La exhibición de
cadáveres siempre me fue ajena. Los judíos velamos a los muertos a cajón
cerrado. Siempre es así, siempre ha sido así. Supe de ese ritual a mis 14
años, cuando falleció Víctor, el padre de mi madre. Mi abuelo paterno, don
Julio, mi maestro, a quien tanto le debo en esta vida y de quien tanto aprendí,
me explicó en medio del dolor por esa pérdida que los judíos velábamos a los
muertos de ese modo para respetarlos, para recordarlos tal y como
quisiéramos recordarlos, dejando de lado la imagen de
un cuerpo desposeído de todo: de su color, de su vida, y hasta de su alma. El
cajón cerrado supone un ejercicio de la memoria; es el culto a la
memoria antes que a la muerte.
El cajón cerrado es la
victoria de la vida sobre la muerte.
No hace falta ser judío para
comprender esto. En sucesivos velorios a los que he asistido en mi vida, evité
ver al muerto en su impúdica exposición. Recordando las palabras de mi abuelo,
siempre preferí mantenerme a distancia del cajón cuando este tuviera la tapa
levantada: es mi mayor muestra de respeto.
Lo que hizo Cristina es único
y maravilloso: sustrajo a los buitres el cadáver de su esposo. Nos obliga a
todas y todos a recordarlo en vida, en su actividad, en su humor (o mal humor).
Claro, siempre es más sencillo ver el fiambre y quedarse con eso... pero la
memoria es más compleja, y excede el sentido de la vista. La memoria es un hecho
político y social. El alma de los muertos, en mi creencia, no se eleva hacia un
séptimo cielo o una novena nube, sino que queda entre nosotros, en el recuerdo,
en la memoria colectiva que la resignifica y le otorga un sentido
preciso.
Cristina, al tiempo que nos
entrega a un Néstor vivo, impidió que los mercaderes de la muerte publicasen el
jueves 28 en su tapa la peor foto posible. Tengamos por seguro que no iban a
seleccionar la foto del Néstor vital, sino que agigantarían la imagen del
cadáver aún insepulto. Con un telebeam escrutarían al Néstor indefenso; lo
diseccionarían en el programa de Gelblung; se lo comerían en el programa de
Mirtha Legrand. De allí su odio, su teoría paranoica de que el cajón
estaba vacío: Mirtha hubiera querido invitar a su mesa a Néstor
Kirchner solo para deglutir su cadáver, acompañándolo con una guarnición de
rúcula y arroz con azafrán, servido por una sirvienta negra (pero negra cabeza)
de uniforme negro con delantal blanco, expresión degradada del lugar que le
reserva a los sectores populares.
Mirtha, siempre Mirtha,
irreductiblemente Mirtha, nunca podrá tragar a Néstor Kirchner, y aún ella,
militante activa del odio y el olvido, deberá recordar a Néstor
Kirchner en vida.
Señora Legrand: los únicos
cajones que permanecen vacíos son los de los treinta mil desaparecidos.
Por
una vez en la vida, vieja de mierda, tenga decencia.
Las montañas se abren para que entren la ruta y el río juntos al pueblo, uno de los más lindos de la Argentina, al pie de esa piedra impresionante que es el Fitz Roy. Ese pueblo es EL CHALTÉN, en la patagónica Santa Cruz. Esta página permite mirar el lugar en que subo algunas cosas de mi archivo personal. La mayor parte pertenece a otras gentes; las menos, son propias. Algunas están muy arraigadas en mi vida, con mis afectos. A una parte de ellas algunos talentosos le han puesto música. (rt)
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