Si algo desvirtúa y ahueca las palabras, vaciándolas de significado, es
la estupidez de quienes abusan de ellas.
Me refiero a ésos que entran a saco en el diccionario -que encima no consultan jamás- y, con la ausencia de complejos del analfabeto o el capullo en flor, machacan un término al que convierten en perejil de todas las salsas, retorciendo su sentido original hasta que no puede reconocerlo ni la madre que lo parió.
Y al cabo, cuando la gente seria necesita esa palabra para usarla en su sentido exacto, se encuentra con que la infeliz comparece tan ajada y maltrecha que no sirve para nada.
Los que cada día trabajamos dándole a la tecla, eso lo notamos mucho. Como también lo aprecia cualquiera que tenga sentido común y se fije.
Puesto en verso, es lo que le ocurre al pobre Luis Mejías con doña Ana de Pantoja, en el Tenorio, cuando dice aquello de:
Don Juan, yo la amaba, sí.
Mas con lo que hais osado,
imposible la hais dejado,
para vos y para mí».
Un ejemplo, entre muchos, es la palabra fascista; que, de aludir al movimiento nacionalista surgido en Italia después dela Primera Guerra
Mundial, con su encarnación hispana en el falangismo y otras tendencias
hermanas, pasó a definir durante la Guerra Civil , en boca de la izquierda radical, al
bando nacional e incluso a los republicanos moderados.
Heredada por el franquismo, la palabra fue patrimonio de la ultraderecha durantela Transición ,
antes de verse felizmente olvidada durante veinte años.
Pero en los últimos tiempos ha vuelto a ponerse de moda.
La necesidad, a falta de coherencia ideológica propia, de poner etiquetas al adversario, hace que ahora se aplique a cualquier persona o situación que se aparte, no ya de una posición de izquierda, sino de lo social y políticamente correcto, e incluso de la más fresca tontería de moda.
Así, alguien que se peine con fijador o vista con corrección puede ser calificado de fascista, igual que el aficionado a los toros, quien enciende un cigarrillo o el que ejerce violencia doméstica.
Todo se presenta en el mismo paquete, el de fascistas o fachas, como si fuera improbable que alguien de izquierdas se peine con raya, fume, le guste ir a los toros o le pegue a una mujer.
Por supuesto, quien más jugo saca al término es la clase política: ni los del Pepé de Murcia se cortaron llamando fascistas -en vez de animales miserables y cobardes, que es lo adecuado- a quienes apalearon hace unos días a su consejero de Cultura, ni un consejero de la junta andaluza llamado Pizarro se privó de llamar fascistas a los funcionarios, algunos afiliados a su mismo partido, o votantes de él, que boicotean los actos del Pesoe.
La cosa no se limita a España, claro. Con los tiempos que corren y los que van a correr, la tontería es internacional.
Pensaba en eso leyendo las manifestaciones de unas ecologistas inglesas que aseguraban «sentirse violadas» porque el compañero de lucha con el que se dieron muchos, repetidos y voluntarios homenajes carnales, resultó ser un policía infiltrado.
Y claro.
La diferencia entre irse a la cama con un ecologista o con un policía es que el txakurra te viola.
Tú puede que no te percates; pero él, en su fuero interno, sabe que te viola. El fascista.
Frente a eso, ya me dirán ustedes qué palabra reservamos al violador de verdad; al que fuerza sexualmente a una mujer -o a un hombre, que siempre olvidamos ese detalle- abusando de su vigor físico, de la amenaza, del estatus económico o social.
Al auténtico hijo de puta de toda la vida.
Pues, si de violar en serio hablamos, les aseguro que ni idea tienen ciertos gilipollas y ciertas gilipollos.
Pregúntenle a Márquez y a los colegas con los que andábamos por los Balcanes qué es violar de verdad, y a lo mejor los pillan relajados y se lo cuentan.
Mujeres entre los escombros de sus casas, degolladas después de pasarles por encima docenas de serbios o croatas. Hoteles llenos de jóvenes apresadas para disfrute de la tropa, a las que se pegaba un tiro cuando quedaban preñadas.
O aquella ciudad de Eritrea, abril de 1977, cuando un jovencísimo reportero que ustedes conocen tuvo el amargo privilegio de asistir, impotente, a la caza de cuanta mujer de nacionalidad etíope quedaba a mano.
Igual un día les cuento con detalle cómo gritan, primero, y luego, al quinto o sexto golpe, se callan y aguantan resignadas, gimiendo como animales.
Supongo que para individuas como Pilar Rahola, María Antonia Iglesias y otras joyas de la telemierda, que tras vivir de la política viven ahora de la demagogia pseudofeminista imbécil, el arriba firmante tendría que haber evitado aquello: persuadir a mil quinientos tíos con escopetas de que lo que hacían estaba feo.
Seguro que las antedichas y otros cantamañanas de ambos sexos lo habrían evitado, con dos cojones.
Interponiéndose.
Así que seguramente me llamarán violador pasivo, por defecto.
Y fascista...
Me refiero a ésos que entran a saco en el diccionario -que encima no consultan jamás- y, con la ausencia de complejos del analfabeto o el capullo en flor, machacan un término al que convierten en perejil de todas las salsas, retorciendo su sentido original hasta que no puede reconocerlo ni la madre que lo parió.
Y al cabo, cuando la gente seria necesita esa palabra para usarla en su sentido exacto, se encuentra con que la infeliz comparece tan ajada y maltrecha que no sirve para nada.
Los que cada día trabajamos dándole a la tecla, eso lo notamos mucho. Como también lo aprecia cualquiera que tenga sentido común y se fije.
Puesto en verso, es lo que le ocurre al pobre Luis Mejías con doña Ana de Pantoja, en el Tenorio, cuando dice aquello de:
Don Juan, yo la amaba, sí.
Mas con lo que hais osado,
imposible la hais dejado,
para vos y para mí».
Un ejemplo, entre muchos, es la palabra fascista; que, de aludir al movimiento nacionalista surgido en Italia después de
Heredada por el franquismo, la palabra fue patrimonio de la ultraderecha durante
Pero en los últimos tiempos ha vuelto a ponerse de moda.
La necesidad, a falta de coherencia ideológica propia, de poner etiquetas al adversario, hace que ahora se aplique a cualquier persona o situación que se aparte, no ya de una posición de izquierda, sino de lo social y políticamente correcto, e incluso de la más fresca tontería de moda.
Así, alguien que se peine con fijador o vista con corrección puede ser calificado de fascista, igual que el aficionado a los toros, quien enciende un cigarrillo o el que ejerce violencia doméstica.
Todo se presenta en el mismo paquete, el de fascistas o fachas, como si fuera improbable que alguien de izquierdas se peine con raya, fume, le guste ir a los toros o le pegue a una mujer.
Por supuesto, quien más jugo saca al término es la clase política: ni los del Pepé de Murcia se cortaron llamando fascistas -en vez de animales miserables y cobardes, que es lo adecuado- a quienes apalearon hace unos días a su consejero de Cultura, ni un consejero de la junta andaluza llamado Pizarro se privó de llamar fascistas a los funcionarios, algunos afiliados a su mismo partido, o votantes de él, que boicotean los actos del Pesoe.
La cosa no se limita a España, claro. Con los tiempos que corren y los que van a correr, la tontería es internacional.
Pensaba en eso leyendo las manifestaciones de unas ecologistas inglesas que aseguraban «sentirse violadas» porque el compañero de lucha con el que se dieron muchos, repetidos y voluntarios homenajes carnales, resultó ser un policía infiltrado.
Y claro.
La diferencia entre irse a la cama con un ecologista o con un policía es que el txakurra te viola.
Tú puede que no te percates; pero él, en su fuero interno, sabe que te viola. El fascista.
Frente a eso, ya me dirán ustedes qué palabra reservamos al violador de verdad; al que fuerza sexualmente a una mujer -o a un hombre, que siempre olvidamos ese detalle- abusando de su vigor físico, de la amenaza, del estatus económico o social.
Al auténtico hijo de puta de toda la vida.
Pues, si de violar en serio hablamos, les aseguro que ni idea tienen ciertos gilipollas y ciertas gilipollos.
Pregúntenle a Márquez y a los colegas con los que andábamos por los Balcanes qué es violar de verdad, y a lo mejor los pillan relajados y se lo cuentan.
Mujeres entre los escombros de sus casas, degolladas después de pasarles por encima docenas de serbios o croatas. Hoteles llenos de jóvenes apresadas para disfrute de la tropa, a las que se pegaba un tiro cuando quedaban preñadas.
O aquella ciudad de Eritrea, abril de 1977, cuando un jovencísimo reportero que ustedes conocen tuvo el amargo privilegio de asistir, impotente, a la caza de cuanta mujer de nacionalidad etíope quedaba a mano.
Igual un día les cuento con detalle cómo gritan, primero, y luego, al quinto o sexto golpe, se callan y aguantan resignadas, gimiendo como animales.
Supongo que para individuas como Pilar Rahola, María Antonia Iglesias y otras joyas de la telemierda, que tras vivir de la política viven ahora de la demagogia pseudofeminista imbécil, el arriba firmante tendría que haber evitado aquello: persuadir a mil quinientos tíos con escopetas de que lo que hacían estaba feo.
Seguro que las antedichas y otros cantamañanas de ambos sexos lo habrían evitado, con dos cojones.
Interponiéndose.
Así que seguramente me llamarán violador pasivo, por defecto.
Y fascista...
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