En
esta España desmemoriada e infeliz estamos acostumbrados a que la gente se vaya
de rositas después del estropicio.
No es su caso, pues llevan tiempo diciéndole de
todo menos guapo.
Hasta
sus más conspicuos sicarios a sueldo o por la cara, esos golfos oportunistas
-gentuza vomitada por la política que
ejerce ahora de tertuliana o periodista sin haberse duchado- que
babeaban haciéndole succiones entusiastas, dicen si te he visto no me acuerdo
mientras acuden, como suelen, en auxilio del vencedor, sea quien sea.
Esto
de hoy también toca esa tecla, aunque ningún lector habitual lo tomará por
lanzada a moro muerto.
Si me
permite cierta chulería retrospectiva, señor presidente, lo mío es de mucho
antes.
Ya le llamé imbécil en esta misma
página el 23 de diciembre de 2007, en un artículo que terminaba: «Más
miedo me da un imbécil que un malvado».
Pero
tampoco hacía falta ser profeta, oiga.
Bastaba con observarle la sonrisa, sabiendo que, con
dedicación y ejercicio, un imbécil puede convertirse en el peor de los
malvados.
Precisamente por imbécil.
Agradezco muchos de sus
esfuerzos.
Casi todas las intenciones y
algunos logros me hicieron creer que algo sacaríamos en limpio. Pienso en la
ampliación de los derechos sociales, el freno a la mafia conservadora y trincona
en materia de educación escolar, los esfuerzos por dignificar el papel social de
la mujer y su defensa frente a la violencia machista, la reivindicación de los
derechos de los homosexuales o el reconocimiento de la memoria debida a las
víctimas de la Guerra Civil.
Incluso su campaña para acabar
con el terrorismo vasco, señor presidente, merece más elogios de los que
dejan oír las protestas de la derecha radical.
El problema es que buena parte
del trabajo a realizar, que por lo delicado habría correspondido a
personas de talla intelectual y solvencia política, lo puso usted, con
la ligereza formal que caracterizó sus siete años de gobierno, en manos de una
pandilla de irresponsables de ambos sexos: demagogos cantamañanas y
frívolas tontas del culo que, como usted mismo, no leyeron un libro
jamás.
Eso, cuando no en
sinvergüenzas que, pese a que su competencia los hacía conscientes de lo real y
lo justo, secundaron, sumisos, auténticos disparates.
Y así, rodeado de esa
corte de esbirros, cobardes y analfabetos, vivió usted su Disneylandia
durante dos legislaturas en las que corrompió muchas causas
nobles, hizo imposibles otras, y con la soberbia del rey desnudo llegó
a creer que la mayor parte de los españoles -y españolas, que añadirían sus
Bibianas y sus Leires- somos tan gilipollas como
usted.
Lo que no le recrimino del
todo; pues en las últimas elecciones, con toda España sabiendo lo que ocurría y
lo que iba a ocurrir, usted fue reelegido presidente.
Por la mitad, supongo,
de cada diez de los que hoy hacen cola en las oficinas del
paro.
Pero no sólo eso, señor
presidente.
El paso de imbécil a
malvado lo dio usted en otros aspectos que en su partido conocen de
sobra, aunque hasta hace poco silbaran mirando a otro lado.
Sin el menor respeto por la
verdad ni la lealtad, usted mintió y traicionó a todos.
Empecinado en sus errores,
terco en ignorar la realidad, trituró a los críticos y a los sensatos,
destrozando un partido imprescindible para España.
Y ahora, cuando se va usted a
hacer puñetas, deja un Estado desmantelado, indigente, y tal vez en manos de la
derecha conservadora para un par de legislaturas.
Con monseñor Rouco y la España
negra de mantilla, peineta y agua bendita, que tanto nos había costado
meter a empujones en el convento, retirando las bolitas de naftalina,
radiante, mientras se frota las manos.
Ojalá la peña se lo recuerde
durante el resto de su vida, si tiene los santos huevos de entrar en un bar a
tomar ese café que, estoy seguro, sigue sin tener ni puta idea de lo que
vale.
Usted, señor presidente, ha
convertido la mentira en deber patriótico, comprado a los sindicatos, sobornado
con claudicaciones infames al nacionalismo más desvergonzado, envilecido la
Justicia, penalizado como delito el uso correcto de la lengua española,
envenenado la convivencia al utilizar, a falta de ideología propia, viejos
rencores históricos como factor de coherencia interna y propaganda
pública.
Ha sido un gobernante
patético, de asombrosa indigencia cultural, incompetente, traidor y embustero
hasta el último minuto; pues hasta en lo de irse o no irse mintió
también, como en todo.
Ha sido el payaso de
Europa y la vergüenza del telediario, haciéndonos sonrojar cada vez que
aparecía junto a Sarkozy, Merkel y hasta Berlusconi, que ya es el
colmo.
Con intérprete de por medio,
naturalmente.
Ni inglés ha sido
capaz de aprender, maldita sea su estampa, en estos siete
años.
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