miércoles, 27 de septiembre de 2017

LA CONDICIÓN ARGENTINA, de José Pablo Feinmann - 6/8/17

A fines de septiembre de 2013, Feinmann concluía el artículo “Qué es lo que se juega” con este ejemplar cross a la mandíbula: 
“La tragedia argentina – en una de sus importantes facetas – es así:

1) La clase media no quiere ser lo que es. Quiere ser clase alta. No clase baja.

2) Cuando los gobiernos populistas les posibilitan acceder a un buen nivel económico (que habían perdido bajo un gobierno neoliberal) se sienten otra vez clase alta y buscan destituir a los impresentables populistas.

3) Suben otra vez los neoliberales de las clases acomodadas. La clase media vuelve arruinarse. Vota otra vez al populismo. Y así hasta el agobio, o el vértigo”.

Hace cuatro años, el escritor y filósofo estaba vislumbrando, sin siquiera mencionarlo, este “nuevo-viejo” presente: otro momento donde la clase media vuelve arruinarse.
El escritor camina despacio, ayudado por un andador que le permite desplazarse en el living de su departamento.
Hay un antes y después del 14 de marzo de 2016, cuando sufrió un ACV (accidente cerebro vascular) durante una intervención quirúrgica.
En el camino perdió 30 kilos, está más estilizado y parece más alto. 

José Pablo habla con una entonación sosegada, extraña para quienes están acostumbrados a su verborragia incesante.
Una de sus pequeñas alegrías – además de la salida de La condición argentina – es que el próximo año se publicará una edición especial de los cuentos de Bongo con ilustraciones.
“Yo estaba mejor que nunca, re embalado, acababa de terminar un curso, que me había dejado muy contento y estaba escribiendo dos novelas, que tengo por la mitad.
Y pensaba seguir con mi programa de radio y con Filosofía aquí y ahora. Pero andaba con dolores de cabeza y fui a ver un médico que me dijo que tenía una estrechez en la columna cervical. El accidente cerebro vascular (ACV) fue una consecuencia de la agresión quirúrgica. Lo sufrí durante la operación, una operación de la que esperaba salir fantástico y que me iba a solucionar los dolores de cabeza”, resume Feinmann.
A los quince días de la operación y del ACV, tuvo un paro cardiorrespiratorio.
Estuvo internado dos meses y medio en terapia intensiva. “Uno de los factores más terribles fue el gobierno de Macri. Estar así, medio clueco, medio imposibilitado, y ver que hacen con el país lo que están haciendo...
Después de la internación, cuando me dieron el alta, estuve cuatro meses deprimido.
Como tengo tendencias obsesivas fuertes, estaba ‘¿por qué a mí?, ¿por qué me pasó esto?, ¿por qué me operé?’
¡Qué ingenuo! Me taladraba con eso”, reconoce el escritor. 

– En el prólogo del libro advierte que Macri y Trump “se parecen mucho”, y que el mundo está girando hacia la derecha.

¿Cómo explica este giro?
– Es una reacción contra los gobiernos nacionales, populares y democráticos que hubo en la segunda década del 2000.
La clase media, que es tan importante en la Argentina, cada vez se enceguece más, cada vez es peor éticamente, cada vez le importa menos los de abajo.
Y si los hunde, mejor.
De esa clase media ya no espero mucho.
En verdad, no espero mucho de nada en este momento porque no hay espacios de libertad, que sería eso que (Ernesto) Laclau llamaba “polos de hegemonía”.
Los espacios de libertad son aquellos lugares donde surge una respuesta, algo diferenciado, que aunque no tenga esperanza de triunfo sí tiene la esperanza de edificar algo distinto.
Eso se hizo durante la segunda década del siglo XXI y lo hicieron varios gobiernos a la vez.
Y fue una especie de primavera para muchos de nosotros; para otros habrá sido un trago amargo.
Acá se llegó bastante lejos en el campo de los derechos humanos, de la distribución de la riqueza, de la reivindicación de ciertos elementos del pasado, de ciertas líneas históricas que volvieron a estar sobre la mesa.
Y todo eso te lo hacen pagar; fueron doce años increíbles. Con optimismo podemos esperar que la tortilla se dé vuelta pronto.
Y si siguen haciendo así las cosas, se va a dar vuelta antes de lo que piensan.

– ¿Se subestimó demasiado a Macri al creer que no podría ganar las elecciones presidenciales?
– Sí, se lo subestimó. 
Se desvalorizó la figura de Macri; no vieron el potencial que tenía.
Lo vimos desde que asumió y emprendió una especie de blitzkrieg político que fue asombrando a todos hasta dejar a la sociedad medio knock out, cansada de recibir tantos golpes y de tanta vertiginosidad.
Por el lado de lo opuesto a Macri, está la disociación, la falta de unidad.
Mientras que la gente de Macri va a estar unida porque la derecha sabe unirse, toda la izquierda está de nuevo discutiendo los liderazgos.
Eso es lamentable.

– ¿Por qué no se resolvió la “vieja” disputa entre Cristina Fernández y Florencio Randazzo?
– No se resolvió por orgullo, por amor propio, por ambiciones. ¿Qué hay en la política?
Hay dinero, hay ambiciones, hay ansias de poder.
Tenemos que esperar mucho para que venga un gesto de generosidad.
Si el mejor candidato es Cristina, la tendrían que dejar a ella, por más que nuclea un odio muy focalizado de ciertas clases medias.
Pero se lo ganó en buena ley ese odio, porque la odian por lo bueno.
Me duele que hayan logrado sacar a la luz algunos hechos de corrupción que en ningún caso están justificados.
A un gobierno de raigambre popular es al que menos le tolero que incurra en actos de corrupción.
La derecha es la corrupción instaurada porque la derecha es estructuralmente corrupta; es el sistema el que te roba.
Los que vienen a hablar en nombre de los derechos humanos no pueden robar.
Inmediatamente después de esto hay que decir que el negociado del Correo Argentino equivale a 480 bolsas de (José) López. O sea que hay una dimensión donde la cantidad se convierte en cualidad.
No sé qué va a pasar en las elecciones, pero nos podemos llevar una sorpresa y que Macri saque más votos de los que creemos.

– ¿Su desencanto tiene que ver con cómo quedó escindido el kirchnerismo?
– Sí, parte importante del desencanto es notar que gente que tendría que estar junta, dándose la mano y marchando hacia adelante en una sola dirección, aunque sea coyuntural, está enfrentándose por factores de poder.
El desencanto también es mundial: está Trump en Estados Unidos, está Siria y el Estado Islámico...
¿Dónde queda la esperanza? ¿Dónde se la puede depositar?
Mirá (Nicolás) Maduro, también...
Yo conozco a la oposición venezolana y es abominable, pero no apruebo lo que hace Maduro. Me duele mucho.

– En uno de los textos del libro cita una frase de Walter Benjamin: “Solo por nuestro amor a los desesperados conservamos todavía la esperanza”.
¿Quiénes son estos desesperados hoy?
– Nuestros desesperados están en las calles y se mueren de frío.
Pero también tenemos algo que nos desespera, que es la visión que las clases medias tienen de esos desesperados: “¿por qué no van a trabajar, si no trabajan es porque son vagos”...
“Que no dependan del Estado, que se ganen el dinero”.
Los desesperados son los que ya no les importa nada; se tiran a morir. Por esa gente hay que luchar todavía...
Hay que luchar contra los que dicen “salieron de mi campo con un choripán”, con lo cual está diciendo: “¡Atención! Yo tengo un campo desde el que salen por mero accidente unos negros comiendo choripán”.
Es una frase detestable...
Hay que luchar contra los que hacen cuentas sobre el número de desaparecidos.
Cuando se pasa cierto número de muertes, andar contándolos es miserable.
Hay que tratar de que la verdad gane mayor cantidad de espacios políticos.

– ¿Cómo restablecer la verdad en tiempos donde impera la posverdad?
– La verdad es una construcción del poder.
El que más poder tiene impone su verdad a la sociedad.
Si dispongo de diez canales de televisión, la verdad será lo que diga a través de esos canales.
¿Qué va a pensar la gente mañana?
Lo que nosotros le digamos que piense.
Esa es la sensación más grande de poder que hay.
¿Cómo se logró el odio a Cristina? ¿Cómo se logró el ataque a Dilma (Rousseff)?
Con los medios. Cuando los medios quieren degradar a un político son infalibles.
Para combatirlos habría que tener medios tan poderosos como ellos.

– Hay algunos artículos que parecen escritos hoy, especialmente uno en el que se refiere al odio en estos términos: “el odio es la negación del pensamiento y de todo consenso posible”.
¿Por qué se odia tanto en este momento político?
– Ese es un buen tema.
Se odia al kirchnerismo porque tocó intereses de todo tipo y se encarnó muy fuertemente en sus dos líderes.
Se odia porque restableció la lucha por los derechos humanos, se distribuyó la riqueza lo más que se podía, por lo cual hubo que afectar a sectores importantes y tocarles sus intereses.
Y porque se metieron con un medio como Clarín, se metieron con el poder mediático.
Y el poder mediático los destruyó. Les ganó la pulseada. Parecía que se ganaba, pero otra vez los malos ganaron.

– En otro artículo de La condición argentina plantea que “la derecha es tan cruel como cada coyuntura se lo permite”.
¿Cuán cruel está siendo el macrismo?
– El macrismo está preparado para ser más cruel en la medida que gane espacios políticos.
Los espacios políticos que se le ceden al macrismo son espacios que se le ceden a la violencia.
Muchos creen que Macri está haciendo todo lo que puede, y lo van a votar porque él y las corporaciones y los bancos son lo más serio que hay, “no esa porquería del peronismo”, como dicen.
Y así se le dan espacios a Macri, que demostró que los aprovecha.
Macri es muy peligroso.
Además tiene una cualidad de odio muy acumulada, que viene en parte de que sabe que no lo toman del todo en serio.
Que haya dicho “a mí no me van a hacer una Carpa Blanca” es petulancia desde la violencia.
Ahora tenemos que querer a Menem en el recuerdo; a Menem le hacían una Carpa Blanca y se la bancaba.
¡Mirá adónde nos llevó Macri!

– ¿Y cómo proceder ante eso desde la filosofía y la literatura?
– La filosofía es comprometerse, la literatura también: o te comprometés o te comprometen.
Y lo mejor es comprometerse lúcidamente.
No creo que la literatura no tenga nada que ver con la realidad.
Te alzan los impuestos y ya te jodieron la escritura o las ganas de escribir.
Creer que con esta realidad uno puede abstenerse es medio inmoral.
Tampoco hay que creer que uno pueda hacer mucho.
Pero lo que pueda hacer, tiene que hacerlo.

– ¿Qué diferencia podría establecer entre el desencanto y el nihilismo?
– El nihilismo es autodestructivo, cuando se considera que ya no puede haber causas en las que valga la pena comprometerse.
En la frase de Benjamin, él cree que vale la pena mantener su esperanza por los desesperados.
Pero él sabe que hay desesperados porque tiene la sensibilidad de recibir ese dolor.
Hay muchos que se pertrechan tan bien contra el dolor que ni siquiera lo perciben.
No creo en un nihilismo que implique un desdén hacia la vida.
La vida es lo primero y conservarla es un dictum moral que implica el compromiso de cada uno contra la violencia, contra la injusticia y contra lo no democrático...
Es notable que un tipo “medio loco” como yo haya escrito 43 libros. Mi gran respaldo es la escritura.
Si no tuviera en mi vida la gran pasión de la escritura, no hubiera soportado todo lo que me pasó.

lunes, 25 de septiembre de 2017

LEVÁNTATE Y CANTA, de Héctor Negro y César Isella

LEVÁNTATE Y CANTA

Si algún golpe de suerte a contrapelo 

a contrasol, a contraluz, a contravida, 
te torna pájaro que quiebra el vuelo 
y te revuelca con el ala herida.

Y hay tanto viento para andar las ramas, 
tanto celeste para echarse encima 
y pese a todo vuelve la mañana, 
y está el amor, que su milagro arrima.

Por qué caerse y entregar las alas?
Por qué rendirse y manotear las ruinas?
si es el dolor al fin, quien nos iguala
y la esperanza quien nos ilumina.

Si hay un golpe de suerte a contrapelo, 

a contrasol, a contraluz, a contravida, 
abrí los ojos y tragate el cielo 
sentite fuerte y empujá hacia arriba.

ARMANDO A JAVIER MARÍAS, de Arturo Pérez Reverte - 24/11/14

Tengo una vieja relación de amistad con Javier Marías.
Data de hace diecisiete años, siendo vecinos de página en XLSemanal, cuando empezamos a hacernos mutuas alusiones humorísticas que eran seguidas con regocijo por los lectores, y que se convirtieron en habituales después de un texto mío titulado Odio a Javier Marías, motivado por mi indignación cuando uno de mis artículos apareció junto a una página de publicidad que mostraba a un apuesto moro con turbante, mientras que el suyo salía junto a uno de sujetadores de señora, encarnado en un abundante y atractivo escote.
Él respondió con otro artículo titulado No aguanto a Pérez Reverte, y a partir de entonces aquella guasa nos fue acercando cada vez más, y los que antes eran simples lectores uno del otro se convirtieron en amigos.
Después, Javier pasó a escribir sus artículos semanales en el dominical de El País, y allí sigue. Pero la amistad, cuajada en largas charlas sobre películas y libros que amamos, desde John Ford a Joseph Conrad -con incursiones laterales en Senta Berger, Grace Kelly y Ava Gardner-, fue en aumento. Coincidimos después en la Real Academia Española, donde nos sentamos juntos los jueves; y de vez en cuando, al salir, nos vamos a cenar a casa Lucio, en la mesa de siempre. Casi nunca hablamos de literatura; y, desde luego, nunca de literatura actual. A veces dejamos asomarse al otro a la novela que escribe cada cual, aunque para eso él es mucho más hermético que yo. Lo que a menudo sale a relucir son esos libros que ambos leemos y releemos desde que éramos niños, que son realmente el territorio donde, tan distintos como somos, Javier y yo nos reconocemos. Quizá por eso dije alguna vez que nuestra diferencia y afinidad provienen de lo mismo: vimos de pequeños las mismas películas, leímos los mismos tebeos y los mismos libros, pero él quiso escribirlos, y yo vivirlos. Y es ahora cuando nos encontramos de nuevo, cada uno con la mochila bien llena, de vuelta de la isla de sus propios piratas.

El jueves pasado hablamos de la Italia que nos gusta, de Christopher Lee y Billy Wilder, del amor y el trabajo en la madurez, de lo sereno y feliz que lo veo en los últimos tiempos, de la indigencia cultural del presidente Rajoy, de Un escándalo en Bohemia e Irene Adler -la mujer que derrotó a Sherlock Holmes- y de las encarnaduras cinematográficas del detective de Baker Street, del que somos antiguos y cálidos seguidores. «Holmes es el personaje literario que me habría gustado ser», concluyó Javier, brillantes sus ojos al decirlo. Y le conozco ese brillo.

También hablamos sobre la pistola ametralladora británica Sten. Esto último requiere explicaciones complejas, basadas en películas vistas de jovencitos, en libros de guerra y aventuras, en la familiaridad de Javier con lo británico y en su asombroso desconocimiento de las armas y su uso, pues él es un tipo cortés y civilizado, que un día tendrá el Nobel de literatura, y cuya agenda está llena de ex novias y profesores de Oxford -ésa es mi tomadura de pelo habitual-, a diferencia de la mía, donde entre traficantes, mercenarios, proxenetas y criminales figura lo mejor de cada casa. Pero al niño y lector de aventuras que fue Javier se le ve el plumero, entre otras cosas en la magnífica colección de soldaditos de plomo que tiene en su estudio. Así que hace tiempo decidí equipar más a fondo esa zona de su vida, regalándole primero una bayoneta de Kalashnikov, luego el cuchillo de comando del SAS británico, y después el Bowie de los marines en la guerra del Pacífico. Los recibió formal y flemáticamente escandalizado, pero la satisfacción se traslucía en sus ojos y sonrisa. Así que pasé a mayores, regalándole el Colt Pacemaker que usaba John Wayne, luego el revólver Webley de las tropas coloniales británicas, y al cabo la pistola alemana Luger, que motivó una memorable escena en los pasillos de la Real Academia, con Javier montándola y desmontándola, clic, clac, y varios respetables académicos alrededor, mirando acojonados.

Lo último ha sido la Sten inglesa: el arma de los comandos, los paracaidistas y los maquis, con la que me presenté en su casa, llevándola bajo la gabardina. «Estás loco», me dijo riendo. Pero ayer, mientras despachaba su filete empanado, comentó: «He comprobado que para un zurdo la Sten no es difícil de manejar». Lo imaginé en su despacho, después de irme yo, rodeado de primeras ediciones de Sterne y Conrad, corriendo el cerrojo de la metralleta que de pequeño había visto en el cine. Recordando al niño que fue y que en el fondo, por suerte para él y sus lectores, y sobre todo para sus amigos, nunca dejó de ser del todo. Y entonces fui yo quien sonrió, enternecido.

"AHORA, LA CULTURA NO EXISTE, LA ESTÁN TRITURANDO", reportaje a Arturo Pérez Reverte

Vuelve Arturo Pérez - Reverte a recorrer todos aquellos caminos y senderos, a veces torpes, torcidos y mal iluminados, que hicieron nuestro pasado.
La Historia, para el escritor, no es un paisaje de fondo en el que sobreponer los personajes, honestos o taimados, que asaltan su imaginación.
En «Hombres buenos» (Alfaguara) rinde homenaje a la Real Academia Española y a dos arrojados que se aventuraron por campos, mesetas y montes para conseguir los volúmenes de la primera edición de la «Encyclopédie» de D’Alembert y Diderot (que hoy conserva la RAE).
Una excusa para revisitar las posadas y mesones del siglo XVIII español - que se batía en duelo entre las tradiciones heredadas y las luces que se vislumbraban en el futuro -, sumergirse en un laberinto de intrigas y nobles propósitos, y conocer ese París intelectual, libertino y pre revolucionario.
Pero, sobre todo, es una oportunidad para volver a abrir el debate de intereses y tensiones que arruinaron el sueño de una España moderna y europea.


¿Cuáles fueron los factores que condenaron a España a permanecer retrasada respecto a Europa?

España arrastra una enfermedad histórica que viene de los visigodos, los romanos, la invasión árabe y la inquisición.
Es una especie de vileza histórica.
Aquí no existen adversarios; hay enemigos. Y a los enemigos no se los quiere vencidos, sino exterminados.
No se pretende convencer a nadie, sino aniquilarlo.
Esa necesidad de masacrar al que no piensa como tú, de etiquetar, de entender el mundo en blanco y negro, viene de una profunda incultura.

¿Ahí está la clave?

El problema es la palabra cultura.
En el siglo XVIII, igual que hoy, hubo gente que tenía patriotismo cultural, aunque ahora la palabra patriotismo está mancillada por la historia reciente y tiene mala prensa.
El patriotismo cultural pertenecía a aquellos que creían que la cultura era la forma de hacer mejores a sus conciudadanos y mejorar el mundo.
Entendían que un pueblo educado y culto es más libre y se deja manipular menos por los fanatismos y la violencia.
La novela es eso. Es de unos hombres buenos que intentan que su mundo y su país prosperen.

¿Y hoy hemos mejorado?

–En el siglo XVIII, el pueblo era inocente, la gente no era culpable de la historia que tenía. El analfabeto era cerril, inculto y fanático porque no podía ser otra cosa. Pero hoy ya no existen excusas. Ahora tenemos internet, cine, televisión y una educación obligatoria. El que es analfabeto y, en cambio, ve «Sálvame» es porque él quiere. Nadie le obliga a poner ese programa. Puede escoger. Pero elige eso. Aún son necesarios los hombres buenos para que recuerden al mundo que la cultura es la única forma de salvación que existe. Pero, atención, no la cultura de diseño de Almodóvar o de los desfiles de pasarela de Cibeles, sino la cultura como educación.

–¿Qué agentes han impedido a España modernizarse y avanzar?

–Cuando miras la historia de España, y te tropiezas con las desgracias de siempre y las ocasiones perdidas, siempre te encuentras con dos factores: el trono y el altar, que han sido los dos elementos que han hecho que nuestro país perdiera el paso de la Historia. Ha habido hombres buenos en el trono y el altar. De hecho, en la RAE había eclesiásticos con luces y progresistas, con una visión de modernidad y de futuro espectacular. Pero como institución, la Iglesia católica fue un gran freno. En otros países tuvieron a Newton, Voltaire, D’Alembert, Rousseau... en España no los tuvimos y los que tuvimos no se atrevieron porque era demasiado el peso que tenían sobre ellos. Esa llave de calabozo que tuvieron el trono y el altar aún continua. Pero ya no es igual. Hoy no se puede culpar de esos males a la Iglesia. La responsabilidad es del ciudadano que puede ser culto y no quiere, aunque pueda serlo. En estos momentos nadie te impide la educación.

–En su libro se puede leer una crítica al «majismo», los toros, el folclore.

–¡Cuidado! Esas no son mis opiniones, sino las de los personajes. Es lo que pensaban las personas ilustradas de ese momento. Yo soy un mero transmisor de ellas.

–Pero, ¿cómo ve a España?

–Ese «majismo», ese desgarro folclórico, esos toros de sainete todavía siguen estando. Llámalo fútbol, San Fermín... España sigue confundiendo cultura con folclore. Llama cultura al toro de Tordesillas, que es una barbaridad, cuando la verdadera cultura, la que educa, la dejamos de lado. Desde la Segunda República no ha habido en este país un intento serio de educar al pueblo de España. Los gobiernos sucesivos, también los más recientes, mantienen en un criminal abandono a la cultura como instrumento de educación, mejora de la calidad intelectual y ciudadana de la población. Ahora la cultura no existe, la están triturando. Cuando Zapatero hablaba de cultura se refería a la cultura de diseño, a la «pijocultura», no a la real. La cultura de verdad, la que forma generaciones lúcidas, responsables, dialécticamente capaces, con ideas... eso desde 1936 no ocurre.

–¿Y las consecuencias?

–Estamos pagando un precio. Mientras en el siglo XVIII, cuando no se habían producido los estragos de las dos españas, y todavía éramos vírgenes, la cultura era una esperanza.

–¿Y ahora?

–Una decepción. Pero aún quedan hombres a los que escuchar, con los que debatir. En España cuando hay un hombre bueno se le fusila, se le exilia, se le ningunea, se le borra de todos los lados, porque los hombres buenos en España incomodan, resultan molestos, son inoportunos porque no están a tono con el discurso oficial, con el lugar común, con esa retórica demagógica que aquí se toma por discurso político. Lo voy a resumir de una forma muy sencilla: la política debe ser siempre una herramienta de la cultura. La política debe servir para hacer que los pueblos sean más cultos, pero en España es al revés: la cultura es una herramienta manipulada por la política, una más, y está envilecida por el uso que de ella se hace como arma política.

–En el pasado, nos lanzábamos en brazos de reyes «deseados». Hoy, miramos a nuevos partidos. Nunca decidimos de una forma individual. ¿Somos aún una sociedad adolescente?

–Aquí, a los que nos quieren hacer adultos los exiliamos o fusilamos. En cuanto hay un discurso interesante, lúcido, racional, con cierto peso intelectual, enseguida se le dice: «Defínase, ¿vota al PP, al PSOE, a UPyd, a Ciudadanos?». Cuando les dices «no, yo soy de biblioteca», te responden: ¿Cómo que de biblioteca? ¡No, mójese! ¿De qué ideología es usted?». Cuando subrayas que a veces soy de cual y otras de cual, te insisten: «¡No, no, no! ¡¿Dónde está?!». Necesitamos la etiqueta. La elementalidad de nuestra política y el envilecimiento de nuestros conceptos políticos es tanto, que si no está establecido que sea amigo o enemigo, no hay posibilidad de que te escuchen. Y si eres enemigo, no te dejan hablar. Al adversario se le impide expresarse. No hay diálogo. Antes de que hable, lo matamos física o intelectualmente. La cuestión es no debatir, no contradecir, silenciar. Y es imposible así. Aunque en esta novela es optimista y describe cómo la buena fe, la amistad, la cultura y la educación crean un territorio en el que es posible.

–Su novela es también un homenaje a los libros.

–Al libro como aventura, porque el libro es una ventura. Irte de caza a Milán Oslo o Marruecos a buscar un ejemplar. Irte de caza, es la expresión, a ver qué puedes encontrar, qué sorpresa te depara la vida como lector. Acudir a la Cuesta de Moyano y, con veinte euros, traerte tres o cuatro libros. Es una aventura magnífica. Me dan pena los pobres estúpidos que son incapaces de vivir esa aventura maravillosa. El libro no es un objeto solo para leerse. El libro es su búsqueda, localización, captura, adquisición, conservación, subrayado. Es prestarlo al amigo, que pase a tus hijos, heredarlo de tus padres. El libro es un objeto alrededor del cual se teje la amistad, crece la cultura, nace la convivencia y el debate intelectual. Es hermoso. Esta novela es una aventura de libros y amistad.

–También rinde un homenaje a la Real Academia Española y a sus miembros. Pero todavía hoy mucha gente ve a la RAE como algo anclado en el pasado...

–-Eso es la ignorancia, el desconocimiento. Como esas polémicas que surgen de vez en cuando de una asociación que quiere que la RAE cambie el significado de una palabra. La RAE es el notario de lo que sucede en la sociedad... A esas personas hay que indicarles que son ellas las que hablan así; lo único que hace la RAE es recoger cómo usan la lengua los hablantes. Los que hacen la lengua peyorativa son los hablantes, no la RAE. Pero eso la gente no lo entiende. Se indica: «es que tal palabra es negativa». Pero cuando se lee «judiada» en un libro de Cervantes, ese vocablo quiere decir algo. El diccionario está para que la lengua se comprenda.

–Estamos anclados en lo políticamente correcto.

–Sí, pero también debemos tener en cuenta que el diccionario de la Real Academia Española es para toda Hispanoamérica. España no es el ombligo de la lengua española. Somos veintidós naciones. Somos veintidós países que utilizan la misma lengua y ortografía. Es un fenómeno sin par. Eso únicamente se consigue con mucha diplomacia, con relaciones, con reuniones. Hay quien protesta porque se incluye el término «amigovio», pero es que se utiliza en muchos países de América. Gran Bretaña y Estados Unidos tienen una edición diferente del diccionario, porque tienen palabras distintas. Lo mismo sucede con Brasil y Portugal. Pero, en Argentina, Guatemala, México o España no hay que tocar una palabra, porque todos tenemos un diccionario común. Que muchos se molestan por la palabra «subnormal», ¡pero si es que es la gente quien la emplea así! Todo esto es desconocimiento. Eso, y que en España cualquier analfabeto con «Twitter» se cree autorizado para enjuiciar a Mario Vargas Llosa o a Rodríguez Adrados.

El verdadero homenaje a Cervantes

Lo dice con claridad cuando se le pregunta por la recuperación del cuerpo de Cervantes: «Si ese barrio fuera inglés o francés, sería una meca cultural con fama europea. Cervantes tuvo la desgracia de ser español, como Quevedo, Calderón... Debía ser un barrio de museos, librerías, turistas, pero apenas hay nada... Cuatro profesores con sus alumnos haciendo lo que pueden». Pérez-Reverte reconoce que «quizá lo de Cervantes ayude. A lo mejor alguien con poder y medios convierta esa zona en un foco cultural, igual que ocurre con Shakespeare». Y cuando se le pide un buen epitafio para el autor de «El Quijote», admite que todos los que se le ocurren «son muy tristes. Cervantes era lúcido, soldado del rey, y fue ninguneado en vida y en muerte. Sus restos están por ahí 400 años después, igual que los de Murillo, Quevedo o Velázquez. Aquí la memoria la borramos. A mí lo de Cervantes no me importa. El homenaje a él lo lleva cada cual en su corazón y en “El Quijote”. Cada “Quijote” es un monumento a él. Es una lápida recordatoria de su vida y su obra».

invitado sorpresa

Su nombre ya aparecía en la última novela de Javier Marías, «Así empieza lo malo». Y, ahora, Arturo Pérez-Reverte también lo ha hecho y ha incluido en esta obra, en un divertido guiño, a Francisco Rico, el mayor especialista en Cervantes, uno de nuestros grandes filólogos y uno de los miembros de la Real Academia Española. Él es uno de los académicos que aparecen en esas páginas, ayudando y orientando a Pérez-Reverte en la documentación de «Hombres buenos». «Paco Rico se parte de risa con eso», reconoce el autor de Alatriste. Luego añade: «El canon lo fijó Javier Marías. Yo sigo lo que él ha marcado». Y lo ha hecho a través de una entrevista que supuestamente mantiene durante un paseo a través de las calles de París.


LA PUPILA INSOMNE, de Noam Chomsky

El establecimiento de vínculos diplomáticos entre Estados Unidos y Cuba ha sido ensalzado en el mundo como un suceso de importancia histórica. El corresponsal John Lee Anderson, quien ha escrito con perspicacia acerca de la región, sintetiza una reacción general entre los intelectuales liberales cuando escribe, en The New Yorker.
"Barack Obama ha mostrado que puede actuar como estadista de altura histórica. Y también, en este momento, Raúl Castro. Para los cubanos, este momento será emocionalmente catártico e históricamente transformacional. Durante 50 años su relación con su rico y poderoso vecino norteamericano se ha mantenido congelada en la década de 1960. Hasta un grado surrealista, sus destinos también se congelaron. Para los estadunidenses el suceso es importante también. La paz con Cuba nos devuelve momentáneamente a aquella era dorada en la que Estados Unidos era una nación amada en todo el mundo, cuando un joven y apuesto presidente JFK estaba en el cargo… Antes de Vietnam, de Allende, de Irak y de todas las miserias, y nos permite sentirnos orgullosos de nosotros mismos por hacer lo correcto".

El pasado no es tan idílico como lo retrata la persistente imagen de Camelot. JFK no fue "antes de Vietnam" o ni siquiera de Allende o Irak, pero dejemos eso a un lado. En Vietnam, cuando JFK asumió el cargo, la brutalidad del régimen de Diem impuesto por Washington había finalmente provocado una resistencia nacional que no pudo enfrentar. Kennedy se vio confrontado por lo que llamó un "asalto desde adentro","agresión interna", según la interesante frase favorecida por su embajador ante la ONU, Adlai Stevenson.

En consecuencia, Kennedy aumentó de inmediato la intervención estadunidense a la escala de una agresión, ordenando a la Fuerza Aérea bombardear Vietnam del Sur (según límites sudvietnamitas, que no engañaban a nadie), autorizando la guerra química y con napalm para destruir cultivos y ganado, y lanzando programas para llevar a los campesinos a virtuales campos de concentración para "protegerlos" de los guerrilleros, a quienes Washington sabía que la mayoría de ellos apoyaban.

Hacia 1963, los informes desde el terreno parecían indicar que la guerra de Kennedy triunfaba, pero surgió un grave problema. En agosto, la Casa Blanca se enteró de que el gobierno de Diem buscaba negociaciones con el Norte para poner fin al conflicto.

Si JFK tenía la menor intención de retirarse, eso le habría dado una oportunidad perfecta para hacerlo graciosamente, sin costo político, e incluso afirmando, en el estilo acostumbrado, que fue la fortaleza estadunidense y la defensa de la libertad lo que obligó a los norvietnamitas a rendirse. En cambio, Washington respaldó un golpe militar para instalar halcones militares, más apegados a los compromisos reales de JFK; el presidente Diem y su hermano fueron asesinados en el proceso. Con la victoria en apariencia a la vista, Kennedy aceptó a regañadientes una propuesta del secretario de Defensa Robert McNamara de comenzar el retiro de tropas (NSAM 263), pero con una condición crucial: después de la victoria. Kennedy mantuvo con insistencia esa demanda hasta su asesinato, unas semanas después. Muchas ilusiones se han tejido en torno a esos sucesos, pero se derrumban con rapidez ante el peso del rico registro documental.

La historia en otras partes no fue tan idílica como las leyendas de Camelot. Una de las decisiones de Kennedy que tuvieron mayores consecuencias se dio en 1962, cuando cambió en los hechos la misión de los militares latinoamericanos de la"defensa hemisférica" –remanente de la Segunda Guerra Mundial– a la"seguridad interna", eufemismo para nombrar la guerra contra el enemigo interno, la población. Los resultados fueron descritos por Charles Maechling, quien dirigió la contrainsurgencia estadunidense y la planeación de la defensa interior de 1961 a 1966.

La decisión de Kennedy, escribió, llevó la política estadunidense de la tolerancia "a la rapacidad y crueldad de los militares latinoamericanos" a la"complicidad directa" en sus crímenes, al apoyo de los "métodos de los escuadrones de exterminio de Heinrich Himmler". Quienes no prefieren lo que el especialista en relaciones internacionales Michael Glennon llamó "ignorancia intencional" pueden con facilidad aportar los detalles.

En Cuba, Kennedy heredó la política de Eisenhower de bloqueo y planes formales de derrocar al régimen, y con rapidez los intensificó con la invasión de Bahía de Cochinos. El fracaso de la incursión causó algo cercano a la histeria en Washington. En la primera reunión de gabinete después de la fallida invasión, la atmósfera era "casi salvaje", observó en privado el subsecretario de Estado Chester Bowles: "Hubo una reacción casi frenética a un programa de acción". Kennedy expresó la histeria en sus declaraciones públicas: “Las sociedades complacientes y blandas están a punto de ser eliminadas junto con los desechos de la historia. Sólo los fuertes… tienen la posibilidad de sobrevivir”, dijo a la nación, aunque estaba consciente, según admitió en privado, de que los aliados "creen que estamos un poco dementes" por el tema de Cuba. No sin razón.

Las acciones de Kennedy eran acordes con sus palabras. Lanzó una campaña terrorista asesina, diseñada para "llevar los terrores de la Tierra" a Cuba, según la frase de su consejero, el historiador Arthur Schlesinger, en referencia al proyecto asignado por el presidente a su hermano Robert como su más alta prioridad. Aparte de dar muerte a miles de personas junto con una destrucción en gran escala, los terrores de la Tierra fueron un factor principal en poner al mundo al borde de una guerra mundial terminal, como revela un estudio reciente. El gobierno reanudó los ataques terroristas tan pronto como la crisis de los misiles se desactivó.

Una forma común de evadir los temas desagradables es limitarse a las conjuras de la CIA para asesinar a Castro, ridiculizar su absurdo. Existieron, sí, pero fueron apenas un pie de página a la guerra terrorista lanzada por los hermanos Kennedy luego del fracaso de la invasión de Bahía de Cochinos, guerra a la que es difícil encontrar parangón en los anales del terrorismo internacional.

Hoy día existe mucho debate sobre si Cuba debe ser retirada de la lista de países que apoyan el terrorismo. Sólo puedo traer a la mente las palabras de Tácito de que "el crimen una vez expuesto sólo tiene refugio en la audacia". Excepto que no está expuesto, gracias a la "traición de los intelectuales".

Al asumir la presidencia luego del asesinato, Lyndon B. Johnson relajó el terrorismo, que sin embargo continuó durante la década de 1990. Pero no permitió que Cuba viviera en paz. Explicó al senador Fulbright que si bien no iba a entrar "en ninguna operación de Bahía de Cochinos", quería asesoría sobre "cómo debemos pincharles las bolas más de lo que lo estamos haciendo". En su comentario, el historiador sobre América Latina Lars Schoultz observa que "pinchar las bolas ha sido la política estadunidense desde entonces".

Algunos, sin duda, han sentido que tales métodos delicados no bastan, por ejemplo Alexander Haig, miembro del gabinete de Richard Nixon, quien pidió a ese presidente: "Usted ordene y convierto esa pinche isla en estacionamiento".

Su elocuencia captura con vividez la prolongada frustración de los líderes estadunidenses con "esa infernal pequeña república cubana", frase de Theodore Roosevelt al desahogar su furia por la resistencia de Cuba a aceptar graciosamente la invasión de 1898 para bloquear su liberación ante España y convertirla en una colonia virtual. Sin duda su valerosa incursión en la colina de San Juan había sido una noble causa (por lo regular se pasa por alto que esos batallones africano-estadunidenses fueron en gran medida responsables de conquistar la colina).

El historiador cubano Louis Pérez escribe que la intervención estadunidense, ensalzada en Estados Unidos como una intervención humanitaria para liberar a Cuba, logró sus objetivos verdaderos: "Una guerra cubana de liberación se transformó en una guerra estadunidense de conquista", la "guerra entre Estados Unidos y España" en la nomenclatura imperial, diseñada para oscurecer la victoria cubana, que fue absorbida rápidamente por la invasión. El desenlace alivió las ansiedades estadunidenses acerca de "lo que era anatema para todos los responsables de las políticas estadunidenses desde Thomas Jefferson: la independencia de Cuba".

Cómo han cambiado las cosas en dos siglos.

Ha habido esfuerzos tentativos por mejorar las relaciones en los pasados 50 años, revisados en detalle por William LeoGrande y Peter Kornbluh en su reciente estudio integral, Back Channel to Cuba. Es debatible que debamos sentirnos "orgullosos de nosotros" por los pasos que Obama ha dado, pero sí son "lo correcto", aunque el aplastante bloqueo siga en vigor en desafío a todo el mundo (excepto Israel) y el turismo aún esté prohibido. En su mensaje a la nación en el que anunciaba la nueva política, el presidente dejó en claro que también en otros aspectos el castigo a Cuba por no plegarse a la voluntad y a la violencia de Washington continuará, repitiendo pretextos que son demasiado ridículos para comentarlos.

Sin embargo, son dignas de atención las palabras del presidente, tales como las siguientes: “Orgullosamente, Estados Unidos ha apoyado la democracia y los derechos humanos en Cuba a lo largo de cinco décadas. Lo hemos hecho sobre todo mediante políticas que apuntan a aislar la isla, evitando los viajes y el comercio más básicos que los estadunidenses pueden disfrutar en cualquier otro lugar. Y aunque esta política ha estado fincada en la mejor de las intenciones, ninguna otra nación nos secunda en imponer estas sanciones y ha tenido poco efecto más allá de dar al gobierno cubano una justificación para imponer restricciones a su pueblo… Hoy, les soy sincero: nunca podemos borrar la historia entre nosotros”.

Uno tiene que admirar la asombrosa audacia de esta declaración, que nuevamente hace evocar las palabras de Tácito. Obama sin duda está consciente de la historia verdadera, que no sólo abarca la asesina guerra terrorista y el escandaloso bloqueo económico, sino también la ocupación militar del sureste de Cuba durante más de un siglo, incluyendo su puerto más grande, pese a solicitudes de su gobierno desde la independencia de devolver el territorio robado a punta de pistola, política justificada sólo por la adhesión fanática a bloquear el desarrollo económico de la isla. En comparación, la ilegal anexión de Crimea por Putin parece hasta benigna. La dedicación a la venganza contra los cubanos impúdicos que resisten el dominio estadunidense ha sido tan extrema que incluso se ha contrapuesto a los deseos de normalización de la comunidad de negocios –empresas farmacéuticas, agronegocios, energéticas–, algo inusitado en la política exterior estadunidense. La cruel y vengativa política de Washington ha aislado prácticamente a Estados Unidos en el hemisferio y atraído el desprecio y el ridículo en todo el mundo. A Washington y sus acólitos les gusta fingir que han "aislado" a Cuba, como Obama expresó, pero la historia muestra con claridad que es Estados Unidos el que está siendo aislado, lo que es probablemente la principal razón de este cambio parcial de curso.

Sin duda, la opinión interna es otro factor en la "histórica acción" de Obama, aunque el público ha estado durante mucho tiempo en favor de la normalización sin que tenga relevancia. Una encuesta de CNN de 2014 mostró que sólo uno de cada cuatro estadunidenses considera hoy día a Cuba una amenaza seria a Estados Unidos, en comparación con más de dos tercios hace 30 años, cuando Ronald Reagan advertía sobre la grave amenaza a nuestras vidas planteada por la capital de la nuez moscada en el mundo (Granada) y por el ejército nicaragüense, a sólo dos días de marcha de Texas. Ahora que los miedos se han abatido un poco, tal vez podamos relajar ligeramente nuestra vigilancia.

En los extensos comentarios a la decisión de Obama, un tema dominante ha sido que los esfuerzos benignos de Washington por llevar la democracia y los derechos humanos a los sufridos cubanos, manchados sólo por infantiloides rufianes de la CIA, han sido un fracaso. Nuestros nobles objetivos no se alcanzaron, así que se impone un cambio de orden, aun sin desearlo.

¿Fueron un fracaso las políticas? Depende de cuál fuera el objetivo. La respuesta es clara en el registro documental. La amenaza cubana era la ya conocida que aparece en toda la historia de la guerra fría, con muchos precedentes. Fue explicitada con claridad por el gobierno de Kennedy. La preocupación primordial era que Cuba pudiera ser un "virus" que"esparciera el contagio", para tomar prestados los términos de Kissinger sobre el tema de costumbre, en relación con Chile en la era de Allende. Eso se reconoció de inmediato.

Con la intención de enfocar la atención en América Latina, antes de asumir el cargo Kennedy estableció una misión latinoamericana, encabezada por Arthur Schlesinger, quien informó las conclusiones al presidente entrante. La misión advertía sobre la susceptibilidad de los latinoamericanos a la "idea de Castro de tomar las cosas en sus propias manos", serio peligro, explicó Schlesinger más adelante, cuando “la distribución de la tierra y otras formas de riqueza nacional favorecen grandemente a las clases propietarias… (y) Los pobres y menos privilegiados, estimulados por el ejemplo de la revolución cubana, demandan ahora oportunidades de una vida decente”.

Schlesinger reiteraba los lamentos del secretario de Estado John Foster Dulles, quien se quejaba al presidente Eisenhower de los peligros representados por los "comunistas"dentro del mismo Estados Unidos, que eran capaces "de ganar control de los movimientos de masas", ventaja injusta que "no tenemos capacidad de duplicar".

La razón es que "los pobres son a los que convocan, y ellos siempre han querido despojar a los ricos". Es difícil convencer a gente atrasada e ignorante de seguir nuestro principio de que los ricos deben despojar a los pobres.

Otros elaboraron sobre las advertencias de Schlesinger. En julio de 1961, la CIA informó que “la extensa influencia del castrismo no es función del poderío cubano… La sombra de Castro se engrandece porque las condiciones sociales y económicas a lo largo de América Latina invitan a oponerse a la autoridad gobernante y alientan la agitación por el cambio radical”, del cual la Cuba de Castro es un modelo. El Consejo de Planeación de Políticas del Departamento de Estado explicó que “el peligro primordial que enfrentamos con Castro reside… en el impacto que la mera existencia de su régimen ha dejado en muchos países latinoamericanos… El hecho simple es que Castro representa un desafío triunfal a Estados Unidos, una negación de toda nuestra política hemisférica de casi siglo y medio”, desde que la Doctrina Monroe declaró que la intención estadunidense de dominar el hemisferio. Para expresarlo en términos simples, observa el historiador Thomas Paterson, "Cuba, como símbolo y realidad, desafió la hegemonía de Estados Unidos en América Latina".

La forma de tratar con un virus que podría extender el contagio es acabar con él e inocular a las víctimas potenciales. Esa razonable política es precisamente la que aplicó Washington, y en términos de sus objetivos primordiales, ha sido muy exitosa. Cuba ha sobrevivido, pero sin la capacidad de alcanzar su temido potencial. Y la región fue "inoculada"con perversas dictaduras militares para prevenir el contagio, empezando por el golpe militar inspirado por Kennedy que estableció un régimen de Seguridad Nacional de terror y tortura en Brasil poco después del asesinato del presidente estadunidense, régimen al que Washington dio entusiasta bienvenida. Los generales habían llevado a cabo una "rebelión democrática", telegrafió el embajador estadunidense Lincoln Gordon. La revolución fue "una gran victoria para el mundo libre", que evitó una"pérdida total para Occidente de todas las repúblicas sudamericanas", y debía"crear un clima grandemente mejorado para las inversiones privadas". Esta revolución democrática fue "la victoria más decisiva para la libertad de mediados del siglo XX", sostuvo Gordon, "uno de los mayores puntos de quiebre de la historia mundial" en ese periodo, que eliminó lo que Washington veía como un clon de Castro.

La plaga se extendió luego por el continente, y culminó en la guerra terrorista de Reagan en Centroamérica y finalmente en el asesinato de seis destacados intelectuales latinoamericanos, sacerdotes jesuitas, por un batallón salvadoreño de élite, recién desempacado del entrenamiento en la Escuela de Guerra Especializada JFK en Fort Bragg, siguiendo órdenes del alto mando de asesinarlos junto con cualquier testigo, su ama de llaves y la hija de ella. El 25 aniversario del asesinato acaba de pasar, y fue conmemorado con el silencio que se considera apropiado para nuestros crímenes.

Mucho de esto se aplica asimismo a la guerra de Vietnam, también considerada un fracaso y una derrota. Vietnam en sí no era causa de ninguna inquietud, pero, como revela el registro documental, Washington se preocupaba de que un desarrollo independiente exitoso extendiera el contagio en toda la región y llegara a Indonesia, rica en recursos, y quizá hasta Japón: el "superdominó", como lo describió el historiador asiático John Dower, que se pudiera adaptar a un este de Asia independiente y se convirtiera en su centro industrial y tecnológico, al margen del control estadunidense, que construyera un nuevo orden en Asia. Estados Unidos no estaba preparado para perder la fase del Pacífico de la Segunda Guerra Mundial a principios de la década de 1950, así que se dispuso con rapidez a apoyar la guerra de Francia para reconquistar su antigua colonia, y luego los horrores que siguieron, los cuales se intensificaron cuando Kennedy asumió el cargo, y más tarde sus sucesores.

Vietnam quedó prácticamente destruido: ya no sería modelo para nadie. Y la región fue protegida con la instalación de dictaduras asesinas, muy al modo de América Latina en los mismos años: no es innatural que la política imperial siga líneas similares en diferentes partes del mundo. El caso más importante fue Indonesia, protegida del contagio por el golpe de Suharto de 1965, un "pavoroso asesinato en masa", como lo describió con exactitud el New York Times, aunque se unió a la euforia general por"un rayo de luz en Asia" (el columnista liberal James Reston). En retrospectiva, el consejero de seguridad nacional de Kennedy y Johnson McGeorge Bundy reconoció que "nuestro esfuerzo" en Vietnam fue"excesivo" después de 1965, ya con Indonesia fácilmente inoculada.

La guerra de Vietnam es descrita como un fracaso, una derrota estadunidense. En realidad fue una victoria parcial. Estados Unidos no logró su máximo objetivo de convertir a Vietnam en Filipinas, pero las principales preocupaciones fueron superadas, al igual que en Cuba. Tales desenlaces, por tanto, cuentan como derrota, fracaso, decisiones terribles.

La mentalidad imperial es asombrosa de contemplar. Apenas si pasa un día sin nuevas ilustraciones. Podemos añadir el estilo del nuevo"movimiento histórico" en Cuba, y su recepción, a esa distinguida lista.

REINAS DEL SUR Y OTRAS FICCIONES, de Arturo Pérez Reverte - 23/2/15

En este mismo número de XL Semanal, unas páginas más adelante, les cuentan a ustedes cómo una pobre infeliz, chica guapa, simple novia y amiga de narcos llamada Sandra Ávila, víctima de una descarada operación publicitaria de las autoridades mejicanas, se comió el marrón de ser nada menos que la Reina del Pacífico, o al menos así la bautizaron ante la prensa sus aprehensores: una supuesta narcotraficante sinaloense que habría enviado toneladas de cocaína a Estados Unidos, y dirigido redes de lavado de dinero y otras operaciones clandestinas.
Hasta habría, tal era la coletilla clave, inspirado mi novela La Reina del Sur.
Ninguno de los desmentidos que hicimos la propia interesada y yo mismo - que pasé un tiempo en Sinaloa, traté a unos cuantos narcos y jamás había tenido antes noticia de su existencia - tuvo efecto.
Sandra Ávila estuvo varios años en prisión, y no fue liberada hasta que una juez con sentido común dijo se acabó, y la puso en la calle hace unas semanas.
Aun así, el apodo de Reina del Pacífico se le quedará para lo que le resta de vida.
«La novela de Pérez Reverte y las canciones y narcocorridos que se hicieron sobre su personaje - le confesó en prisión Sandra Ávila al periodista Julio Scherer - me perjudicaron mucho. Se corrió el bulo de que se había inspirado en mí, me dieron una importancia que no tenía, y sufrí las consecuencias».
El caso de Sandra Ávila, dramático en lo que a ella se refiere, no es único.
Desde que existe la literatura, muchos personajes de ficción han pasado la frontera de lo imaginado por el autor, para instalarse en una realidad imaginada por los lectores.
Esto ha ocurrido en innumerables ocasiones, tanto con personajes reales en los que, con más o menos verdad, se inspiraron entes de ficción, como con personajes ficticios asentados en la imaginación del público hasta considerarse encarnaduras reales.
Un buen ejemplo de los auténticos es Charles de Batz Castemore, en cuya vida se inspiró Alejandro Dumas para crear el D'Artagnan de Los tres mosqueteros; y quizá el caso más notable de los imaginados sea Sherlock Holmes, de cuyo museo londinense es casi imposible salir sin la certeza de que él y su colega, el doctor Watson, existieron realmente.
Unos inmortales Holmes y Watson, valga el ejemplo, a los que Javier Marías y yo, cuando andamos de cena o paseando mientas él consume cigarrillo tras cigarrillo, solemos referirnos, con toda naturalidad, como a dos viejos amigos absolutamente reales.
En mi modesta parcela personal, y salvando las siderales distancias con Dumas y Conan Doyle, también se han dado un par de casos.
Quizá el más notable sea el capitán Alatriste, cuya existencia real - incluso hay en el Madrid de los Austrias un buen restaurante con su nombre, con el que no tengo nada que ver - dan muchos lectores por cierta, incluida la ingenua directora de un importante centro hispanista de París, que hace tiempo me escribió preguntándome muy formal cómo podía consultar el manuscrito original de las memorias de Íñigo Balboa - Papeles del alférez Balboa - que, según afirmo malvado en alguna de mis novelas, se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid.
Sin embargo, el episodio más fascinante de mi vida en lo que a ficción - realidad se refiere, lo viví en Culiacán, Sinaloa, cuando al socaire del éxito de La Reina del Sur regresé allí para que los periodistas Carmen Aristegui y Javier Solórzano realizaran un documental sobre los escenarios de la novela.
Estábamos grabando a las cambiadoras de dólares de la calle Juárez, frente al mercadito Buelna - doladeras las llaman, con esa magnífica facilidad mejicana para el neologismo eficaz -, donde la protagonista de mi novela había empezado su azarosa carrera, antes de conocer al Güero Dávila y meterse en líos. Estábamos en eso, platicando con las chicas entre campesinos que bajaban en autobuses de la sierra, y narcos que detenían sus Cheyennes, Avalanches y Silverados con los Tigres del Norte atronando por las ventanillas:
«Voy a cantar un corrido / escuchen muy bien mis compas / para la Reina del Sur / traficante muy famosa», cuando una de las jefas, madura y todavía de buen ver, muy chula y maquillada, se acercó al ver las cámaras.
«¿Sobre qué hacen esto?», preguntó, suspicaz.
«Sobre la Reina del Sur», respondió Carmen Aristegui.
Y entonces, a la doladera jefe se le iluminó la cara, sonrió entusiasmada, señaló un lugar detrás de ella y dijo:
«¿Teresita Mendoza, la que se fue a España?... ¿La Tere?... Yo la conocí, y buena amiga mía que era. ¡En esa esquina se ponía!».

AQUÉL PESQUERO BOLCHEVIQUE, de Arturo Pérez Reverte - 31/5/15

Estaba el otro día oyendo la radio, y salió una señora de Greenpace comentando lo del hundimiento en aguas canarias del pesquero ruso Oleg Naydenov.
Escucharla - yo estaba precisamente en el mar - me suscitó sentimientos contradictorios.
Se hablaba del incendio en el puerto de Las Palmas, la maniobra de alejamiento y los estragos del combustible derramado tras el naufragio.
Como precisamente acababa de calzarme las 19 páginas del informe del ministerio de Fomento sobre la actuación del capitán marítimo de ese puerto durante el siniestro, pensé: mira qué bien, veamos la orilla opuesta. Oigamos a los expertos del otro lado.
A fin de cuentas, en veinte años que llevo navegando me indigné cientos de veces ante las barbaridades que me topé y me topo: vertidos guarros, mares de plástico, animales marinos atrapados en redes ilegales o asesinas, atuneros exterminadores y sinvergüenzas impunes conchabados, a base de mariscada y fajo de billetes, con funcionarios públicos que estuvieron décadas consintiendo, cobrando y mirando hacia otro sitio.
Pero, como decía mi abuela, mi gozo en un pozo.
La señora habló media hora sin decir nada fuera del viejo y sobado guión de que la contaminación es mala, que las autoridades descuidan el mar y la ecología, que sólo una toma de conciencia puede impedir que el planeta azul se vaya al carajo, etcétera.
Nada, para entendernos, que no pueda escribir un niño de ocho años en un trabajo del cole.
Nada, o sea, que oponer técnicamente al informe de Marina Mercante, con el que uno puede estar de acuerdo o no, pero que fue redactado por profesionales: gente que, errores o aciertos aparte, conoce su oficio.
Y oyendo a la ecológica señora, me dije: menos mal que no estaba ella también cuando el incendio del pesquero bolchevique, tomando decisiones y opinando sobre remolcar o no remolcar, enredando más el desparrame que aquí liamos cada vez que, como en este caso, se cruzan competencias, deficiencias y demagogia de autoridades locales, autonómicas, portuarias, marítimas, el bombero torero - los de Las Palmas, sin material adecuado, se jugaron heroicamente la vida - o cualquiera que pase por allí.
Y todo eso, ante las cámaras de unos medios informativos tan superficiales, tan propensos a lo fácil, que les importa un huevo poner al mismo nivel y en plano de igualdad, con tratamiento de telediario, lo que opina un voluntario que le quita el chapapote a un cormorán, lo que dice un vecino apoyado en la barra de un bar, lo que farfulla un político ignorante y oportunista, con la opinión técnica de un ingeniero naval o un capitán de la marina mercante con cuarenta años de mar a la espalda.
Y así, claro, nadie analiza, explica ni compara. Nadie comenta, por ejemplo, que desde que se repartieron las competencias que antes eran exclusivas de la Armada - donde había mar, ella mandaba y era responsable en lo bueno y lo malo -, ahora hay veinte taifas dándose por saco unas a otras.
Nadie dice que si lo del Oleg Naydenov tiene puntos discutibles, con responsabilidades mezcladas y confusas - y una Autoridad Portuaria que, como en cada puerto, sólo se acuerda del capitán marítimo cuando las cosas se van al carajo -, la actuación de Marina Mercante durante el también reciente incendio del ferry Sorrento, mientras navegaba entre Valencia y Palma, fue impecable, sobre todo comparada con el desastre en vidas y daños que supuso el caso similar de otro ferry - no recuerdo ahora su bandera - que el pasado invierno estuvo ocho días ardiendo entre Patrás y Ravena.
Pero es lo que hay: en lugar de análisis serios, de recurso a la opinión de verdaderos expertos, que los tenemos, aquí sólo se manejan titulares baratos, opiniones bienintencionadas pero sin fundamento serio, lugares comunes facilones o ecología elemental, querido Watson.
Nadie busca referencias solventes para comprender las cosas, o para corregirlas.
Nadie pregunta, por ejemplo, por qué en esta España imbécil, que destruyó de modo suicida su marina mercante, una línea de Trasmediterránea la cubren barcos italianos.
O, en otro orden de cosas, nadie explica que aquí recibimos por vía marítima el 90 por ciento de lo que necesitamos; y que en el mar, como en la tierra, hay accidentes inevitables, tragedias que unas veces pueden esquivarse y otras no; pero que en ningún caso se impedirán con pancartas en los puertos, charlatanes largando de lo que ignoran, demagogias facilonas del primero que llega y opina, confunde un pesquero con un petrolero y mezcla cetáceos, aves y corrientes marinas con disparates técnicos y argumentos más simples que el mecanismo de un pestillo.

CRÓNICA DE UN SEMEJANTE, de Hamlet Lima Quintana

"Yo soy un tipo como vos,
trabajo,
me alimento,
sudo un poco,
me dibujo pensamientos en los ojos,
me gusta la mujer,
cuento los hijos,
trabajo un poco más,
ando sin plata".

No sé por qué, desde que desperté esta mañana, estoy pensando eso:

"Yo soy un tipo como vos,
trabajo,
me alimento,
sudo un poco", parece el principio de un poema.
¿Pero cómo sigo?, ¿Qué digo?, ¿Qué tengo que decir?

La hora, se me hace tarde. Todo es un enorme reloj.

Yo le dije a Luisa que vivir en Morón y trabajar en el centro es un infierno, que tendríamos que mudarnos más cerca del trabajo.
Pero se lo dije hace mucho tiempo y se lo repito todos los días.
Y ella me escucha siempre como si fuera la primera vez.Pero, ¿Cómo hará Luisa para inventar tanta ternura todos los días? 
Cuando vuelva le traeré dos rosas.

Sí, ya se querida: que coma bien al mediodía, que no me haga mala sangre, que me estarás esperando todo el día.
Chau, Luisa.

"Yo soy un tipo como vos,
trabajo,
me alimento,
sudo un poco..."...

Este andén está quedando un poco chico
¿Cómo entro ahora al tren si hay gente hasta en la puerta? Un empujón y ya está. Como todos los días.
Vamos todos apretados, todos callados, todos enlatados, todos para adentro.
Pero claro. Tienen razón, sería ridículo entrar y decirle: “Buenos días”, a cada pasajero.
¿Ridículo?, pero hermoso.
En el campo lo hacen.
Quisiera abrir el diario, pero lo tengo debajo del brazo y no lo puedo mover.
Según el reloj del tipo que está tomado de la agarradera, con un poco de suerte voy a llegar a tiempo.
Yo le dije a Luisa que Pepe necesita pantalones y zapatos nuevos. Ya es grande el chico, es un muchachito.
Ella quería comprárselos, pero este mes no se puede. Porque si compramos pantalones y zapatos nuevos, ¿cómo vamos a pagar la luz y el gas?
Pero, ¿cómo hará Luisa para inventar tanta ternura todos los días?
Cuando vuelva, le llevaré dos rosas. Es un buen pensamiento.

- Perdón señor.
- No es nada.
Claro, el tipo tenía que bajar, el piso lleno de pies, alguno tenía que quedar debajo. Esta vez fue el mío.

"El piso lleno de pies,
los espacios llenos de cuerpos,
el aire lleno de caras", así tiene que seguir:
"Yo soy un tipo como vos...
Caigo después en la vereda,
me pisan la cabeza,
no hago caso"...

Yo le dije a Luisa que Perico necesita un sobretodo. Hace frío. El chico tiene frío.
Ella también quería comprárselo, pero este mes tampoco se pudo.
Pero, ¿cómo hará Luisa para inventar tanta ternura todos los días?
Cuando vuelva le llevaré dos rosas. Es un buen pensamiento. Claro que es un buen pensamiento.

Ahora estoy en el Once. A esta hora la cola del 101 es larga, pero con un poco de suerte voy a llegar a tiempo a la oficina.
La oficina, la oficina.
- Pero no, Gordo, ¿De dónde voy a sacar guita para prestarte? Pedir, pedir, siempre pedir.
¿Pedir? A Juan Martín hay que enseñarle a pedir para que Luisa no tenga que lavar tantos pañales.
Pero ¿cómo hará para inventar tanta ternura todos los días?
Cuando vuelva le llevaré dos rosas. Es un buen pensamiento. Aunque a veces me parece que está más cansada que yo.

...que coma bien, que me alimente, que no me haga mala sangre.
Ahora estoy almorzando. Un sándwich.
Son las 4 de la tarde y si no me apuro voy a llegar tarde al otro trabajo.
La oficina, la oficina, la oficina.
Pero no che, ¿Otra colecta? ¿Todas las semanas pedir, pedir, siempre pedir?
Pero, ¿cómo hará para inventar tanta ternura todos los días?
Cuando vuelva, le llevaré dos rosas. Es un buen pensamiento. Aunque a veces me parece que está mucho más cansada que yo.

Ahora es de noche. Estoy otra vez en el Once.
Sé que no voy a conseguir asiento, pero cansado, apretado, humillado, y muchas otras cosas más también terminadas en ado, por lo menos me queda el consuelo del regreso.

"Quiero querer,
me duele el corazón cuando lo pienso", seguime hablando así…
"Yo soy un tipo como vos". 
"Quiero querer
me duele el corazón cuando lo pienso.
La ternura me vuelve mas pavote".

Ya pasamos Ramos Mejía.
Ahora puedo abrir el diario. Pero el de la mañana.
Me han robado vida. ¿Y quién me la devuelve?
A vos te lo pregunto: ¿quién me la devuelve?

"Me venden un buzón,
por ahí anda la cosa", seguime hablando así,
"Yo soy un tipo como vos"
"Me venden un buzón,
yo me doy cuenta.
Y espero no sé qué,
no lo comprendo"

Llegamos a Morón. Por fin en casa.
Hola Luisa. Hoy pensé traerte dos rosas, ¿sabes? Pero, ¿cómo haces para inventar tanta ternura todos los días?
Hoy pensé en traerte dos rosas.
Perdoname, sólo te traigo tu cansancio y el mío. 
Son las dos rosas. Y ahora lo comprendo.

Así termina ese poema que empecé esta mañana:
"Yo soy un tipo como vos,
lo que se dice: un semejante."

DEMASIADO LEJOS DE TROYA, de Arturo Pérez Reverte . 25/9/17

Ayer anduve un rato tras la VI epístola de Horacio – nihil admirari – en la parte de mi biblioteca ocupada por los clásicos griegos y latinos, comparando varias traducciones.
Al terminar, el azar me llevó a tomar de su estante un viejo y querido volumen que poseo desde hace medio siglo: Figuras y situaciones de la Eneida.
Tengo devoción por ese libro, y su excelencia es una de las razones.
La otra es que con él empecé a traducir a Virgilio a los dieciséis años; y en sus páginas, marcados a bolígrafo los hexámetros para diferenciar dáctilos y espondeos, figura mi propia traducción de cada verso:
«Canto a las proezas y al hombre que de las costas de Troya / vino el primero a Italia y a la costa de Lavinia fugitivo del hado…».
Me senté a hojearlo, mientras recordaba, y luego lo devolví a su lugar con una sonrisa melancólica. Pensaba en don Antonio Gil, el profesor sabio y paciente que me guió por esos versos; y en Gloria, la profesora de Griego de bellas grebas que se casó – como era de esperar – con el profesor de gimnasia; y en José Luis Vallejo, el hermano marista con quien, en 2º de bachillerato, traduje mis primeras palabras de latín clásico:
«Gallia est omnis divisa in partes tres».
Y pensaba en mi amigo el profesor Arístides Mínguez, que en el colegio donde ahora se gana la vida suma veintiséis años peleando junto a las negras naves, cubierto del polvo de los héroes, intentando enseñar Cultura Clásica a chicos de quince años; y este curso no ha podido hacerlo porque, de un millar de alumnos inscritos en su instituto, sólo una docena había elegido esa asignatura, que carece de la utilidad inmediata de, por ejemplo, la informática o la lengua autonómica de turno.
Y eso significa que una promoción entera de estudiantes, en ese colegio y en otros centenares de toda España, acabará la enseñanza secundaria sin tener ni remota idea de quiénes fueron Homero o Virgilio, sin saber lo que nuestro mundo debe a Solón, Clístenes o Pericles, sin recordar a Sócrates o buscar el camino a casa con Jenofonte, sin comprender las importantes consecuencias de la guerra por Hispania que enfrentó a Escipión y Aníbal.
O sin poder, jamás, disfrutar de la belleza, la felicidad, de una frase tan perfecta y absoluta como «Nox atra cava circumvolat umbra».
El desinterés, cuando no la ignorancia criminal de los responsables de la educación en España en los últimos veinte o treinta años, no ha hecho sino ahondar el daño.
En una sociedad resuelta a suicidarse culturalmente, como la nuestra, a los chicos brillantes se les aconseja estudiar sólo bachilleratos científicos o de ciencias sociales; a los torpes, humanidades; y a los zopencos, ciclos formativos.
Tal es el triste mapa de nuestro futuro.
Y en ese afán disparatado de borrar de las aulas todo lo inútil, las malnacidas leyes y reformas educativas del Pesoe y del Pepé han conseguido que los alumnos que con 16 años pueden optar por Humanidades – mi generación estudiaba latín básico y obligatorio con 11 o 12 –, se encuentren ahí por primera vez con el latín, aunque descafeinado y de una simpleza aterradora. Pero esa opción, además, compite con otras socialmente mejor vistas: la científico - tecnológica y la profesional, de modo que sus posibilidades son mínimas.
Por no hablar del griego, claro.
En algunas comunidades – que ésa es otra, cada cual a su aire –, en 1º de bachillerato puede elegirse, es cierto, entre Griego y Literatura Universal.
Pero los chicos no son tontos, y saben que el griego es difícil y endurecerá la selectividad.
Así que adiós para siempre a Homero y compañía.
Decenas de profesores al paro, u obligados a impartir materias afines de las que no tienen ni zorra idea.
Y lo que es peor: generaciones de jóvenes ciudadanos a los que se arrebata el derecho a una educación integral; echados al mundo sin saber, y sin importarles un carajo, quiénes fueron Arquímedes, Séneca o Catilina, ni lo que de verdad y en origen significan palabras como agonía, democracia o isonomía.
No olvido que la primera vez que vi arder una ciudad, Nicosia en 1974, con veintidós años, llevaba en la memoria – y en la mochila, aunque eso fue casual – el canto II de la Eneida.
Y en los griegos armados que se despedían de sus familias reconocí sin dificultad a Héctor, el del tremolante casco.
Y es que de eso se trata, a fin de cuentas.
Sin el latín, sin el griego, sin aquellos profesores que me guiaron por ellos, nunca habría podido comprender Troya y cuanto hoy significa y esclarece.
Me habría perdido entre los dardos aqueos, en la negra y cóncava noche, sin encontrar nunca el camino de Ítaca o de las costas de Italia.
Sin la forma de mirar el mundo con la que hoy vivo, envejezco y escribo.

LIBROS A BORDO, de Arturo Pérez Reverte - 13/10/14

Hace exactamente veinte años que navego con una biblioteca a bordo. 
Porque una biblioteca personal, como saben ustedes, no es un lugar donde se colocan libros, sino un territorio en el que uno vive rodeado de inmediatez y de posibilidades. 
Hay libros que están ahí, sin leerse todavía, aguardando pacientes su momento, y otros que ya leíste y a cuyas páginas conocidas retornas en busca de memoria, de utilidad, incluso de consuelo. 
A medida que envejeces, el número de esa segunda clase de libros, los viejos amigos y conocidos, aumenta respecto a los que aguardan turno; aunque siempre existe la melancólica certeza de que, por mucho que vivas, nunca acabarás de leerlos todos; que la vida tiene límites, que siempre habrá libros de los que te acompañan que apenas abrirás nunca, y que un día, tanto ellos como los ya leídos caerán en manos de otros lectores: amueblarán otras vidas. Parece algo triste, pero en realidad no lo es. Porque tales son las reglas. 
En cierto modo, más que una vida de lecturas, una biblioteca es un proyecto de vida que nunca llegará a culminarse del todo.
Eso es lo triste, y lo fascinante.
Un velero no siempre deja tiempo para la lectura. 

A menudo estás atento a la maniobra, al estado de la mar, a la recha en el horizonte, al tráfico de los malditos mercantes que te vienen encima. 
Pero siempre hay ratos de calma: días tranquilos con marejadilla y quince nudos de viento, con todo el trapo arriba, o fondeos apacibles en lugares sin algas, donde cuarenta metros de cadena permiten dormir algo más tranquilo. 
Ahí es donde los libros se vuelven compañía perfecta, al sol o a la sombra en verano, abajo en la camareta en invierno, a veces de noche, a la luz de una lámpara, mientras arriba, en la bañera, alguien te releva cuatro horas en la guardia y oyes el vago rumor del canal 16 en la radio.
Durante mucho tiempo, a bordo sólo llevé libros sobre el mar. Es una vieja costumbre. 

Quizá porque he leído demasiados de ellos, hace un par de años empecé a admitir polizones terrícolas en la biblioteca marinera, donde antes estaban proscritos. 
Aun así, éstos siguen siendo pocos, y por lo general se relacionan con la novela que estoy escribiendo en cada momento. Lo seguro es que vuelvo una y otra vez a los de siempre, los marinos, releyéndolos a menudo. 
Hace poco dediqué una temporada a calzarme por enésima vez todas las novelas de Joseph Conrad que tienen el mar y a los marinos por protagonistas, empezando por la Línea de sombra y acabando por el ejemplar de El espejo de mar traducido por Javier Marías que siempre llevo a bordo. 
En realidad, la biblioteca del barco se reparte en tres zonas. Bajo la mesa de la camareta llevo los derroteros y los libros de señales, faros y mareas, y en las estanterías sobre la entrada al motor van los libros técnicos e históricos, incluidos los dos derroteros de Tofiño -es asombroso cómo aún son útiles para un velero, dos siglos y medio después- y también, lleno de subrayados y notas, el sobado e imprescindible Navegación con mal tiempo, de Adlard Coles. 
Con ellos, entre otros, el Diccionario marítimo de O'Scanlan, dos obras de Fernández de Navarrete en las que me sumerjo gozoso de vez en cuando (Historia de la Náutica y los cinco magníficos volúmenes de Viajes y descubrimientos de los españoles) y varios clásicos lomos amarillos de Editorial Juventud, entre ellos mis dos favoritos, que también lo fueron de mi padre: Corsarios alemanes en la Primera Guerra Mundial y Corsarios alemanes en la Segunda Guerra Mundial.
Los libros que más se renuevan a bordo son los de la tercera zona, correspondiente a novelas y otros libros de ficción que ocupan estantes y armarios en la camareta.

Por ahí han pasado, y regresan de vez en cuando, los 20 volúmenes de la serie Capitán de mar y guerra, de Patrick O'Brian, así como los de Alexander Kent y C. S. Forester -los de la serie Ramage de Dudley Pope, sólo disfrutables por anglosajones cretinos aficionados al tópico, los arrojé hace años por la borda-. 
También, por supuesto, con amarre fijo en un estante, Moby Dick, de Melville, y la trilogía de Nordhoff y Hall sobre la Bounty. A eso hay que añadir la soberbia novela El cazador de barcos, de Justin Scott, La Cacería, del gran Alejandro Paternain, El enigma de las arenas, de R. E. Childers -una de las más hermosas novelas sobre mar y espionaje que leí nunca-, y la obra maestra sobre la batalla del Atlántico: Mar Cruel, de Nicholas Monsarrat. 
Cuya magnífica película, aunque sólo puede encontrarse en inglés, regalo a mis amigos cada vez que me la tropiezo.
Libros y mar, en resumen. 

Memoria, aventura, navegación. 
Y la tierra, bien lejos. 
Les aseguro que no puedo imaginar combinación más feliz.
Situación más perfecta.

EL CUELLO DE ÁNFORA, de Arturo Pérez Reverte - 18/9/17

Fue uno de aquellos veranos lejanos de atardeceres tranquilos, cielos cárdenos y playas mediterráneas todavía despobladas – hablo de hace casi cincuenta años – que olían a salitre y resina de pinos, con la arena aún caliente y el agua, casi inmóvil, lamiendo con suavidad en la orilla conchas vacías y pequeñas madejas de algas.
Yo aún no había cumplido dieciocho años y estaba a punto de echarme al hombro una mochila llena de libros para viajar a la isla de los piratas, sin saber que iba a pasar en ella más tiempo del que suponía. Miraba la playa, el mar y la vida con los ojos ávidos del joven que desde hace poco tiempo camina solo.
Y con esos ojos la miraba a ella.
Era norteamericana.
De Santa Bárbara, California.
Su padre trabajaba cerca del mío, y ella había venido a pasar con él unas vacaciones.
Hablaba español con resonancias mexicanas.
Conservo de ella una bonita fotografía en blanco y negro. Está en bikini, echada atrás la cabeza, bebiendo vino de un porrón del que le cae el vino por la barbilla, el pecho y la cintura.
Era rubia y muy guapa, con algunas pecas.
Su nombre sólo es asunto mío y de los amigos de entonces que la recuerdan.
Tenía una risa sonora, contagiosa. Sana.
Una risa de muchacho.
Fue una historia de verano, corta y perfecta.
Miradas jóvenes, pieles jóvenes.
Carne joven. Un mundo delicioso por descubrir.
Y parte de ese mundo lo descubrimos juntos.
Yo hacía mis primeras incursiones serias – no éramos tan precoces, entonces – por ciertos fascinantes territorios, y ella también. O al menos se comportó con la suficiente osadía por su parte.
Aquellas playas entre acantilados, aquellos bosques de pinos donde cantaban enloquecidas las cigarras, contribuyeron adecuadamente al asunto.
Fueron sólo unos días, pero de su intensidad es buena prueba la nitidez con que los recuerdo.
Alguna vez la llevé a navegar con Paco el Piloto.
Se quedaba a bordo del barco del viejo patrón mientras mi hermano, mi amigo Roge y yo nos poníamos el equipo de buceo y nos sumergíamos en busca de ánforas romanas.
Eran otros tiempos, como digo.
Tiempos donde el mar aún era coto de los audaces que lo tenían por suyo.
Tiempos de aventura y libertad.
Al regreso de una de esas inmersiones le regalé a ella un cuello muy bonito de ánfora.
Como buena gringa anglosajona, no podía creer que aquello tuviera veinte siglos de antigüedad.
Se la llevó a California sin problemas – ya digo que eran otros tiempos – y meses después me envió una foto del cuello de ánfora puesto en una vitrina, en el salón de su casa.
Después, la vida nos borró a uno del otro.
Hace un año estuve en San Francisco, California, presentado una novela.
Isabel Allende tuvo la cortesía de acompañarme aquella tarde, y también estaba allí Daniel Sherr, mi intérprete y amigo neoyorkino del que ya he escrito aquí alguna vez.
Mi inglés de viejo reportero es demasiado elemental para floripondios, así que cuando debo hablar allí en público lo tengo siempre a mano.
En el curso de la charla salió a relucir la historia del cuello de ánfora.
«Se lo regalé – dije – a una joven californiana, bellísima, que estaba de vacaciones en Cartagena, España, en el verano del 69».
Entonces, entre el público, una señora levantó la mano. «Yo estaba en Cartagena ese verano», dijo.
Soy un tipo templado, o eso creo. Pero se me paró el corazón. Literalmente.
Me quedé muy quieto mirándola durante un largo silencio mientras la gente nos observaba, sonriente y divertida. Algunos aplaudieron.
La señora era rubia, muy bien vestida, y era evidente que había sido muy guapa, porque lo era todavía.
Debí de estar callado como diez segundos, estudiándola con extrema fijeza.
«Es imposible –dije–. Esas casualidades sólo existen en las novelas».
Rió el público, y aplaudieron otra vez.
Ella sonreía, sin responder, disfrutando del efecto. «¿Vive usted en Santa Bárbara?», pregunté asombrado.
Aún guardó silencio un momento.
«Nunca estuve en Santa Bárbara, pero sí en Cartagena, como he dicho. Mi padre estaba en la Armada norteamericana y vivimos un tiempo allí», repuso.
«Entonces – concluí inseguro, observándola aún desconcertado – usted no puede ser ella».
Y era menos una afirmación que una pregunta.
Volvió a quedarse callada unos instantes.
Su sonrisa era enigmática y deliciosa.
«No, no soy ella – respondió al fin –.
Y lo lamento, porque ésta habría sido una bonita historia»

lunes, 11 de septiembre de 2017

ESPAÑA ES CULPABLE, de Arturo Pérez Reverte - 11/9/17

No sé qué ocurrirá en Cataluña en octubre.
Estaré de viaje, con la dosis de vergüenza añadida de quien está en el extranjero y comprueba que lo miran a uno con lástima, como súbdito de un país de fantoches, surrealista hasta el disparate.
Por eso, el mal rato que ese día voy a pasar quiero agradecérselo a tres grupos de compatriotas, catalanes y no catalanes: los oportunistas, los cobardes y los sinvergüenzas.
Hay un cuarto grupo que incluye desde ingenuos manipulables a analfabetos de buena voluntad, pero voy a dejarlos fuera porque esta página tiene capacidad de aforo limitada.
Así que me centraré en los otros.
Los que harán posible que a mi edad, y con la mili que llevo, un editor norteamericano, un amigo escritor francés, un periodista cultural alemán, me acompañen en el sentimiento.
Cuando miro atrás sobre cómo hemos llegado a esto, a que una democracia de cuarenta años en uno de los países con más larga historia en Europa se vea en la que nos vemos, me llevan los diablos con la podredumbre moral de una clase política capaz de prevaricar de todo, de demolerlo todo con tal de mantenerse en el poder aunque sea con respiración asistida.
De esa panda de charlatanes, fanáticos, catetos y a veces ladrones – con corbata o sin ella –, dueña de una España estupefacta, clientelar o cómplice.
De una feria de pícaros y cortabolsas que las nuevas formaciones políticas no regeneran, sino alientan.
El disparate catalán tiene como autor principal a esa clase dirigente catalana de toda la vida, alta burguesía cuya arrogante ansia de lucro e impunidad abrieron, de tanto forzarla, la caja de los truenos.
Pero no están solos.

Por la tapa se coló el interés de los empresarios calladitos y cómplices, así como esa demagogia estólida, facilona, oportunista, encarnada por los Rufiancitos de turno, aliada para la ocasión con el fanatismo más analfabeto, intransigente, agresivo e incontrolable.
Y en esa pinza siniestra, en ese ambiente de chantaje social facilitado por la dejación que el Estado español ha hecho de sus obligaciones – cualquier acto de legítima autoridad democrática se considera ya un acto fascista –, crece y se educa desde hace años la sociedad joven de Cataluña, con efectos dramáticos en la actualidad y devastadores, irreversibles, a corto y medio plazo.
En esa fábrica de desprecio, cuando no de odio visceral, a todo cuanto se relaciona con la palabra España.
Pero ojo.
Si esas responsabilidades corresponden a la sociedad catalana, el resto de España es tan culpable como ella.

Lo fueron quienes, aun conscientes de dónde estaban los más peligrosos cánceres históricos españoles, trocearon en diecisiete porciones competencias fundamentales como educación y fuerzas de seguridad.
Lo es esa izquierda que permitió que la bandera y la palabra España pareciesen propiedad exclusiva de la derecha, y lo es la derecha que no vaciló en arropar con tales símbolos sus turbios negocios.
Lo son los presidentes desde González a Rajoy, sin excepción, que durante tres décadas permitieron que el nacionalismo despreciara, primero, e insultara, luego, los símbolos del Estado, convirtiendo en apestados a quienes con toda legitimidad los defendían por creer en ellos.
Son culpables los ministros de Educación y los políticos que permitieron la contumaz falsedad en los libros de texto que forman generaciones para el futuro.
Es responsable la Real Academia Española, que para no meterse en problemas negó siempre su amparo a los profesores, empresarios y padres de familia que acudían a ella denunciando chantajes lingüísticos.
Es responsable un país que permite a una horda miserable silbar su himno nacional y a su rey.
Son responsables los periodistas y tertulianos que ahora despiertan indignados tras guardar prudente cautela durante décadas, mientras a sus compañeros que pronosticaban lo que iba a ocurrir – no era preciso ser futurólogo – los llamaban exagerados y alarmistas.
Porque no les quepa duda: culpables somos ustedes y yo, que ahora exigimos sentido común a una sociedad civil catalana a la que dejamos indefensa en manos de manipuladores, sinvergüenzas y delincuentes.
Una sociedad que, en buena parte, no ha tenido otra que agachar la cabeza y permitir que sus hijos se mimeticen con el paisaje para sobrevivir.
Unos españoles desvalidos a quienes ahora exigimos, desde lejos, la heroicidad de que se mantengan firmes, cuando hemos permitido que los aplasten y silencien.
Por eso, pase lo que pase en octubre, el daño es irreparable y el mal es colectivo, pues todos somos culpables.
Por estúpidos.
Por indiferentes y por cobardes.

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