jueves, 31 de agosto de 2023

BOMBACHAS, de Dahiana Belfiori


Aprendí de chica a lavar
la bombacha en la ducha.
Mi vieja lo hacía siempre.

El calzón a veces aparecía
abandonado sobre el grifo derecho,
otras sobre el pico
que llenaba la bañera.

Mientras cantaba abría la canilla,
dejaba correr el agua caliente,
metía una mano para comprobar
la temperatura, regulaba con la fría.

En la punta de los dedos
tenía un termostato infalible,
de una precisión casi matemática.

En ese momento empezaba
a tararear aumentando
la intensidad mientras se acercaba
al punto más sensible del lavado:

Fregar su calzón.

En ese instante la voz
se articulaba en palabras
y yo podía oírla desde la cocina,
o desde el patio al que daba
la ventanita inalcanzable

y rectangular del baño,
o en las noches desde mi cuarto,
entonando un tango
con su voz ronca de puchos
y de trasnoches de reuniones.

Yo me daba cuenta,
sobre todo en esas vigilias,
por el tono en el que el tango
se deslizaba por la casa,
cómo habían sido las reuniones.

"Nada", era su favorito.

Ponía un énfasis especial
en "telarañas", acentuando la "te"
como si se estuviera
desgarrando por dentro.

Si volvía triste o enojada,
la sensación la perseguía
durante días y las canciones
dejaban de ser audibles.

A mí me gustaba escucharla.

Hasta los siete años,
cada vez que entraba a bañarme,
encontraba su tanga colgada
en el pico a la altura de mi pecho.

Como a mi madre la veía poco,
la bombacha me la traía en sus aromas.

Yo la tomaba entre mis manos
y la corría para no mojarla
y luego la reemplazaba con la mía.

Ella tenía una preferida,
que cuidaba más que a otras.
Era de muchos colores, con una florcita
bordada en la parte de adelante.

A ésa la lavaba con un jabón especial
y la colgaba fuera de la ducha,
la llevaba al patio y al sol.

No sé qué tenía
esa bombacha, pero era la única
a la que le dedicaba esos cuidados.

Creo que debe haber sido
un regalo de mi padre.
O de un amante.
No sé.

En la primavera de mis siete años dejé
de escuchar a mi mamá para siempre.

Esta mañana me levanté distinta.
Quise conocer el reverso
de las plantas que crecían
sin medida en el jardín de aquella casa.

Volver se tornó un imperativo,
como si el regreso pudiera traerme algo
de los días pasados en el patio arañando
los cascotes de tierra del cantero
o sacudiéndome el dolor del pinchazo
de los rosales en los dedos.

De niña observaba con paciencia
el recorrido de baba
que hacían los caracoles
sobre el sendero pegado al tapial
consentido de santa ritas.

Las buganvillas me gustaban,
pero las abejas
no me hacían fácil la entrada
a su universo color guinda.

Y los caracoles eran
demasiado lentos,
en comparación con las abejas.

Aprendí que podían
demorar muchos baños
de mi madre cruzar
el patio hasta la huerta.

Siete años no son nada.
Y son todo.
Como en el tango,
nada queda de mi casa natal.

Nada que me la recuerde.
Ni el rosal, ni las santa ritas.
Ni telarañas en un yuyal.

Ahora hay un edificio pulcro
del que salen y entran hormigas pulcras.
Vuelvo a mi casa.

La memoria es una aparecida
entre el café y la mermelada.
Duele el eco de una tostada
mordida y olvidada sobre el mantel.

Es la mañana y hay velas encendidas.
Y un par de miradas dispuestas a no olvidar.
Hay una bombacha colgada en la ducha.
En ese gesto sigo encontrándome con mi madre.

Mientras, la espero como cada noche
desde aquella en que dejó de cantar para mí.

Foto: *Sonrisa morocha..."

miércoles, 30 de agosto de 2023

CONCIENCIA DE CLASE, de Marcela Alluz (de su libro "BRASAS")


Vamos igual...
, le dice la madre y lo apura para que la siga.

Pero vieja, no tenemos plata, me da vergüenza...

Vergüenza es robar..!!, repite ella, enorme, invencible, con el batón floreado y un saco de color indefinido.

Qué pavor le da a Pipo esa mujer sin miedo.
Llegan a la verdulería y ella empieza a juntar papas, zapallo, unas cebollas, un choclo.
Pipo detrás, sin querer mirar y sonrojado como un niño.
La verdulera pesa todo y lo pone en la bolsa.

Ochenta pesos, le dice.

La madre saca el monedero. Pipo transpira.
La madre hurga, vuelve a mirar, mira en la bolsa, revisa los bolsillos del saco.

Me olvidé la plata, le dice. Te dejo la bolsa, ya vuelvo..!

No, por favor doña Ada, mañana me paga.

A Pipo le arden las manos.
Vuelven los dos caminando las cuadras largas hasta la casa.

Ves..?, le pregunta riendo la mujer, arremangada pelando las papas y echándolas a hervir con el zapallo.
Ya tenemos la sopa para dos días. Mañana veré qué vendo de la ropa que no uso en la feria y le pagamos a la Vivi.
Usted estudie m´hijo, le aconseja, que mientras esté su vieja en esta casa no vamos a morir de hambre.

Pipo la mira y recuerda otros días, cuando les alcanzaba hasta para carne y queso. 

Y qué hago vieja además de estudiar..?, pregunta.

Vote bien m´hijo, responde con el dedo en alto. 
Vote sabiendo quién es usted y sin olvidar dónde se crió..!!

martes, 29 de agosto de 2023

AYER MATARON A SALVADOR ALLENDE, de José Pablo Feinmann

Sería ingenuo no creer que el 11 de septiembre que el mundo recordará será el de las Torres Gemelas antes que el de Chile.
El de las Torres tuvo una audiencia en simultáneo, un público atónito que asistía, compartiéndolo, en vivo y en directo, a uno de los acontecimientos más poderosos de la historia humana.
No menos poderoso fue el de Chile, pero nos tenía más acostumbrados.
Sin embargo, no bien se desplegó el terror pinochetista supimos que eso era nuevo, no tenía antecedentes.
Lo mismo sucedió con el terror de la Junta argentina.

Ignoro si se ha reflexionado sobre un punto (sin duda, sí; pero merece ser ofrecido otra vez al análisis): el acontecimiento de las Torres y el de Chile no sólo comparten la fecha, sino mucho más.
El país de las Torres (el Imperio) fue el causante directo del septiembre chileno. Chile nada tuvo que ver con la caída de las Torres.
Pero Estados Unidos hizo el golpe de Pinochet, lo inventó a Pinochet y lo asesinó a Allende.
Era parte de la política que se había otorgado para manejar las cosas en eso que llaman su “patio trasero”.

Desde que llegó a la presidencia, Kennedy, que era un furioso anticomunista, advirtió que - durante el llamado período de la Guerra Fría - las acciones bélicas directas no tendrían lugar entre los dos bloques hegemónicos.
Había, en ellos, un exceso de técnica bélica que lo impedía.
El terror nuclear recomendaba una excesiva prudencia que los dos colosos ejercieron celosamente.
Las luchas, entonces, se dieron en otras latitudes.

Demoraron en advertir que en América latina los comunistas se habían posesionado de Cuba, brillante tarea de esos barbudos que habían seducido y engañado a la CIA diciéndose democráticos, y que la CIA creyó que apenas venían a tirarles abajo a ese sargento Fulgencio Batista, un sanguinario impresentable, que había hecho de Cuba un prostíbulo y un garito para la mafia.

Apoyaron a los muchachos de Fidel, que les dieron una enorme y pésima sorpresa: su líder se definió y definió a su movimiento como marxista - leninista. Decidieron aprender la lección: nunca más un Castro en América latina.
Porque Estados Unidos decía no pretender apropiarse del mundo como los soviéticos, pero en verdad ya casi lo dominaba o ésa era su meta.

Con justa razón, el profesor Chalmers Johnson consideró que había más simetría entre las políticas de la Unión Soviética y de los Estados Unidos de lo que los norteamericanos deseaban reconocer: “Si en el transcurso de la Guerra Fría la Unión Soviética intervino manu militari en Alemania Oriental (1953), Hungría (1957) y Checoslovaquia (1968), los Estados Unidos articularon el golpe en Irán (1953), la invasión de Guatemala (1954) y de Cuba (1961), ocuparon militarmente la República Dominicana (1965) e intervinieron en Corea (1950) y en Vietnam (donde sustentaron dictaduras y mataron a un número más grande de personas que la Unión Soviética en sus exitosas intervenciones)” (Chalmers Johnson citado por Luis Alberto Moniz Bandera en su notable ensayo: La formación del Imperio Americano).

En una comparación inevitablemente odiosa y desagradable, posiblemente la CIA sea y haya sido una organización más cruel, más asesina y, sobre todo, más responsable de la llegada de regímenes genocidas al poder que la KGB soviética. Medio mundo o más no diría esto por la prepotencia, la supremacía que tienen los medios en la formación de la subjetividad de las personas.
El cine, por ejemplo (gran herramienta de propaganda de EE.UU.), siempre ha mostrado a un agente de la KGB como alguien más siniestro que uno de la CIA, que, con frecuencia, es el héroe de la película.
Jack Ryan, sin ir más lejos, tuvo la pinta y el carisma de Harrison Ford.
¿Quién, en la KGB, podía competirle..?

Pero un serio problema se le aparece a la Administración Nixon.
En 1970, el socialista Salvador Allende, candidato de la Unidad Popular, gana de modo inobjetable las elecciones en Chile.
Pese a que Allende propone una “vía pacífica” - o una “vía democrática” - al socialismo, Richard Nixon lo odia desde el primer día.
Y desde ese día se propone echarlo del gobierno.

Aquí debo mencionar dos documentales formidables con los que trabajo estas cuestiones y deben (creo) ser consultados: uno es casi una autobiografía de Robert McNamara y se titula La niebla de la guerra, el otro es una pequeña obra maestra de Chistopher Hitchens, Los juicios de Henry Kissinger.
En éste, Hitchens nos muestra la pasión que pone Kissinger en dejar contento a su jefe, Nixon, y demostrarle que se puede hacer con un país lo que Estados Unidos desee.
No aún con Chile, porque Allende acaba de ganar muy limpiamente “y nosotros respetamos la democracia”.
Nixon acepta este dogma, pero tiene claro que - en caso de llegar a imponer una dictadura - siempre es mejor una dictadura no - comunista que una comunista (ver: Luis Alberto Moniz Bandeira, La formación del Imperio Americano, p. 278). 

Seguramente compartían este criterio las empresas que le hicieron saber acerca de la gravedad del asunto: la ITT, la Pepsi Cola y el Chase Manhattan Bank.
Todas se comunicaron con el presidente de la CIA, Richard Helms.
También lo hizo Nixon, en una reunión relámpago: se sentó, tomó un vaso de agua, dijo un par de cosas y se fue.
Destinó 10 millones de dólares para la tarea de desestabilizar al “hijo de puta” - así le decía: SOB -, pidió acción inmediata, dejar de lado al embajador, poner los mejores hombres en la tarea y en 48 horas deteriorar la economía.
A partir de ese punto empezaría el trabajo en serio.

Kissinger tenía un buen concepto de la habilidad política de Allende: por todos los medios exhibiría que no era un satélite soviético, a lo Castro, ni siquiera un gobierno abiertamente comunista.
Pero no estaba dispuesto a mostrar que le creía.
En suma, entre Nixon y Kissinger deciden hundir a Allende desde el primer día de su llegada al poder. Así se hace la historia.

En tanto, en América latina se festejaba el gran paso de la llegada al gobierno por elecciones libres y democráticas de un gobierno socialista (aunque fuese con un margen leve: la Unidad Popular sólo alcanzó el 36,2%), en las oficinas de la CIA o en el despacho más privado de Nixon la tarea de destrucción ya estaba en camino. 
Precisamente en Los juicios de Kissinger, el halcón Alexander Haig (que anduvo por aquí tratando de arreglar la guerra de Malvinas) lanza una exclamación con la fuerza de un escupitajo iracundo: “¿Otro Castro en América latina..? ¡Por favor..!”
O sea, ni locos. Allende debía caer.

Haig es un activo soldado de esa causa.
En mi novela Carter en New York, Joe Carter le cuenta a un amigo moribundo el modo en que Haig (Alexander Higgins en la novela) se despide de Allende antes de subir al avión que lo llevará a los States, cumplida ya su tarea.
Explica: “El problema - ahora - es el Islam. Pero a los 24 años conocí al senador republicano Alexander Higgins. El hombre era un genio.
Uno de los grandes cerebros que - allá por 1973 - liquidó al gobierno socialista de Salvador Allende.
Y que - no hacía mucho, entre un trago y otro - le había confesado ciertas cosas. 
‘Sabes, Carter, Allende tenía la beatitud de un arcángel. Mas, ¿qué podía hacer yo..? Sólo reconocerlo, pero no evitar mi trabajo por sentimentalismos peligrosos, que te mienten o te ciegan.
La última vez que estreché su mano, poco antes del golpe que acabó con su vida, abandonaba yo la República de Chile, todo estaba ya hecho. 
Acerqué mi cara a la suya y en voz muy baja pero audible para él y para mí, le dije‘Es usted un hombre puro. Comunista o no.
Cuando le caiga encima el caos que le hemos preparado recuerde estas palabras de uno de sus enemigos.
Es usted un hombre bueno, equivocado pero honesto y valiente.
Estrecho su mano con orgullo, doctor Allende. Y es la última vez que lo hago’.

Me miró a través de esos anteojos doctorales, de académico, de hombre culto. Dijo: ‘¿Por qué si tanto me respeta está al lado de quienes buscan mi destrucción?’ 

‘Doctor, es muy simple: otra Cuba, en América latina, no. No podemos permitir eso.’ 
‘¿Y quiénes son ustedes para permitir o no lo que un pueblo ha elegido democráticamente?’ 
‘Los Estados Unidos de América. Y ustedes nuestro patio trasero.
No queremos más problemas por aquí. Trate de salvarse. Huya.’ 

‘Nunca. Usted no me respetaría si yo huyera. Me respeta porque sabe que lucharé hasta el fin.’ 

‘Lo sé. Lo que nunca sabré es por qué luchará hasta morir por una causa tan infame.’ 

Allende me clavó sus ojos. Diablos, cuando miraba feo podías temblar si no eras duro, si te escaseaban los cojones. 
Dijo: ‘Lo que nunca sabré es cómo usted dice respetarme y es un mercenario al servicio de un imperio de asesinos’. 

‘Doctor, no nacimos para entendernos. Estamos a punto de dejar de respetarnos. Y si me quedo uno o dos minutos más junto a usted acabaré por hacer el trabajo que en breve harán sus verdugos.’ 

‘Parece conocerlos.’ 

‘Los hemos entrenado nosotros, doctor.’ 

‘¿Quién es el principal cabecilla?’ ‘¿No lo sabe? ¿Ni eso sabe?’ 

No dijo palabra. Todo estaba tan irrefutablemente tramado que no me importó darle el nombre del general que le habíamos destinado como verdugo. 
‘Pinochet.’ 
‘¿El general Pinochet?’, se asombró.
Y, muy seguro, dijo: ‘El general Pinochet es mi amigo’.

‘Doctor Allende, parto de Chile con una duda: si es usted increíblemente bueno o increíblemente tonto.’ 

‘Pues yo lo despido con una certeza: usted es un perro, una escoria humana que insulta la esencia del hombre.’ 

‘Lamento desilusionarlo, doctor: pero a esa esencia, de nosotros dos, la encarno yo mejor que usted.
Le dejo una enseñanza antes de irme: usted, como comunista, cree que esa esencia es buena y bastará que ella triunfe para que los hombres sean libres. Nosotros creemos que es mala.
Que es egoísta y sólo el dinero le importa.
Por eso los matamos y los seguiremos matando y les ganaremos todas las guerras. Piénselo.’” (Carter en New York, ed. cit. pp. 105/106/107).

El otro decisivo factor que derrocó a Allende fue “el decano de la prensa chilena”, el centenario periódico El Mercurio.
Agustín Edwards, su director, viajó hasta las oficinas de Nixon y volvió con dos millones de dólares para la tarea democrática a emprender.
Desde sus páginas inflamadas de patriotismo anticomunista, El Mercurio llamó a la lucha a las conchetas chilenas, que son temibles.
Inauguraron la moda de las cacerolas.

Todo está dicho. Allende se refugia en La Moneda y dice que no habrá de huir.
Ahí se queda. Se hunde con su barco.
Tiene puesto un casco de guerra y sostiene una metralleta.

Da un último discurso: 
“Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino.
Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse.
Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor”.

Don Agustín Edwards, director del “decano de la prensa chilena”, habrá brindado con buen champán.
Las conchetas, felices. Los obreros, perseguidos y asesinados.
Allá, en el Norte, la CIA, Nixon y Kissinger, satisfechos.
Allende se suicidó o lo mataron. Pero estuvo en su puesto hasta último momento. 

El 11 de septiembre que América latina recuerda y llora es éste.
El otro, el de las Torres, ni sabemos quién lo hizo.
Y, emperradamente, como le habría gustado a don Salvador, seguiremos creyendo que alguna vez, más tarde o más temprano, se abrirán las grandes alamedas.
Y el primero en pasar por ellas será don Salvador Allende.
Una enorme pancarta con su cara de hombre bueno, que soñó un sueño tal vez imposible, pero que él sostuvo hasta el final.
Así, pocos, Salud, héroe, mártir, ejemplo perenne.
En usted se encarnó lo mejor de la condición humana.

PARA VOS, ALBERTO, de Juan Pablo Feinmann


Me llama un día y dice: “Al fin sé que estoy en la justa. Que tengo razón. Que no estoy equivocado. Escuchá, Daniel Hadad, hoy, por Radio 10, dijo que soy un hijo de puta. Estoy en la gloria”.

Que Alberto Segado fue un actor eminente lo sabemos todos. También que debieron darle más de lo que tuvo.
Cierta vez, hablando con un empresario de la calle Corrientes (mal bicho, hoy muerto), le dije: “Para ese papel el ideal es Alberto Segado”.
Se puso rojo de furia: “¿Qué me estás vendiendo..? ¿Un actor del San Martín..?”.
Ese que era su point d’honneur le jugaba en contra.

La estética de la calle Corrientes abominaba de un actor del San Martín.
Se quedó en el San Martín. Ahí tuvo su refugio y su lugar de culto.
Alberto era el San Martín.
Era parte inseparable de ese teatro y de sus mejores espectáculos.
En 2002 hace Copenhague, dirigido por Carlos Gandolfo, y entabla un duelo actoral deslumbrante con Juan Carlos Gené.
¡Qué fiesta, qué privilegio fue ver eso..!

Omitiré decir que un gran artista devenido candidato a presidente de la República se dormía en la fila 2 de la derecha, algo que suele ser desalentador para los actores, que siempre detectan esas cosas, pero diré que Segado y Gené dieron - ante todo - una clase de dicción.
Así se habla en un escenario.
Vi varias veces la pieza - todas las que me fue posible - porque la gestualidad de Alberto me seducía. Movía los brazos y las manos y hasta los dedos de un modo envolvente, como un oleaje incesante y expresivo.

Confieso algo: estudié a propósito esa gestualidad. Algo de ella utilizo en mis clases, conferencias o en los programas de filosofía que hago por televisión.
Así como Alberto acompañaba sus palabras con los brazos para subrayar palabras, conceptos en una obra en que interpretaba a un científico, pensé que eso sería espléndido aplicarlo a la docencia.
Un docente tiene algo de actor.
Tiene, en lo posible, que acompañar lo que enseña con los tonos de su voz y su gestualidad.

Detallar su carrera sería interminable.
En 1969 ya estaba en el Instituto Di Tella.
Mi compañera, la Bertotto, encuentra un día una foto ajada de sus propios años en el Di Tella y componiendo a un soldado hay un muchachito flaco, con mucho pelo y cara de futuro.
Lo llama a Alberto y le deja en el contestador: “¿Ese sos vos?”.
Salimos, volvemos y encontramos la respuesta al mensaje: “Sí, María Julia, ése soy yo... Bueno, qué te puedo decir. Los años pasan”.

La ironía, la jocosa resignación ante el destino de todos nosotros sobre este puto mundo, con que dijo “los años pasan” nos hizo reír tan largamente que todavía - creo - nos seguimos riendo.
Porque acabo de entrar en el dormitorio y la escenógrafa y diseñadora de vestuario que tantas veces trabajó con Alberto está mirando una peli con Cate Blanchet. 

“Rápido - le digo -. Estoy haciendo una nota sobre Alberto.”
Hace un esfuerzo para salir de la trama y de la seguramente notable interpretación de la Blanchet y me dice: “Era tan inteligente que cuando le echaba una primera mirada a la escenografía ya no había que explicarle ni un detalle. Te entendía al instante.
Te decía: ‘Esto lo hiciste para esto y para esto. Y vos querés que yo suba esta escalera y diga ese texto desde arriba y después baje y me siente en ese sillón y ahí me viene la luz del Chango Monti y completo el texto y hacemos el apagón’.
Era rápido, era brillante.
Para mí, fue uno de los más grandes actores que tuvimos”.

Sabíamos, por nuestro querido y común amigo Sergio Renán, que no andaba bien. Con Sergio hizo su último trabajo: Un enemigo del pueblo, de Ibsen.
Con Brandoni.
El era el malo. Hacía muy bien sus villanos.
El más recordado será el de Plata dulce.
Es una película subversiva que se estrena en 1982, apenas después de Malvinas, con producción de Aries y dirección de Fernando Ayala, pero, sobre todo, con un guión ejemplar, perfecto, de Oscar Viale y Jorge Goldemberg.
Segado hace el villanísimo de la financiera que funde la fábrica de botiquines de Luppi y luego le arruina la vida.
Vean esa película. Estudien ese guión. Nadie nace genio.
Ni que se pase tres años en una Escuela de Cine (¿escribe guiones Jorge Goldemberg todavía?).

¿Quieren reírse un poco..?
Sé una de las anécdotas más hilarantes de Alberto.
Roger Corman, asociado con Aries, acepta hacer una nueva versión de Ultimos días de la víctima.
Corman es venerado por sus películas de terror, pero - como puntualizó con todas las letras Peter Bogdanovich - es un avaro compulsivo.

Envía a Don Stroud (un actor que en Bloddy Mama prometía algo pero nunca más) y a una actriz norteamericana de origen brasileño que era un minón descojonante, por decirlo así.
Corman, desde Los Angeles, pide sexo, sexo, sexo.
Resignadamente, hay que filmar una escena entre Alberto y la carioca yanki. Equipo reducido, sólo Olivera que dirigía, el cameraman, el de la luz y punto.
En la cama, Alberto y la leona de pelo negro, grandes tetas y algunas condiciones de actriz.
Se hace la escena.
Días después viene Alejandro Sessa - coproductor - y me invita a ver los “campeones” (que es el material que se va filmando día a día, los yankis les dice daylies).
Me siento en el microcine y lo veo a Alberto tratando de hacer algo con ese artefacto descomunal. “¡Carajo..! - me digo -, pobre Alberto.”
Pero no. Se las va arreglando.
De pronto se oye la voz de Olivera: “¡Ponele el culo mirando a cámara!”
Olivera es un tipo con un gran sentido del humor y Alberto no carecía de esa condición. De modo que las risas echaron a perder el erotismo de la escena.
Días después lo encontré cenando en Pichuco. (¿Se acuerdan de Pichuco..? Eran los años ochenta y todos los actores y los escritores andaban por ahí...)
“¡Alberto..! - le digo -, vi una de tus más memorables actuaciones. Te felicito.” Mejor no digo a dónde me mandó.

Era un actor de izquierda, sin vueltas. Siempre que podía publicaba en Página/12. 
Y sí: aquí tenía que ser.
Me propinaba halagos: “Siempre que me pongo a escribir una nota releo antes una tuya. Después, me inspiro y le meto para adelante”.
Pero más lo halagaba yo. 
Tenía una envidiable lucidez política. De aquí que - sin duda a raíz de una de sus notas en Página - Hadad, por medio de esa radio que durante estos días ha vuelto a exhibir su xenofobia, su racismo, le dijera hijo de puta.

Se nos fue. La cosa es así.
A cada rato se nos están yendo amigos.
En Network, un William Holden ya estragado por el alcohol, el pánico escénico y la soledad, le dice a Faye Dunaway: “Estoy en una edad en que mis amigos se mueren o escriben sus memorias”.

Así estamos muchos. Pero no con todos se sufre igual.
Esa resignación que los amigos sienten cuando la enfermedad ya hiere demasiado y entonces dicen: “Mejor si se va. Así deja de sufrir” es sólo eso: resignación.
Mejor si se va las pelotas. Mejor si se queda.
Mejor si no lo hubiera agarrado la Huesuda. Mejor si volvía al San Martín.
Mejor si volvía a hacer Galileo Galilei, Volpone, El pato salvaje de Ibsen. O El Campo, de la eximia Griselda Gambaro, en el Cervantes.
O Los siameses, también de Griselda, donde estaba sublime, por falta de una palabra mejor.
Mejor si se quedaba un rato más. Pero no. Cuando te toca, te toca.

A veces le dijeron: “¿Y cómo querés ser famoso si no hacés televisión..?” ¿Alberto en la TVvómito..? Haciendo qué..?
Mirá, Alberto, a ninguno de los que andan por ahí haciendo chatarra lo van llorar los notables y hasta grandes artistas que hoy te lloran a vos.
Te quisimos tanto, y tantos te quisieron, que ya está, no escribo más.
No me quedan palabras ni creo que las haya.
Albertito, querido amigo, no sé si fuiste feliz, pero no te faltaron motivos para serlo: viviste de lo que amabas, fuiste uno de los más grandes y te llora mucha de la buena gente que todavía queda en este país.
Esos que saben que despedir a un grande con amor es hacerse mejor persona. Como vos, que lo fuiste siempre.

QUÉ SIGNIFICA (HOY) EL ETERNAUTA..?, de José Pablo Feinmann

La derecha ignorante y torpe que pretende gobernar en la Argentina ha cometido otro de sus grandes desatinos.
Más grave que el del policía Palacios con el que pretendía cuidar nuestra seguridad.
Más grave que la designación del desdichado y resentido Abel Posse, lleno de odio hacia los jóvenes.
No, este error ofende profundamente a nuestra cultura y a la concepción de la defensa de la vida en la Argentina.
Aclaremos: ¿por qué El Eternauta es el símbolo de los nuevos jóvenes y también de los veteranos como el que escribe esta nota..?

Oesterheld nace en 1919. Fue el maestro de nuestra generación.
De la generación que creció durante los años cincuenta.
Hizo las mejores historietas (o literatura dibujada, como exactamente definió ese arte Oscar Masotta) de esos años.
Primero en la revista Misterix, luego en Hora Cero y Frontera.
Sé que esto no significa nada para el político joven, tan joven que lo desconoce todo, que gobierna la “culta” ciudad de Buenos Aires, que lo ha preferido dos veces contra un verdadero, auténtico intelectual como lo es Daniel Filmus.
Pero eso ya está.

Ahora tenemos al pibe, al hijo de un sólido hombre de negocios que ha acumulado una fortuna tan enorme que puede imponerlo todo o casi todo (aunque, según creo, no se siente muy orgulloso de su vástago, de su eterno recién venido al mundo, que ni hablar sabe, ya que tienen que soplarle al oído lo que debe decir).
Detengámonos en este aspecto (no lateral) de la personalidad del joven Macri: a él le soplan al oído porque ignora el ABC del arte de la política.
Simplemente estaba más cómodo en las farras de los noventa que en la densidad histórica de la América latina del siglo XXI.

Como a él le tienen que “soplar”, supone que a los jóvenes de La Cámpora o del Movimiento Evita y otras agrupaciones también “les soplan”.
Les soplan los perversos que quieren hacer de ellos otra cosa de lo que deberían ser.
Y ellos (al ser ya eso que no “deberían ser”, al haber sido sometidos por el Mal) les “soplan” a los otros niños lo que a ellos les soplaron, tratan de convertirlos en lo que ellos son, tratan de infiltrarse en sus mentes.

La palabra infiltración es la palabra fundante de la derecha, sobre todo en el campo de la educación.
Cuando mataron (en 1976) a los curas palotinos de la iglesia de San Patricio, los carniceros escribieron en las paredes: “Esto les pasa por envenenar las mentes de nuestros jóvenes”.
Uno se pregunta: ¿no harían lo mismo si pudieran..?
Posiblemente: la derecha es tan cruel como cada coyuntura se lo permite.
Ya habrá algún organismo que tiene bien anotados en un fichero infame los nombres de los que tratan (hoy) de robarles lo que “esencialmente” les pertenece: la Patria, que es “la casa”.
Y si algo quieren es eso: que no les tomen la casa.

Veamos: tratemos de que el pibe entienda.
Oesterheld (salvando las terribles barreras ideológicas) fue, para mi generación, nuestro Walt Disney.
Sólo que no era macartista, ni la jugaba para el lado del imperio.
Pero fue alguien que deslumbró, que iluminó nuestra imaginación, que la disparó hacia lo infinito.
Hoy, todavía, yo podría dibujarle al pibe un Sargento Kirk en menos de cuatro minutos.
Me inscribí en una Escuela de Dibujo, a los seis o siete años, para poder hacerlo.
También podría dibujarle un Pato Donald, porque también lo amé de niño, y a Mickey (menos) y al Super Ratón: muchísimo.
(Le puedo dibujar un Súper Ratón en tres minutos. Cuando quiera se lo hago. Así se entretiene con héroes que le seguirán gustando, ya que puede entender sus adorables andanzas, no las de Juan Salvo. No se preocupe: a mí también me gustan, ya que nunca dejaré de ser un niño.)

Pero (además de serlo) crecí, sufrí, me hice hombre y nunca olvido, sobre todo, a Juan Salvo y sus compañeros.
Primero me enamoré del Sargento Kirk, un desertor del Séptimo de Caballería que tomaba una decisión que marcaría su vida: elegía estar con los indios y no con su ejército.
Elegía estar del lado de los indios.
Vea, eso nos enseñó Oesterheld: a estar del lado de los indios, de los que siempre pierden, de los desplazados, de los masacrados, de las víctimas.

Max Horkheimer decía: “Sólo una historia merece ser escrita: una que siempre mire desde el lado de las víctimas”. (Otro día le explico quién fue Max Horkheimer. ¡No le voy a hablar de la Escuela de Frankfurt cuando está en juego la vida del Eternauta..!)

Hacia fines de los cincuenta (vea, fue el 4 de septiembre de 1957), en Hora Cero, aparece El Eternauta.
La historieta era más que novedosa.
Ante todo, sucedía en nuestro país, en Buenos Aires.
Por esos años estábamos también subyugados por las revistas mexicanas.
Que copiaban a las de EE.UU. y traían a los personajes de los dibujos animados. Pero esto era distinto, otra cosa. Era una historieta “para grandes”.
Oesterheld ya nos sentía crecidos. Y nos largaba El Eternauta para que entendiéramos las asperezas de la vida.

Juan Salvo (el argumento se sabe) juega al truco con sus amigos en la buhardilla de su casa. Empieza a nevar. Esa nevada mata.
En 1982, en SuperHumor, escribí una nota que se llamaba “La nieve de la muerte cae para todos”.
Ya identificaba a la nevada asesina con la dictadura de Videla.

En 1981, en Medios y Comunicación, Juan Sasturain había publicado su memorable Carta al Sargento Kirk.
Cuando le habla de Oesterheld, el viejo, le dice que le fue mal.
Que siguió siempre eligiendo a los indios.
Pero “perdió amigos, el buen nombre en las editoriales, cuatro hijas. No es mucho en un país lleno de sangre; es demasiado para un hombre solo”.

A partir de 1975 (le aclaro, pibe, para que vea qué difícil es todo), no estuve de acuerdo con los indios a los que se unió Oesterheld. Me fui con otros.
Pero el Gran Cacique se había muerto y la confusión era muy grande.
Entre otros motivos, porque el Gran Cacique también se había equivocado, y mucho.
Decían que estaba enfermo. Pero su enfermedad tenía una sintomatología que siempre lo llevaba a cagarnos a nosotros, los indios jóvenes que lo habían traído al país.
No sé si hay síntomas de izquierda o de derecha, pero le aseguro que los del viejo eran de derecha. Y que nos jodió fiero.

Sin embargo, Oesterheld siguió con otros pequeños caciques de una pequeña tribu a la que ya no seguían las grandes mayorías de las grandes tribus que el Gran Caudillo, al menos, había sabido convocar.
En fin, ésta es una cuestión interna. A usted le interesa otra.
Que no les arruinen la mente a sus pibes, ahí, en las escuelas.

Le cuento un poco más.
Sasturain termina su Carta a Kirk de un modo positivo y (¡ya lo creo..!) corajudo para los años que corrían: lo invita a volver a luchar.
“Supongamos (...) que hay algo urgente por hacer y con sentido: salvar a la muchacha, defender a los indios o cualquier otra causa abierta. En eso estamos.”

La nieve que empieza a caer en marzo de 1976 cae para todos y a todos mata.
No pregunta, asesina.
No hay justicia.
Ni para los indios que eligieron pequeños caciques que se fueron a pelear desde la distancia, una gran, gran distancia protectora.
Ni para los indios que murieron en insensatas contraofensivas que los soldados de la caballería enemiga, racista y criminal exterminó de la peor manera.
Ni para los indios que no teníamos caciques, pero tampoco paz. Porque estábamos en el país de la muerte.
Ese país era el de nueva nevada.

Todos los que la nieve mataba eran inocentes.
Porque la nieve asesina no preguntaba, no tenía ni respetaba leyes; culpables eran todos.
Mataba sin juicio previo. Sin fiscales ni defensores.
Y los indios que caían no regresaban jamás. Sus familias pedían por ellos y nada.
No había un cuerpo sobre el que llorar. Una tumba donde ofrecerle reposo y llorarlo y hasta rezarle o hablarle, locamente hablarle.

Así se fue Oesterheld. Se lo llevaron, lo desaparecieron.
Y a sus cuatro hijas: Beatriz (19 años), Diana (24), Estela (25) y Marina (18).
En cautiverio, se dice (y seguramente es cierto: aunque, ¿puede usted concebir un sadismo tan exasperado, pibe, cree que algo de esto yace en cualquier mensaje que provenga de El Eternauta o del Nestornauta que tan obsedido lo tiene..?), le mostraron, con macabra prolijidad, las fotos de los cadáveres de sus cuatro hijas.
¿Cuánto tiene que sufrir un hombre..?
¿Cómo la bestialidad humana, el asqueante sadismo, el placer por el dolor del otro, pueden llegar a atrocidades tan inconcebibles..?
Acláreme ese punto, por favor.

Nuestra generación amó a Héctor Oesterheld y se crió leyendo sus excepcionales historias, su literatura dibujada.
Ahora, mañana mismo, voy a seguir dando un curso que trata sobre la literatura en tanto compromiso político.
Los grandes autores que he elegido son: Borges, Walsh y Oesterheld.
Creo que es la primera vez que Héctor Germán está ubicado donde merece: entre los más grandes escritores de nuestro país.

El Eternauta es, para nosotros, el símbolo del héroe que lucha junto con sus amigos contra la Muerte.
Luego conocimos esa Muerte. La padecimos. Perdimos amigos.
Familiares, muchos se fueron.
O fuera del país o arrojados vivos al Río de la Plata, cuyas aguas, desde entonces, son símbolo de la muerte.
Los hijos de nuestra generación encontraron - por fin - un político que les pareció primero confiable, luego querido y después se les murió.

Ese político - en un 25 de mayo de 2005 - dio un discurso y la televisión lo tomó en primer plano y detrás de él estaba... ¡la madre del Eternauta..!
¿Puede creerlo, pibe..?
Estaba Elsa Sánchez de Oesterheld, que lloró a su marido (al que culpó durante mucho tiempo y al que luego entendió y hoy ha vuelto a amarlo), que lloró a sus cuatro hijas, a un yerno y a un nieto.
Estaba porque ese político sabía quién era.

Nadie, ningún periodista, al día siguiente, sacó una nota sobre el hecho.
No reconocieron a Elsa.
Yo sí, y seguramente otros también.
Pero - para alegría de Elsa, que tanto necesita alegría y vida y afecto, en fin: que la amen - publiqué al día siguiente, en este diario por supuesto, una contratapa que se llamaba: Elsa en el palco del 25.

Vea, pibe, si de ahí, al menos inconscientemente hubiera surgido un empujón, aunque pequeño, que llevara - con justicia - a identificar a ese político (usted sabe: a Néstor Kirchner, que también se les murió a los jóvenes que tanto lo lloraron) con El Eternauta estaría tan orgulloso que el corazón me golpearía el pecho como un caballo desbocado.
(¿Sabe la fuerza, la potencia de un caballo desbocado..? Pregúnteles a sus amigos de la Sociedad Rural, que tanto bendijo el golpe que nos llevó a Oesterheld.)

En fin, para resumir y que usted (y quienes lo rodean o, absurdamente, creen que usted puede gobernar si no le soplan) entiendan algo: El Eternauta fue el símbolo de mi generación, de esa “generación diezmada” que Kirchner mencionó en su primer discurso, y los jóvenes de hoy lo saben y han decidido que también sea el de ellos; el símbolo, ¿no.?
El símbolo de la lucha por un país más justo, más libre, más democrático, que respete de una vez para siempre a todos los indios, a todos los morochos y a toda la buena gente.
Ese es el mensaje.
Eso significa el tan temido (por usted y sus consejeros: porque usted, y disculpe, sin consejeros: nada) Nestornauta.

Nada mejor que ese mensaje de vida y de respeto por el otro.
Y de amor por la política como medio de transformar un mundo a todas luces injusto, el mundo que usted representa, y de transformarlo sin violencia (porque la lección se aprendió: con la violencia se pierde porque es el arma más poderosa de los soldados y tienen muchas y tienen una crueldad y un desdén por la vida que nadie de los de este lado podrá tener jamás) y con respeto por los otros y por la igualdad, por la justicia, por el mundo de los héroes anónimos pero unidos, por los héroes como El Eternauta.

Ojalá estas líneas sirvan para que usted comprenda a los jóvenes de hoy, que no son los que están de su lado.
Aunque, tal vez, hasta ellos entiendan y se vengan para aquí, para el lado de los indios, de los hijos de las víctimas.
De Oesterheld.

FORSTER Y LA MORAL DE LA INTELIGENCIA, de Juan Pablo Feinmann

El ensayo que acaba de publicar Ricardo Forster es un acontecimiento moral. Apuesta a las ideas, al pensamiento riguroso, a la lucidez.
Alejado del odio, de la injuria, de la chicana fácil, de las iras de clase, sólo se propone pensar.
Insólito ejercicio en un país en que ya son demasiados quienes no lo hacen.
O fingen pensar, pero sólo cultivan la habilidad para disfrazar de elegante discursividad el odio que comparten con quienes los leen y encuentran en sus líneas el camino a seguir.
De aquí que califique a este libro de acontecimiento moral.

Abre o - al menos - sigue apostando a la posibilidad de un camino alternativo, a una novedad, dentro del campo de las ideas.
Bienvenido sea un libro sin odio, bien escrito, con una discursividad clara (que siempre tiene su origen en una buena prosa), profundo, que busca en los hechos, no una necesariedad dialéctica pero sí esas persistencias o pertenencias sin las que nada puede entenderse, que fue la propuesta del temprano posmodernismo de la fragmentación o de los dialectos del admirado por estas tierras Gianni Vattimo, algo que sólo puede explicar la pobreza intelectual, el dualismo que nos arrasa, la aspereza binaria que nos empobrece.

Forster escribe para tratar de entendernos mejor. Para que podamos - al menos - intentar un diálogo.
Construir un espacio de reflexión que nos aleje de la incipiente, amenazante violencia. A eso le llamo acontecimiento moral.
Todo lo que trate de vitalizar la vida, de hacer más transitable y menos sangrienta la historia, es moral.

De Casullo, la influencia en el libro de Forster es grande.
Se trata del reconocimiento a un gran compañero y acaso a un maestro.
Dieron clases en la UBA y de esa experiencia queda el testimonio insoslayable de Itinerarios de la modernidad.
Acaso pocos fueron los no sorprendidos con el giro de Forster hacia la política. El estudioso de Benjamin y el problema - central en todos los tiempos, pero en el nuestro ya trágico, urgente - del mal no parecía el más destinado a abrazar con pasión una causa política.
Pero, son sus palabras, “el kirchnerismo vino a enloquecer a la historia”.
Creo que también decía al decir eso: y, con fuerza irresistible, a mí.

De este modo, desde esa locura fundante apoyada por la más rigurosa conceptualización, por una inteligencia que aborda todos los temas con solvencia y una brillantez que no está al servicio de velar deficiencias especulativas, sino al de potenciarlas, escribe Forster este libro que comentamos: La anomalía kirchnerista (cuya presentación en la Feria del Libro se describe en la página 35 de esta edición).

Trata inicialmente la cuestión del populismo.
Parece que ese monstruo ha regresado para destemplar las vidas serenas de los ciudadanos consumidores.
“Todo se trastoca cuando (el populismo) introduce una cuña plebeya e igualitaria y sale a cuestionar el modelo de apropiación de la riqueza del bloque hegemónico” (Planeta, Buenos Aires, 2013, p. 21).

El antagonismo racionalidad - irracionalidad sigue como fundamento de la historia argentina.
El orden republicano del que habla la derecha una y otra vez y jamás pudo imponer (salvo al costo de negar a las mayorías o acudir al golpe de estado: menos con Menem, que les puso el peronismo a su servicio) siempre se vio amenazado “por esas ‘masas negras’” (p. 22).
Alberdi distinguió entre una democracia bárbara y una democracia civilizada. 
Decía que la solución del problema argentino era la unión de las dos.
Nunca se dio.
En el siglo XIX, la democracia civilizada aniquiló a la bárbara y siempre lo hará en las décadas siguientes, en el siglo XX.

En el XXI recibe la mala noticia de la anomalía (una extravagancia, una ex-centricidad al orden republicano de la burguesía) del kirchnerismo y ya ha perdido la paciencia. Esto es más de lo que puede tolerar.
Es la pesadilla de Mitre.
La que plantea Milcíades Peña: ¡Felipe Varela en el Fuerte de Buenos Aires!

La izquierda se suma a esta condena con una conceptualización harto repetida: el populismo sólo se propone imponer un discurso demagógico (actualmente se abusa de las sinonimias en el intento, vano, de posar de actualizados, incluso sofisticados: se habla de impostura o de relato ficcional, conceptos acaso ofrecidos por Sarlo o Kovadloff) en tanto deja intransformada la estructura de poder que ha proclamado venir a transformar (Forster, Ibid., p. 23).

Forster es preciso en sus análisis de las figuras ideológicas de la escena política. Por ejemplo: “Nuestros progresistas, todos provenientes de la mitología de la revolución, antiguos cultores de los diversos marxismos y populismos transgresores, han mutado (¡y se le dice “converso” a Víctor Hugo Morales!, J.P.F.) en defensores a ultranza de una alquimia de liberal capitalismo, multiculturalismo importado de los departamentos de estudios culturales anglosajones, institucionalismo dogmático y rechazo visceral a cualquier recuperación de la política como conflicto” (Forster, Ibid., p. 27).

Habríamos deseado que aquí Forster mencionara la neurótica negación del pensamiento de Jean - Paul Sartre, que reiría a carcajadas, acompañado por Marx, si le dijeran que la historia como conflicto y antagonismo se la encuentra hoy en Carl Schmitt y su polarización amigo - enemigo.
Se recurre a los nazis para evitar a los marxistas.
Además, ¡la Crítica de la razón dialéctica es un libro tan largo y difícil!
De acuerdo, pero sigue siendo para mí - y sé que para Forster también - la más grande summa metodológica de nuestro tiempo. (¿Nos obligarán a esperar el regreso de Sartre en un avión negro, a postular que es el hecho maldito de la filosofía del imperio y sus departamentos de estudios culturales?)

El análisis de los discursos ideológicos que se arrojan sobre CFK encuentra en el estrafalario artículo de Aguinis sobre las simetrías entre las juventudes hitlerianas y La Cámpora, una inmejorable materia para exhibir los oscuros extravíos a que el odio somete al discurso inteligente.
No suele Aguinis penetrar en el discurso inteligente. Lo suyo es el dislate impúdico.

Aguinis, piensa Forster, banaliza el horror nazi.
Dice que las juventudes hitlerianas eran superiores a las “bandas parapoliciales del cristinismo” porque al menos “tenían ideales”.
¿Cómo.? ¿Qué ideales tenían.?

Los que hayan sido confluyeron en una guerra que sumó entre cincuenta y sesenta millones de muertos.
¿Tiene eso parangón con La Cámpora o algún otro encuadramiento del gobierno nacional, popular y democrático, que postula CFK.?
Pero, antes, Aguinis incurrió en un delito.
Decir el dislate de La Cámpora y las juventudes hitleristas será un arrebato entre otros. Pero no es un delito.
Decir que CFK sufre una depresión bipolar (enfermedad mental gravísima) en la Feria del Libro, junto a Jorge Fontevechia y frente a un auditorio colmado es un delito.
CFK no era su paciente. Aguinis ni la conocía en persona.
Todo profesional serio no hace público, no sólo ningún diagnóstico, sino acaso menos uno de bipolaridad.
Escribe Forster: “Cuando en función de la lógica del odio y el prejuicio se pasan ciertos umbrales, ya no estamos delante de una disputa genuina en el interior de una sociedad democrática, que sabe y debe aceptar las diferencias, sino que algunos acaban por hundirse en el pantano de la malversación ética” (Forster, Ibid., p.255).

Nuestro autor dedica sus buenas páginas al análisis de las notas de Sarlo en La Nación.
Hasta que llega a preguntar por qué Sarlo no se pregunta ciertas cosas que debiera.
Por ejemplo: “¿Se preguntará Sarlo por qué los lectores de La Nación festejan y se sienten tan identificados con sus artículos obsesionados por la figura de Cristina.?
¿Y que los dueños del principal diario de la derecha argentina la tengan como una de sus columnistas estrellas, no le hace el mínimo ruido cuando revisa su historia.?” (Ibid., p. 245).

Le reprocha que no se pregunte por “el famoso lugar de la enunciación”, que no se ocupe de los verdaderos rostros del poder económico, ni de la crisis económica mundial, de los golpes de mercado, de las corporaciones mediáticas, que haya desaparecido de su vocabulario “cualquier referencia a la derecha, al poder corporativo e, incluso, al neoliberalismo” (Ibid., p.246).

Y concluye: “Los actuales ‘progresistas’ prefieren desviar su atención hacia los semblantes, las estéticas, el estilo discursivo de Cristina, los simulacros, las ‘carencias republicanas’, el ‘hegemonismo autoritario’ expresado en el uso de la cadena nacional, la supuesta falta de ‘calidad institucional’ y el infaltable latiguillo de la ‘corrupción’. Lo demás es silencio” (Ibid., p. 246).

No es arbitrario suponer que el “lugar de la enunciación” en que Sarlo se para es el más adecuado para lo que hoy dice.
Habría, también, que rastrear un itinerario que ha girado a la derecha desde el retorno de la democracia para no sorprenderse tanto por su “cambio”.
Y habría que leer su prólogo al libro de Héctor Ricardo Leis (Un testamento de los años ’70. Terrorismo, política y verdad en Argentina), libro en que su autor propone “una única lista y un único memorial donde estén los nombres de todos los muertos y desaparecidos: los que mataron la guerrilla, la Triple A y las Fuerzas Armadas” (Sarlo, La trampa terrorista, sobre la violencia de los setenta, prólogo al libro de Héctor Ricardo Leis), para no sorprenderse por un giro aún más profundo hacia la derecha en los tiempos venideros.

Que no sea así es algo hondamente deseable para la buena salud de la democracia argentina.
Pero el Prólogo al libro del revolucionario que sobrevivió “y siguió pensando” (como si otros se hubieran dedicado a tomar mate bajo la parra del patio en un camino irreversible hacia la idiotez) tiene párrafos escalofriantes que nada bueno hacen esperar.
Ojalá me equivoque.




MARILYN MONROE Y LA NIÑA VIETNAMITA QUE EL NAPALM QUEMÓ, de Juan Pablo Feinmann

Acaso el icono más penetrante y permanente de la cinematografía de Hollywood sea el de Marilyn Monroe parada sobre la alcantarilla del subte y recibiendo el aire cálido que sale de ella.
La pollera de Marilyn (formidablemente diseñada) vuela con una gracia irresistible, lleva a cabo un ballet propio, va de aquí para allá.
Pero todo esto sería ínfimo si no fuera porque debajo de esa pollera están las piernas de Marilyn que se muestran y se ocultan según la danza de la pollera.
Como si fuera poco, la generosa pollera permite una visión de la bombacha de Marilyn, que desata con brío la imaginación de los que miran la fotografía.
Se trata de una foto osada, atrevida para los años cincuenta.
Pertenece a una escena del film La comezón del séptimo año, uno de los primeros grandes protagónicos de Marilyn, en el que, por si fuera poco, la dirigió Billy Wilder.

Antes había hecho un par de películas.
Sobre todo: Almas desesperadas (“Don`t Bother to Knock”), con Richard Widmark, en la que intentaba un papel dramático, el de una chica alterada. Mal.
Y Cómo pescar un millonario, bien.
Y Niágara, que milagrosamente salió un buen film.

Marilyn estaba muy sexy. Joseph Cotten muy loco.
Y a la gran Jean Peters la habían desglamorizado para que luciera Marilyn, porque la Peters la doblaba en talento y en sex - appeal.
Recordar El Rata y sus escenas de besos ardientes y violentos con Widmark bajo la dirección de Samuel Fuller.
Sin duda, Marilyn creó un personaje y no salió de él.
La Betty Boop rubia de los cincuenta.

Donde más efectiva estuvo, donde mejor lo hizo fue en Los caballeros las prefieren rubias.
Era graciosa y dejaba muy atrás a las otras dos rubias que pretendían disputarle el trono: Jayne Mansfield y Mammie Van Doren, que más que para la pa - con perdón - ja no daban.

Pero si el guionista de la ópera rock Evita define a su personaje central como “la más grande trepadora después de la Cenicienta”, no cabe duda de que esta definición le cabe con justicia a Marilyn.

Le pide a Sinatra que la haga entrar al círculo íntimo de los Kennedy.
Sinatra no podía entregarle semejante regalo.
Otros sí: un collar de 35 mil dólares por ejemplo.
Los Kennedy no querían a Sinatra por sus relaciones con el capomafia Sam Giancana.
Pero Sinatra tenía dentro de su clan (el Rat Pack) a Peter Lawford, que estaba casado con una de la familia.
Lawford seducía al Rat Pack por su acento británico.
“Mirá, idiota”, le decía Sinatra, “que en cualquier momento puedo conseguir a otro idiota con acento británico”.
Pero Lawford sabía que su fuerte, más que en el acento británico, estaba en ser parte de la familia Kennedy.

Lawford pone a Marilyn en relación con Jack Kennedy.
Marilyn lo vuelve loco y se lo lleva a la cama de inmediato.
El romance - más o menos - se mantiene oculto hasta que Marilyn, deliciosa como nunca, le canta, en un acto multitudinario, el Happy Birthday al presidente.
Es una obra maestra de lo que puede hacerse en Estados Unidos, del espíritu de ese país, del desparpajo de la Monroe, del sentido del humor de Jack Kennedy y de la muchedumbre en general.
Sin embargo, eso no podía hacerse en ese país tan divertido.

El Happy Birthday que alegremente, con infinita sensualidad y gracia, cantó Marilyn selló su suerte.
No cabía duda: esa mujer revolvía sábanas con el presidente.
La CIA elige matarla.

Primero deciden que lo haga Sam Giancana.
También deciden matar a Sinatra.
Giancana se niega: tendría que cortarle la garganta.
“Sólo Dios tiene derecho a destruir esa voz divina”.
La CIA no quiere tratar con un hombre tan sentimental.
Los mafiosos, por su origen italiano, lo son.
La CIA decide liquidar - por ahora - a Marilyn.
Entre tanto, a Kennedy le encajan Bahía de Cochinos.

Marilyn es la víctima de esta tragedia con muchas víctimas. Pero fue la que se la buscó con mayor ambición.
Era una chica con muchos problemas depresivos que no podía controlar ni podían, en esa época, controlarse.
Su ambición la llevaba a ciertas cimas de las que se asustaba. Temía caer.
A Kennedy le empieza a pedir demasiadas cosas.
Jack, por considerarla idiota, le confiesa cuestiones de Estado.
Luego del “Happy Birthday” la tiene que dejar.
Pero su hermano Robert lo reemplaza.
Cree que nadie se va a enterar y para Marilyn, voltearse no a uno, sino a los dos Kennedy, tiene el sabor de la gloria.
Así, la cuestión llega a un punto sin retorno.

Luego de insinuarles - o más - que son dos vergas imprudentes y antinorteamericanas, la CIA informa a los hermanos Kennedy que se va a ocupar de Marilyn.
Cualquiera de los dos puede haber dicho cosas mientras dormía con esa prostituta.
Para peor, Marilyn, desvariando, siente que se alejan de ella, que la eluden, y amenaza con hablar y decir todo lo que sabe.
El asesinato es horrible.
Rompen un vidrio. Entran en su casa.
Ella está atontada en su cama.
Los de la CIA saben que es tal la cantidad de barbitúricos que toma que se los administra por enema.
La golpean, la sujetan y le inyectan, vía enema, más barbitúricos de los que tomó en su vida.

Kennedy se ve debilitado ante los halcones republicanos y demócratas.
Da, así, los primeros pasos de la guerra de Vietnam.
Luego lo matan, luego matan a Robert - fornicar con Marilyn es hacerlo con la Muerte - e intensifican la guerra del sudeste asiático.
¿Querían una guerra?
¿Querían los halcones, los Curtis Le May, los Johnson, los Mc Namara, arrojar toneladas de napalm sobre Vietnam del Norte?
Se los posibilitó Marilyn Monroe.
Su gracia, su glamour, su sonrisa, su cuerpo ardiente y deseable, su sabiduría en la cama, todo eso llevó la muerte y la devastación de ese territorio, en camino al comunismo o más, pero con el que los medianamente moderados aún pensaban negociar o no ser tan desaforados en la masacre.

Aquí entra la otra célebre foto.
La de la niña vietnamita corriendo desnuda por la carretera, quemada por el napalm, gritando: “¡Quema! ¡Quema!”.
Dicen que esta foto terminó con la guerra de Vietnam.
Es posible que la de Marilyn, no quemándose, sino sintiendo el aire caliente del subte, y exhibiendo todas las maravillas que su pollera solía cubrir, haya sido su disparador.
Porque, entre tantos otros millones de seres humanos, los Kennedy también vieron esa foto y se juraron tener alguna vez a esa rubia tan deseable.
También la ambición de Marilyn, una ambición bastarda, amoral, ayudó al incendio de Vietnam.
Las dos mujeres de esas fotos son víctimas del sistema imperial capitalista.
Pero una es una niña inocente.

La otra es una rubia adorable, que el mundo aún ama, un icono del séptimo arte, pero una mujer tan confundida, metida en tantas malas causas, que, con muchos otros, pero de un modo estelar, llevó al país de la niña desnuda que grita “¡quema!” el fuego que la quemó.

SE DICE QUE MENDIZÁBAL MATÓ A NISMAN, de Juan Pablo Feinman

Para Adolfo Aristarain

Hará un mes, por ahí, no menos, no más, me llega un mail de mi hija Virginia.
Dice: Perfil terminó de perder la chaveta! :) a ver papi si todavía te llaman a declarar jajjjj. http://www.perfil.com/policia/Una-pelicula-argentina-muestra-como-hacer-pasar-el-homicidio-de-un-testigo-por-suicidio-20150125-0056.html
Presuroso, con el soterrado temor de verme ya en el banquito de los acusados (recuerdo a Kafka, su enseñanza esencial: cualquiera en cualquier momento puede estar en el grupo de los perseguidos, cito de memoria), clickeo en busca del site que Virginia me ha indicado.

Ahí aparece lo siguiente: “Una película argentina muestra cómo hacer pasar por suicidio el homicidio de un testigo. En Los últimos días de una víctima, un sicario asesina a un testigo que complica al poder y debía declarar al día siguiente a las 15.00 horas”. (Perfil, 25 de enero de 2015).
Aclaremos un par de cosas: ni la película que hicimos con Adolfo Aristarain ni la novela en que se basó (mi primera novela, editada en noviembre de 1979 por Colihue - Hachette) se llaman Los últimos... etc. sino Últimos días de la víctima.

En cuanto al estilo: es bastante feo (y sólo se explica por el apuro que arrasa en las redacciones) poner la palabra “suicidio”, un artículo y enseguida la palabra “homicidio”.
Si alguien busca la belleza de una rima debe escribir poemas, pero no prosa.
La prosa no rima.
Es de malos escritores incurrir en eso que llamamos cacofonías.

La nota de Perfil continúa: “En (Los) últimos días de la víctima, un sicario asesina a un testigo que complica al poder y debía declarar al día siguiente a las 15.00 horas. En medio de las dudas e interrogantes por la muerte del fiscal federal Alberto Nisman, una escena de la película (Los) últimos días de la víctima (1982) de Adolfo Aristarain explica claramente cómo es el trabajo de los asesinos a sueldo para ‘crear suicidios’ y hay varios que le encuentran similitudes con el caso Nisman”.

No voy a señalar otros errores gramaticales.
Ya está: la nota está mal escrita, mal corregida y todo larga un perfume hediondo similar a las pestilencias de las redes cloacales anónimas, impunes, mentirosas.
No digo “mentirosas” no porque no digan la verdad.
Una, al menos, dicen: la del que escribió el texto.
Pero esa “verdad” es “mentirosa” porque es anónima y, al serlo, es impune.

No lo llamé a Aristarain para no incomodarlo con esa versión arrojada al lodo de las infinitas, incesantes versiones sobre el caso Nisman.
No sé si alguien mató a Nisman. Tampoco sé si se suicidó.
Menos aún si “lo suicidaron”.
Tengo “mi” versión. Como casi todo el mundo. Pero no interesa aquí.
Sería una más.
Interesa, creo, la relación entre una novela de noviembre de 1979, una película cuyo guión se escribió entre noviembre y diciembre de 1981 y se estrenó en abril de 1982 y una muerte que acaece en el ardoroso (políticamente, institucionalmente sobre todo) enero de 2015: al siglo siguiente.

El protagonista de mi novela y el de la película, cuyo screenplay escribió Adolfo Aristarain con una colaboración que, para mi honor, él solicitó a la productora Aries, llevaba por nombre Raúl y por apellido Mendizábal.
Raúl Mendizábal, asesino a sueldo exquisito, infalible, carísimo.
Tan bueno, que requiere tres adjetivos para calificarlo con cierto rigor.

Sigo con la nota de Perfil: “Protagonizada por Federico Luppi y Soledad Silveyra, la película basada en la novela homónima de José Pablo Feinmann muestra una clara escena de cómo un sicario realiza un homicidio y prepara la escena de manera tal que parezca que un hombre se quitó la vida. El argumento sigue los pasos de un asesino a sueldo que trabaja para importantes sectores del poder quienes le señalan diferentes víctimas”.

Raúl Mendizábal sale a luz (como dije) en noviembre de 1979.
Argentina era un país sofocado, sometido a un control militar que segaba vidas hasta el exceso, y patrullado por asesinos de todo tipo.
Me pareció (una vez decidido a elevar la cabeza, siempre con cautela porque cabeza que se elevaba, cabeza que desaparecía) posible recurrir a los mecanismos de la novela policial negra en que el contract killer es una figura insoslayable.
Los lectores que descifraran la analogía sabrían que Raúl Mendizábal era un hombre secreto al servicio del poder.
Durante ese año, el poder era el régimen de Videla.
El texto planta, aquí y allá, diversos, inequívocos significantes que nos revelan la intención del autor, de qué está hablando, a qué se refiere.

Durante un estado de terror el poder es Uno. La verdad es una.
El poder se ha encargado de eliminar o sofocar a todos los otros.
Eso es una dictadura: un régimen feroz en que el enunciador es Uno, en que lo Múltiple ha desaparecido.
De aquí que, en 1979, hablar del poder era hablar de Videla y el régimen militar.
En todo caso, los poderes se dirimían dentro de esa corporación.
En la novela, el hombre que mata Mendizábal en la bañadera se llama Morelli, en el film Ravenna.

Cito la novela: “Volvió a mirar las fotos de Morelli, sobre todo aquella en que cruzaba la calle, mirando hacia atrás con temor, escapando de algo que ignoraba, pero que sabía, con pavorosa certeza, que tenía que ver con su muerte (...) ¿Qué había quedado en él del temor de ese hombre? (...) ¿Quién recordaba hoy a Morelli, quién sufría por su muerte o quién mantenía intacto su odio? Mendizábal no lo sabía, no podía saberlo. De toda esa historia, de su mejor trabajo quizá, le quedaban apenas un par de imágenes cada vez más lejanas: un hombre cruzando una calle, un hombre leyendo un diario, un hombre desnudo, cayendo pesadamente contra el piso de un baño, muerto” (Ultimos días de la víctima, Legasa, Buenos Aires, 1987, p. 97. Hay ediciones más recientes).

Ya en la primera reunión con Adolfo decidimos empezar la película con uno de los asesinatos de Mendizábal. Elegimos el que acabo de narrar.
Pasó al guión del siguiente modo que se conservó en el film: el señor Ravenna, señalado como responsable de la quiebra de la Cooperativa Nuevo Mundo, escapa al asedio de los periodistas y regresa a su piso.
Ahí lo espera Mendizábal.
Se le presenta, revólver en mano, y le dice:

Mendizábal: “Tranquilo, señor Ravenna. No le va a pasar nada”.
Ravenna: “¿Qué quiere? ¿Cómo entró?”.
Mendizábal: “Con la llave. La guita, Ravenna”.

Ravenna se resiste. Mendizábal lo noquea con la culata del revólver.
Abre cuadro y vemos a Ravenna metido en una bañera.
Mendizábal se ha puesto unos guantes de goma, como si fuera un cirujano. 

Ravenna: “A mí no me van a joder así nomás. En cuanto empiece a hablar se va a caer hasta el Obelisco. Si te digo quiénes están metidos no me lo vas a creer. ¿Para qué me metiste acá? No me digas que sos raro, flaco (...) Decime que no, no puede ser...”.

Ravenna no consigue completar la frase. Mendizábal le ha colocado el caño del revólver en la sien. Dispara sin vacilar.
La mitad opuesta de la cabeza de Ravenna revienta contra los azulejos blancos (...)
Mendizábal sale del baño.
Coloca su navaja en el pestillo de la puerta y la cierra.
Al quitar la hoja la traba corre.
La puerta queda cerrada por dentro.

(El guión de Ultimos días... está publicado en mi libro Escritos para el cine, Punto Sur, Buenos Aires, 1988, p. 27. Nunca se reeditó. Aconsejo ver la gran película de Aristarain. Una de las dos o tres mejores del cine argentino. Hoy, su rigor, la maestría con que expresó en imágenes el sofocamiento de la novela, estremece. Un grande. Uno de los pocos y verdaderos grandes.)

Dije que no sé ni puedo saber si alguien mató a Nisman. Para eso está la Justicia.
Pero la verdad de la Justicia será una más, la de quienes la manejan, la de quienes la tienen dominada o comprada.
No hay una verdad, hay una lucha de verdades.
Si hubiera un Dios en el que todos creyeran podría existir la Verdad en tanto la Verdad como lo Uno. En tanto verdad revelada.
Esto ocurrió durante la Edad Media y se fortaleció por medio de la Inquisición. Hoy, la verdad es de este mundo, citando a Foucault.
Que lo sea significa que hay una lucha por la verdad.

“Solamente en esas relaciones de lucha y poder, en la manera en que las cosas se oponen entre sí, en la manera en que se odian entre sí los hombres, luchan, procuran dominarse unos a otros, quieren establecer relaciones de poder unos sobre otros, comprendemos en qué consiste el conocimiento” (Foucault, La verdad y las formas jurídicas, Siglo XXI, Buenos Aires, p. 28).

Pero esta modalidad del análisis no pertenece solamente (como plantea Foucault) a la política, sino a la filosofía política.
Todos emiten su verdad sobre el caso Nisman.
De aquí el afán de los monopolios mediáticos por poseer la totalidad del mercado de la información.
Si hay una sola voz que informa habrá una sola verdad. La del poseedor de los medios.
Esa única voz tendrá el poder del Dios medieval.
Será la revelada por una Iglesia en la que todos creen: la Iglesia del poder mediático.
Pero éste es otro tema.

Acaso el de este texto haya sido expresar la magia de la realidad. Borges solía decir: “A la realidad le gustan las simetrías”.

También se dice: “La realidad imita al arte”.

¿No es fascinante que algunos o muchos lean la muerte de Nisman en una película de 1982?
¿Mendizábal mató a Nisman entonces?
¿Lo mató hace treinta y tres años?
Nunca me gustan los comentarios que pululan en la red del anonimato y la impunidad. No los leo.
A veces, cedo y les arrojo una mirada.
Esta vez - al fin - no me arrepentí.
Debajo de la hoy célebre primera escena de Ultimos días de la víctima, uno de los comentarios (en lugar de agraviarme en la modalidad de lo soez) decía: “El señor Feinmann nunca destiñe”.

Gracias.
Le aseguro que el señor Aristarain (filme o no filme, y ya filmará) tampoco.

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