Los vi hace poco en el aeropuerto de México:
ojerosos, mal afeitados, hechos polvo tras largos vuelos y tránsitos infames.
Eran cuatro -uno, naturalmente, se llamaba Pepe- y hablaban de Flandes y de las
Indias. O de como se diga ahora. Holanda, decían. México y Venezuela. Sitios
así. Hablaban de saqueos, botines y aventuras. O sea, de buscarse la vida donde
ésta late. De negocios.
Estaban allí con sus arrugados coletos de cuero transformados en trajes de
chaqueta y corbata; con sus armas, que eran ordenadores y agendas, y con esa
mirada absorta, fatigada, que les queda a los que vienen de asaltar las murallas
de Breda o pelear en las calzadas de Tenochtitlán.
Observándolos mientras consultaban las salidas de los vuelos, concluí que
tampoco, si uno se fija bien y leyó los libros adecuados, hay tanta diferencia:
Barajas en vez de Cádiz, Lisboa o la boca del Guadalquivir, en galeones, o
Italia y el Camino Español por los Alpes y Suiza, rumbo al norte de Europa.
La fiel infantería del rey católico: la misma gente que hace cuatro siglos,
harta de monarcas imbéciles, curas parásitos y funcionarios sanguijuelas,
decidió que era mejor intentarlo allá afuera y reventar en ello, que
languidecer en una tierra yerma, ingrata, dejada de la mano de Dios.
Alguien escribió que en otro tiempo, cuando España se dilataba en el mundo, los
españoles se echaron afuera a pelear y buscarse la vida, desde nobles hasta
labriegos.
Y fue cierto.
Unos lo hicieron por hambre de gloria y dinero; otros, los más, por hambre de
verdad.
Desde las Indias a Filipinas, del norte de África a Europa entera, contra toda
clase de naciones bárbaras o civilizadas, pelearon hidalgos y campesinos,
bachilleres y pastores, caballeros y pícaros, amos y criados, soldados y
poetas. Pelearon Cervantes, Garcilaso, Lope de Vega, Calderón, Ercilla y muchos
más.
En todas las tierras y climas, bajo nieve, sol, lluvia o viento, desharrapadas
huestes de españoles pequeños y recios, fanfarrones, crueles, hechos a la
miseria, el sufrir y las fatigas, con todo por ganar y nada que perder salvo la
vida, renegando a cada paso en todas las lenguas de España, acuchillándose
entre sí en los ratos libres que no empleaban en degollar a terceros, caminaron
tras las rotas banderas en busca de pan que llevarse a la boca. Así llenaron
los espacios en blanco de los mapas, las tierras incógnitas. Y sin pretenderlo,
de rebote, los que regresaron vivos trajeron Méxicos y Perús, riquezas hasta
para quienes nunca arriesgaron nada.
E historias fascinantes que escuchar.
Pensaba en eso viendo a los cuatro soldados de los modernos tercios que
aguardaban en el aeropuerto. La misma hambre, me dije.
El mismo dilema. Quedarse en esta tierra estéril y enferma es languidecer.
Recordé haberlos visto toda mi vida en cien rincones perdidos del mundo,
alojados en hoteles de veinte dólares donde nunca para un hombre de negocios
acomodado. Planchándose ellos cada mañana su único traje, como otros se
revestían el arnés y el acero, antes de echarse a la calle a pelear de nuevo. A
arrancarle el botín a la vida donde ésta se deja.
Lo mejor de nuestra fiel infantería: empresarios y comerciales españoles que no
gastan más de lo preciso en dormir y comer, sobrios y tenaces; pero que cada
mañana, a la hora del combate, riñen con esos otros a quienes todo sobra,
tumbando a base de iniciativa e imaginación a competidores de grandes compañías
gringas que han hecho masters en Harvard y escriben sin faltas de ortografía; y
que sin embargo se ven, sin comprenderlo, acuchillados por esos tipos duros,
hambrientos y mal afeitados que no tienen Visa Oro pero saben arreglárselas
para hacer lo imposible, por pura necesidad y desesperación.
Porque hablan la lengua, o se la inventan.
Porque lo de buscarse la vida, asaltar murallas para cobrarse pagas atrasadas o
pelear en una trinchera, hambrientos y con el barro hasta los huevos, lo llevan
en la sangre.
Pensé en todo eso, como digo, mirando a esos tipos en la sala de espera del
aeropuerto. Nunca imaginaréis, concluí, con cuántas cosas me reconciliáis de
nuestra perra España. Calculé sus noches solitarias velando armas, mirando
ventanas de cielos extranjeros.
La soledad y la dureza del combate librado a tus solas fuerzas, sabiendo que el
único día fácil es el que dejaste atrás.
Hombres y mujeres valientes, soldados metidos muy adentro en territorio
enemigo, que llevan al hombro, a su manera conmovedora, la vieja aspa de San
Andrés: los colores de sus modestas empresas -«I am from Murcia», oí decir a
uno en El Cairo, hace treinta años, al policía que le pidió la cartilla de
vacunación que no llevaba-.
Batiéndose a ciegas por la negra honra y por desesperación. Por hambre.
Mal pagados e ignorados en su tierra, como siempre.
De nuevo, también como siempre, la misma historia.
No sabemos vivir de otra manera...
Las montañas se abren para que entren la ruta y el río juntos al pueblo, uno de los más lindos de la Argentina, al pie de esa piedra impresionante que es el Fitz Roy. Ese pueblo es EL CHALTÉN, en la patagónica Santa Cruz. Esta página permite mirar el lugar en que subo algunas cosas de mi archivo personal. La mayor parte pertenece a otras gentes; las menos, son propias. Algunas están muy arraigadas en mi vida, con mis afectos. A una parte de ellas algunos talentosos le han puesto música. (rt)
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