lunes, 29 de diciembre de 2014

REGRESO AL TENAMPA, de Arturo Pérez Reverte - 29/12/14

He regresado al Deefe, México.
Esta vez tardé un poco más, porque hubo dos novelas seguidas, y compromisos que me llevaron por otros lugares.
Pero he vuelto por fin al corazón de esta ciudad fascinante, peligrosa, hormiguero de ternura y de violencia, en la que, si yo fuera novelista mejicano, nunca tendría problemas de hojas en blanco, pues abunda en historias por contar para varias vidas.
He vuelto a caminar por el Deefe, como digo, echando precavidos vistazos sobre el hombro gracias al instinto que te dejan viejos territorios comanches.
Procurando, por ejemplo, que el director de la Real Academia Española no acabara recibiendo un paquetito con una oreja mía dentro y una petición de rescate que allí les iba a dar mucha risa; porque, entre otras cosas, el gobierno del presidente Rajoy tiene a la RAE reducida a una miseria no vista desde tiempos del franquismo.
El caso es que allí he estado, insisto, de caza por las librerías de viejo de la calle Donceles, comiendo en el querido y elegante Belinghausen o yéndome al otro extremo, a mi también querida y cutre cantina Salón Madrid; aunque esta última me dejó la punzada amarga de que los dos viejitos que la llevaban se retiraran hace un año, y ahora hay unos jóvenes muy agradables que - cosas inevitables de la vida - han retapizado los viejos asientos rajados a navajazos y puesto una rockola de música moderna, con Shakira y gente así, donde antes estaba la que yo hacía sonar con monedas de diez pesos, bebiendo Herradura Reposado en compañía de Vicente Fernández, Pedro Infante o los Tigres del Norte.
He vuelto también, de noche, a la plaza Garibaldi: esa frontera peligrosa que me sabe a juventud de adrenalina y bronca tequilera.
Regresé al Tropicana y al Tenampa, templo de la noche mejicana, donde los viejos mariachis que me acompañan desde hace veinte años - se mueren los viejos y llegan los jóvenes -, volvieron a rodear mi mesa para que cantásemos Mujeres divinas, El Siete Leguas y Gabino Barrera.
César el tlaxcalteca, antiguo y querido amigo, tiene cada vez menos voz, pero ahí sigue.
Y platicando con él, entre Nos estorbó la ropa y La que se fue, volví a disfrutar de su charla y afecto, y también, una vez más, a admirar el magnífico uso de la lengua española que se hace en América en general, y en México en particular.
Cuando, al hablarme de su mujer difunta y su nueva pareja, César dijo: «La quise mucho, con devoción, y la extraño, pero ¿quién puede frenar la naturaleza?», me pregunté, admirado, cuántos españoles seríamos capaces de construir una frase semejante, tan bella y tan perfecta, con esa naturalidad con la que hasta un campesino mejicano analfabeto podría hacer sonrojarse, no digo ya a un español de infantería, sino a un universitario, un profesor o un político.
Por no decir a un presidente del Gobierno.
Ésa es una de las razones por las que me gusta volver a Hispanoamérica en general y a México en particular.
Porque aquí renuevo el respeto por el idioma que hablo.
Cada vez que oigo decir a un humilde vendedor de periódicos «Que lo trate bien el día», o a una camarera de cantina «Saliendo de casa surge una realidad básica: todas somos solteras», me reafirmo en la idea de que existe una patria de 500 millones de compatriotas, la lengua española, y que a menudo olvidamos que sólo 50 millones vivimos en España; y que mientras en la vieja, cobarde y caduca Europa agonizamos despacio, allí en América están vivos, y son jóvenes con ansia de saber y pelear.
Y que esa juventud y ese vigor, unidos al respeto que conservan por la lengua y la palabra, les da una osadía magnífica a la hora de manejar el idioma, crear palabras nuevas, adaptar y españolizar las extranjeras, hacer más potente y viva la lengua que con toda justicia llaman español, igual que los gringos llaman inglés a la suya.
Entérense, pues, quienes critican el Diccionario de la RAE por registrar las palabras nuevas, atrevidas, fascinantes, que aquí se recomponen, adaptan o inventan: todo es lengua española, desde la Patagonia a los Estados Unidos, del Pacífico al Mediterráneo.
Y el Diccionario no será auténtico, no será un acto notarial de justicia lingüística, hasta que elimine la absurda marca de americanismo con la que algunos puristas, ciegos ante la evidencia de la lengua, discriminan miles de palabras de este habla común, viva, imparable, panhispánica y formidable.
Yo escribí una novela, La Reina del Sur, en mejicano, y parte de otra, El tango de la Guardia Vieja, en argentino.
Es decir, en español.
Es decir, en la lengua de esa extensa y noble patria - la única que a estas alturas me conmueve - cuya bandera es El Quijote.

lunes, 22 de diciembre de 2014

EL HOMBRE DE LA ESQUINA, de Arturo Pérez Reverte - 22/12/14

Llueve un poco y hace frío.
La escena tiene lugar en el centro de Madrid, aunque la habrán visto mil veces en otras ciudades. Abrigado con un gorro y una bufanda, un hombre joven reparte folletos publicitarios.
Está de pie en la esquina, situado entre un paso de peatones y una boca de metro. Tiene la ropa mojada y se le ve cansado, todavía con un grueso fajo de papeles en la mano, que alarga uno a uno a los transeúntes que pasan cerca.
Seguramente lleva ahí un largo rato, y aún debe de quedarle otro rato más, pues cuando te fijas compruebas que, en la mochila que tiene abierta a los pies, hay más folletos como el que reparte.
Lo singular es la actitud de la gente.
Los folletos no tienen nada de especial - son reclamos de una tienda de electrónica barata -, pero el personal los rechaza como si transmitieran el virus del ébola.
Por cada transeúnte que acepta uno, hay una docena que pasa de largo como si no viera la mano extendida, o que niega con la cabeza, rechazándolo.
La mayor parte camina vista al frente, indiferente al folleto, a la mano y al que la extiende; e incluso hay quien hace un rápido quiebro semicircular para eludir al individuo.
Pocos son quienes actúan de modo natural: aceptan el folleto, dicen gracias - éstos son todavía menos -, caminan un trecho mirándolo o indiferentes a lo que contiene, y lo guardan o lo depositan en la papelera más próxima.
Que es lo normal.
Lo esperable en estos casos.
Observando el episodio, me pregunto cuántos de esos transeúntes que en situaciones parecidas rechazan el folleto, o que pasan de largo sin mirar a quien lo ofrece, advierten la esencia del asunto, que nada tiene que ver con el folleto en sí, lo que anuncia o el interés que puedan sentir por ello; cuántos caerán en la cuenta de que están ante un individuo, hombre o mujer, posiblemente en paro y disfrutando - eso, por decirlo de algún modo - de un pequeño empleo precario, ínfimo, mal pagado, que gana con el reparto de folletos un mísero jornal que quizá le permita hoy comer caliente.
Que esa mínima incomodidad para quien pasa por su lado, lo inoportuno de la oferta del papelito, supone para quien lo ofrece justificar una dura jornada laboral en plena calle, frío en invierno y calor en verano, mirado con recelo por gente que lo evita, repartiendo una publicidad que, personalmente, le importa un carajo; pues lo que en este momento más desea en el mundo es acabar de repartir el último folleto, decirle a sus empleadores que misión cumplida, cobrar su mezquino salario e irse a su casa.
Eso, claro, si no lo espera, al acabar lo que lleva en la mochila, otro buen fajo de papeles para repartir en otro sitio.
Ocurre, concluyo mirando al hombre de la esquina, lo que con esos muchachos que te abordan en nombre de una oenegé o para informarte de tal o cual oferta.
Alguna vez me detengo a hablar con ellos, y en buena parte son jóvenes estudiantes o licenciados recientes y en paro, que a menudo no militan como voluntarios, sino que han sido contratados para hacer esas fatigosas gestiones callejeras, y para los que llevar a sus empleadores una lista de contactos supone justificar, también en este caso, el corto salario de un miniempleo miserable.
A menudo, la gente pasa junto a esos chicos sin dirigirles siquiera una mirada, sin apenas una sonrisa y un no, gracias.
Y son pocos los que se detienen un momento a escuchar.
No siempre son oportunos, es cierto.
No siempre está uno para charlas callejeras; pero la amabilidad mínima, el rechazo cortés, la sonrisa de disculpa, suavizarían mucho cualquier negativa.
Sobre todo si consideramos que, en este país basura donde todo es posible, amigos o familiares, incluso nosotros mismos, podríamos vernos un día en su lugar.
Es, por otra parte, simple cuestión de educación: esa manera de comportarse que hace más soportable nuestra vida y la de los demás.
Los que olvidan esto, quienes pasan indiferentes junto al hombre de la esquina, se parecen a quienes a bordo de un avión, mientras el auxiliar de vuelo explica las instrucciones de seguridad, leen el periódico o miran por la ventanilla en plan «eso ya me lo sé», ignorando groseramente a un trabajador que en ese momento, con la mayor eficacia de que es capaz, cumple su obligación profesional; y a quien, seguro, maldita la gracia que le hace componer posturitas y soplar por el canuto del chaleco para facilitar, en caso de accidente, la salvación de media docena de idiotas arrogantes cuyo derecho a salvarse es más que discutible.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

TODO HIJO ES PADRE DE LA MUERTE DE SU PADRE, de Fabricio Carpinejar

"Hay una ruptura en la historia de la familia, donde las edades se acumulan y se superponen y el orden natural no tiene sentido: es cuando el hijo se convierte en el padre de su padre.
Es cuando el padre se hace mayor y comienza a trotar como si estuviera dentro de la niebla.
Lento, lento, impreciso.
Es cuando uno de los padres que te tomó con fuerza de la mano cuando eras pequeño ya no quiere estar solo.
Es cuando el padre, una vez firme e insuperable, se debilita y toma aliento dos veces antes de levantarse de su lugar.
Es cuando el padre, que en otro tiempo había mandado y ordenado, hoy solo suspira, solo gime, y busca dónde está la puerta y la ventana - todo corredor ahora está lejos.
Es cuando uno de los padres, antes dispuesto y trabajador, fracasa en ponerse su propia ropa y no recuerda sus medicamentos.
Y nosotros, como hijos, no haremos otra cosa sino aceptar que somos responsables de esa vida.
Aquella vida que nos engendró depende de nuestra vida para morir en paz.
Todo hijo es el padre de la muerte de su padre.
Tal vez la vejez del padre y de la madre es curiosamente el último embarazo.
Nuestra última enseñanza.
Una oportunidad para devolver los cuidados y el amor que nos han dado por décadas.
Y así como adaptamos nuestra casa para cuidar de nuestros bebés, bloqueando tomas de luz y poniendo corralitos, ahora vamos a cambiar la distribución de los muebles para nuestros padres.
La primera transformación ocurre en el cuarto de baño.
Seremos los padres de nuestros padres los que ahora pondremos una barra en la regadera.
La barra es emblemática. La barra es simbólica. La barra es inaugurar el “destemplamiento de las aguas”.
Porque la ducha, simple y refrescante, ahora es una tempestad para los viejos pies de nuestros protectores.
No podemos dejarlos ningún momento.
La casa de quien cuida de sus padres tendrá abrazaderas por las paredes.
Y nuestros brazos se extenderán en forma de barandillas.
Envejecer es caminar sosteniéndose de los objetos, envejecer es incluso subir escaleras sin escalones.
Seremos extraños en nuestra propia casa. Observaremos cada detalle con miedo y desconocimiento, con duda y preocupación. Seremos arquitectos, diseñadores, ingenieros frustrados.
¿Cómo no previmos que nuestros padres se enfermarían y necesitarían de nosotros?
Nos lamentaremos de los sofás, las estatuas y la escalera de caracol.
Lamentaremos todos los obstáculos y la alfombra.
FELIZ EL HIJO QUE ES EL PADRE DE SU PADRE ANTES DE SU MUERTE, Y POBRE DEL HIJO QUE APARECE SÓLO EN EL FUNERAL Y NO SE DESPIDE UN POCO CADA DÍA.
Mi amigo Joseph Klein acompañó a su padre hasta sus últimos minutos.
En el hospital, la enfermera hacía la maniobra para moverlo de la cama a la camilla, tratando de cambiar las sábanas cuando Joe gritó desde su asiento:
- Deja que te ayude.
Reunió fuerzas y tomó por primera a su padre en su regazo.
Colocó la cara de su padre contra su pecho.
Acomodó en sus hombros a su padre consumido por el cáncer: pequeño, arrugado, frágil , tembloroso.
Se quedó abrazándolo por un buen tiempo, el tiempo equivalente a su infancia, el tiempo equivalente a su adolescencia, un buen tiempo, un tiempo interminable.
Meciendo a su padre de un lado al otro.
Acariciando a su padre.
Calmado el su padre.
Y decía en voz baja :
- Estoy aquí, estoy aquí, papá..!
Lo que un padre quiere oír al final de su vida es que su hijo está ahí".

lunes, 15 de diciembre de 2014

DECONSTRUYENDO PINCHOS DE TORTILLA, de Arturo Pérez Reverte - 15/12/14

De vez en cuando uno se pasa de listo y cree haberlo visto todo, pero lo cierto es que en España siempre nos queda algo por ver.
Dicho de modo más prosaico, y suavizándolo con un toque marinero, éramos pocos tontos a bordo y parió la abuela del contramaestre. O del capitán.
Porque ahora se trata del brunch. Tal cual.
Estoy viendo la tele, y me froto los ojos.
Minuto y medio de telediario, planos cortos de los platos, cinco cocineros de ilustre categoría mediática explicándonos el invento.
Que en esencia es como sigue: en los últimos tiempos, desayunar normal es una horterada y comer a mediodía resulta muy poco trendy.
Algo al alcance de cualquier tiñalpa.
Así que lo que se ha puesto de moda, según el texto que sazona el asunto, lo que se lleva, lo que lo sitúa a uno y a una automáticamente en la lista Forbes de la gente puesta al día en materia de buen rollo, es el tal brunch.
Que no es desayuno, ni es comida, sino algo situado a medias, aunque con un toque de distinción y diseño.
Como el bocata de media mañana de toda la vida, pero en bonito y elegante.
En plan megasuperpijo, oyes.
Tenían ustedes que haberlo visto.
Aunque supongo que muchos lo vieron: aquellos cinco paladines del fogón nacional con luz y taquígrafos, con estrellas Michelin hasta en el cielo de la boca, contándonos cómo conseguir que la pausa bocatera de media mañana se convierta en un acto cultural equiparable a visitar el museo del Prado o leer unas páginas de El Quijote.
Todo consiste, naturalmente, en no caer en la vulgaridad de llenar la tripa con productos indignos de figurar, por lo menos, en las páginas de tendencias chipiripitifláuticas de Architectural Digest.
El asunto consiste en hacer, entre once y doce de la mañana, o por ahí, una colación más substanciosa que el desayuno y menos potente que la comida, pero no en plan aquí te pillo y aquí te mato, o sea, cerveza, pincho de tortilla y qué te debo, Pepe, sino con toda la parafernalia gastronómica de rigor, en locales ad hoc, a ser posible ambientados por decoradores exclusivos y exquisitos.
Por supuesto, nada de croquetas de cocido de las Piletas, ni bacalao rebozado del bar Revuelta, ni pepito de ternera de casa Manolo.
Eso son groserías impropias de este tiempo y este país.
Ordinarieces, todas, que el doctor Pedro Recio de Tirteafuera apartaría, desdeñoso, de la mesa de cualquier Sancho de barbas mal rapadas.
La palabra clave del invento, del brunch recomendado, es deconstrucción.
Todo debe estar debida y gastronómicamente deconstruido.
Con reducción de algo, además.
Por ejemplo, deconstrucción de migas de bacalao a la vizcaína con reducción de salsa de jenjibre chino.
O uno de los platos fuertes que el otro día sugería en la tele uno de los artistas, y que consistía, creo recordar, en media vieira cocida al vapor de eneldo sobre un lecho de algas caramelizadas.
Y cosas así.
Todo ello, mucho ojo, mezclando sabores; porque quien no mezcla sabores, dulce y salado, fresa con fabada asturiana - deconstruida, por supuesto -, queso de cabra con delicias, milanesas de callo madrileño, cebiche peruano con mermelada de cebolla poché, no sabe lo que se pierde.
La textura de sabores que se va a tomar por saco.
Y servido, claro, en platos inmensos de los que sólo se usa un rinconcete, a fin de adornar el resto con bonitos motivos decorativos a base de chorritos artísticos de salsa, de crema, de caramelo, de soja, de salsa de butifarra a la miel y otras deliciosas mariconadas.
Todo eso, a las once de la mañana.
Y así, entérense, es como podemos cumplir el doble objetivo de estar a la moda más de ahora mismo y llenar la tripa a media jornada matutina. Con un par de huevos.
Salir, o sea, de casposos de una vez.
Porque ya está bien de esa imagen agropecuaria que damos a la hora de la caña, el pincho y el bocata, con esos bares llenos de pavos y tordas vulgares que pinchan boquerones en palillos o mascan magro con tomate.
España seguirá siendo el tren que nunca cogemos mientras un albañil, una barrendera, una cajera de súper o un pastor de ovejas, por ejemplo, sigan prefiriendo un bocadillo de longaniza frita a sentarse tranquilos en una mesa elegante, a las once de la mañana, y degustar sin prisas, muy atentos a la textura de sabores, un brunch a base de rollito thailandés con sushi de berenjena deconstruida al perejil salvaje.
Sin olvidar luego, de vuelta a la obra, al taller o al tractor, pasarse por el pijocafé más próximo, hacer cola para servirse uno mismo, y luego volver al tajo con la bebida caliente en la mano, sintiéndote como en el dominical de El País mientras das sorbitos al envase de plástico donde la cajera ha escrito Manolo.

lunes, 8 de diciembre de 2014

RECORDANDO A SÓCRATES, de Arturo Pérez Reverte - 8/12/14

Lo hermoso de las bibliotecas, de los libros, es que éstos son como las cerezas. Tiras de uno, y éste arrastra a otros, a los que acaba por llevarte de modo inevitable.
Se tejen así maravillosas relaciones, a veces en apariencia imposibles; vínculos entre situaciones o cosas cuyo principal hilo conductor eres tú mismo.
A veces, sin embargo, esa asociación es fácil. Lógica.
De las que saltan a la vista y de pronto te abruman porque, pese a ser evidentes, no habías sido capaz de verlas hasta ese momento.
Eso me ocurrió el otro día, cuando pasaba las páginas de los Recuerdos de Sócrates de Jenofonte, el que también contó - porque estuvo en ella - la retirada de los 10.000 mercenarios griegos de Persia cuya epopeya conocemos por Anábasis.
Desde que lo traduje en el cole vuelvo a Jenofonte de vez en cuando, pues la historia que aquellos hombres avanzando por territorio hostil, buscando el mar para volver a casa, rodeados de enemigos y sabiendo que la palabra derrota significaba exterminio, la he tenido presente muchas veces, y creo que es un estupendo símbolo, o útil vademécum, para muchos de los territorios inciertos por los que transita el hombre moderno.
Pero me desvío.
Estaba con el amigo Jenofonte, como digo, y hojeándolo me fui a unas líneas que, a su vez, me hicieron levantarme y buscar en los estantes otro libro, y otro al fin, y al cabo terminé con cuatro o cinco de ellos abiertos alrededor, comparando citas y usando como llave maestra para todos ellos Una profesión peligrosa, de mi querido amigo el profesor Luciano Canfora.
Y sucedió que al rato encendí la tele para ver un rato el telediario, y allí - son los azares maravillosos de la vida - salió un político de ésos con los que no terminas de tener claro si son unos sinvergüenzas o unos cantamañanas, aunque sospechas que navegan a remo y a vela, diciendo literalmente:
«En una verdadera democracia, la voz del pueblo está por encima de cualquier ley».
Y oyéndolo, fui y me dije anda tú, lo bien que suena y lo redondo que me lo habría tragado, a lo mejor, de no haberme pasado tres horas antes con Sócrates, Jenofonte, Canfora y alguno más, leyendo callado y con mucho respeto, no fueran a decir ellos de mí lo que Sócrates dijo que diría Eutidemo:
«Nunca me preocupé de tener un maestro sabio, sino que me he pasado la vida procurando no sólo no aprender nada de nadie, sino también alardeando de ello».
Y es que eso es lo bueno de leer cosas. 
De saber por dónde te andas, o al menos intentarlo.
Que cuando vives en una verdadera democracia y te llega un político sinvergüenza o un cantamañanas, o un híbrido de ambos, y te dice que la voz del pueblo - llámese Eutidemo o llámese como se llame - está por encima de la ley, te acuerdas de Sócrates.
Y de pronto, lo que sonaba tan bien resulta que ya no suena tanto.
Y te da la risa; o a lo mejor, si eres español y a estas alturas te quedan pocas ganas de reír, detalle comprensible, vas y te ciscas en su pastelera madre.
Porque te acuerdas, por ejemplo, de la batalla de las islas Arginusas (año 406 a.C.), tras la que unos generales atenienses fueron juzgados y condenados por una asamblea popular que se pasó las formalidades legales por el forro de las túnicas.
«Es intolerable que se impida al pueblo hacer su voluntad», argumentaron, proclamando la superioridad de esa voluntad del pueblo frente a la ley que, aplicada con rigor, habría exculpado a los generales.
Y lo que es más significativo, amenazaron a los jueces, si se oponían al deseo del pueblo soberano, con ser declarados culpables junto a los generales.
Por supuesto, los jueces se curaron en salud y se plegaron a la voluntad popular. Y los generales fueron ejecutados.
Sólo Sócrates, que era uno de los jueces, se negó. Con un par.
Ni voluntad popular ni pepinillos en vinagre, dijo.
Él no reconocía otra autoridad que la ley. Y fue el único.
El pueblo ateniense nunca olvidó aquello.
La opinión pública no perdonó que Sócrates se negara a aprobar que la vulneración de la ley, cuando se hace en nombre de una real o supuesta voluntad popular, pueda tolerarse por un Estado sólido, adulto, seguro de sí mismo y de sus instituciones.
Y eso influyó más tarde en su proceso, cuando fue sentenciado a suicidarse bebiendo veneno.
También allí, llegado el caso, Sócrates fue fiel a sí mismo.
En vez de huir, como habría podido hacerlo, permaneció en Atenas, acató la ley que lo condenaba, y pagó con su vida aquella digna coherencia.
Ahora, por simple curiosidad, pregúntense ustedes cuántos políticos españoles saben quién fue Sócrates.
Y lo que les importa.

lunes, 1 de diciembre de 2014

UNA HISTORIA DE ESPAÑA XXXVI, de Arturo Pérez Reverte - 1/12/14

Estábamos allí, en pleno siglo XVIII, con Fernando VI y de camino a Carlos III, en un contexto europeo de ilustración y modernidad, mientras España sacaba poco a poco la cabeza del agujero, se creaban sociedades económicas de amigos del país y la ciencia, la cultura y el progreso se ponían de moda.
Esto del progreso, sin embargo, tropezaba con los sectores ultraconservadores de la iglesia católica, que no estaba dispuesta a soltar el mango de la sartén con la que nos había rehogado en agua bendita durante siglos.
Así que, desde púlpitos y confesonarios, los sectores radicales de la institución procuraban desacreditar la impía modernidad reservándole todas las penas del infierno.
Por suerte, entre la propia clase eclesiástica había gente docta y leída, con ideas avanzadas, novatores que compensaban el asunto.
Y esto cambiaba poco a poco.
El problema era que la ciencia, el nuevo Dios del siglo, le desmontaba a la religión no pocos palos del sombrajo, y teólogos e inquisidores, reacios a perder su influencia, seguían defendiéndose como gatos panza arriba.
Así, mientras en otros países como Inglaterra y Francia los hombres de ciencia gozaban de atención y respeto, aquí no se atrevían a levantar la voz ni meterse en honduras, pues la Inquisición podía caerles encima si pretendían basarse en la experiencia científica antes que en los dogmas de fe.
Esto acabó imponiendo a los doctos un silencio prudente, en plan mejor no complicarse la vida, colega, dándose incluso la aberración de que, por ejemplo, Jorge Juan y Ulloa, los dos marinos científicos más brillantes de su tiempo, a la vuelta de medir el grado del meridiano en América tuvieron que autocensurarse en algunas conclusiones para no contradecir a los teólogos.
Y así llegó a darse la circunstancia siniestra de que en algunos libros de ciencia figurase la pintoresca advertencia:
«Pese a que esto parece demostrado, no debe creerse por oponerse a la doctrina católica».
Ésa, entre otras, fue la razón por la que, mientras otros países tuvieron a Locke, Newton, Leibnitz, Voltaire, Rousseau o d´Alembert, y en Francia tuvieron la Encyclopédie, aquí lo más que tuvimos fue el Diccionario crítico universal del padre Feijoo, y gracias, o poco más, porque todo cristo andaba acojonado por si lo señalaban con el dedo los pensadores, teólogos y moralistas aferrados al rancio aristotelismo y escolasticismo que dominaba las universidades y los púlpitos -aterra considerar la de talento, ilusiones y futuro sofocados en esa trampa infame, de la que no había forma de salir-.
Y de ese modo, como escribiría Jovellanos, mientras en el extranjero progresaban la física, la anatomía, la botánica, la geografía y la historia natural, «nosotros nos quebramos la cabeza y hundimos con gritos las aulas sobre si el Ente es unívoco o análogo».
Este marear la perdiz nos apartó del progreso práctico y dificultó mucho los pasos que, pese a todo, hombres doctos y a menudo valientes -es justo reconocer que algunos fueron dignos eclesiásticos- dieron en la correcta dirección pese a las trabas y peligros; como cuando el Gobierno decidió implantar la física newtoniana en las universidades, y la mayor parte de los rectores y catedráticos se opusieron a esa iniciativa, o cuando el Consejo de Castilla encargó al capuchino Villalpando que incorporase las novedades científicas a la Universidad, y los nuevos textos fueron rechazados por los docentes.
Así, ese camino inevitable hacia el progreso y la modernidad lo fue recorriendo España más despacio que otros, renqueante, maltratada y a menudo de mala gana.
Casi todos los textos capitales de ese tiempo figuraban en el Índice de libros prohibidos, y sólo había dos caminos para los que pretendían sacarnos del pozo y mirar de frente el futuro.
Uno era participar en la red de correspondencia y libros que circulaban entre las élites cultas europeas, y cuando era posible traer a España a obreros especializados, inventores, ingenieros, profesores y sabios de reconocido prestigio.
La otra era irse a estudiar o de viaje al extranjero, recorrer las principales capitales de Europa donde cuajaban las ciencias y el progreso, y regresar con ideas frescas y ganas de aplicarlas.
Pero eso se hallaba al alcance de pocos.
La gran masa de españoles, el pueblo llano, seguía siendo inculta, apática, cerril, ajena a las dos élites, o ideologías, que en ese siglo XVIII empezaban a perfilarse, y que pronto marcarían para siempre el futuro de nuestra desgarrada historia: la España conservadora, castiza, apegada de modo radical a la tradición del trono, el altar y las esencias patrias, y la otra: la ilustrada que pretendía abrir las puertas a la razón, la cultura y el progreso.
[Continuará]

miércoles, 26 de noviembre de 2014

EL VIEJO CASALE, de Roberto Fontanarrosa

Sí, yo sé que ahora hay quienes dicen que fuimos unos hijos de puta por lo que hicimos con el viejo Casale, yo sé.
Nunca falta gente así.
Pero ahora es fácil decirlo, ahora es fácil.
Pero había que estar esos días en Rosario para entender el fato, mi viejo, que hablar al pedo ahora habla cualquiera.
Yo no sé si vos te acordás lo que era Rosario en esos días anteriores al partido.
¡Y qué te digo "esos días"!
¡Desde semanas antes ya se venía hablando del partido y la ciudad era una caldera, porque eso era lo que era la ciudad!
Claro, los que ahora hablan son esos turros que después vos los veías por la calle gritando y saltando como unos desgraciados, festejando en pedo a los gritos y después ahora te salen con que son... ¿qué son?... moralistas...
¿De qué se la tiran, hijos de mil putas?
Ahora son todos piolas, es muy fácil hablar.
Pero si vos vieras lo que era la ciudad en esos días, hermano, prendías un fósforo y volaba todo a la mierda.
No se hablaba de otra cosa en los boliches, en la calle, en cualquier parte. Saltaban chispas, te aseguro.
Y la cosa arrancó con el fato de las cábalas. O mejor dicho, de los maleficios.
Hay que entender que no era un partido cualquiera, hermano, era una final final.
Porque si bien era una semifinal, el que ganaba después venía a jugar a Rosario y le rompía el culo a cualquiera. Fuera Central como Ñul, acá le hacía la fiesta a cualquiera.
¡Y cómo estaban los lepra!
¡Eso, eso tendrían que acordarse ahora los que hablan al reverendo pedo y nos vienen a romper las pelotas con el asunto del viejo Casale!
¿No se acuerdan esos turros cómo estaban los lepra?
¿No se acuerdan ahora, mi viejo?
Había que aguantarlos porque se corrían una fija, pero una fija se corrían, hermano, que hasta creo que se pensaban que nos iban a llenar la canasta. No que solo nos iban a hacer la colita sino que además nos iban a meter cinco, en el Monumental y para la televisión.
¡Pero por qué no se van a la concha de su madre!
¡Qué mierda nos van a hacer cinco esos culosroto!
¡Así se la comieron doblada!
¡Qué pija que tienen desde ese día y no se la pueden sacar!
Pero la verdad, la verdad, hermano, con una mano en el corazón, que tenían un equipazo, pero un equipazo, de padre y señor mío.
Hay que reconocerlo.
Porque jugaban que daba gusto, el buen toque y te abrochaban bien abrochado.
Estaba Zanabria, el Marito Zanabria; el Mono Obberti, ¡Dios querido, el Mono Obberti, qué jugador! Silva el que era de Lanús, el albañil. ¡Montes! Montes de cinco; Santamaría, el Cucurucho Santamaría, qué sé yo, era un equipazo, un equipazo hay que reconocer, y la lepra se corría una fija.
¿Sabés cuántos había en la ruta a Buenos Aires, el día del partido?
Yo no sé, eran miles, millones, yo no sé de dónde habían salido tantos leprosos. Si son cuatro locos y de golpe, para ese partido, aparecieron como hormigas los desgraciados. Todos fueron.
¡Lo que era esa ruta, papito querido!
Entonces, oíme, había que recurrir a cualquier cosa. Hay partidos que no podés perder, tenés que ganar o ganar. No hay tutía.

Entonces si a mí me decían que tenía que matar a mi vieja, que había que hacer cagar al presidente Kennedy, me daba lo mismo, hermano. Hay partidos que no se pueden perder.
¿Y qué? ¿Te vas a dejar basurear por estos soretes para que te refrieguen después la bandera por la jeta toda la vida?
No, mi viejo.
Entonces, ahí, hay que recurrir a cualquier cosa.
Es como cuando tenés un pariente enfermo ¿viste?
Tu vieja, por ejemplo, que por ahí sos capaz hasta de ir a la iglesia ¿viste?
Y te digo, yo esa vez no fui a la iglesia, no fui a la iglesia porque te juro que no se me ocurrió, mirá vos, que si no... te aseguro que me confesaba y todo si servía para algo.
Pero con los muchachos enganchamos con la cuestión de las brujerías, de la ruda macho, de enterrar un sapo detrás del arco de Fenoy, de tirar sal en la puerta de los jugadores de Ñubel y de todas esas cosas de que siempre se habla.
Por supuesto que todas las brujas del barrio ya estaban laburando en la cosa y había muñecos con camiseta de Ñubel clavados con alfileres, maldiciones pedidas por teléfono y hasta mi vieja que no manya mucho del asunto tenía un pañuelo atado desde hacía como diez días, de esos de "Pilato, Pilato, si no gana Central en River no te desato".
Después la vieja decía que habíamos ganado por ella, pobre vieja, si hubiera sabido lo del viejo Casale, pero yo le decía que sí para no desilusionarla a la vieja.
Pero todo el fato de la ruda macho y el sapo de atrás del arco eran, qué sé yo, cosas muy generales, ya había tipos que lo estaban haciendo y además, el partido era en el Monumental y no te vas a meter en la pista olímpica a enterrar un sapo porque vas en cana con treinta cadenas y no te saca ni Dios después, hermano.
Entonces, me acuerdo que empezamos con la cosa de las cábalas personales.
Porque me acuerdo que estábamos en el boliche de Pedro y veníamos hablando de eso.
Entonces, por ejemplo, resolvimos que a Buenos Aires íbamos a ir en el auto del Dani porque era el auto con el que habíamos ido una vez a La Plata en un partido contra Estudiantes y que habíamos ganado dos a cero.
Yo iba a llevar, por supuesto, el gorrito que venía llevando a la cancha todos los últimos partidos y no me había fallado nunca el gorrito. A ese lo iba a llevar, era un gorrito milagroso ese.
El Coqui iba a ir con el reloj cambiando de lugar, o sea en la muñeca derecha y no en la izquierda, porque en un partido contra no sé quién se lo había cambiado en el medio tiempo porque íbamos perdiendo y con eso empatamos.
O sea, todo el mundo repasó todas las cábalas posibles como para ir bien de bien y no dejar ningún detalle suelto.
Te digo más, estuvimos como media hora discutiendo cómo mierda estábamos parados en la tribuna en el partido contra Atlanta para pararnos de la misma manera en el partido contra la lepra; el boludo de Michi decía que él había estado detrás del Valija y el Miguelito porfiaba que el que había estado detrás del Valija era él.
Mirá vos, hasta eso estudiamos antes del partido, para que veas cómo venía la mano en esos días.
¿Y sabés qué te lleva a eso, hermano, sabés qué te lleva a eso?
El cagazo, hermano, el cagazo, el cagazo te lleva a hacer cualquier cosa, como lo que hicimos con el viejo Casale.
Porque si llegábamos a perder, mamita querida, nos teníamos que ir de la ciudad, mi viejo, nos teníamos que refugiar en el extranjero, te juro, no podíamos volver nunca más acá.
Íbamos a parecer esos refugiados camboyanos que se tomaron el piro en una balsa.
Te juro que si perdíamos nosotros agarrábamos el Ciudad de Rosario y por acá, por el Paraná, nos teníamos que ir todos, millones de canallas, no sé, a Diamante, a Perú, a Cuzco, a la concha de su madre, pero acá no se iba a poder vivir nunca más con la cargada de los leprosos putos, mi viejo.
Ya el Miguelito había dicho bien claro que él se la daba, que si perdíamos agarraba un bufo y se volaba la sabiola y te digo que el Miguelito es capaz de eso y mucho más porque es loco el Miguelito, así que había que creerle.
O hacerse puto, no sé quién había comentado la posibilidad de hacerse trolo y a otra cosa mariposa, darle a las plumas y salir vestido de loca por Pellegrini y no volver nunca más a la casa.
Pero, te digo, nadie quería ni siquiera sentir hablar de esa posibilidad.
Ni se nombraba la palabra "derrota".
Era como cuando se habla del cáncer, hermano.
Vos ves que por ahí te dicen "la papa", o "tiene otra cosa", "algo malo", pero el cangrejo, mi viejo, no te lo nombra nadie.
Y ahí fue cuando sale a relucir lo del viejo Casale.
El viejo Casale era el viejo del Cabezón Casale, un pibe que siempre venía al boliche y que durante años vino a la cancha con nosotros, pero que ya para ese entonces se había ido a vivir al norte, a Salta, creo, lo vi hace poco por acá, que estaba de paso.
Y ahí fue que nos acordamos de que un día, en la casa del Cabezón, el viejo había dicho que él nunca, pero nunca, lo había visto perder a Central contra Ñul.
Me acuerdo que nos había impresionado porque ese tipo era un privilegiado del destino.
Aunque al principio vos te preguntás, “¿Cómo carajo hizo este tipo para no verlo perder nunca a Central contra Ñul? ¿Qué mierda hizo? Este coso no va nunca a la cancha".
Porque, oíme, alguna vez lo tuviste que ver perder, a menos que no vayás a los clásicos.
Y ojo que yo conozco muchos así, que se borran bien borrados de los clásicos.
O que van en Arroyito, pero que a la cancha del Parque no van en la puta vida.
Y me acuerdo que le preguntamos eso al viejo y el viejo nos dijo que no, y nos explicó.
El iba siempre, un fana de Central que ni te cuento, pero se había dado, qué sé yo, una serie de casualidades que hicieron que en un montón de partidos con Ñul él no pudiera ir por un montón de causas que ni me acuerdo.
Que estaba de viaje por Misiones - el viejo era comisionista -, que ese día se había torcido un tobillo y no podía caminar, que estaba engripado, que le dolía un huevo, qué sé yo, en fin, la verdad, hermano que el viejo la posta posta era que nunca le había tocado ver un partido en que la lepra nos hubiera roto el orto.
Era un privilegiado el viejo y además, un talismán, querido, porque así como hay tipos mufa que te hacen perder partidos adonde vayan, hay otros que si vos los llevás es número puesto que tu equipo gana. No es joda.
Y el viejo Casale era uno de estos, de los ojetudos.
Entonces ahí nos dijimos "Este viejo tiene que estar en el Monumental contra Ñubel. No puede ser de otra forma. Tiene que estar".
Claro, dijimos, seguro que va a estar, si es fana de Central, canalla a muerte. Pero nos agarró como la duda ¿viste? porque nosotros no era que lo veíamos todos los días al viejo, te digo más, desde que el Cabezón se había ido al norte a laburar, al viejo de él no lo habíamos vuelto a ver ni en la cancha, ni en la calle ni en ninguna parte.
Además, el viejo ya estaba bastante veterano porque debía tener como ochenta pirulos por ese entonces.
Bah, en realidad ochenta no, pero sus sesenta, sesenta y cinco años los tenía por debajo de las patas.
Entonces, con el Valija, el Colorado y el Miguelito decimos "vamos a la casa del viejo a asegurarnos que va y si no va lo llevamos atado". Porque también podía ser que el viejo no fuera porque no tuviera guita, qué sé yo.
Nosotros ya habíamos pensado en hacer una rifa a beneficio, una kermesse, cualquier cosa.
El viejo tenía que ir, era una bandera, un cheque al portador.
La cuestión es que vamos a la casa y... ¿a qué no sabés con lo que nos sale el viejo?
Que andaba mal del bobo y que el médico le había prohibido terminantemente ir a la cancha, mirá vos. Nos sale con eso.
Que no. Que había tenido un infarto en no sé qué partido, en un partido de mierda después que una pelota pegó en un palo, que había estado muerto como media hora y lo habían salvado entre los indios con respiración artificial y masajes en el cuore, que no había clavado la guampa de puro pedo y que le había quedado tal cagazo que no había vuelto a ir a la cancha desde hacía ya, mirá lo que te digo, dos años.
¡Hacía dos años que no iba a la cancha el viejo ese!
Y no era solo que él no quería ir sino que el médico y, por supuesto, la familia, le tenían terminantemente prohibido ir, lógicamente.
No sé si no le prohibían incluso escuchar los partidos por radio, no sé si no se lo prohibían para que no le pateara el bobo, porque parece que el viejo escuchaba un pedo demasiado fuerte y se moría, tan jodido andaba.
Vos le hacías ¡Uh! en la cara y el viejo partía.
¡Para qué!
Te imaginás nosotros, la desesperación, porque eso era como un presagio, un anuncio del infierno, hermano, era un preanuncio de que nos iban a hacer cagar en Buenos Aires, mi viejo.
Entonces empezamos a tratar de hacerle la croqueta al viejo, a convencerlo, a decirle "Pero mire, don Casale, usted tiene que estar, es una cita de honor. ¡Qué va a estar mal usted del cuore, si se lo ve cero kilómetro! Vamos, don Casale - me acuerdo que lo jodía Miguelito -, ¿cuántos polvos se echa por día? Usted está hecho un toro".
Pero el viejo, ni mierda, en la suya. Que no y que no.
Le decíamos que el partido iba a ser una joda, que Ñubel tenía un equipo de mierda y que ya a los quince minutos íbamos a estar tres a cero arriba, que el partido era una mera formalidad, que el gobierno ya había decidido que tenía que ganar Central para hacer feliz a mayor cantidad de gente.
No sé, no sé la cantidad de boludeces que le dijimos al viejo para convencerlo. Pero el viejo nada, una piedra el hijo de puta.
Para colmo ya habían empezado a rondar la mujer del viejo, madre del Cabezón, y una hermana del Cabezón, que querían saber qué carajo queríamos decirle nosotros al viejo en esa reunión, porque medio que ya se sospechaban que nosotros no íbamos para nada bueno.
En resumen que el viejo nos dijo que no, que ni loco, que ni siquiera sabía si iba a poder resistir la tensión de saber que se jugaba el partido, aun sin escucharlo. Porque el viejo los diarios los leía, tan boludo no era, y sabía cómo venía la mano, cómo era la cosa, cómo formaban los equipos, suplentes, historial, antecedentes, chaquetillas, color, todo.
Nos dijo más. "Ese día —nos dijo— bien temprano, antes de que empiecen a pasar los camiones y los ómnibus con la gente yendo para Buenos Aires, yo me voy a la quinta de un hermano mío que vive en Villa Diego".
No quería escuchar ni los bocinazos el viejo.
"Me voy tempranito a lo de mi hermano, que a mi hermano le importa un sorete el fútbol, y me paso el día ahí, sin escuchar radio ni nada".
Porque el viejo decía y tenía razón, que si se quedaba en la casa, por más que se encerrara en un ropero, algo iba a oír, algún grito, algún gol, alguna cosa iba a oír, pobre desgraciado, y se iba a quedar ahí mismo seco en el lugar.
Así que se iba a ir a radicar en la quinta de ese hermano que tenía, para borrarse del asunto.
Muy bien, muy bien.
Te digo que salimos de allí hechos bosta porque veíamos que la cosa venía muy mal. Casi era ya un dato seguro como para decir que éramos boleta.
Para colmo, al Valija, el día anterior le había caído una tía del campo y él se acordaba que, en un partido que perdimos con San Lorenzo, esa misma tía le había venido el día antes.
Era un presagio funesto el de la tía.
Fue cuando decidimos lo del secuestro.
Nos fuimos al boliche y esa noche lo charlamos muy seriamente.
El Dani decía que no, que era una barbaridad, que el viejo se nos iba a morir en el viaje, o en la cancha, y que después se iba a armar un quilombo que íbamos a terminar todos en cana y que, además, eso sería casi un asesinato.
Pero al Dani mucha bola no le dimos porque ha sido siempre un exagerado y más que un exagerado, medio cagón el Dani.
Pero nosotros estábamos bien decididos y más que nada por una cosa que dijo el Valija: el viejo estaba diez puntos.
Había tenido un infarto, es cierto. Pero hay miles de tipos que han tenido un infarto y vos los ves caminando tranquilamente por la yeca y sin hacer tanto quilombo como este viejo pelotudo, con eso de meterse adentro de un ropero, o no ir a la cancha, o dejar que te rigoree la familia como la esposa y la otra, la hermana del Cabezón.
Por otra parte, y vos lo sabés, los médicos son unos turros, pero unos turros que se ve que lo querían hacer durar al viejo mil años para sacarle guita, hacerle experimentos y chuparle la sangre.
Y además, como decía el Miguelito y eso era cierto, vos lo veías al viejo y estaba fenómeno.
Con casi sesenta años no te digo que parecía un pendejo, pero andaba lo más bien. Caminaba, hablaba, se sentaba, qué sé yo, se movía. ¡Chupaba!
Porque a nosotros nos convidó con Cinzano y el viejo se mandó su medidita, no te digo un vasazo, pero su medidita se mandó.
La cosa es que el Miguelito elaboró una teoría que te digo, aún hoy, no me parece descabellada.
¡El viejo era un turro, hermano! Un turrazo que especulaba con el fato del bobo para pasarla bien y no laburarla nunca más en la vida de Dios.
Con el sover del bobo no ponía el lomo, lo atendían a cuerpo de rey y - la tenía a la vieja y a la hermana del Cabezón pendientes de él - viviendo como un bacán, el viejo.
Y... ¿de qué se privaba?
De algún faso; que no sé si no fasearía escondido; y de no ir a la cancha.
Fijate vos, eso era todo. Y vivía como Carolina de Mónaco el otario. Bueno, con ese argumento y lo que dijo el Colorado se resolvió todo.
El Colorado nos habló de los grandes ideales, de nuestra misión frente a la sociedad, de nuestro deber frente a las generaciones posteriores, los pendejos.
Nos dijo que si ese partido se perdía, miles y miles de pendejos iban a sufrir las consecuencias.
Que, para nosotros, y eso era verdad, iba a ser muy duro, pero que nosotros ya estábamos jugados, que habíamos tenido lo nuestro y que, de últimas, teníamos experiencias en malos ratos y fulerías. Pero los pibes, los pendejitos de Central, esos, iban a tener de por vida una marca en sus vidas que los iba a marcar para siempre, como un fierro caliente.
Que las cargadas que iban a recibir esos pibes, esas criaturas, en la escuela, los iban a destrozar, les iban a pudrir el bocho para siempre, iban a ser una o dos generaciones de tipos hechos bolsa, disminuidos ante los leprosos, temerosos de salir a la calle o mostrarse en público.
Y eso es verdad, hermano, porque yo me acuerdo lo que eran las cargadas en la escuela primaria, sobre todo.
Yo me acuerdo cuando perdimos cinco a tres con la lepra en el Parque después de ir ganando dos a cero, cuando se vendió el Colorado Bertoldi, que todavía se estará gastando la guita, y te juro que yo por una semana no me pude levantar de la cama porque no me atrevía a ir a la escuela para no bancarme la cargada de los lepra.
Los pibes son muy hijos de puta para la cargada, son muy crueles. ¿No viste cómo descuartizan bichos, que agarran una langosta y le sacan todas las patas?
Son unos hijos de puta los pibes en ese sentido.
Y lo que decía el Colorado era verdad.
Ahora todo el mundo habla de la deuda externa, y bueno, hermano, eso era algo así como lo de la deuda externa, que por la cagada de cuatro reverendos hijos de puta que empeñaron el país, la tenemos que pagar todos y los hijos y los hijos de nuestros hijos.
Y si estaba en nosotros hacer algo para que eso no pasara, había que hacerlo, mi querido.
Además, como decía el Colorado, ya no era el problema de la cargada de los pendejos ñubelistas, está también el fato del exitismo.
Los pibes ven que gana un equipo y se hacen hinchas de ese equipo, son así, casquivanos. Son hinchas del campeón.
Entonces, ponele que hubiese ganado Ñubel y... ¡a la mierda! ... de ahí en más todos los pibes se hacían de Ñubel, ponele la firma.
Y no te vale de nada llevarlos a la cancha, conversarlos, hablarles del Gitano Juárez o el Flaco Menotti, ni comprarles la camiseta de Central apenas nacen. No te vale de nada.
Los pendejos ven que sale River campeón y son de River. Son así. Y en ese momento no era como ahora que, mal que mal, vos los llevás al Gigante y los pibes se caen de culo.
Entonces, cuando van al chiquero del Parque, por mejor equipo que pueda tener Ñul, los pibes piensan "Yo no puedo ser hincha de esta villa miseria" y se hacen de Central.
Porque todo entra por los ojos y vos ves que ahora los pibes por ahí ni siquiera han visto jugar a Central o a Ñul y ya se hacen hinchas de Central por el estadio.
Es otra época, los pendejos son más materialistas, yo no sé si es la televisión o qué, pero la cosa es que se van de boca con los edificios.
Entonces la cosa estaba clara, había que secuestrar al viejo Casale, o si no aguantarse que quince, veinte años después, hoy, por ejemplo, la ciudad estuviese llena de leprosos nacidos después de ese partido, y esto hoy, ¿sabés lo que sería?
Beirut sería un poroto al lado de esto, hermano, te juro.
El que organizó la "Operación Eichmann", como la llamamos, fue el Colorado. La llamamos así porque ese general alemán, el torturador, que se chorearon de acá una vez los judíos ¿viste? y lo nuestro era más o menos lo mismo.
El Colorado es un tipo muy cerebral, que le carbura muy bien el bocho y él organizó todo.
El Colorado ya no estaba para ese entonces en la O.C.A.L.
La O.C.A.L., no sé si sabés, es una organización de acá, de Rosario, que se llama así porque son iniciales, O.C.A.L. "Organización Canalla Anti Lepra".
Son un grupo de ñatos como el Ku-Klux-Klan, más o menos, que se reúnen en reuniones secretas y no sé si no van con capucha y todo a las reuniones, o si queman algún leproso vivo en cada reunión. Mirá, yo no sé si es requisito indispensable ser hincha de Central, pero seguro seguro, lo que tenés que hacer es odiar a los lepra. Tenés que odiar más a los lepra que lo que querés a Central.
Hacen reuniones, escriben el libro de actas, piensan maldades contra los lepra, festejan fechas patrias de partidos que les hemos ganado, tienen himnos, son como esos tipos, los masones esos, que nadie sabe quiénes son. Andan con antorchas.
Bueno, de la O.C.A.L., de la O.C.A.L. al Colorado lo echaron por fanático, con eso te digo todo. Pero es un bocho el Colorado y él fue el que organizó todo el operativo.
Y te la cuento porque es linda, te la cuento porque es linda, no sé si un día de estos no aparece en el Selecciones y todo.
Averiguamos qué ómnibus iba para Villa Diego, adonde tenía la quinta el hermano del viejo Casale.
Desde donde vivía el viejo, ahí por San Juan al mil cuatrocientos, lo único que lo dejaba en ese entonces, si mal no recuerdo, era el 305 que pasaba por la calle San Luis.
O sea que el viejo tenía que tomarlo en San Luis-Paraguay o San Luis-Corrientes, no más allá de eso, a menos que fuera muy pelotudo y lo fuera a tomar a Bulevar Oroño que no sé para qué mierda iba a hacer eso.
Ahora, la duda era si el viejo se iba a ir en ómnibus o en auto, porque si se iba en auto nos recagaba, pero nos jugábamos a que se iba a ir en ómnibus porque auto no tenía, y seguro que el hermano tampoco tenía porque debía ser un muerto de hambre como él, seguramente.
Y te digo que la cosa venía perfecta, porque el viejo nos había dicho que iba a salir bien temprano para no infartarse con las bocinas, o sea que nosotros podíamos combinarlo con el horario de salida nuestra para el partido.
Porque también nos cagaba si salía a la una de la tarde para Villa Diego, porque después ¿cómo llegábamos nosotros a Buenos Aires para la hora del partido con el quilombo que era la ruta y en un ómnibus de línea? Lo más probable es que nos hiciéramos pelota en el camino por ir a los pedos.
Y por otra parte, hermano, Villa Diego queda saliendo para Buenos Aires, o sea que la cosa estaba clavada, era posta posta.
Después hubo que hablar con los otros muchachos, porque convencer al Rulo no nos costó nada, a él le daba lo mismo y, además, le contamos los entretelones del asunto.
Te digo que el Colora manejó la cosa como un capo, un maestro.
El asunto era así, el Rulo es un fana amigo de Central que tiene un par de ómnibus, está muy bien el Rulo. Y en esa época tenía un par de coches en la línea 305.
Fue un ojete así de grande, porque si no teníamos que conseguir otro coche, cambiarle el color, pintarlo, qué sé yo, ponerle el número, un laburo bárbaro. Pero el Rulo tenía dos 305 y con uno de esos ya tenía pensado pirarse para el Monumental el día del partido, y más bien que se llevaba como mil monos que también iban para allá.
Lo sacaba de servicio y que se fueran todos a la reputísima madre que los parió, no iba a perderse el partido ese.
Entonces, el Rulo, con los monos arriba y nosotros, tenía que estar con el ómnibus preparado, el motor en marcha, por España, estacionado.
Y el Miguelito se ponía de guardia, tomando un café, justo en un boliche de ahí cerca desde donde veían la puerta de la casa del viejo Casale.
Creo que a las cinco, nomás, de la matina, ya estaba el Miguelito apostado en el boliche haciéndose el boludo y junando para la casa del viejo.
Te juro que ni los tupamaros hubieran hecho un operativo como ese, hermano. Fue una maravilla.
Apenas vio que salía el viejo con una canastita donde seguro se llevaba algún matambre casero, algo de eso, el pobre viejo, el Miguelito cazó una Vespa que tenía en ese entonces, dio la vuelta a la manzana y nos avisó. Cargó la moto en el ómnibus, en la parte de atrás, detrás de los últimos asientos y nos pusimos en marcha.
Ya les habíamos dicho a tres o cuatro pendejos, de esos quilomberos de la barra, que se hicieran bien los sotas, que no dijeran ni media palabra y se hicieran los que apoliyaban.
Nosotros también, para que no nos reconociera el viejo, estábamos en los asientos traseros, haciéndonos los dormidos, incluso con la cara tapada con algún pulóver, como si nos jodiera la luz, o con algún piloto.
Te digo que el día había amanecido frío y lluvioso, como la otra fecha patria, el 25 de mayo.
Además, el quilombo había sido guardar y esconder todas las banderas, las cornetas, las bolsas con papelitos, los termos, todo eso. Uno de los muchachos llevaba una bandera de la gran puta que medía 52 metros; ¡52 metros, loco!
Media cuadra de bandera que decía "Empalme Graneros presente" y tuvimos que meterla debajo de un asiento para que el viejardo no la vichara.
La cosa es que el viejo subió medio dormido y se sentó en uno de los asientos de adelante que ya habíamos dejado libre a propósito para que no viera mucho del ómnibus.
Rulo le cobró boleto y todo. Y nadie se hablaba como si no nos conociéramos.
Y como el ómnibus iba haciendo el recorrido normal, el viejo iba lo más piola, mirando por la ventanilla.
La cuestión es que llegamos a Villa Diego y el viejo, tranquilo.
Cada tanto, cuando nos pasaba algún auto con banderas en el techo, tocando bocina, el viejo miraba a los que tenía cerca y movía la cabeza como diciendo "¡Mirá vos!".
Se ve que tenía unas ganas de hablar pero nadie quería darle mucha bola para no pisarse en una de esas.
Así que nos hacíamos todos los dormidos.
Parecía que habían tirado un gas adentro de ese ómnibus, hermano. Como cuando se muere algún ñato ¿viste? que se queda a apoliyar en el auto con el motor prendido y lo hace cagar el monóxido de carbono, creo.
Bueno, así parecía que a nosotros nos había agarrado el monóxido de carbono.
Pero, cuando llegamos a Villa Diego, por ahí el viejo se levanta y le dice al Rulo "En la esquina, jefe".
Y yo no sé qué le dijo el Rulo, algo de que ahí no se podía parar, que estaba cerrado el tráfico, que había que seguir un poco más adelante y el viejo se la comió, pero se quedó paradito al lado de la puerta.
Al rato, por supuesto, de nuevo el viejo, "En la esquina".
Ahí ya el Rulo nos miró, porque se le habían acabado los versos.
Y ahí, hermano... ¡vos no sabés lo que fue eso!
Fue como si nos hubiésemos puesto todos de acuerdo y te juro que ni siquiera lo habíamos hablado.
Empezaron los muchachos a desplegar las banderas, a sacar las cornetas y las banderas por la ventana, y a los gritos, hermano, "¡Soy canalla, soy canalla!" por las ventanas.
Pero no para el lado del viejo, el pobre viejo, que la cara que puso no te la puedo describir con palabras, sino para afuera, porque los grones, con lo quilomberos que son, se habían ido aguantando hasta ahí sin gritar ni armar quilombo para no deschavarse con el viejo, pero cuando llegó el momento agarraron las banderas, empezaron a sacar los brazos y golpear las chapas del costado del ómnibus y también el Rulo empezó a seguir el ritmo con la bocina.
¿Viste esas películas de cowboy, cuando los choros van a asaltar una carreta donde parece que no hay nadie, o que la maneja nada más que un par de jovatos y de golpe se abren los costados y aparecen 17.000 soldados que los cagan a tiros?
¿Que levantan la lona y estaban todos adentro haciéndose los sotas?
Bueno, ese ómnibus debió ser algo así.
De golpe se transformó en un quilombo, un escándalo, una de gritos, de bocinazos, cornetas, una joda.
¡Y la gente al lado de la ruta!
Porque desde la madrugada ya había gente a los costados de la ruta esperando que pasaran las caravanas de hinchas.
Era para llorar, eso, conmovedor, te saludaban, gritaban, levantaban los puños, por ahí algún lepra, a las perdidas, te tiraba un cascotazo...
Pero vuelvo al viejo, el viejo, no sabés la caripela que puso.
Porque nosotros lo estábamos mirando porque decíamos: este es el momento crucial.
Ahí el viejo o cagaba la fruta, el corazón se le hacía bosta, o salía adelante.
El viejo miraba para atrás, a todos los monos que saltaban y cantaban y no lo podía creer.
Se volvió a sentar y creo que hasta San Nicolás no volvió a articular palabra.
Te digo que el Rábano, el hijo de la Nancy, ya se había ofrecido a hacerle respiración boca a boca llegado el caso, que era algo a lo que todos, mal que mal, le habíamos esquivado el bulto porque, qué sé yo, te da un poco de asco, además con un viejo.
Pero mirá, te la hago corta.
Mirá, cuando el viejo ya vio que no había arreglo, que no había posibilidad de que lo dejáramos bajar del ómnibus, se entregó, pero se entregó entregó.
Porque, al principio, nosotros nos acercamos y nos reputeó, nos dijo que éramos unos irresponsables, unos asesinos, que no teníamos conciencia, que era una vergüenza, qué sé yo todo lo que nos dijo. Pero después, cuando nosotros le dijimos que él estaba perfecto, que estaba hecho un toro, que si se había bancado la sorpresa del ómnibus quería decir que ese cuore se podía bancar cualquier cosa, empezó a tranquilizarse.
El Colorado llegó a decirle que todo era una maniobra nuestra para demostrarle que él estaba perfectamente sano y que incluso el médico estaba implicado en la cosa.
Mirá, hermano, y creéme porque es la pura verdad ¿qué intención puedo tener en mentirte, hoy por hoy, mucho antes ya de entrar en Buenos Aires ese viejo era el más feliz de los mortales, te lo digo yo y te lo juro por la salud de mis hijos.
El viejo cantaba, puteaba, chupaba mate, comía facturas, gritaba por la ventana y a la cancha se bajó envuelto en una bandera.
No había, en la hinchada, un tipo más feliz que él.
Vino con nosotros a la popu y se bancó toda la espera del partido, que fue más larga que la puta que lo parió y después se bancó el partido.
Estaba verde, eso sí, y había momentos en que parecía que vos lo pinchabas con un alfiler y reventaba como un sapo, porque yo lo relojeaba a cada momento.
Y después del gol del Aldo, yo lo busqué, lo busqué, porque fue tal el quilombo y el desparramo cuando el Aldo la mandó adentro que yo ni sé por dónde fuimos a caer entre las avalanchas y los abrazos y los desmayos y esas cosas.
Pero después miré para el lado del viejo y lo vi abrazado a un grandote en musculosa casi trepado arriba del grandote, llorando.
Y ahí me dije: si este no se murió aquí, no se muere más. Es inmortal.
Y después ni me acordé más del viejo, que lo que alambramos, lo que cortamos clavos, los fierros que cortamos con el upite, hermano, ni te la cuento.
Eso no se puede relatar, hermano, porque rezábamos, nos dábamos vueltas, había gente que se sentaba entre todo ese quilombo porque no quería ni mirar.
Porque nos cagaron a pelotazos, ya el segundo tiempo era una cosa que la tenían siempre ellos y ¿sabés qué era lo fulero, lo terrible?
¡Que si nos empataban nos ganaban, hermano, porque esa es la justa!
¡Nos ganaban esos hijos de puta!
¡Nos empataban, íbamos a un suplementario y ahí nos iban a hacer refocilar el orto porque estaban más enteros y se venían como un malón los guachos!
¡Qué manera de alambrar!
Decí que ese día, Dios querido, yo no sé que tenía el flaco Menutti que sacó cualquier cosa, sacó todo, vos no quieras creer lo que sacó ese día ese flaco enclenque que parecía que se rompía a pedazos en cada centro.
Le sacó un cabezazo de pique al suelo a Silva que lo vimos todos adentro, hermano, que era para ir todos en procesión y besarle el culo al flaco ese, ¡qué pelota le sacó a Silva!
Ahí nos infartamos todos, faltaban cinco minutos y si nos empataban, te repito, éramos boleta en el suplementario.
Me acuerdo que miro para atrás y lo veo al viejo, blanco, pálido, con los ojos desencajados, pobrecito, pero vivo.
Y ahora yo te digo, te digo y me gustaría que me contesten todos esos que ahora dicen que fue una hijaputez lo que hicimos con el viejo Casale ese día.
Me gustaría que alguno de esos turritos me contestara si alguno de ellos lo vio como lo vi yo al viejo Casale cuando el referí dio por terminado el partido, hermano.
Que alguno me diga si, de puta casualidad, lo vio al viejo Casale como lo vi yo cuando el referí dio por terminado el partido y la cancha era un infierno que no se puede describir en palabras.
Te digo que me gustaría que alguien me diga si alguien lo vio como lo vi yo.
¡La cara de felicidad de ese viejo, hermano, la locura de alegría en la cara de ese viejo!
¡Que alguien me diga si lo vio llorar abrazado a todos como lo vi llorar yo a ese viejo, que te puedo asegurar que ese día fue para ese viejo el día más feliz de su vida, pero lejos lejos el día más feliz de su vida, porque te juro que la alegría que tenía ese viejo era algo impresionante!
Y cuando lo vi caerse al suelo como fulminado por un rayo, porque quedó seco el pobre viejo, un poco que todos pensamos:
"¡Qué importa!"
¡Qué más quería que morir así ese hombre!
¡Esa es la manera de morir para un canalla!
¿Iba a seguir viviendo? ¿Para qué?
¿Para vivir dos o tres años rasposos más, así como estaba viviendo, adentro de un ropero, basureado por la esposa y toda la familia?
¡Más vale morirse así, hermano!
Se murió saltando, feliz, abrazado a los muchachos, al aire libre, con la alegría de haberle roto el orto a la lepra por el resto de los siglos!
¡Así se tenía que morir, que hasta lo envidio, hermano, te juro, lo envidio!
¡Porque si uno pudiera elegir la manera de morir, yo elijo esa, hermano!
Yo elijo esa.

MAMÁ, de Roberto Fontanarrosa

A mi mamá le gustaba mucho el trago.
No puedo decir que tomaba una barbaridad, pero, a veces, cuando a la noche se acercaba a darme un beso, yo podía percibir su aliento pesado por el alcohol.
Ella siempre me besaba antes de irse a dormir.
Yo era chico, estoy hablando de cuando tenía 8 o 9 años.
Ella se quedaba viendo televisión hasta tarde y, antes de ir a acostarse, venía y me daba un beso.
Nunca dejaba de hacerlo.
En la mayoría de los casos yo fingía dormir.
O, si estaba dormido, habitualmente ella me despertaba sin querer porque se tropezaba contra los muebles en la semi penumbra.

Tampoco podría precisar cuándo fue que ella empezó a beber con mayor asiduidad.
Cuando nuestro padre vivía con nosotros, mamá casi no tomaba. En el almuerzo solía llenar su vaso con soda y luego coloreba la soda con un chorrito mínimo de vino. Cuidadosamente, como si fuera un químico elaborando una fórmula altamente explosiva.
Pero lo cierto es que, esas noches, en ocasiones, yo podía adivinar cuándo se asomaba a la puerta de mi cuarto por el aliento. Me llegaba una vaharada espesa a vino común.
Así y todo, me gustaba mucho que viniera a darme un beso. Además, musitaba algo, como una plegaria o una bendición, que yo no llega a escuchar, pero agradecía.
Bebía a escondidas o, al menos, no lo hacía abiertamente frente a mí.
Seguía tomando el vaso de soda coloreada al mediodía y también a la noche, pero nada más que eso.
No sé si tomaría frente a Alcira, la señora que venía una vez a la semana a planchar, o en compañía de Zulema, la vecina del segundo piso, pero al menos frente a mí conservaba cierto recato.

Poco tiempo después, cuando yo regresaba de la secundaria, había ocasiones en que la encontraba tirada en el gallinero.
Tenía un gallinero que compartíamos con Zulema, en uno de los ángulos de la terraza.
Varias veces la encontré a mamá tirada entre las gallinas, que la picoteaban.

No era lindo de ver.
Las gallinas le ensuciaban encima, o ella se ensuciaba con la caca de las gallinas y, además, se le llenaba el vestido de plumas.
Yo no sabía bien qué hacer en esas ocasiones.
Al principio me volvía al departamento y me hacía la leche yo solo, para no ponerla en el difícil trance de explicarme su situación.
Pero una vez, enojado, la zamarreé hasta despertarla.
Me dijo que se había dormido sin querer, mientras buscaba huevos para la noche; que el sol estaba muy lindo allí en la terraza.
Pero olía espantoso y no sé dónde metía las botellas.
Compraba, recuerdo, licor de huevo al chocolate.
Las borracheras con licor de huevo al chocolate son terribles, devastadoras.
Había días en que amanecía verde, descompuesta, con un dolor de cabeza infernal.
Me decía que había tomado una copita de licor de huevo y le había caído mal. Que el hígado le latía.
Siempre recuerdo esa expresión suya, "que el hígado le latía".
Era muy ocurrente para hablar, muy divertida.
Pero yo veía, en el cajón de basura, cómo se acumulaban las botellas.
Se escondía para beber.
A veces mirábamos televisión - a ella le gustaba muchísimo el programa de Pipo Mancera - y de pronto se iba al baño.
Sabía que el baño era un lugar eminentemente privado y que yo no me iba a atrever a espiarla allí, como sí lo había hecho una vez cuando ella se metió debajo de la mesa del living con la excusa de buscar un carretel de hilo que se le había caído.
Alcé el mantel y la sorprendí con una petaca.
Me empecé a preocupar realmente cuando se tomó una botella de alcohol Abeja, un alcohol para desinfectar lastimaduras.Mamá era increíblemente dulce conmigo.
Un día yo me corté un dedo recortando figuritas con la tijera.
Desde chico me gustó recortar figuritas de la revista de modas.
De los figurines, como decía ella.
Me salía bastante sangre. La yema del dedo siempre sangra mucho. Ella vino corriendo con gasa y la botella de alcohol.
Me puso alcohol en el dedo y después, directamente del pico del frasco, se tomó un trago.
"¡Mamá!", la alerté.
Mi padre nos retaba cuando nosotros bebíamos directamente del pico, aun siendo gaseosas.
"Es que me ponés nerviosa", me dijo.
Pero después se tomó todo lo que quedaba en el frasco.
Sin embargo, no dio señales de que le hubiese caído mal ni mucho menos.
Tenía bastante conducta alcohólica con el Abeja.
No así con el perfume.
Un día la acompañé a una perfumería, después de ir al cine.
A ella le gustaba mucho el cine, en especial las películas de piratas. Vio tres veces Todos los hermanos eran valientes. Conozco mucha gente que ha visto tres veces una misma película. Pero ella la vio en un mismo día.
Me dijo que quería comprarse un perfume.
A la vendedora le pidió alguno que fuera frutado.
Yo no creo que mamá tuviese un gusto refinado para los vinos.
Se había hecho, lógicamente, dentro de los parámetros de la clase media. Y mi padre no pasaba de los vinos Chamaquito, Copiapó o Fuerte del Rey.
Yo la veía aparecer a mamá oliendo a perfume y nunca sabía si se lo había puesto o se lo había tomado. O las dos cosas.
Era difícil, sin embargo, verla dando pena o tambaleante.
Se dormía con facilidad, eso sí, como en el caso con las gallinas, o se le ponía un poquito pesada la lengua, pero nada más.
Podría afirmar, por ejemplo, que nunca me hizo pasar un papelón en alguna fiesta familiar. Yo detectaba un cierto cuidado, una cierta atención especial hacia ella de parte de mis tías o de abuela Alicia, como decir: "Sacale la copa a Dora" o "Decile a Dora que pare", pero nada más. Algún codazo intencionado, a veces, cuando mamá preguntaba por el clericó.
Eso sí, se reía con mucha facilidad cuando tomaba, lo que no dejaba de ser, por otra parte, un costado simpático de su personalidad.
Admito que hubo una especie de nervio y hasta una suerte de incomodidad en mi tío Adalberto, durante un almuerzo improvisado en casa de Chuco y Popola, cuando mamá no pudo parar de reírse en toda la sobremesa, aunque acabábamos de llegar del entierro de tía Clorinda.
Pero era una mujer encantadora. En verdad encantadora.
Siempre alegre, siempre dispuesta, pese a todos los problemas que vivimos y al asunto de papá, antes de que se fuera de casa.
A la que no le gustaba nada el asunto era a Elenita, mi hermana. Obvié contar que tengo una hermana mayor que se llama Elena. Ella se ponía fatal cuando pasaban esas cosas, no soportaba que mamá bebiera como no lo soportaba a papá, tampoco, por otras razones.
En el caso de papá, creo que tenía algo de razón. Con mamá, en cambio, era excesivamente dura.
Un psicólogo me dijo que mi hermana reclamaba lo que a ella le correspondía.
No sé si coincido demasiado con eso.
Por suerte, nunca Elenita encontró a mamá tirada entre las gallinas en el gallinero. Lo que pasa es que mi hermana nunca subía a la terraza, porque decía que le tenía terror a las alturas y porque aún conserva una extraña alergia a los animales con plumas.
Veía un pollo y se brotaba. Si comía algo que incluyera gallina, se hinchaba como un globo. Aunque no supiera que el plato contenía gallina, lo mismo se hinchaba, con lo que quiero decir que no era algo meramente psicológico.
Un día, tía Chuco, pobre, desconociendo el problema de Elena, le regaló una gallinita de chocolate para Pascuas, y a mi hermana la salvaron con un Decadrón. Se le había hinchado tanto la cara que parecía una japonesa. Los ojos eran dos tajos.
Ella, justamente, que siempre ha presumido de tener ojos muy lindos.
Pero mamá le caía muy bien a todo el mundo. En realidad, el problema de mamá no era el alochol. Era el cigarrillo.
Fumar sí, lo hacía públicamente. En eso diría que fue una adelantada del feminismo.

Una activista.
Ella me contaba que fumaba desde los 11 años, a instancias de su padre, que tenía un puesto alto en el ferrocarril Mitre. El padre la convidó con un cigarro de hoja, muy fuerte, justamente para que le desagradara y nunca más probara el tabaco, pero ella se envició.

Había momentos en que eso sí me molestaba, porque fumaba mientras comía.
Dejaba el cigarrillo - fumaba Marvel cortos, negros, sin filtro -, cortaba un pedazo de milanesa, por ejemplo; lo masticaba, lo tragaba y le pegaba otra pitada al cigarrillo.
Tenía el dedo índice y el anular de la mano derecha amarillos por la nicotina, casi verdes.
Había veces en que mi padre le reprochaba que fumara durante la comida, agitando la mano exageradamente frente a su cara, como apartando el humo.
"Es mi único vicio", decía mamá.
Y en esos momentos era verdad, pues creo que ella empezó a beber vodka y ginebra después de que se marchó mi padre, sin que nadie supiera muy bien por qué. Y no pienso que mamá se lanzara a la bebida para olvidar el abandono de mi padre.

Creo que, simplemente, se sintió liberada y ya pudo hacerlo sin mayores complejos ni presiones, salvo la actitud recriminatoria de Elena.
Elena a veces se levantaba antes de la mesa, molesta por el humo. Se hacía la que tosía, incluso, para que no la retaran reclamándole que comiera el postre. Elena fue siempre muy dramática, muy histriónica.
En casa éramos de una clase media típica. Pero de aquellos tiempos, cuando la clase media vivía bien, cómoda, tranquila.
Al mediodía comíamos tres platos, por ejemplo. Una sopa de entrada, el plato fuerte y el postre, que casi siempre era fruta o queso y dulce.
Elena tosía, se levantaba y se iba. Siempre fue un poco teatral mi hermana.

Para empezar a fumar, mamá aprovechaba cuando la sopa estaba bien caliente y echaba humo. Suponía que el humo de sus cigarrillos se mezclaba con el de la sopa y así se disimulaba.
Sin embargo, no era abusiva.
No era una persona a la que le importara muy poco lo que pasaba a su alrededor, con sus semejantes. La prueba es que se ofrecía, en ocasiones, a ir a leerles a los enfermos.

El problema es que les leía sólo lo que le gustaba a ella y tuvo una agarrada muy fuerte con un estibador que había perdido una pierna al caérsele encima una grúa portuaria, y a quien mamá insistía en leerle Mujercitas, de Luisa M. Alcott.
Digamos - para que quede claro - cuando papá y Elena insistieron con sus quejas por el hecho de que mamá fumaba en la mesa, dejó de hacerlo.
Así de simple. Dejó de hacerlo.
Fue cuando empezó a mascar tabaco, una costumbre que yo creía desaparecida con los últimos arrieros.
Cuando compraba la fruta, mamá se traía para ella unas hojas de tabaco, las plegaba, se las metía en la boca y comenzaba a masticarlas.

Es cierto, no producía humo, pero llegaba un momento en que se le escapaba un hilo de saliva marrón verdoso por la comisura de los labios, que me desagradaba mucho.
Debo reconocer que siempre he sido un tipo bastante sensible. Y de chico, más.
Con el tiempo, mamá volvió a fumar. Le molestaba tener que ir a escupir al baño cada tanto, mientras masticaba tabaco, ya que, cuidadosa, no quería hacerlo frente a nosotros.
Apunto que era muy obsesiva con el cuidado de la casa.
Enormemente prolija, muy aficionada a los mantelitos calados, a las cortinas con encajes, a los macramés, a las puntillas.
Bordaba muy bien.
A mí me gustaba mirarla por las noches acostado en su cama, escuchando en la radio el Radioteatro Palmolive del Aire, mientras ella bordaba pañuelitos, masticando tabaco.
Era muy hábil para las manualidades. Después empezó a armar sus propios cigarrillos. Al terminar el almuerzo se recostaba en una reposera, en el patio, y empezaba a armar los cigarrillos. Tenía su propio papel, su propio tabaco.
Era lindo mirarla mientras humedecía con saliva el borde del papel, apretaba el cilindrito como si fuera un canelón minúsculo, lo encendía, entrecerraba los ojos en tanto el humo subía.
Empezó a hacer eso, es claro, cuando tuvo más tiempo, cuando ya papá se había ido y tampoco le aceptaban tanto que fuera a leerles a los enfermos.

Toda una sala del Clemente Alvarez había hecho una huelga de hambre contra su presencia.
Llegaron a organizar una marcha de protesta contra mamá, un tanto injustamente, porque ella tenía la mejor de las voluntades.
En esa marcha un anciano, a poco de intentar caminar, sufrió la dolorosa revelación de descubrir que le habían amputado una pierna, lo que provocó más animosidad contra mi madre.
Pero a ella no le importaba demasiado.

Le bastaba tenernos a mí y a mi hermana, pese a que Elena también se iría poco tiempo después, cuando mamá le tomó - le bebió, digamos - un perfume carísimo que le había regalado su primer novio, el imbécil de Gogo Santiesteban.
Por cierto, cuando se le dio por fumar toscanitos Génova, el aliento que tenía por las noches, cuando se acercaba a darme el beso de despedida, era insoportable.

Es duro decirlo, pero es así.
Era como si hubiesen destapado una cisterna cenagosa, con agua estancada, con aguas servidas, una mezcla de solución biliosa con aroma a animal muerto. Era feo.
Con el tiempo le daban accesos de tos muy fuertes. Ella decía que era culpa de la pelusa de las bolitas de los paraísos, esos árboles que, en verdad, le han arruinado los pulmones a más de un rosarino. Y luego, años después, le echaba la culpa a ese polvillo que llegaba desde el puerto, cuando los barcos cargaban cereal, no sé cómo le llaman.
Tomaba miel, entonces, para suavizarse la garganta. Comía pastillas de oruzus. O iba a buscar huevos a la terraza para mezclarlos con coñac y quitarse la carraspera, y allí es cuando yo solía encontrarla tirada en el gallinero.
Tenía linda voz mamá, muy cristalina, y solía cantar una canción que hablaba de la hija de un viejito guardafaros, que era la princesita de aquella soledad.
O esa otra que decía "en qué se mete, la chica del diecisiete".
Pero se negaba a culpar al tabaco por su tos, cuando parecía que iba a escupir los dos pulmones a cada momento. Se le salían los ojos de las órbitas y lagrimeaba. Nunca la vi lagrimear por otra cosa a ella.
Era muy alegre y ponía al mal tiempo buena cara.
De inmediato mezclaba coñac con leche bien caliente, y decía que eso le calmaría la picazón de garganta, producida por las bolitas de paraíso.
Yo sabía perfectamente que ése era un remedio para bajar la fiebre, pero ella se tomaba tres o cuatro vasos y luego me decía que se sentía mejor. Cantaba para demostrármelo. Pero son cosas que, tarde o temprano, afectan a una persona.
Tiempo después, de grande, a mamá se le habían caído dos uñas de los dedos de la mano derecha por la nicotina y al respirar se le escuchaba un crujido, como el que hace un sillón de mimbre al recibir el peso de una persona. Se agitaba con facilidad y casi no podía subir los veinte escalones hasta le terraza.
Sin embargo, yo creo que el problema de mamá no era el tabaco. Era el juego.
Ella sostenía que nunca jugaban por plata, con sus amigas, tía Eve, Zulema y las hermanitas Mendoza.
Se encontraban una vez a la semana en casa de Zulema, casi siempre, y jugaban a la canasta uruguaya. se pasaban, a veces, seis o siete horas jugando.
"Es mi único vicio", decía mamá, y tal vez fuera cierto.
Ella decía que el vino y el tabaco constituían, apenas, rasgos de personalidad.

Lo cierto es que muchas veces desaparecían cosas de casa. Adornos, jarrones, espejos o ropa de ella misma, y yo estoy seguro de que eso sucedía porque eran cosas que perdía en el juego con sus amigas.
Reconocí, un día, un prendedor con forma de lagarto, muy lindo, verdecito, que le había regalado mi padre para el Día del Empleado Bancario, en la pechera de Marilú, una de las hermanas Mendoza.
Yo no me animé a decir nada, pero mi hermana sí le preguntó, y Marilú dijo que se lo habían regalado, que eran muy comunes.
Que si uno en Casa Tía, por ejemplo, compraba cosas por más de un determinado valor, le regalaban uno de esos prendedores de lagarto.
Era difícil de creer.
Como cuando Zulema apareció con una estola, una boa símil zorro que a mí me impresionaba de chico porque tenía la cabeza disecada del animal sacando un poco la lengua que, sin lugar a dudas, era la misma boa que había sido de mamá.
Mamá me dijo que se la había regalado a Zulema para su cumpleaños, pero yo no le creí.
Lo mismo pasó con la bicicleta de Elena y creo que ésa fue otra de las cosas que mi hermana no pudo digerir y la llevó a irse de la casa.
Aunque, en rigor de verdad, mi hermana ya hacía mucho que había dejado de andar en bicicleta cuando sucedió aquel asunto, pero lo mismo se enojó.
Para mamá fue un golpe fuerte cuando le prohibieron la entrada al otro hospital, el Vilela.
Ya en el Clemente Alvarez le impedían leerles a los enfermos, a partir de aquel problema con el portuario, y más que nada cuando decidió leerle La peste, de Camus, a un grupo que estaba en terapia intensiva.
Entonces optó por ir al Vilela y jugar a los naipes con los internados, para entretenerlos.
Supe que eso iba por mal camino cuando volvió a casa con un papagayo enlozado, casi nuevo. Me negó que se lo hubiera ganado a un tuberculoso en una partida de monte criollo. Insistía en que se lo había regalado un viejito nefrítico que estaba enamorado de ella. Admito que, de última, se había vuelto bastante mentirosa.

"Imaginativa", decía ella, riéndose de mis reproches. Porque siempre me negó que ella jugara con los enfermos por dinero.
Pero solía ganarles cosas valiosas a los pobres viejos. Bastones, piyamas, radios portátiles, cosas que significaban mucho para ellos.
"Me sorprende de vos - le dije un día -. Siempre fuiste una persona muy buena y amable con la gente"
Se puso seria.
"Son viejos enfermos, terminales algunos, indefensos", le insistí. Fue la primera vez, podría jurarlo, que percibí una arista dura en sus palabras.
"Las deudas de juego se pagan", me dijo, y encendió un Avanti.
Cuando perdimos el departamento y debimos mudarnos a uno mucho más chico, fue demasiado para mí.
Ella decía que mi padre y Elena ya no estaban con nosotros, y que era al divino botón mantener un departamento tan grande como el de la calle Catamarca. Que a ella le costaba mucho cuidarlo, limpiarlo y arreglarlo.
Pero yo sabía que eran todas mentiras.

Que había perdido el departamento en una partida de pase inglés jugando en el subsuelo del Club Náutico Avellaneda.
Me fui a vivir, entonces, con Mario, un amigo.
Me costó sangre, porque he querido muchísimo a mi madre. Aún la quiero.
La última vez que la vi la noté mal. No nos vemos muy a menudo. Está muy encorvada, los ojos salidos de las órbitas y su piel luce un color grisáceo arratonado.
Sigue, de todos modos, siendo una persona encantadora, de risa fácil y trato jovial.
La vi tan desmejorada que me tomé el atrevimiento de llamar al doctor Pruneda para preguntarle por su salud.
El doctor Pruneda me tranquilizó. Me dijo que mamá está muy bien. Demasiado bien para sus vicios.
Pero me dijo que el problema de ella no es el alcohol ni el tabaco ni el juego.
Y me dio el nombre de una enfermedad. Ninfomanía, me dijo.
Y reconozco que no quise averiguar nada más.
Incluso ni siquiera le pregunté a Carlos, que está estudiando medicina y hubiera podido explicarme.
Pero él se pone como loco cuando le toco el tema de mi familia.
No sé, por lo tanto, qué significa esa palabra que me dijo el médico ni quiero saberlo.
Temo enterarme de que a mi madre le queda poco tiempo de vida. Y prefiero guardar en mi memoria, en el recuerdo, esa imagen que siempre he tenido de ella.
Esplendorosa, vital, encantadora, cariñosa y alegre.

martes, 25 de noviembre de 2014

EL SORDO, de Roberto Fontanarrosa

El tipo apareció de improviso, ante la indiferencia general, por detrás de la columna.
Se inclinó por sobre el hombro del Sordo, lo tocó en un brazo y le dijo:
Quiero hablar con vos.
El sordo levantó la vista, lo miró con el ceño fruncido como si no lo conociera, pegó una hojeada sobre los otros componentes de la mesa y amagó una evasiva.
Vamos allá..! - dijo el otro, señalando las mesas del fondo.
El Sordo se puso de pie, serio.
Casi ninguno, ni Pochi, ni Roger, ni Gustavo, se habían percatado de la situación.
Pagale al hombre, che - dijo en voz alta, Ricardo, el único que había caído en la cuenta.
- ¿Siempre lo mismo, Sordo? - se anotó el Zorro, zumbón -. No lo cagués al muchacho.
Pero el tipo, muy serio, ya se alejaba hacia el fondo.
Ahora sí, los demás hicieron un instante de silencio, prestándole una mínima atención al suceso.
Parece que viene pesada la cosa.." - se rió el Zorro.
- ¿Y no lo escuchaste al punto?" - preguntó Ricardo - 
Quiero hablar con vos, le dijo. Nada de "¿Podría hablar un momentito con vos?" o "¿Tendrías un minuto para atenderme?".
Nada.
Quiero hablar con vos y a la lona.
Será cana...
Es un novio que se levantó el Sordo en las vacaciones... - dijo Pochi.
- Se habrá puesto celoso el quía - supuso el Zorro.
- Lo ve con tantos machos.
- ¿Dónde "machos"? -se hizo el boludo, Guillermo.
Y sin transición alguna volvieron al tema de las bailantas y de las tres negras que había traído el Flaco Campana del Brasil para bailar en los pueblos.
"No le queda guita pero coge al costo" justificaba el Pochi.
El tipo se había sentado enfrente del Sordo y se quedó mirando hacia el lado del mostrador, los ojos entrecerrados, rebuscando algo con la lengua entre los dientes, tomada la mano que sostenía el pucho en el reborde de aluminio de la mesa.
El Sordo pudo mirarlo un poco más.
Sin ser muy alto, tenía cierta pinta de bestia. Algún pozo de viruela en la mejilla, sombra de barba, remera de marca desconocida abierta en sus tres botones.
Prolijo, pese a todo.
Por un momento bastante largo pareció que el tipo no iba a empezar a hablar nunca.
- Vos te encamaste con mi mujer - soltó de golpe mirándolo, ahora sí, al Sordo.
- ¿Cómo..? - el Sordo adelantó la cabeza con un sobresalto elástico del cuello, como un tero al caminar.
- Que vos te encamaste con mi mujer.
- ¿Con tu mujer..?
El otro había adelantado el maxilar inferior dejando un orificio circular entre sus labios, por donde el humo del cigarrillo escapaba y le nublaba los ojos.
No dijo nada más, y, por el casi imperceptible trepidar de la mesa, era notorio que oscilaba una pierna pivoteando sobre el pie flexionado como si cosiera a máquina.
- Espera un cachito.. Esperá un cachito..- se rascó una ceja el Sordo amagando una sonrisa forzada -.
Yo a vos...¿te conozco?
- Sí, me conocés...
- Porque, vos acá aparecés... - sobrevoló la información del Sordo - ... me venís a buscar a la mesa, me presionás para que venga a hablar con vos... Me hacés levantar de la mesa donde...
- Sí me conocés...
- ... yo estoy con mis amigos conversando lo más tranquilo y, de rompe y raja, me salís con esto de que...
- No te hagas el turro que me conocés...
El Sordo paró.
Se quedó con la mano izquierda cerrada con la punta de los dedos hacia arriba, interrogante, junto al pecho.
- ¿Que yo te conozco? ¿De dónde te conozco? A ver si nos volvimos todos locos.
- Me conocés de la puerta de la escuela Mariano Moreno, de Paraguay al 1200... Vos vas a buscar a tu piba ahí. Y yo también.
- ¿ Vos también?
- Sí señor... Y a veces voy yo y a veces va mi jermu. Y vos a veces chamuyás con mi jermu ahí y otras veces ... - el tipo inclinó la cabeza como si quisiera apoyar una oreja en el nerolite de la mesa en tanto golpeaba con el índice...
- ...chamuyás con ella acá, en este mismo boliche.
- ¿Acá?
- Sí señor -el tono del tipo tenía un atisbo de grosería y un siseo remarcado.
- Y... ¿Quién es tu mujer..?
- No te hagás el boludo que vos sabés muy bien quién es mi mujer.
- No, mi viejo... - se enojó el Sordo -. 
No sé quién es tu mujer y tampoco tengo la más puta idea de quién sos vos... Vos me venís con eso de que vas a buscar a tus pibes a la escuela Mariano Moreno, y yo también voy de vez en cuando a buscar a mi piba a esa escuela; pero te puedo asegurar que no me acuerdo ni en pedo de vos ni de tu cara ni de un carajo...
- No levantés la voz, no levantés la voz - pidió el otro, lo que en parte tranquilizó al Sordo.
Al parecer, el inquisidor no buscaba un escándalo, aunque su tono estaba más cerca de la amenaza que del paternalismo -.
Y no te hagas el boludito.. - al decir "boludito" sacudió hacia ambos costados la cabeza acompañando cada sílaba -. No te hagas el boludito - repitió - porque la semana pasada yo fuí con mi mujer a buscar los pibes al colegio y vos estabas ahí, y justo estabas al lado nuestro, y estuvimos hablando, así que no me vengas con que no sabés quién mierda es el que tenés sentado enfrente.
El Sordo se tiró hacia atrás en su silla, en parte como asombrado, en parte para alejarse de ese par de ojos que amartillaban el reproche demasiado cerca suyo.
Unió las manos en una palmada y se mordió el labio inferior.
- Esto es increíble - dijo como para sí -. Pero mirá las cosas que uno se tiene que bancar 
- observó hacia todos lados como buscando una explicación y, de paso, constató si los muchachos de la mesa seguían las alternativas del episodio, y si llegado el momento, se hallaban dispuestos a entrar en acción en caso de que volara el primer tortazo.
- El que me la tendría que bancar soy yo - se señaló el pecho el otro -. Y no me la banco. Así que no me vengas con que no me conocés, y tampoco conocés a mi mujer, porque está muy claro que no es así. Y tampoco andés mirando para tu mesa porque ninguno de esos pelotudos va a venir a ayudarte. Esos son muy buenos para hablar al pedo pero a la hora de los bifes se borran todos.
- Pero ¿Qué decís? ¡Pero escucháme! - quedó cortado el Sordo, enojado, no tanto por el análisis social que el intruso había esgrimido impunemente sobre sus amigos, sino más bien porque aquel tipo se había dado cuenta de su mirada de auxilio hacia la base -
¡Me pongo así para escucharte con el oído sano! ¿O por qué te pensás que me dicen el Sordo?
- Sí señor...- siguió el otro -. Porque en este boliche son muy de pajearse en charlas intelectuales, son muy del franeleo pajero todos ustedes y de hacerse los nórdicos, los suecos, en la cuestión de las minas. Pero en donde yo me crié, toda esa histeria, no corre, mi querido. Allá estas cosas se resuelven sin tanto psicoanálisis, estas cosas se resuelven como se resuelven en el barrio. Y yo sabía, estaba seguro, que esto iba a pasar cuando mi mujer me dijo que venía a este boliche de mierda, lleno de trolos, de pichicateros y de pajeros.
- Pará un cacho... pará un cacho... - buscó aire el Sordo, sin saber muy bien cómo seguir. 
- Y por eso vos me vas a explicar bien explicado cómo fue todo este fato con mi mujer, con la hija de puta de mi mujer...
- Pará un cacho... - continuó haciendo tiempo el Sordo -. Te digo una cosa... Te digo una cosa... Yo te estoy respondiendo, te estoy contestando por una elemental regla de cortesía. Por una... digamos... elemental norma de respeto - el otro lo miraba sin entender -. Pero la verdad es que no debería darte ni cinco de pelota, ni cinco de bola debería darte... Vos no sos mi viejo, ni sos cana, ni sos el fiscal de la Nación para venir a apurarme con este asunto de ...
- ¿Sabés quién soy yo? ¿Sabés quién soy yo? - el otro volvió a echar el torso sobre la mesa -. Yo soy el esposo de Marcela. El marido de Marcela. Ése soy yo. El esposo de la mina con la que vos te encamaste. O te encamás. Eso lo tengo que averiguar todavía...
El Sordo lo miró un momentito.
- ¿Quién es Marcela? ¿De qué Marcela me estás hablando?
- Marcela Tessone... ¿La ubicás ahora? - podía decirse que una sonrisa cínica merodeaba la boca del tipo -
- ¿Tessone? Mirá... - El Sordo adoptó un tono condescendiente, como si tuviese que explicarle a un niño un tema muy distante de su capacidad de razonamiento -. Acá todo el mundo se conoce por el nombre o por el apodo. Yo, hay muchachos de la mesa esos que vos decís que son todos putos, que se borran todos, a los que conozco nada más que por el apodo ¡ y los conozco desde hace años! Pero que no tengo ni la más puta idea de cómo se llaman, del nombre, del apellido, de nada. Por eso vos me decís Tessone y yo te digo ... que sí... que puede ser... que por ahí la...
- La morocha, alta, medio narigona... Que vos le prestaste el libro de Soljenitsyn...
El Sordo se quedó mirándolo.
No había mayores posibilidades de evadir el tema.
Y el tipo había pronunciado el nombre de Soljenitsyn bastante bien.
- ¿Un libro de Soljenitsyn? - caviló, sin embargo, frunciendo los labios -. Ah sí...
- Para iniciarla en lo intelectual... - de nuevo la sorna -
- Sí... Ya sé cuál es...
- Y la boluda se deslumbra con cualquier cosa. Hasta con un Patoruzito se deslumbra...
- Marcela...
Se quedaron un momento callados, observándose.
Filoso el tipo. Más a la defensiva el Sordo.
- ¿Entonces? - sacudió el tipo -
- Entonces ... ¿Qué?
El otro mantuvo la mirada fija.
- Y sí - admitió el Sordo sin arriar demasiado sus banderas -. A veces hablamos con tu mujer. Si es ésa que vos decís, a veces hablamos. Acá, en el boliche. Cuando ella viene. Pero te digo que viene muy de vez en cuando. Pero nada más. Yo a ella casi no la conozco. La conozco a la amiga.
- A la Patri.
- A ésa. A la Patricia. A ella la conozco más.
- ¿Así que la conocés a la amiga? - de nuevo la ironía -. La conocés a la amiga pero le prestás un libro a mi mujer.
- A tu mujer la conozco pero... oíme... la conozco como uno puede conocer a tanta gente en esta ciudad. Que la conocés de verla mil veces por la calle. Como... como vos me decías que yo te conocía a vos, de la puerta de la escuela. Pero eso no quiere decir que te conozco. Sí por ahí te veo y digo "Qué cara conocida", pero nada más... Rosario es una ciudad chica... Y hablo con ella como puedo hablar con tanta gente que viene acá, somos todos amigos...
- Sí... Amigos... Amigos... Son todos muy amigos...
- Pero nada más...
El otro se pasó la mano por la cara como para modelarse de nuevo los pómulos.
- Mirá, mirá... - dijo -. No me vengas con versos, a mí ya no me caben los versos...
- Pero... - arremetió el Sordo -. ¿Y de dónde salió eso de que yo me encamo con tu mujer? ¿Quién te dijo eso de que yo me encamé con tu mujer? ¿Quién te fué con esa pelotudez?
- Ella. Ella me lo dijo.
El Sordo sintió el impacto. Se demudó.
Miró hacia el techo, hacia la mampara de madera que separaba el salón del quiosquito que da a la calle Sarmiento.
Vió a Pedro riéndose con una mina.
A Cary y a Querol hablando con una pendejita rubia.
El mundo seguía andando y él no podía creer todavía que estaba sentado allí, en el banquillo de los acusados, ante un inquisidor que manejaba más información de la tolerable.
- ¿Ella te dijo eso? ¿Marcela?
- Sí señor. Marcela me lo dijo.
El Sordo meneó la cabeza.
- ¿Ella te lo dijo?
- Ella.
- Mentira.
- Ah, claro... Aparte de cornudo, mentiroso... - se sonrió el tipo, inexplicablemente cordial -.
- ¡No! Digo, mentiras de ella. Mentiras, bolazos. Te está macaneando...
- Ah... Me está macaneando...
- ¡Sí señor! Seguro, por supuesto.. Te está macaneando. Está hablando al pedo. No puede decir esa barbaridad, esa pelotudez...
- ¿Y para qué me lo dice? ¿A ver?
- Qué se yo. Te querrá joder. Te querrá cagar la vida. Andá a saber. Vos sabés cómo son las mujeres. Las mujeres suelen ser muy hijas de puta, muy...
- Cuidado con lo que decís...
- Bueno... - El Sordo ya no sabía de dónde podía venir el cachetazo, adónde podía pisar sin que estallase una mina-. Te lo digo en un sentido muy...
- Tenés razón, tenés razón... - acordó el otro, sin embargo -. Mi mujer es una hija de puta, pero no es boluda. No es ninguna boluda. Y no va a venir a decirme una cosa así gratuitamente, para que yo la cague a trompadas. No me vino a decir que se le habían pasado los fideos o que se había olvidado un paraguas, querido. Me vino a decir que se había encamado con un tipo...
- Sí... ¡Y justo me viene a elegir a mí! ¡A meterme en un quilombo a mí..!
- ... y ella sabe que yo no soy un intelectual, mi viejo, ella sabe que yo la voy a cagar a trompadas, no se la va a llevar de arriba si me aparece con una cosa de ésas...
- Te querrá cagar la vida, viejo. Qué sé yo... Te sale con esas cosas porque te habrá dado la cana con alguna mina. Te conocerá alguna fulería y en esas cosas las mujeres son muy vengativas. Son capaces de inventar cualquier historia con tal de...
- ¿Inventar cualquier historia? - embistió el otro -. ¿Inventar también el día en que se encamó con vos? ¿Y la hora? ¿Y el telo al que fueron?
- ¿El telo? ¿ Te dijo el telo? Pero...
- Además, querido... ¡Yo no soy de engañar a mi mujer, mi viejo..! - el otro estiró una mano hacia adelante mostrando al Sordo la palma como si lo hubiesen herido en lo más profundo -. Yo podré tener mil quilombos con mi mujer, pero eso no hace que yo ande haciéndome el pelotudo con cualquier mina que se me cruce. Que ella sea una guacha no quiere decir que...
- ¿También te dió el nombre de un telo? ¡Dios querido! Pero qué imaginación que tiene esta mina... - el Sordo volvió a estallar sus manos en una palmada.
- Nada de imaginación, mi viejo. Nada de imaginación - el tipo variaba el ángulo de sus ataques con una velocidad incontrolable -. No sigas haciéndote el boludo porque ella me lo dijo todo, me batió todo, me lo contó todo...
El Sordo lo observó, algo desarmado.
- ... y ella será una guacha que podrá venir a joderme con muchas cosas, pero nunca con ese tema - siguió el tipo -. Y si me viene a contar una cosa así, es porque es cierto, es verdad. Eso que me dijo es cierto.
Otro silencio.
El Sordo resopló, enarcó las cejas poblando su frente de arrugas paralelas y horizontales.
Luego se encogió de hombros.
- Y bueno... - suspiró - ¿Qué querés que te diga?... si ella te dijo eso... Si ella me manda al muere...
- El jueves pasado. A las siete de la tarde. En el Gato Negro. Con video porno y todos los chiches...
- Y dale, bueno... Agregale cama de agua también... Nunca hubiera imaginado que a Marcela se le podían ocurrir tantas cosas...
- Entonces, viejo... - pisó firme el otro - Yo quiero que arreglemos este asunto.
El Sordo lo miró, ceñudo, curioso.
- Afuera - señaló el tipo con el mentón -.
- Pero... ¿Qué estás diciendo?
- Lo que te digo. En donde se te ocurra. Los dos, vamos y...
- Pero ... ¿de qué me hablás?
- Nos cagamos bien a trompadas.
- ¿A trompadas? - el Sordo lo miraba con una expresión de infinito asombro -. ¿Pero vos estás en pedo?
- Sí señor. A trompadas.
El Sordo se recostó, relajado, sobre el respaldo de su silla.
- Yo no me cago a trompadas ni por mi vieja.. -aclaró.
- No la metas a tu vieja en este asunto.
- Yo a mi vieja la meto donde se me cantan las bolas. Ahora lo único que falta es que venga cualquiera a decirme lo que tengo que hacer con mi vieja.
- Lo que pasa es que acá - generalizó el otro - están muy acostumbrados a parlarla demasiado, querido. Acá, vos y todos estos pajeros están muy acostumbrados a charlarla lunga, de cualquier cosa. Resuelven el fato de la guita, de la política, de la Revolución, sin levantar el culo de la silla. Son revolucionarios de café ustedes. Idiotas útiles. Y vos te creés que conmigo va a ser lo mismo. Y que vas a poder explicarme cómo fue que te cogiste a la hija de puta de mi mujer en una charla, en una conferencia de prensa; que me vas a poder decir cómo que te la empomaste y yo te voy a decir "¡Pero mire qué bien, qué cosa más interesante! ¿Qué diría Soljenitsyn a todo esto?" O algún otro de esos escritores culorrotos que ustedes se pasan leyendo todo el día....
- Te equivocás, te equivocás... - dijo el Sordo, jugueteando con un tiquet viejo de consumición entre los dedos -. No nos pasamos leyendo. Vos estás confundido - más tranquilo al comprobar que, pese a esa encendida llamada a la acción directa, pese a esa invitación a la violencia, la cosa venía demasiado dialéctica como para derivar en un holocausto.
- Conmigo no corre ésa. Esa mano no corre conmigo...
- Tu mujer no se encamó conmigo - afirmó el Sordo - Y te voy a decir una cosa, te voy a decir una cosa... Vos podés creer lo que se te cantes las pelotas, después de todo es tu mujer. Pero te voy a decir una cosa, como para que vos entiendas...
- No hay nada que entender, mi viejo... Esto está muy claro... Acá lo ...
- ¿Sabés por qué no me encamé con tu mujer, ni me encamo, ni me encamaría nunca..?
Ahí sí el tipo lo miró, atento.
- ¿Sabés por qué? - reafirmó el Sordo -.
- ¿Por qué?
- Porque tu mujer no me gusta.
- ¿Cómo que... no te gusta..?
- No me gusta. Muy simple. No me gusta.
- ¿Por qué no te gusta..?
- Es jovata, viejo. Está muy achacada.
- ¿Jovata? ¡No tiene 40 años, querido! ¡No seas pelotudo!
- Mirá, si no tiene 40 años, los aparenta. Te digo más, yo le daba cerca de 45.
- 37 pirulos tiene. Recién cumplidos.
- ¡Y bueno..!
- ¿Qué? ¿ Me vas a decir que alguna de estas pendejas que están por acá, aquella, por ejemplo, con esa pinta de muerta de hambre, están mejor que mi mujer? ¿Pero no ves la pinta de pichicateras que tienen todas, que parece que hace mil años que no toman sol, fumadas todas, sucias, los pelos roñosos? ¿Ésas son las pendejas que te gustan a vos? ¡Por favor! Dejame de joder. Además, no me vengas con versos, mi viejo. Si vos tampoco sos ningún pendejo ¿O me vas a venir con que a vos las pendejas todavía te dan pelota? No te dan ni cinco de pelota a vos, mi querido ¿O te pensas que yo no te veo? ¿O porqué te pasás, acaso todas las tardes, sentado en la mesa de todos esos viejos chotos como me dice Marcela que te pasás? Porque te dan mucha bola las pendejas, seguramente. Por eso. Viejos chotos haciéndose los galanes...
- A mí no me gusta...
- Además, mi mujer, será una hija de puta que se encama con el primer pelotudo que le cruza, pero se rompe el culo haciendo gimnasia para mantenerse en forma, querido ¡Las veces que me he tenido que hacer la comida cuando vuelvo del trabajo porque ella está haciendo la gimnasia, tirada enfrente del televisor con la mina esa y el grone de la ESPN, que hacen gimnasia arriba de un portaaviones! Y te va al gimnasio, y te sale a correr...
- No me gusta. No me digas porque no me gusta...
- Más de una de estas pendejas querría tener el culo que tiene mi mujer. Las gomas que tiene mi mujer, mirá lo que te digo...
- A vos te parece porque sos el marido. Tenés que convencerte porque...
- ¡No me tengo que convencer un carajo, querido! Yo no soy tan boludo, no me pongo ciego ante la realidad, yo no me engaño... Marcela será una guacha pero sigue estando buenísima... ¿O te creés que yo no veo cómo la miran los tipos por la calle..?
- No me gusta.
- Tendrías que verla en bolas...Bueno... -saltó el tipo-. ¡Si vos la viste en bolas, hijo de puta! ¡Oíme, salgamos y..!
- No es eso, no es eso... Yo no te digo que no esté buena...
- ¿Qué no va a estar buena? ¿Y que me decís entonces..?
- No sé... No es mi tipo de mujer... No... No... Qué se yo... Vos no lo tomés a mal, pero ... La nariz...
- ¿Qué pasa con la nariz? ¡Ahora no me vengas con que no te gustan las narigonas! Al contrario. Eso es lo que hace interesante a una mujer... ¡ Mirá la Barbara Streisand, por ejemplo, mirala a ella..! Ahora no me vas a salir con que te gustan estas pendejas que se hacen la estética y que quedan todas con la misma napia. Ésas te gustan, seguro, esas narices de mierda que parecen caniches... - No es eso...
- Además... A la Ley de Almada, mi viejo. Le tapás la cara con una almohada.
- No es eso...
- ¡Por favor, mi viejo..! ¿Qué me venís..?
- Es que a mi me gusta la mujer más... ¿ cómo decirte? Más...
- ¿Más qué?
- Más dulce, ¿me entendés?... Más modosita... Más manuable... Tu mujer, Marcela, es muy grandota, muy agresiva. Demasiado...
- ¿Agresiva? ¡Porque tiene personalidad, querido! Ella es así. Avasallante ¿O querés una boluda de ésas que se creen una muñequita de lujo..?
- No te digo agresiva...
- ¡Porque te sabe llevar una conversación! Eso es lo que te jode. Están todos acostumbrados a estar con minas que se callan la boca y le dicen que sí a todo, y no se bancan una mina que tenga los ovarios bien puestos como para copar una mesa y opinar de las cosas igual que los tipos. Eso es lo que pasa. ¡Claro! Todos los piolas de tu mesa pueden decir mil pelotudeces de lo que se les cante pero si aparece una mina con ideas propias no se la aguantan...
- Será así... Será así... Por ahí tenés razón...
- Lo que pasa es que ella te sabe llevar una conversación y...
- Y te aclaro que ella no viene a la mesa nuestra.
- Porque ha estudiado, mi viejo ¡Y quién te dice que no ha estudiado más que cualquiera de todos estos intelectuales...! ¡Intelectuales de la poronga..!
- Seré chapado a la antigua. Lo admito - enarcó las cejas el Sordo, casi como apesadumbrado -.
- Fijate que al final, yo... - no detuvo su arremetida el otro - que no soy lo que puede decirse un tipo de estudios, porque apenas si tengo el secundario, me banco una mina evolucionada. Pero ustedes no. Para ustedes una...
- ¿Sabés lo que pasa? ¿Sabés lo que pasa? Yo seré un antiguo, pero me jode que una mina te interrumpa cuando estás hablando ¿viste? No te digo que me joda que hable. Pero que sepa respetar cuando el que habla es otro. Que no se meta. Y eso es lo que hace Marcela. Se mete. En ese aspecto es... desubicada... grosera...
- ¡Por favor! ¡Mirá con lo que me salís..!
- Te digo más... Más de una vez, pensé, te juro que pensé, sin conocerte, eh, sin conocerte... "Pobre tipo el marido de esta mina! ¡Lo que debe ser aguantar a esta mina..!"
- Pero... ¡Por favor!... Ella... ¡Ella es una santa! Es incapaz de...
- Porque una cosa es charlar un ratito acá, todo muy bien, muy lindo, muy entretenido. Pero otra cosa es tenerla todo el día en tu casa y...
- ¡No estás a su altura, querido! ¡No estás a su altura!... Es una señora...
- Te digo más... Ahora que te conozco, ahora que te conozco y veo que sos un tipo honesto, frontal, un tipo que va de frente, como viniste de frente conmigo, un tipo que tiene la grandeza de plantear una cosa delicada como ésta, cara a cara... merecerías otra mina. No sé... Más dulce, menos agresiva, menos jodida.
- Por favor... Ya quisieras vos encontrar una mina como Marcela. Ya quisieras vos...
- Puede ser... - caviló el Sordo. La conversación parecía haberse agotado -. Puede ser...
El otro miró el reloj.
- Me voy - dijo -. Ya debe haber llegado - se paró -. 
El Sordo también, las manos en los bolsillos. 
- ¿Tomamos algo? - frunció las cejas, mirando la mesa vacía y tratando de recordar -.
El tipo negó con la cabeza.
- Chau - dijo -. Pero la vamos a seguir - advirtió -. 
Y se fué por la puerta de Sarmiento y Santa Fé. El Sordo se volvió para la Mesa de los Galanes.
Cuando el tipo pasó junto a donde estaban Cary y Querol, hizo un gesto con el mentón señalándole al Sordo la adolescente flaquita que charlaba con ellos.
- ¡Seguro que una cosa así te gusta a vos! ¡Qué vas a comparar..! - casi gritó, antes de continuar su retirada.
El Sordo admitió con un gesto ambiguo y siguió para su mesa.
Ésta se había poblado bastante.
Habían llegado el Pitufo, el Peruca, Belmondo y Hernán.
El Sordo tuvo que buscarse una silla de otra mesa y ubicarse en segunda fila, en un ángulo poco favorable.
- Mirá vos - se rió el Zorro -. Tenías ringside y te lo cagaron.
El Sordo iba a contestar cuando volvió el tipo, por el mismo lado que la vez anterior, por detrás de la misma columna.
Era obvio que había salido por la esquina y había vuelto a entrar por Santa Fé.
Le tocó el hombre al Sordo y se agachó para hablarle al oído.
- ¿Sabés por qué vos decís eso..? - le dijo -. 
El Sordo esperó, fastidiado. 
¿Sabés porqué vos decís eso..?
- ¿Qué digo..?
- Que no te gusta.
- ¿Por qué..?
- Porque Marcela no te da pelota. Por eso - el Sordo giró para mirarlo -. No te da bola.
- Sí... Seguro...
- Claro, querido. Como eso de la zorra y las uvas... "Estaban verdes"
- Sí... Seguramente...
- Entonces decís que no te gusta, que es fea, que es un escracho... - El Sordo meneó, la cabeza con disgusto, resoplando -.
- Sí, preguntale...
- Y... ¡No le va a dar bola a un tísico como vos, justamente..!
- Claro... Preguntale... - repitió el Sordo, ya engranado -.
El otro se irguió, siempre sonriendo y hasta se dio el lujo de palmearlo al Sordo en el hombro. 
- Sí. Seguro. Preguntale que hizo el jueves a la tarde... A eso de las siete... Preguntale..!
El otro le dió la última palmada de despedida y se alejó, contento.
- ¡Preguntale..! - alcanzó a gritar, airado, el Sordo -. 
¿Qué hizo..?! ¡Preguntale! 
Pero el otro había desaparecido por la puerta de la esquina.
Y esta vez ya no regresó.

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