Lugar:
escuela infantil con cabroncetes de 3
a 6 años.
Personajes:
miembros de la antes APA (Asociación de Padres de Alumnos) y ahora AMPAA
(Asociación de Madres y Padres de Alumnas y Alumnos).
País -lo
han adivinado-: España.
Motivo:
fiesta de fin de curso de los malditos enanos.
Para crear
ambiente, precisemos que un estudio del psicopedagogo del centro determinó
retirar la prohibición a los alumnos -alumnos y alumnas, puntualizaba-, común a la mayor parte de los
colegios españoles, de utilizar el teléfono móvil en los pasillos y el patio
del recreo.
«La
imposibilidad de utilizar el móvil -decía el delicioso texto
pericial-genera una ansiedad en el alumnado
que disminuye su atención y rendimiento en clase y puede dar lugar a
disfunciones psicológicas».
Con lo cual
imagínense el recreo. Los pasillos. El cuadro, o sea.
El colegio
entero parece un locutorio telefónico.
Eso sí: ni una sola disfunción a la
vista.
Pero volvamos al asunto.
Pero volvamos al asunto.
Una vez
situados en la clase de colegio de que se trata -lo llamaremos CEIP
Buenaventura Durruti para no forzar la imaginación-, lo siguiente será fácil de
comprender.
Los papis y
mamis, reunidos para tratar el asunto de la fiesta de fin de curso, debaten el
tema.
Por
supuesto, el centro aconseja elaborar los disfraces infantiles con materiales
respetuosos hacia el medio ambiente: reciclaje, reutilización de objetos,
etcétera.
Y este año,
tras considerar varias posibilidades, alguien propone el tema Piratas, siempre atractivo para los niños
y de sencilla ejecución, en principio.
Después de
animado debate previo -hay quien apunta, muy serio, que los piratas son
individuos de ética discutible y no transmiten valores-, los padres y madres
del alumnado y la alumnada deciden refugiarse en lo clásico.
Los niños
irán de piratas, y punto.
Sombreros
de cartón, parches en el ojo de materiales reciclables, calaveras y tibias de
papel ecológico.
Entonces
alguien formula la pregunta crucial:
«¿Y las
armas?».
Y se hace
un silencio.
La
discusión que sigue tras el silencio -ha durado cinco segundos de reloj- es
estupenda.
Tengo la trascripción
literal, pero la soslayo por larga.
Resumiré
consignando que una madre sugiere comprar espaditas de plástico en el chino de
la esquina, pero otras se oponen.
«No, que
luego se pegan con ellas», dice una.
«Hagámoslas
entonces de cartón -responde otra-, en plan atrezzo».
Pero surgen
discrepancias.
«Me niego a
que los niños vayan armados», dice alguien.
Un padre
allí presente propone recortar pistolas de cartulina y que las lleven en la
faja, pero otro se manifiesta en contra de cualquier arma de fuego, real o
figurada.
«De todas
formas -interviene una madre-, un pirata sin espada no es un pirata».
Otro
silencio perplejo.
Al fin, un
padre sugiere que en vez de espadas los niños lleven catalejos. Podrían hacerse
con tubos de papel higiénico, propone.
«Entonces
los niños irán disfrazados de marinos, no de piratas», apunta alguien.
«O de
astrónomos», tercia otro padre, guasón, al que dos o tres miran mal y alguien
llama fascista por lo bajini.
Sigue la
murga.
«Por
definición, un pirata debe llevar un arma», razona una madre. «Es que son
piratas buenos», opone otra.
Eso suscita
un vivo debate ético sobre la piratería.
«Si son
buenos, no pueden ser piratas», dice alguien.
«Un pirata
siempre es malo», añade otro.
«Igual lo
de piratas buenos con los niños no cuela», opina un tercero.
«Hay peores
formas de hacer el mal -expone después una madre-. Dejemos de aplicar clichés
maniqueos y asociar la figura del pirata con la violencia».
«Pues ya me
dirás cómo hacen entonces los abordajes», le responden.
Otra madre
comenta que es posible que algún alumno tenga parientes faenando en el Índico y
sepa lo que son piratas de verdad, con lo que el trauma psicopedagógico puede
ser fuerte.
Mejor no
remover eso, opina.
«Pero es
que hay piratas y piratas, y los del Índico son somalíes hambrientos», justifica
una tercera mamá.
«Entonces,
disfracemos a los niños de negros, pero sin armas», sugiere un padre que ha
llegado tarde y no se entera bien de qué va la discusión.
«Africano
de color, quiero decir», añade cuando todos lo miran con el ceño fruncido.
«Sí, claro.
Vendiendo relojes y gafas de sol», propone el que antes fue llamado fascista.
Alguien da
unos golpes en la mesa y dice:
«¿Os dais
cuenta de en qué jardín nos estamos metiendo?».
Lo del
jardín alumbra una idea brillante.
Los enanos,
se aprueba al fin por unanimidad, irán disfrazados de bucólico paisaje
campestre: las niñas de árboles y los niños de flores, con pétalos recortados
de papel de colores y un hueco en el centro para asomar la cara.
Todos
pacíficos, solidarios, ecológicos, reciclables, sostenibles.
O sea.
Monísimos..!
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