Hace poco pasé unos días
como espectador de infantería en el legendario Magistral de León, un apasionante
torneo de ajedrez que lleva veinticuatro años enrocado en la tierra natal de mi
viejo amigo el capitán Alatriste. Esta vez el duelo era de campanillas: el
campeón del mundo, Vishy Anand, contra uno de mis jugadores favoritos: el letón
nacionalizado español Alexei Shirov, que ha estado dos veces a punto de alzarse
con el título mundial. Y disfruté mucho, como digo. Una cena con Shirov me dejó
en la cabeza, aparte de mucha simpatía por ese oso grandote y rubio de mirada
tierna, algunas ideas útiles para cosas que ando escribiendo estos días. Pero lo
que tal vez me interesó más fue el torneo de jóvenes talentos, donde una
veintena de niños de entre doce y dieciséis años -el más torpe, capaz de darme
mate en diez jugadas, sin despeinarse- compitieron entre sí con objeto de jugar
la última partida, los finalistas, en la misma mesa y con las mismas piezas que
utilizaban Anand y Shirov.
Lo de los críos y el ajedrez
es, por cierto, una asignatura pendiente en España. Demasiado pendiente, creo.
Un deporte que también es cultura; un juego antiguo como ése, fascinante, fácil
de comprender ya por un niño de cuatro años, sólo es obligatorio en cincuenta
colegios españoles y figura como actividad extraescolar en menos de un millar.
Culpables de esto son los propios ajedrecistas, a menudo enfrascados en sus
propias partidas e incapaces de organizarse para reclamar mayor presencia del
tablero en los lugares adecuados; pero también son responsables los padres que,
por indiferencia o ignorancia, privan a sus hijos del aprendizaje básico, al
menos en su fase elemental, de una disciplina que consideran menos útil que el
fútbol o las manualidades artísticas. Y sin embargo, pocos juegos son tan
atractivos para un niño como ese lidiar precoz dotado de reglas de cortesía y
comportamiento; ese juego divertido, agresivo y elegante al mismo tiempo, que
enseña a pensar con razón y lógica a cualquiera que lo practique.
En lo que se
refiere a nuestra clase política, imaginen. Su sensibilidad para este asunto
equivale a la de un trozo de carne de cerdo poco hecha. El ministerio de
Educación y los responsables del deporte español consideran el ajedrez -cuando
se les obliga a pensar en él y no tienen más remedio- como la más fea del baile:
algo desconocido e incómodo, difícil de encajar en planes educativos diseñados
por psicopedagogilipollas seguros de que la igualdad y la excelencia se logran
mejor si los niños juegan con muñecas y las niñas al fútbol que si se enfrentan,
miden y conocen, al otro y a ellos mismos, sobre un tablero de ajedrez. Un
ejemplo: aunque hace ya seis años el Senado aprobó por insólita unanimidad
-tendrían prisa por irse de puente o cobrar dietas- instar al Gobierno a que
facilitase la introducción del ajedrez en los colegios españoles, tanto el
central como los autonómicos de entonces y de ahora se pasaron, y siguen
haciéndolo, tan provechosa recomendación por el forro de sus respectivas
legislaturas.
En fin. Qué quieren que les
diga. Quienes de ustedes me leen desde La tabla de Flandes conocen la
importancia que el ajedrez tiene en varias de mis novelas, como en mi concepción
del mundo y de las cosas. Soy un mal jugador; pero crecí entre libros, marinos y
ajedrecistas, y mis primeros recuerdos están unidos a la imagen de mi padre y
sus amigos inclinados sobre un tablero, entre humo de cigarros y pipas. Me
acerqué a ese juego desde muy niño, incluso antes de comprenderlo, intuyendo en
él claves útiles sobre los misterios insondables o estremecedores de la vida.
Después, los cuadros blancos y negros, las piezas en sus escaques, me ayudaron a
entender mejor el mundo por donde eché a andar temprano, mochila al hombro.
Gracias al ajedrez, o a los perfectos símbolos que lo inspiran -repito que soy
jugador mediocre, a menudo torpe-, encajé de modo razonable el miedo al aguzado
alfil, el horror de la torre devastadora, la soledad del peón aislado en su
casilla, los cuadros blancos, negros, fundidos en grises, de la turbia condición
humana. Y mientras estuve -todos estamos alguna vez, tarde o temprano- en el
vientre del caballo de madera esperando mi turno para degollar troyanos
dormidos, y luego, cuando al regreso con sangre en las uñas la vida me despobló
el cielo de dioses, el ajedrez me dio respuestas, consuelo, sosiego y media
docena de certezas útiles con las que ahora envejezco, leo, navego y escribo
novelas. Otros van a la iglesia, y yo voy al ajedrez. De puntillas, con humildad
y respeto, a ver oficiar los misterios de la vida. Como quien asiste a
misa.
Las montañas se abren para que entren la ruta y el río juntos al pueblo, uno de los más lindos de la Argentina, al pie de esa piedra impresionante que es el Fitz Roy. Ese pueblo es EL CHALTÉN, en la patagónica Santa Cruz. Esta página permite mirar el lugar en que subo algunas cosas de mi archivo personal. La mayor parte pertenece a otras gentes; las menos, son propias. Algunas están muy arraigadas en mi vida, con mis afectos. A una parte de ellas algunos talentosos le han puesto música. (rt)
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