Cartago buscó una expansión occidental extendiéndose por la península ibérica.
Los iberos, muy en su estilo de toda la vida, se dividieron en dos bandos, pro - romano y pro - cartaginés, y el ataque púnico a la ciudad de Sagunto, que era amiga de Roma, desencadenó la segunda guerra, que ya se estaba haciendo esperar.

Apareció allí uno de esos fulanos que la Historia produce de vez en cuando: uno de los grandes.
Se llamaba Aníbal, cartaginés, hijo de Amílcar y hermano (o cuñado, ya no me acuerdo) de Asdrúbal; y era, como se dice ahora, un puto genio.
Mientras los romanos andaban con el bolo colgando, dubitativos sobre si atacar en Hispania o en África, Aníbal (que era tuerto, pero con un ojo veía más que ellos con dos) les jugó la del chino dispuesto a calzárselos por detrás: en un visto y no visto cruzó los Pirineos con un ejército impresionante (con elefantes y todo, el tío), pasó por el sur de la Galia y los Alpes, se metió en Italia repartiendo estopa a diestro y siniestro, y derrotó a los romanos en las batallas de Tesino, Trebia, el lago Trasimeno y Cannas, donde el destrozo fue de órdago: en esta última palmaron 40.000 romanos, uno más o uno menos.
A punto estuvo el cartaginés de llegar ad portas de Roma capital; y a los romanos, aterrorizados, no les cabía un cañamón por el ojete.

Sin embargo, también ellos tenían hombres excepcionales, y uno se llamaba Escipión, hijo de otro Escipión.
Mientras Aníbal, ahíto de victorias y cansadas sus tropas, se relajaba en Italia perdiendo fuelle, los romanos, mostrando unos reflejos admirables y una extraordinaria capacidad de recuperación, enviaron a Escipión padre a Hispania con un ejército que empezó a hacer allí la puñeta, complicándoles la retaguardia a los cartagineses.

Luego, muerto el padre, Escipión hijo (Publio Cornelio de nombre), que resultó ser un tío estupendo, un fenómeno y todo un caballero, tomó Qart - Hadast (desde entonces, Cartago Nova) y Gádir (desde entonces, Gades) y asentó del todo a Roma en la península antes de desembarcar en África, llevando la guerra a la misma Cartago.
Aníbal, claro, tuvo que volver a toda leche porque se le quemaba el solar; pero en el año 202 a. C., cuatro después de que ya no quedase un cartaginés en Hispania, Escipión derrotó al general tuerto en la batalla de Zama.
Lo hizo polvo, y el golpe fue de pronóstico grave: Cartago, hecho una piltrafa, no tuvo más remedio que firmar la paz, consagrando el dominio de los romanos sobre un Mediterráneo que ya empezaban a llamar, viniéndose arriba, Mare nostrum.

Sin embargo, Cartago seguía coleando en África; y Roma, implacable y tenaz, quiso rematar la faena.
Así que con el pretexto de un conflicto en Numidia, azuzada por los discursos de un político duro y austero llamado Catón que dijo aquello de Delenda est Carthago (hay que darles hasta debajo de la lengua, en traducción libre), declaró la tercera guerra, y en el 146 antes de Cristo la ciudad fue arrasada hasta los cimientos.
Los supervivientes fueron vendidos como esclavos y el último reducto cartaginés, borrado del mapa, se convirtió en provincia romana de África.

En el mundo entonces conocido, a la república de Roma no había ya quién le mojara la oreja.
Aunque la verdad es que no se lo regaló nadie.
El historiador Polibio, que fue amigo de Escipión y estuvo presente en la destrucción de Cartago, lo explicó de maravilla: las conquistas romanas no se debieron al azar.
Fueron resultado natural de la dura escuela obtenida en la dificultad y el peligro.


Los romanos eran gente dura y sensata.
Aniquilada Cartago, dueños del mundo mediterráneo, aplicaron sus puntos de vista tanto en la metrópoli como en los lugares donde se instalaban, tras conquistarlos, con la intención de quedarse en ellos para siempre (y continúan estando, porque en cierto modo muchos europeos seguimos hoy siendo romanos).

Su lengua, el latín, la escribían con un alfabeto que al principio tuvo sólo veintiuna letras.
Mientras se estuvieron dando de hostias con enemigos y vecinos, los libros no fueron necesarios, pues no había retórica que superase la eficacia de un buen degüello; pero a medida que dejaban de ser sociedad elemental para convertirse en otra compleja, empezaron con el derecho, y luego pasaron a la literatura y la historia.

La importancia que el libro, en sus formas de entonces, adquirió a partir del siglo I antes de Cristo fue enorme, y desde ese momento la literatura latina empezó a ser lo mucho e importante que hoy recordamos y disfrutamos: Terencio y Plauto en el teatro, Cicerón en el ensayo, César, Salustio, Tito Livio y Tácito en la historia, Catulo, Virgilio y Horacio y Ovidio en la poesía, Vitrubio en la arquitectura, Catón, Séneca, Lucano, Petronio, Apuleyo y todos los demás: una nómina de talento espectacular que empezó bajo influencia de la cultura griega y acabó siendo romana.
Porque si la refinada Grecia (donde las familias pijas enviaban a estudiar a sus hijos) era el referente gracias a su glorioso pasado, los nuevos campeones del mundo mejoraron la copia.

Prácticos como eran, construyeron la vasta red de calzadas romanas, vías de comunicación para el comercio y la guerra (dos mil años después todavía se conservan, y numerosas carreteras siguen hoy su trazado original) y aplicaron su talento, entre otras cosas, en dos grandes novedades ciudadanas: acueductos que traían agua fresca (véase el de Segovia, que acojona) y cloacas subterráneas, o sea, alcantarillas (nombre árabe, por cierto) para llevar las aguas sucias a donde no fuesen dañinas ni causaran enfermedades.

Y ya metidos en arquitectura, lo cierto es que embellecieron tanto las ciudades de la península itálica como las de provincias y lugares donde se asentaron.
Gracias a eso hay ruinas romanas, incluso edificios casi intactos, en lugares insospechados de Europa, Cercano Oriente y norte de África.

De ese modo, la república creció hasta hacerse tan poderosa que cobraba tributos a todo cristo.
Sus naves surcaban el Mediterráneo llevando y trayendo aceite, vino, salazones y trigo (y también las famosas bailarinas de Gades, atractivas señoritas que arrasaban en la época), los esclavos eran comercio y mano de obra, y todo eso convirtió a Roma capital en la ciudad más rica y marchosa del mundo.
Los senadores y millonetis tenían su clientela, pelotilleros que trincaban de ellos y acudían cada mañana a saludarlos a casa, los escoltaban al foro y votaban lo que les ordenaban.

La pasta le salía a la clase pudiente por las orejas, y se invertía en obras públicas, templos, termas, circos y anfiteatros (la arquitectura fue ultramoderna y revolucionaria).
Lo de circos y anfiteatros no era cosa menor, pues servían para tener contento al pueblo.
Cuando había malestar social se organizaba un espectáculo con fieras zampándose a condenados a muerte, crucifixiones (eso encantaba a la peña), carreras de cuadrigas o combates de gladiadores, y todos se quedaban más a gusto que un arbusto. Tranquilitos y a dormir.

Lo mismo que hoy somos hinchas de equipos de fútbol, los romanos lo eran de aurigas y gladiadores famosos: los hombres los adoraban y las señoras se los rifaban.
Pan y circo, se llamaba aquello; y cuanto menos pan, más circo (quizá les suene a ustedes el concepto).

El problema fue que las crecientes diferencias sociales, el peso cada vez mayor de los militares en la vida pública, la decadencia de las austeras virtudes fundacionales, pasaron factura a la antaño ejemplar república romana.
Y por ahí se fue colando la ambición: todo el mundo empezó a ver al ejército (las legiones eran la máquina de guerra más profesional y eficaz de su época) como defensor de sus intereses.
Las clases altas adulaban a los generales; y para los soldados, que sus jefes tuviesen poder significaba mejores botines y buenos repartos de tierra al jubilarse.
Así que los militares empezaron a preguntar qué hay de lo mío.
La idea de que la autoridad de un hombre providencial podía ser más eficaz que los tejemanejes de la política ciudadana empezó a cuajar peligrosamente.
Y cuando en el año 88 a. C. el general Sila marchó sobre Roma con sus legiones, la república quedó herida de muerte y la expresión bellum civile (guerra de los ciudadanos) entró para siempre en los diccionarios.


Europa no sólo era Roma.
Aunque menos civilizados, otros pueblos existían en el norte y el este, más allá de las cordilleras alpinas y los Cárpatos.
Cuanto más lejos estaban del Mediterráneo, más brutos eran y menos información hay sobre ellos.
Hasta un período comprendido entre los siglos III y I antes de Cristo apenas existen rastros escritos que iluminen las brumas y las sombras de su historia.

Son los antiguos textos latinos y la arqueología moderna los que aportan información, y así sabemos que eran poblaciones dispersas de granjas y aldeas dedicadas a la agricultura, el pastoreo, la caza y la pesca: variopinta multitud de rudos estados étnicos y confederaciones tribales cada uno a su aire, dominados por aristocracias rurales.
Todo muy primitivo y de aquí te pillo aquí te mato, con un toque cultural más bien celta, de carácter guerrero, donde eran frecuentes el saqueo y hacer la puñeta al vecino, y también los grandes desplazamientos de poblaciones medio nómadas impulsadas hacia mejores tierras por el hambre o la codicia, con lo que implicaba de conflictos, esclavitudes, degüellos y otros bonitos usos sociales de la época.

Eso fraguó poco a poco en nuevas formas de vida, y hacia el siglo II a. C. empezaron a ponerse de moda los oppida (palabra que nos viene del latín) y los viereckschanzen (del alemán: fuertes cuadrados), que eran recintos fortificados donde se trabajaban metales, florecía la artesanía y circulaba moneda.
También, por esa época, los gobiernos de consejos de ancianos, que eran los de toda la vida, dieron paso a pequeñas monarquías de reyes o régulos que cortaban el bacalao con mayor autoridad y eficacia (era el más bestia de la tribu quien solía hacerse con el poder), hasta el punto de que algunos de esos pueblos, los situados más al sur, empezaron a verse las caras con la pujante Roma, que si te invado y que si no, iniciándose un animado período de paces y guerras fronterizas, trifulcas, áspera vecindad y cambiantes alianzas. 

Pero lo que alteró de verdad el paisaje de la Europa bárbara (o extranjera, según el viejo concepto griego, vista ahora desde la óptica romana), fue la gran invasión de cimbrios y teutones: movimiento migratorio muy bestia, al filo de los siglos II y I a. C., posiblemente con origen en la actual Dinamarca y el norte de Alemania (según el historiador Plutarco, cimbrio significaba bandido, y por ahí fue el ambiente).

Cientos de miles de personas, incluidos mujeres y niños, empezaron a moverse hacia el oeste y el sur en busca de tierras, precedidos por salvajes grupos guerreros que saqueaban todo lo que estaba quieto y mataban o esclavizaban cuanto se movía; y a los que se sumaban, haciendo de la necesidad virtud, otros grupos étnicos de las regiones por las que pasaban dando estopa.

Estos invasores nórdicos tenían el pelo rubio y los ojos azules, vestían con pieles y sus hábitos eran de lo más primitivo: mientras las señoras se ocupaban de casa, campos y ganado, los maridos iban de caza, a la guerra, o se dedicaban al oficio más útil en un pueblo guerrero como el suyo, que era la herrería, o sea, la fabricación de espadas, lanzas y puntas de flecha (no es casualidad que en Alemania abunde hoy el apellido Schmidt, asociado con schmied, herrero).

Aquellos fulanos no tenían reyes, ni falta que les hacía, pues su sistema de gobierno era electivo sin transmisión familiar, en plan parecido, hilando grueso, a lo que hoy sería un presidente de república.
Sus dioses (Thor, Freya y algún otro) nada tenían que ver con los de griegos y romanos: eran deidades tan toscas como quienes los adoraban, y el más pintón resultaba, naturalmente, el de la guerra, que se llamaba Woden, u Odín, y vivía en un palacio del cielo llamado Walhala, donde iban los hombres (y supongo que también las mujeres, aunque no hay pruebas) valientes cuando palmaban.

Por influjo de esa gente, y de ese modo, se fueron definiendo un centenar de años antes de Cristo los pueblos de la Europa occidental no romana: cimbrios y teutones dando por saco de un lado para otro (hasta que el general romano Mario los escabechó en las batallas de Aquae Sextiae y Vercellae), germanos en el alto Rhin, galos en la actual Francia, celtíberos en Hispania, belgas en Bélgica, helvecios en lo que hoy es Suiza.

El militar, político e historiador Julio César (del que hablaremos cuando toque) iba a describirlos pocos años después en sus Comentarios a la Guerra de las Galias.
Los bárbaros, como digo.
Las aún indecisas fronteras de una Roma todavía republicana, pero en la que empezaban a pasar cosas raras, con una guerra civil calentita y a punto de nieve.
El porvenir de Europa iba a jugarse allí, entre pitos y flautas, y venían de camino episodios apasionantes.
Así que no se pierdan ustedes el próximo.

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