Me llegan, por amigo interpuesto, los comentarios de uno de los infantes de
marina que estaban en el Índico durante el secuestro del Alakrana -del que, por
cierto, nadie explicó de modo satisfactorio qué bandera llevaba izada, o no,
cuando le dijeron buenos días-. El citado mílite es uno de los que intervinieron
en la persecución de los piratas somalíes cuando éstos, después de trincar la
pasta, salieron a toda leche para refugiarse en la costa. Viniendo de donde
vienen, no es raro que los comentarios revelen insatisfacción por las órdenes
recibidas y por el grotesco desenlace. Desde su comprensible anonimato, el
infante de marina se desahoga, contando que los malevos estuvieron a tiro, pero
las órdenes eran no disparar bajo ningún concepto, pues nadie estaba dispuesto a
admitir muertos ni heridos en aquel sainete. Todo es conocido de sobra, y no
merece volver sobre ello. Pero hay una frase que tengo por significativa, porque
explica no sólo lo delAlakrana, sino muchas otras cosas: «Tuvimos de tres a
cuatro minutos para detenerlos. Pedimos órdenes y hubo silencio». Con esas
interesantes palabras en el aire, les invito a un bonito e instructivo
ejercicio. Cierren los ojos e imaginen. Lo han visto veinte veces en el cine o
la tele: las lanchas de los piratas zumbando hacia la playa, los infantes de
marina teniéndolos en el punto de mira y con la posibilidad de bloquearles el
paso, y el jefe del operativo pidiendo por radio instrucciones a sus superiores.
«Permiso para intervenir», o algo así. Dice. Y ahora trasládense a Madrid, al
gabinete de crisis o como se llame lo que montaron allí. También, en este caso,
las películas nos facilitan el asunto: un mapa del Índico en una pantalla en la
pared, pantallas de ordenador, la ministra de Defensa con las gafas puestas, el
JEMAD ese de la barba que siempre va de azul, el resto de la plana mayor y toda
la parafernalia. Con el pesquero liberado previo pago de su importe, todos más
pendientes ya del telediario que de otra cosa. Y la voz que viene del Índico
sonando en el altavoz: «Tenemos tres o cuatro minutos y solicitamos órdenes.
Repito: solicitamos órdenes». El reloj en la pared haciendo tictac, o lo que
hagan los relojes de los gabinetes de crisis, y la ministra, y el de la barba, y
el resto de artistas, mirándose unos a otros, callados como putas. Y más tictac.
Nadie dice «bloquéenlos», ni nadie dice «déjenlos escapar». Sería mojarse
demasiado en uno u otro sentido, y las palabras las carga el diablo. Tanto el
«sí» como el «no» pueden causar problemas en las tertulias radiofónicas y los
titulares de los periódicos, según vayan éstos a favor o en contra del Gobierno.
Así que punto en boca. Silencio administrativo, cuatro minutos, uno detrás de
otro, mientras allá abajo, en el mar, los infantes de marina, el dedo en el
gatillo y locos por la música, que para eso están, blasfeman en arameo, por lo
bajini, mientras ven cómo se escapan los flacos con la pasta. Y al cabo, la
desolada frase final: «Han llegado a la playa». Suspiro de alivio en el gabinete
de crisis. Fin de la historia.
Les cuento la escena -imaginaria, aunque no
tanto- por si ustedes llegan a la misma conclusión que yo. Esos cuatro minutos
de silencio no son los del Alakrana. Son todo un síntoma, una marca de fábrica.
Una manera de entender la vida en este pintoresco lugar llamado España porque de
alguna manera hay que llamarlo. Esos cuatro minutos de silencio se dan a cada
instante, en cualquiera de las diarias manifestaciones de nuestra estupidez,
nuestra mala baba y nuestra impotencia. Calla siempre, los cuatro minutos
precisos, el político de turno, y el policía, y el juez, y el periodista, y el
vecino del quinto. Callamos todos ante lo que vemos y oímos, pendientes del
tictac del reloj, esperando que el tiempo aplace, resuelva, permita olvidar el
problema. Una cosa es la teoría, las declaraciones oficiales, la España virtual.
Qué ligeros de lengua somos legislando para un mundo perfecto, con nuestra
inquebrantable fe en el hombre -y en la mujer, que diría Bibiana-. Y qué
callados nos quedamos, como la otra ministra y el de la barba, cuando la
realidad se impone sobre nuestra imbecilidad endémica. Cuando el maltratador
defendido por la maltratada, el corrupto reelegido para alcalde, el violador
reincidente, el terrorista que apenas paga su crimen, el hijo de puta menor de
edad, la tía marrana que aprovecha la ley para vengarse del marido inocente, el
pirata somalí que rompe el tópico del buen negrito, nos meten el Kalashnikov por
el ojete. Entonces nos quedamos callados, no sea que la vida real nos reviente
la teoría obligándonos a señalar al rey desnudo. Y así, de cuatro en cuatro,
pasan los minutos de nuestra cobardía.
Las montañas se abren para que entren la ruta y el río juntos al pueblo, uno de los más lindos de la Argentina, al pie de esa piedra impresionante que es el Fitz Roy. Ese pueblo es EL CHALTÉN, en la patagónica Santa Cruz. Esta página permite mirar el lugar en que subo algunas cosas de mi archivo personal. La mayor parte pertenece a otras gentes; las menos, son propias. Algunas están muy arraigadas en mi vida, con mis afectos. A una parte de ellas algunos talentosos le han puesto música. (rt)
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